viernes, 17 de enero de 2020

El arte de no escribir

Me despierto antes de la hora estimada. Creo que despertarse antes de que suene el reloj despertador es un claro síntoma de estar envejeciendo. Eso puede ser bueno o malo, me refiero a lo de despertarse así, de súbito, porque de plano envejecer no es lo mejor. Es bueno despertarse de esa forma, digamos, natural, porque pocas cosas son tan violentas como tener que abandonar el sueño por culpa del ruido de una alarma, pero es malo porque uno siempre espera dormir más. 


Antes de ponerme de pie fantaseo con la idea de desayunar y sentarme a escribir, aprovechando que tengo algo de tiempo y no la necesidad de ducharme contra reloj, para luego tomarme un café con cualquier cosa: un pan una torta un hojaldre, un huevo, en fin lo que pueda considerarse como desayuno. 

Una vez estuve en un taller de una mujer que lleva gran parte su vida trabajando con el tema de la felicidad. En esa ocasión la experta en ese tema—¡Que tiempos estos!—dijo que para tener un buen día lo más importante era hacer algo que a uno le gustara mucho antes de salir de casa. 

Ese día, luego del taller, me prometí hacerlo, pensé, con una voluntad que pronto se desvaneció, que me iba a levantar una hora más temprano todos los días para escribir algo, lo que fuera. Finalmente no lo hice porque hacer pereza también me gusta. 

A lo que voy es que finalmente no escribí, pues a pesar de que me levante "temprano", cuando me puse a hacer el desayuno me quede contemplando las cosas: el pocillo, la jarra de la leche, la cafetera, el café, como embelesado con la existencia y sus dosis de realidad, así que preparé todo muy despacio, en cámara lenta, como quien no quiere levantarse, sino solo hacer pereza. 

Al final salí de la casa con tan solo unos minutos de anticipación de mi hora de salida habitual. Aún así, en un arranque de optimismo, eché un libro en la mochila pues pensé: "igual voy a llegar un poco antes así que voy a poder leer, así sea, por un par de minutos, pero cuando llegué a la oficina, me encontré con T. en la entrada del edificio y la acompañé a comprarse un pandebono. 

Y así, no escribí, no leí y no hice pereza. Que fácil es perder el rumbo.

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