No debía tener más de 30 años. Su pelo rubio y ojos azules lo delataban como europeo, ¿de qué país?, digamos Latvia solo porque me gusta como suena.
Siempre se ubicaba al costado sur de la calle 72 entre la carreras séptima y novena. Se sentaba sobre una manta de colores en posición flor de loto, sobre la que había una pequeña cesta de mimbre para las propinas. Siempre sostenía en sus manos un clarinete negro con pintas blancas, que nunca lo escuché tocar; pero claro, yo pasaba de largo hacia la séptima entre las 5:30 y 6:00 p.m. solo con ganas de llegar a casa, y cada vez que lo veía elaboraba una teoría tras otra acerca de quién era; parecía el personaje de una fábula infantil.
Su cara siempre mostraba tranquilidad, una tranquilidad necesaria para el caos de las grandes urbes y para poder, supongo, tocar clarinete o solo sostenerlo en sus manos, mientras nosotros, los ciudadanos, nos envejecíamos con el trajín de nuestras vidas, con nuestras rutinas.
¿Qué hacia ahí?, ¿quién era ese hombre? La última vez que lo vi llevaba un cartón colgado al cuello, que tenía escrito con marcador rojo: "Los aportes voluntarios me sirven para financiar el viaje, gracias por tu apoyo". ¿Cuál viaje?, resulta obvio pensar que el que había hecho a Colombia, pero ¿por qué había elegido este destino?, ¿qué carajos hacia sentado, ese hombre de Latvia, en una acera de Bogotá, por la que miles de ejecutivos encorbatados y de caras serias, pasaban por su lado sin ni siquiera determinarlo?
Aunque evito ser un “busca conversaciones”, me arrepiento mucho de nunca haberlo abordado, de no haber cruzado un de palabras con él, un escueto “hello” acompañado de una sonrisa.
Quién sabe cuántas historias encerraba el clarinetista, pero si algo queda claro es que no debemos dejar escapar esos personajes, mucho menos si nos gusta escribir.
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