Compro un capuchino descafeinado. Todo un despropósito, dirán algunos, una especie de blasfemia, dirán otros.
Así lo hago desde esa vez en la que tuve un episodio de gastritis y el médico que me atendió me recomendó que era aconsejable tomarlo de esa manera. Cualquier cosa para no sentir ese dolor, que parece un vacío, en el estómago.
En la mesa de atrás una mujer se dirige de mala gana a la mesera. Volteo a mirar y no solo le habla, sino que también le hace caras. “La primera vez que me los trajeron estaban crudos”, dice refiriéndose a unos huevos que examina con el tenedor, sin dejar de hacer mala cara, hasta que finalmente los acepta.
No son para ella sino para una niña, su hija supongo, que flota alrededor de la mesa ensimismada en alguna fantasía. La mujer la llama y la pequeña se sienta. Más que su hija parece un elemento decorativo necesario en su vida.
Al rato la mesera me trae la bebida. Antes de darle el primer sorbo la contemplo: la espuma, el trébol que le dibujaron, la tensión del líquido en la superficie. La felicidad en nueve onzas.
Me pregunto: ¿Quién me asegura que el capuchino esta hecho con café descafeinado? nadie, resulta imposible saberlo. Lo pruebo y me sabe a café, pero puede ser cualquier cosa: café instantáneo, café mezclado con té, no sé, lo que quieran imaginarse.
Estoy sediento del primer café de la mañana, así que dejo de pensar en el tema y me lo tomo como me gusta hacerlo: a sorbos pequeños y espaciados, mientras perfecciono el arte de ver pasar gente.
Qué fácil es mentir. Nos pueden decir cualquier cosa, que nos aman, pero el sentimiento que nos cargan es odio, por ejemplo. Que complicado resulta El no-costo de las mentiras.
Termino el café. Descafeinado o no, te o chocolate, aserrín, lo que fuera, estaba bueno.
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