Mis habilidades culinarias tienden a cero; una de las pocas cosas que sé hacer bien son galletas de navidad. A veces me imagino como un personaje de una comedia romántica en la que invito a una mujer preciosa a comer. La cena la preparo yo, con velas en la mesa y toda esa parafernalia. El personaje se vería envuelto en un enredo pues tendría que salirse de su zona de confort de las galletas de navidad. El hombre, el personaje, yo, en resumidas cuentas, me decidiría por hacer pasta, pero la mujer considera ese plato un cliché romántico y me deja por eso. El resto de la película trataría en cómo el hombre, yo, se convierte en un chef de alta cocina para recuperar a la mujer.
Hoy me preparé un sándwich de huevo duro de comida, producto, como ya le comenté, estimado lector, de mis pocas habilidades en la cocina y también, de que me antoje de comer eso.
Me gusta el carácter combativo del huevo, es decir, su habilidad para desenvolverse en cualquier comida como el producto principal, o como snack a cualquier hora del día.
Dicho esto, ahora recuerdo que en múltiples visitas a la casa de un amigo inglés, siempre nos ha dado sándwiches de huevo y te, así que puedo decir que no estuve tan mal en mi opción culinaria de hoy, pues siempre he asociado eso del te ingles con un momento fino o gourmet, pendejadas que uno piensa.
Quería escribir sobre esto, porque hoy cuando estaba pelando el huevo, me acorde de aquella ocasión, pocos días después de haber despertado del coma, en la que me dieron huevo duro de desayuno. El conflicto de esa historia radica en que, debido al accidente que me dejó el amable recordatorio, había despertado con hemiplejia. No se imaginan ustedes lo difícil que es pelar un huevo duro con una sola mano.
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