Olvidarse, perderse, dejar de ser.
Hace un momento pensé en algo, y la conclusión del breve monólogo mental que sostuve fue: “Voy a buscarlo en Internet". Justo después mi mente saltó a otro tema y cuando abrí el explorador no pude recuperar el pensamiento. La maldita paloma se había escapado.
Olvidar es uno de mis miedos frecuentes. Cuando salí del coma, producto de aquel suceso que me dejó el amable recordatorio, una de las primeras conversaciones que tuve fue con una Neuropsicóloga. Yo, en medio de mí desubique, estaba tranquilo y la doctora comenzó a hacerme una serie de preguntas que consideré estúpidas en ese momento: “¿Cómo se llama?, ¿en qué año estamos?, ¿Qué país?”, mientras yo pensaba: “¿De qué se trata esto?”, ¿acaso me creen tarado?, pero una de los posibles escenarios era haber sufrido perdida de memoria, como sufrí por unos días la pérdida del olfato y del gusto, como si la memoria fuera un sentido. En otras palabras, que hubiera olvidado esos datos ridículos, como olvidarse de quien es uno, si es que alguna vez llegamos a descifrar eso.
De pronto ahí está fundado el miedo, pues recordar nos asienta en la realidad y nos da identidad. Si pensamos quién somos ahora, es muy probable que debamos recordar quién fuimos hace un segundo, un minuto un año o una década, suponiendo que lo que somos se debe a lo que hemos hecho o no hecho a lo largo de nuestras vidas, en fin.
De pronto estamos obsesionados con el yo, con ser nosotros y nadie más y por eso olvidarse da pánico, pues es que solo imagínense cómo sería si un día si, de repente, uno se despierta sin saber nada del pasado, que en resumidas cuentas significa no saber nada del presente.
Olvidarse, olvidar, olvidarnos, nos da la oportunidad, o mejor nos obliga a ser otro ¿Acaso no es eso lo que soñamos a diario? ¿Haber tenido una mejor repartición de cartas en el juego del destino para tener otra vida? Que raro ese miedo.
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