Me siento en la mesa y una enfermera que no se despega de mi tía, que tiene 86 años, la sienta al frente. Subo la mirada y veo que ella, mi tía, me estudia con atención, quizá intentando descifrar quién soy yo, mientras caras y escenas de vida aparecen de forma desordenada en su cabeza, en tropel.
Guardo silencio, hasta que resulta muy incomodo y decido preguntarle algo: “Y que más tía ¿juciosa? Me mira y sonríe, parece reconocerme. Me dice que sí, con relación a una temporada que pasó en el hospital, que estuvo muy enferma, pero que ya se se encuentra mucho mejor. Y es verdad, hubo un momento en el que parecía que no se iba a recuperar, pero finalmente lo logró.
Me pregunta que qué estoy estudiando. Imagino que lo mejor es seguirle la corriente y no tratar de explicarle que salí de la universidad hace varios años. Asiente con la cabeza a cada una de mis respuestas, hasta que caemos en otro silencio.
Se intenta poner de pie, y de inmediato, la enfermera se para a su lado y le pregunta que a dónde va. A ningún lado responde, y se vuelve a sentar en la silla. Me vuelve a estudiar con su mirada y, después de un rato, vuelve a hablarme: “¿Y como ha seguido su hermano el pequeño, el que está enfermo?”
“¿Cuál hermano tía?”.
“Pues su hermano, ¿cómo es que se llama?, el que estaba muy enfermo”
Le respondo que mi hermano está bien y que nadie de mi familia se encuentra enfermo. Se queda callada, como inconforme con mi respuesta y parece que busca entre su recuerdos o, más bien, lo que queda de ellos, el nombre de esa persona enferma.
La miro mientras está callada, se nota que escarba información en su cabeza. Me pregunto cuántas ficciones, que considera reales, se plantea a diario.
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