El disparador dice que mis sueños se están comenzando a colar en la realidad, y que tengo miedo de dormir, pues no tengo el control y él quiere escapar.
Antes de arrancar a escribir, pienso en el punto de vista, que puede ser cualquiera, pero creo que el más indicado es la primera persona. Comienzo entonces a redactar lo primero que se me venga a la cabeza y de un momento a otro aparece en mi mente la imagen de un hombre ojeroso, con barba de unos tres días y que está despeinado y sentado en su cubículo de oficina.
¡Y Quién es ese él? Imagino que es la sombra del ese hombre, que en los sueños que tiene lo sobrepasa en tamaño y, además, cuenta con tendencias asesinas. Escribo 509 palabras con esa especie de trama, si se le puede llamar de esa manera, pero me pasé en 59, pues solo deben ser 450.
No sé si eso que escribí se pueda catalogar como un cuento, pero me gusta pensar que sí, que las historias presentan múltiples caras y están por encima del principio aristotélico de inicio, conflicto y desenlace o de la estructura de cinco fases: Exposición, acción, Crisis, Clímax y resolución planteada por un novelista, francés sin no estoy mal, del cual no recuerdo el nombre.
Leo ahora A Lydia Davis y su libro Can’t and Won’t, y a Lucía Berlin con su Manual para las mujeres de la limpieza; dos autoras que, creo, reafirman mi postura sobre la flexibilidad que presentan las historias.
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