Llego a la casa luego de estar la mayor parte del día por fuera. Son las 10 de la noche pasadas y tengo en mente escribir algo, pero me echo en la cama. me tapo con una cobija que me cae bien, prendo el televisor y juego a cerrar los ojos de forma prolongada. Se supone que descanso con el ruido del aparato electrónico como música de fondo.
Despierto con la ropa puesta, imagino que el frío es el causante de mi entrada a la vigilia. Cuando me recosté, me prometí solo descansar unos quince minutos, sin estar pendiente del reloj ni nada, a punta de, como el personaje de un cuento que escribí, sentir el tiempo. El televisor está apagado, no sé si soñé que lo había prendido, si nunca hice eso, o si, en un ultimo arrebato de voluntad, lo apagué.
Fracasé en mis quince minutos de descanso, que se convirtieron en más o menos 8 horas. Ahora son las 6 de la mañana. Me siento descansado, y creo que podría levantarme a empezar el día, o lo que eso signifique, pero me envuelve esa modorra placentera de cuando apenas uno se despierta, así que me meto dentro de las cobijas.
Mientras me quedo dormido de nuevo, pienso en eso que no escribí, que no sé que era, pues no había pensado en ningún tema para hacerlo. ¿A dónde se habrán ido esas palabras? Imagino que las debo tener en algún lado, así nunca las haya escrito.
Son, creo, palabras cansadas que no sé si aún conservo. Tal vez algún día las recupere, pero cuando eso ocurra, tendrán un estado activo y entonces no serán las mismas.
Las palabras, como uno, cambían a cada rato, así parezcan las mismas. Eso ocurre tanto en el tiempo en que las escribimos como en el que las leemos.
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