jueves, 28 de marzo de 2019

Suponer

C. es una gran amiga, pero hace meses que no hablo con ella. Es terrible eso, es decir, dejar pasar el tiempo y no comunicarse con las personas que uno estima, pues en el momento menos pensado  dejamos de existir; la muerte siempre nos respira en la nuca, pero la jodida nunca se deja ver, y en el momento menos pensado nos hace zancadilla.

Intentamos cuadrar un encuentro, pero nunca logramos coincidir y al final no quedamos en nada. Después le escribí un par de mensajes que leyó, pero que nunca respondió. 

Pensé que algo le había molestado, ¿Qué habrá sido?, ¿Qué hice o dije que la hizo enojar?, me pregunté, pues va uno por la vida sin saber en qué momento se algo de lo que hacemos, la estupidez más mínima, puede ser considerada una ofensa mayor por las personas cercanas. 

Hace unos años me pasó eso con ella. La notaba distante, monosilábica, seca, hasta que supuse que era lo que le había molestado y decidí hablar con ella. Esa vez le pegué al perro en el hocico, y di en el punto exacto de su molestia. Hablamos del tema por un momento y al poco rato lo olvidamos. A veces la técnica del “como si nada”, es la mejor manera para continuar viviendo. 

Esta vez era distinto. Repasé muchas situaciones y charlas y no logré identificar ninguna como el foco de su molestia. En esos días pensé mucho acerca de si es verdad o no, eso que dicen por ahí de que la gente puede cambiar de un momento a otro, pero cuando intentaba aplicarle esa máxima de vida a C. nunca le quedaba. A ella le gusta hablar claro y no guardarse nada. 

Ayer me llamo M, Juntos somos una especie de tres mosqueteros. “¿En qué anda?, ¿por qué tan perdido?” salí de esas preguntas con una respuesta breve, sin entrar en muchos detalles. “Oiga veámonos mañana a las 7:30 en mi apartamento, ya hablé con C. y sí puede”, me dijo, algo inusual pues vive envuelta de clientes y proyectos, y casi nunca tiene tiempo. 

Aproveché y le pregunté a M. por ella, que si de pronto sabía que mosco la había picado”. M río, y luego dijo “Ella me dijo: “Juanma debe estar que me odia, quedé en llamarlo, pero la verdad me ocupé feísimo y nunca lo hice”. 

Podría quedarme entonces patinando en aquel otro pensamiento de martir: “Si las personas se interesan por uno, miran como sacan el tiempo para contactarlo”, pero prefiero evitar el drama. “Como si nada”como mantra de vida. 

Mañana, imagino, solucionaremos todo, solo un decir, pues no hay nada que solucionar, al ton y son de alguna bebida espirituosa.

miércoles, 27 de marzo de 2019

Sueños

Leo un libro que profundiza sobre las historias y que, básicamente, intenta responder a la pegunta ¿Qué son y cómo se pueden identificar?, y a todas las que se derivan de ese cuestionamiento. 

En un capítulo habla sobre los sueños y como estos también son intentos en los que nuestro cerebro intenta forzar una narrativa, a partir de la “basura” que almacenamos en él y que, prácticamente, representan el caos diario de nuestras vidas. 

Dice el autor que si los sueños tienen que ver con el descanso, deberían ser apacibles, tranquilizantes y divertidos;  en cambio son todo lo contrario, y  la mayoría de veces están cargados de angustia, con situaciones de vida o muerte o de peligro inminente; en definitiva que predominan en ellos los problemas y el conflicto, la fuente primaria de las historias. 

Los sueños más típicos consisten, menciona el escritor basándose en estudios, en ser atacados, perseguidos, o en hundirse; caer desde grandes alturas, estar perdidos o atrapados; estar desnudos en público, lastimarnos, en morir o encontramos en medio de un desastre natural. 

Muy pocas veces son las que sentimos algo placentero cuando soñamos, y casi siempre esas historias, locas y extrañas, se relacionan con sentimientos de ira, miedo y tristeza. 

¿Y qué con los sueños húmedos, por ejemplo?, se preguntarán ustedes, y sí, a veces soñamos con eventos que nos hacen sentir bien como volar como un pájaro o tener sexo, pero esos sueños, digamos, “felices”, menciona el autor, ocurren rara vez: Las personas únicamente vuelan en uno de cada 200 sueños, y el contenido erótico únicamente hace presencia en 10, y cuando el sexo es el tema principal, rara vez consisten en un paraíso hedonista, y más bien están cargados de ansiedad, duda y arrepentimiento. 

Ayer soñé algo que creo que puede catalogarse como un sueño feliz; no tenía nada que ver con sexo, pero involucraba a una mujer, pero la verdad no recuerdo de qué trataba o cuál era mi papel en él.

martes, 26 de marzo de 2019

Sarah Sanders

Sábado. 

Camino y hace una fuerte brisa, pero a pesar de ello siento mucho calor, y mis manos, piernas y brazos y están muy calientes. Me gustaría zambullirme en una piscina con agua helada. 

Pienso en ello hasta que llego a la peluquería, y ahí abandono mi fantasía. Pregunto por A. “Si siga, está en su puesto”, dice la mujer de la caja. La buscó y me pide el favor de que la espere de 10 a 15 minutos, pues está terminando de peinar a una señora, que me mira recelosa a través del espejo. 

Me siento en un sofá a esperar, y veo una revista. Gran error haber abandonado la casa sin un libro, pero la visita a la peluquería no era algo que tenía previsto. Tomo la revista que lleva como nombre Sarah Sanders. 

En la portada sale una mujer, Sanders supongo, empujando una carreta que lleva unas calabazas grandes. A sus lados se ven campos de trigo y al fondo una casa. La palabra que llega a mi mente es “Acres” e imagino que la finca, casa de recreo, lo que sea de Sarah, se encuentra en un terreno que le pertenece, ha pasado en su familia de generación en genración, y está compuesto por miles de ellos. 

Reviso de dónde es la revista y en la esquina inferior izquierda, debajo de las calabazas, dice Canadá. ¿Qué carajos hace una revista canadiense en una peluquería? 

Esperaba leer chismes de la farándula criolla, que fulanito se separo de menganita, y que ahora está con tal otra, mientras que menganita ni corta ni perezosa se levanto a perencejo, pero la revista de Sanders es la única disponible. Comienzo a hojearla con desgano y en las primeras páginas aparece el índice con los temas que trae esa edición. Está dividido en grupos de días del mes de octubre, en los que Sarah nos va a enseñar algo o tiene algo que decirnos, qué sé yo, del 5 al 10: Bricolaje, 10 al 12, técnicas de maquillaje, y así. 

Sandres debe tener mucho billete para tener una revista propia en la que pueda hablar sobre lo que se le ocurra, y ni debe saber que su alcance cubre, incluso, a las peluquerías colombianas. 

Levanto la vista por un momento y un sonido de un televisor empotrado en la pared, que lucha contra el ruido de secadores de pelo, muestra una escena de un perro negro que habla con un niño; luego volteo la cabeza hacia la derecha y un aviso en la pared dice: “Se le recuerda a nuestra distinguida clientela que ya no recibimos pagos en tarjeta, solo en efectivo”. La palabra distinguida me hace pensar en Sanders, que, seguro, lo es. Vuelvo a volcar la atención sobre la revista y la termino de hojear de afán. A. ya se desocupo y me puede atender.

jueves, 21 de marzo de 2019

Piedras colina abajo

En Memoria por Correspondencia, el bellísimo libro de cartas de Emma Reyes, la artista cuenta cómo en sus primeros años de vida cuando aún vivía con su madre, y antes de terminar internada en un convento, se reunía con su hermana y los otros niños del barrio a jugar en un terreno baldío, con más apariencia de basurero que cualquier otra cosa. Narra como se divertían con los objetos que encontraban en ese lugar como, por ejemplo, un maniquí o escultura al que vestían, y que de un día para otro decidieron llamar “General Rebollo”, alguien a quién rendían pleitesía a manera de deidad, hasta que un buen día un niño del grupo decidió contarle al resto que el general Rebollo había muerto y entre todos le hicieron una gran ceremonia para honrarlo. 

Una vez trabajé con una fundación que tenía unos proyectos en Altos de Cazucá, varias veces que estuve en el lugar vi como los niños, muchos con la cara sucia, los pantalones y camisas con agujeros y algunos descalzos, se divertían lanzando piedras colina abajo en calles no pavimentadas y polvorientas. El juego solo consistía en eso, pero ellos reían y lo repetían una y otra vez, sin importar las condiciones del terreno o del clima. 

Anaïs Nin recalca mucho en sus diarios la importancia de la niñez, y dice que tanto el niño como el artista viven en mundos de su propia creación, gobernados por sus fantasías y sueños, sin necesidad de entender el mundo del dinero o la persecución del poder, y que ese mundo tarde o temprano entra en conflicto con el otro, el “real” digamos, que está regido por compromisos conscientes y auto-traiciones. 

También dice que las verdaderas maravillas de la vida residen en las profundidades, y que explorarlas en busca de verdades es la verdadera maravilla que el niño y el artista entienden a la perfección.

miércoles, 20 de marzo de 2019

Ofender

Es fácil mentarle la madre alguien, y las groserías nos sobran al momento de querer hacerlo, pero esa forma de ofensa, digamos, es la vía fácil, la que todos dominamos o estamos en capacidad de llegar a hacerlo. 

Partamos entonces del punto en el que, por X o Y motivo, suponemos que estamos en nuestro derecho de ofender a alguien. En esos casos somos unos maestros al momento de buscar una combinación de palabras que carezca de groserías, pero que por su contexto van a ofender mucho más; esto sin tener el cuenta el famoso tonito con el que las decimos. 

Por ejemplo, me viene a la mente aquella vez que tomé un taxi y a la cuadra de trayecto el conductor me dijo: “Que pena, ¿se puede bajar?, es que había reservado una carrera y no alcanzo a llevarlo”. Me dio mal genio y le respondí: “¿para que recoge pasajeros si reservó una carrera?”, apenas terminé la pregunta, el señor comenzó a alegar y cerró su perorata exigiéndome que me abriera del parche. Le hice caso y cuando iba a cerrar la puerta me agaché y le dije: “Señor, ojalá no alcance a llegar”, y me alejé mientras el buen hombre, con las venas del cuello brotadas y los ojos saltones, seguía alegando . Ese es un buen ejemplo de que para ofender a alguien no es necesario el uso de groserías. 

Ayer instalé whatsapp en el teléfono nuevo y la aplicación me comenzó a preguntar que si le iba a dar acceso a mis contactos, a las imágenes, a la ubicación, que si le quería vender mi alma al diablo, en fin, para hacer yo no sé que cosas. “No lo voy a hacer", pensé, y omití esa acción. 

El resultado de mi rebeldía tecnológica resultó en qué mis contactos no aparecían en la aplicación bajo el nombre, sino bajo su número de teléfono. Hoy tuve que reinstalarla y automáticamente, seguro porque omití otro comando, me saco de todos los grupos en los que estaba. 

Eso me hizo caer en cuenta de que, hoy en día, una de las formas más afectivas de “ofender” a alguien y sentar una voz de protesta, consiste en salirse de un grupo de whatsapp. Durante el día no he dejado de recibir mensajes de varios amigos, en los que, consternados, me preguntan que por qué me salí y que si estoy bien.

martes, 19 de marzo de 2019

De celulares y otros temas

Recuerdo que cuando era pequeño y estaba en el colegio, mi ruta de bus pasaba por un parque, y un muro de tablas impedía apreciarlo. Yo, a veces, me quedaba viendo fijamente las tablas que pasaban a toda velocidad y, por momentos, fracciones de segundo diría, veía el parque con claridad; esto, supongo, gracias a que, en ocasiones, había varios huecos en un mismo sector de esa pared de madera, y mi cerebro organizaba lo que mis ojos veían a través de ellos en una sola imagen. 

El universo, el mundo, la vida, el espacio que sea en el que estamos inmersos, va a mil por hora, y nosotros vamos mirando por la ventana sin entender muy bien las imágenes que pasan enfrente de nosotros, pero aparentamos que si, pues que vergüenza que se den cuenta que estamos desubicados.

Pienso en esto de la velocidad por los teléfonos celulares, que se insertaron en nuestras vidas aceleradas dándoles un nuevo impulso, y que ya nadie podrá, por más videos y escritos bonitos que pretenden generar consciencia sobre su uso desmedido, restarles importancia, independiente de si si la tienen o no, o si estamos condicionados a su uso, a no poder vivir sin ellos. 

Hoy compré uno nuevo porque el que tenía saco la mano, e insistía, como un disco rayado, con un mensaje: “Fuera de línea, inserte la tarjeta SIM”, pero el aparato la tenía instalada. Parece que todo el asunto radicaba en un problema de identidad, en el que el teléfono, de un momento a otro, dejó de reconocerse. Eso a veces nos pasa, ¿acaso no? 

Al principio lo traté con palabras suaves a ver si de pronto reaccionaba, hasta que me dio mal genio y lo maldije; en consecuencia, rompimos cualquier tipo de vínculo usuario-máquina que nos unía. 

El nuevo funciona a las mil maravillas. Queda claro que no tuvo problema alguno para adaptarse a la velocidad a la que gira el mundo y nuestras vidas. Vamos a ver cuánto dura,  en qué momento va a cansarse y va a empezar a ver todo en imágenes fragmentadas como  yo veía el parque del que les hable.

lunes, 18 de marzo de 2019

Tortas

Estoy en un café que queda en el primer piso de un edificio de consultorios médicos, y cada vez que las puertas que dan a la calle, que se activan con un sensor de movimiento, se abren y cierran, entra una corriente de viento frio como del más allá, como si la muerte viniera con ella. 

Hago el pedido y me ubico en una mesa que un señor acaba de abandonar. Dudo en sentarme porque no sé si va a volver, pues dejó una gaseosa oscura a medio terminar acompañada por los restos de un muffin, al parecer de agraz. Me cuesta entender a esas personas que no recogen los restos de lo que hayan consumido apenas terminan. 

Como el sitio está lleno me siento en la mesa pero como dando a entender que acabo de llegar y que la basura no es mía, actitud que no tengo modo de saber si es convincente o no. Al rato me llaman pues mi pedido: un capuchino y una galleta ya está listo. Después de tomarlo veo que hay otra mesa desocupada y me siento en ella, esperando a ver si alguien me protesta por el reguero que, se podría suponer, dejé en la otra. Nadie dice nada, menos mal porque me habría dado pereza defender mi reputación de, digamos, “consumidor responsable de restaurante”. 

Espero a alguien, y para matar el tiempo, me pongo a leer. Minutos después llegan tres señoras, una más joven que las otras dos, así que, imagino que son hija, mamá y tía. 

Como el lugar está lleno y estoy solo en la mesa, la hija me dice que si pueden utilizar los asientos disponibles. Le respondo que no hay problema alguno y la mamá y la tía se sientan, mientras la hija compra las bebidas y lo que van a comer. 

Las 2 dos mujeres que están en la mesa hablan sobre lo necesario que es respetar los horarios de comida en el día, bueno, una habla y la otra, más bien, escucha. La primera dice que es súper importante tomar onces entre las comidas importantes del día, pero la segunda hace un gesto escéptico y responde que ella a veces ni come, pues no le da hambre. “No, pero eso está mal, uno debe comer mínimo cinco veces al día”, le responde su interlocutora. 

EN medio de su conversación, la hija llega a la mesa con una bandeja en la que lleva tres cafés y dos tortas, como reforzando lo que había acabado de decir su madre o su tía; no se sabe bien quién es quién. 

Las tres toman tenedores y comienzan a picar trozos de torta, una tiene bocadillo y la otra es de naranja, según lo determina una de las mujeres: “Está es como de naranja con canela, ¿no le sienten el sabor?”.

domingo, 17 de marzo de 2019

Domingo

Alguna vez escribí o hable con alguien acerca de lo raro que me parecía escribir los fines de semana en este espacio, y que por eso es que casi nunca lo hago , ya no recuerdo dónde fue ni a quién se lo dije, a veces todo: pasado, presente, futuro y lugares se mezclan y convierten en una masa pastosa. Que excusas tan ridícula las que uno inventa para no hacer algo. Escribir es escribir y punto, y no debe pesar hacerlo ningún día de la semana. 

Me gustaría entonces sorprenderlos con un escrito revelador, uno que les de el empujón necesario para arrancar la semana; tener la capacidad lírica que tiene Margarita García Robayo, en los resúmenes semanales que escribe para un revista argentina, donde relata eventos sencillos, anodinos podría decirse, que le ocurren cada día. 

Siempre le apunto a escribir así, es decir, de contar algo sin tantas arandelas; como dice Millás, de decirles que tuve o tengo enfrente de los ojos. 

Hoy me había propuesto leer, pero leer con juicio, es decir, por varias horas. Me recosté en la cama, acomodé las almohadas, prendí la lámpara, apunté la luz hacia la pantalla del Kindle, y continué con la lectura de Lágrimas en la lluvia, la novela negra y futurista de Rosa Montero. 

Leí uno, dos capítulos, y en el tercero se me empezaron a cerrar los ojos; creo que me quedé dormido en un par de ocasiones, y cuando los volvía a abrir, hacía un esfuerzo gigante para leer otro par de líneas. 

“No doy más”, pensé, apagué el aparato, me quite los lentes, acomodé las almohadas para dormir que, claro, necesitan una posición diferente a la de leer, y me eché a dormir. 

No sé por cuánto tiempo lo hice, pero hacia las 6:30 me despertó el frío, sensación que venía acompañada por un ligero dolor de cabeza. Busqué una cobija para no interrumpir mi asistencia al concilio del sueño con quien sabe qué otra cantidad de gente, al otro lado del mundo donde ya era de noche, y quienes iban a ser los primeros en encontrarse con el lunes. Intenté entonces ponerme de acuerdo con el sueño de nuevo, pero no lo conseguí. 

Cuando definitivamente no lo logré, prendí el televisor y me puse a ver Love, Death & Robots. “Los Tres robots”, el segundo episodio, me pareció genial.

jueves, 14 de marzo de 2019

RAES ambulantes

Me gustaría tener un amplio dominio de la gramática, y poder hacer alarde de un profundo conocimiento lingüístico del idioma español. Tengo algo de conocimiento, pero sé que me falta mucho por aprender. De todas maneras considero que la gramática, la ortografía y todo lo relacionado con ambas cosas, son apenas unos de los tantos componentes de la escritura. 

Por eso me aburren en extremo los RAES ambulantes, esos oficiales de la gramática que van por ahí dando su opinión, no pedida en la mayoría de los casos, sobre qué está mal escrito; esos seres que no perdonan que a uno se le escape una tilde o que están prestos a burlarse en la cara de las personas que utilizan o escriben mal una palabra. 

En estos días en una red social alguien públicó una pregunta “¿Qué es lo que más recuerdan de los noventas?” Yo respondí: “El Ten de Pearl Jam”, un álbum que me trae buenos recuerdos, con joyas como: Porch, Even Flow, Deep, Once, entre otras canciones, y así cada usuario mencionaba algo, lo que fuera, un lugar o una moda que le activaba algún recuerdo de esa época, hasta que una mujer escribió lo siguiente: “La buena ortografía y el buen uso del lenguaje. Los noventas es un barbarismo, se dice Los noventa.” 

Querida señora, si por casualidad lee esto, lo realmente bárbaro es su actitud, Qué le costaba escribir: “Se escribe los noventa, no los noventas”?, y si alguien le preguntaba cuál era la razón, ahí si se podía explayar on una explicación ni la berraca que expusiera toda su erudición, ¿no cree? 

Me podría quedar exponiendo otros casos como, por ejemplo, el de los agentes especiales que son expertos conocedores de las diferencias y los usos correctos de: ay, hay y ahí. 

Dicho lo anterior, creo que uno de los aspectos más importantes al momento de escribir, como lo dijo Virgnia Woolf, es encontrar el ritmo adecuado, y yo le agregaría el lograr conectar ideas distantes que, en principio, parecen no tener nada que ver la una con la otra. 

Esto no quiere decir que opine que la gramática y la buena ortografía no son importantes, pero, creo yo, no lo son todo al momento de escribir.

miércoles, 13 de marzo de 2019

Símbolo

En el tercer piso de un edificio, la cortina de un ventanal está recogida. Un sofá de color verde alcanza a aparecer por encima del final de la ventana, y más al fondo una pared blanca tiene pintada o pegada, una letra oriental del lenguaje Chino o Japonés, alguno de los dos, supone uno, en color negro. 

Debe ser grande, más o menos de unos 50 centímetros de alto, porque la observo desde una acera, y alcanzo a ver sus curvas y contornos de forma clara. “Qué significará?”, me pregunto. ¿La pusieron ahí solo porque estéticamente resulta agradable y atrapa miradas como la mía, o tiene un significado complejo y profundo para la persona que vive en el apartamento? 

Una vez en una feria del libro, en una época en la que visitaba con fervor el pabellón de comic, había un hombre en un stand con un cartel que decía: "Escribimos su nombre en japonés."  La persona tenía un pincel, acuarelas y un papel blanco que absorbía la tinta muy rápido. Ya no recuerdo cuánto cobraba por hacer eso, pero yo, obnubilado, por sus trazos elegantes y las letras, le pedí que escribiera mi nombre en japonés. 

“Cómo se llama?”, me pregunto. “Juan Manuel”, le dije, y apenas terminé de hablar, el hombre pintó de afán  unos 5 símbolos o letras que, según él correspondían a mi nombre en japonés. Orgulloso lleve el papel rectangular a la casa y lo puse en una pared del cuarto. Por unos días lo observé por tiempo prolongado, imaginando cual sería la pronunciación de mi nombre en ese idioma, pero luego el papel me dejó de llamar la atención, y llegué a pensar que la persona que había hecho esos símbolos había aprendido a dibujar un puñado de ellos  y los combinaba de diferentes formas para engañar a incautos como yo. Después de un tiempo el papel tomó un color amarillento y lo boté a la basura. 

De todas formas, la fascinación por esas letras, o bien, símbolos me sigue acompañando, Quizá, de forma inconsciente, le achacamos un misticismo exagerado a todo lo que tenga que ver con esas culturas.

martes, 12 de marzo de 2019

Idealizar

Hace un tiempo escribí acerca del noble acto de renunciar, y hoy lo quiero hacer sobre idealizar término que considero totalmente negativo. 

La definición de los viejitos de barbas largas y que llevan túnica de la RAE es: “Elevar las cosas sobre la realidad sensible por medio de la inteligencia o la fantasía.” 

Como lo dije la vez pasada, esta también es una palabra que da para escribir páginas y páginas, grandes tratados con sus pros y contras, donde los últimos, imagino, rebasan a los primeros; de lo que ocurre cuando idealizamos. 

Lo mejor sería vestir con una historia las palabras que estoy a punto de escribir, pero si me ciño al concepto purista de lo que es una narración, un cuento para ser más precisos, me tocaría ponerme a buscar un protagonista, un conflicto, un punto de giro que haga que el personaje principal abandone la rutina en la que se encuentra inmersa, etc. y es algo que no quiero hacer y, además, la literatura cuenta con cientos de novelas que ya lo han hecho. 

Por otro lado, más que querer desmenuzar el término, creo que lo que pretendo es, si acaso, sembrar una semilla de duda, que, quizá, de para algo de reflexión personal; aspira uno a mucho en estos tiempos en los que la capacidad de atención de las personas está bien mermada, en fin. 

Lo primero que yo haría sería mocharle lo de la inteligencia a la definición, pues creo que es, en su totalidad, un proceso fantasioso. 

Llega entonces aquel momento en el que uno idealiza algo, lo que sea, y es difícil sacarse el tema de la cabeza. Lo rumiamos día y noche y es algo muy nocivo, porque parece que nos lleva a perder la capacidad de decisión, y a pensar que estamos incompletos si no obtenemos eso que idealizamos. 

También tiene mucho que ver, como me dijo un amigo, con perder la libertad, pues es depender de la decisión de un tercero para sentirnos tranquilos, y lo idealizado, o mejor, los que tienen que ver con ello, una persona o un trabajo, siempre van a estar tranquilos y van a tomar la opción que les de la gana sin tener en cuenta lo que siente aquella persona que los idealizó. 

Todo se resume, me decía mi amigo, en dejar de depositar las esperanzas en donde a uno no lo tienen en cuenta, un arte que, indiscutiblemente, todos debemos mejorar a punta de prueba y error hasta que le cojamos el tiro.

lunes, 11 de marzo de 2019

Sin excusa

Llevo 4 días sin escribir aquí en AlmojábanaConTinto. Los dos últimos días de la semana pasada llegué tarde a la casa y por eso no lo hice, pero habría podido ponerme al día el fin de semana, algo que tampoco ocurrió. 

No hay excusa que valga para dejar de hacer algo que a uno le gusta mucho, y ya sabemos que cuando uno cae en ese tipo de falta, el mundo se desbarajusta, que buena palabra esta, de alguna manera. Algo a nivel microscópico, no sé qué, se desencaja, incluso es posible que nuestra vida dependa de ello, de esos pequeños momentos que, sin darnos cuenta, definen el rumbo de nuestras vidas, que vaya uno a saber si ya está escrito o no, o si lo que sea que hagamos: escribir, jugar fútbol, tocar ukulele, patear un piedrita en la calle, tiene la fuerza necesaria para cambiarlo. 

No paso nada extraordinario en los días de no-escritura, pero para escribir no necesitamos experimentar una invasión alienígena, sino simplemente contar lo que sea por más insulso que parezca, y esperar sacarle al incidente algo de sabor con las palabras. 

Hoy en el banco, me tocó ser el número 182. Realiza uno una búsqueda de ese número en Google, para ver si se le puede achacar algún significado a esa asignación numérica, en apariencia, aleatoria, pero la información que sale desinfla la expectativa, pues el primer link que aparece muestra los horarios del autobús 182, que va de la Plaza Castilla hasta el Arroyo Fraguas en las afueras de Madrid. No conozco esa ciudad, solo estuve de paso una noche en la que comí jamón serrano, Baguette y tomé vino como si el mundo se fuera a acabar. 

En mi papel de ruta de bus que me tocó ser hoy, me senté en la entrada del Banco porque hay unas sillas rojas, dispuestas en círculo, que tienen espaldar y son más cómodas que las que quedan frente a la cajas; aprovechando que con la voz robótica de la mujer que anuncia los turnos no tenía necesidad de mirar la pantalla en la que salen. 

Apenas me senté, mis movimientos despertaron a una mujer, una ciento setenta y pico, supongo, que estaba dormitando en una silla, con su cartera aprisionada en el pecho y ajena al mundo,a los bancos, a a las rutas de bus y a los turnos.  La mujer me miro por un segundo e inmediatamente volvió a cerrar los ojos.

miércoles, 6 de marzo de 2019

Palabras muertas

El viernes pasado mi hermano me llamó al celular. Como la mayor parte del día suelo tenerlo en silencio, no contesté. 

Más tarde, cuando lo revisé, en la pantalla del teléfono estaba la notificación de la llamada perdida hasta ahí todo normal. En los días siguientes ha continuado apareciendo la notificación de esa llamada, y no sirve de nada que la elimine, pues a las pocas horas vuelve a aparecer. 

Supongo que a veces los sistemas de comunicación de telefonía celular se chiflan y por eso ocurren incidentes como el que les estoy contando, pero (ustedes saben que siempre existe un “pero”, una porción de realidad o irrealidad que no deja que lo que nos ocurra se pueda considerar 100 “normal”, por decirlo de alguna manera)...

¿Qué es lo que me quería decir mi hermano? ¿Acaso tenían tanto poder las palabras que me iba a decir ese día que, aunque nunca salieron de su boca, se niegan a quedar en el olvido? 

Esto me hace pensar que aparte de las palabras perdidas y las cansadas, también deben existir las “muertas”, las que se quedaron en la punta de la lengua, y que luego tragamos para condenarlas con nuestros jugos gástricos, aunque algunas pueden ser lo suficientemente fuertes e importantes para carcomernos las entrañas antes de morir. 

Para salir de la duda, lo más fácil sería preguntarle a mi hermano que me quería decir ese día, o tal vez no, tal vez lo mejor es que algunas palabras permanezcan muertas.

martes, 5 de marzo de 2019

Soplar las nubes

Hay días en los que me encuentro con temas para escribir, quizá porque dedico algo de tiempo a pensar sobre ellos o porque considero que puedo arrancarle unas cuantas palabras a una imagen producto de un avistamiento, o a una situación en particular mía o de un tercero que me llamo la atención por algún motivo.

Hay otros días en los que la mente parece un desierto y las palabras, ya sean las cansadas o las perdidas, o quién sabe de qué otro tipo, no se dejan ver, o bien, escribir, pero es algo que resulta casi obvio, pues las primeras, como su nombre lo indica, andan extraviadas y las segundas, durmiendo o lo que sea que hagan ese tipo de palabras cuando se encuentran en ese estado.

Hoy creo que es uno de esos días, así que solo les voy a contar, por encima, cuando salí a caminar al finalizar el día.

El cielo estaba encapotado con muchas nubes de distintos tonos grises y amenazantes, como si estuvieran de mal genio, y aunque las ramas de los árboles se mecían con ráfagas de viento que anuncian lluvia, de todas formas decidí salir a caminar.

Mi agüero o conducta, ante un aguacero que parece inminente, consiste, aunque suene ridículo, en soplar las nubes.

Cuando salí, el pavimento ya estaba manchado con goterones de agua; ahí soplé un poco las nubes, pero sin esforzarme mucho, pues parecía que tenía perdida la batalla contra el agua.

Llegué a los pasadizos de un hotel, justo cuando el cielo soltó un chubasco, con tan buena suerte que duro muy poco, y su final coincidió con en el momento en que abandoné la edificación. Las nubes continuaban inmersas en su papel serio, y dude si en continuar o regresar a la casa. Al final opté por lo segundo, y elegí bien, porque dejó de llover, e incluso el cielo se despejó un poco, y algunos rayos de sol, cansados, lograron atravesar las nubes.

Llevaba conmigo las Notas de prensa de García Márquez, un libro que he leído a pequeños sorbos de lectura a lo largo de 2 años, con la intención de llegar a un café, tomarme algo, y leer 3 notas; el número de artículos que, considero, debo leer como mínimo cada vez que tomo el libro.

En mi caminata me crucé con un par de mujeres, y una de ellas, que llevaba una chaqueta amarilla, me pareció muy bonita. El avistamiento duro poco y después de pasarlas de largo, la olvidé y me distraje con otros pensamientos.

Tiempo después llegué al café, y al rato entraron las mujeres que había visto, y se sentaron a mis espaldas. Me desnuqué un par de veces para mirar a la que me había parecido bonita.

Afuera, bajo la amenaza de lluvia, la gente caminaba de afán mientras yo le daba sorbos al café y leía. 2 de las 3 notas que me tocaron hoy: “Me alquilo para soñar” y “Aquel tablero de las noticias”, estuvieron buenísimas.

El café y las notas destinadas a mi lectura se acabaron y salí del lugar. Volví a soplar las nubes que de nuevo había tapado los rayos de sol y seguían amenazantes, y luego de unos pasos comenzó a llover, una llovizna con cara de chaparrón.

Poco tiempo después de que entré a mí casa el cielo dejo caer un aguacero. Soplar las nubes a veces funciona.

lunes, 4 de marzo de 2019

Palabras perdidas

Hay muchos tipos de palabras: Adverbios, preposiciones, adjetivos, verbos,  etc. que a su vez se pueden dividir, se me ocurre de momento, en: agudas, graves, esdrújulas, homónimas, antónimas, por ejemplo. 


También existen otros tipos de palabras, no a ese nivel gramatical, como las cansadas de las que escribí hace algunos días y las perdidas, sobre las que quiero escribir hoy. 

Ayer, cuando estaba a punto de dormirme, justo después de que apagué la luz de la lampara que reposa sobre un mueble modular que hace sus veces de mesa de noche, y apenas cerré los ojos, se me ocurrió un tema sobre el cuál escribir. 

Me pareció una idea chévere y Pensé en anotarla en el celular, pero me dio pereza así que lo único que hice fue elaborar un poco sobre ella y repetírmela mentalmente varias veces antes de dormirme, confiado de que hoy la iba a recordar. 

La memoria, muchas veces, por la cantidad de ideas, recuerdos y temas que pelean por llamar la atención de nuestro cerebro a toda hora, traiciona la confianza que le tenemos. 

Hoy en la tarde, mientras caminaba, me acordé de la idea a medias, es decir, me acordé de que había pensado en ella la noche anterior, y me concentré para recuperarla pero no logré hacerlo. Lo único que logré rescatar fue la palabra avalancha, que iba a utilizar como figura y conclusión para el tema sobre el que quería escribir, pero eso fue todo, y por más que esforcé tratando de recordar otras palabras que iluminaran el camino hasta esa gran idea principal, no pude hacerlo. 

Es probable que las palabras perdidas compartan lugar con las cansadas, pero poco sabemos de ellas; quizás algún día encuentren el camino de vuelta hasta nuestra cabeza; ojalá sobrevivan donde quiera que estén. 

No queda más remedio que anotar todo lo que se nos ocurra, por más desquiciado que parezca, que creamos puede tener potencial.

domingo, 3 de marzo de 2019

11 minutos

Ese es el título del libro de Pablo Coelho que atrapa mi atención. ¿11 minutos para qué o qué?, me pregunto. Imagino que parte del gran éxito de ese autor se debe a esa especie de incertidumbre y misticismo. Pienso esto mientras mi mirada se pasea por la imagen de la caratula: una flor roja que, al parecer, reposa sobre una sabana o almohada blanca, muy blanca, como de comercial de detergente. 

Hago fila en la caja de un supermercado para comprar unas cuchillas de afeitar. Hace un rato estaba haciendo fila en otra caja y cuando se suponía que era mi turno, la cajera con cara de cansancio combinada con un gesto de “jódanse todos” dijo: “Ya no voy a atender más”. Por eso me pase a esta fila, la de la caja “rápida”, que de rápida tiene más bien poco. 

Me distraigo viendo los libros, que compiten con dulces y gaseosas por la atención de las personas. 

Nunca he leído a Coelho; alguna vez lo intenté dándole una oportunidad a El Alquimista, si no estoy mal, pero me pareció un libro extraño, o no me enganchó, y lo abandoné después de leer pocas páginas. 

Al lado del libro del escritor brasileño, hay otros libros, pero me fijo en el suyo porque la imagen, me parece, da paz, resulta placentera. 

Otro de los libros es “Erase una vez el amor y tuve que matarlo”, uno de esos libros a los que el título les queda grande; como ese otro que compré de puro capricho y sufre de lo mismo: “La gente feliz lee y toma café”. 

También hay un libro de Dan Brown, y la novela Buda blues de Mario Mendoza, quien, creo, es muy bueno para ponerle títulos a sus novelas. 

No se cuánto tiempo llevo haciendo fila, es como si se hubiera detenido; eso pasa en algunos lugares, sobre todo en las salas de espera y, a veces, en sitios como este, cuando estamos rodeados de sonidos de cajas registradoras, anuncios de descuentos que salen de unos parlantes, y un fuerte barullo de voces. 

Llevo más de 11 minutos haciendo fila.