Me refiero a esos libros que logran engancharnos de principio a fin, que uno quiere y no quiere acabar, en últimas, digamos, un libro “bueno” o lo que cada uno considere que es eso.
Terminar un libro brinda cierta satisfacción. Algunos dirán que no es nada del otro mundo, y si uno se fija bien, están en lo cierto; un libro leído puede que no parezca más que un puñado, un tropel, un batallón de palabras leídas que, quizá, pueden deshabitarnos tan pronto las leemos. Palabras, aventurémonos a decir, que entran por un ojo y salen por el otro.
Esos libros “buenos”, logran remover algo que llevamos dentro, ¿qué?, supongo que recuerdos, emociones, sentimientos, eso de lo que realmente estamos hechos; ayudan a comprendernos y harta falta que eso nos hace.
Hablo de ese tipo de libros que dejan aporreado al lector, que al terminar la lectura descubre que su yo narrativo ya no es el mismo. Libros que ofrecen más preguntas que respuestas, en últimas aquellos que nos descolocan, al tiempo que subrayan lo realmente importante.
Pero no todo es color rosa, a veces la relación Lector-libro termina mal pues uno de los dos decide dejar al otro. En estos días leí la reseña de una mujer sobre un libro, en la que la lectora decía que había perdido el tiempo con ese libro y que por eso decidió abandonarlo. Solemos creer que somos nosotros quienes tomamos tal decisión, pero puede que también ocurra al revés, y que los libros sean quienes nos abandonen.
Terminar un libro también viene acompañado de otra acción que no tiene nada que ver con el libro terminado; ese momento casi Zen en que, dado el caso, liberamos de su envoltura al siguiente, pues en el simple acto de rasgar el celofán que los envuelve hay algo primitivo y que da placer.
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