Domingo. Almuerzo tarde en un restaurante asiático que queda cerca a mí casa. Una de las cosas que más me gustan de los días de votación es que siempre almuerzo, esta vez lo hago solo, en ese restaurante. Es pequeño y parece que pasa desapercibido porque siempre se puede conseguir puesto.
Cuando salgo del lugar hace sol, y me siento encartado y ridículo con la bufanda. No sé para que me la puse. La enrollo y logro meterla a un bolsillo. Luego de haber calmado el hambre comienzo a caminar, y juego en mi mente con cualquier pensamiento de domingo que, antes de esa hora maldita de las 6 de la tarde, imagino, resultan perezosos.
En el trayecto hacia la casa paso por un restaurante de hamburguesas que queda en una esquina. Antes de cruzar la calle, veo a un hombre con que lleva puesta una camisa de cuadros roja y un Jean gris, desteñido en los muslos, que en algún momento de la vida debió haber sido negro.
El hombre se acerca a una caneca de metal, y observa que objetos contiene. De repente mete la mano y saca una caja de icopor, de esas en las que empacan corrientazos. Mira hacia los lados, como con pena y luego la abre. Dedica otro momento a mirar qué contiene, la acerca a su nariz y huele su contenido; su método para distinguir si la comida es consumible o ya se encuentra en mal estado.
El hombre dictamina lo primero y con una de sus manos toma algo que parece una tortilla y, sin dudarlo, le da un mordisco.
Una nube blanca y gorda tapa el sol y una brisa enfría un poco el ambiente.
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