Tecleo algo de forma apresurada, casi con rabia pues las palabras no me salen. El párrafo que intento escribir me asalta con miles de dudas gramaticales. Le cambio la puntuación varias veces, el tiempo de algunos verbos, unas palabras por otras que, supongo, son más precisas y vuelvo y lo leo, pero algo le suena mal, está fracturado narrativamente. Como no me convence vuelvo y lo edito. Cuando eso me ocurre ahí me puedo quedar un buen rato, hasta que llega ese momento en el que le hecho la bendición y que quede como quede; la perfección es una mentira.
En medio de eso suena el teléfono celular “¿Quién diablos es?”, me pregunto y lo agarro con mil piedras en la boca. El número que sale en la pantalla es desconocido, pero sea quien sea, quiero descargar mi frustración, disfrazada de ira, con esa persona.
“Buenos días, hablo con el Sr. Rodríguez?”
Es una llamada de un banco, nada mejor para el estado en el que me encuentro. Dios existe, pero por alguna razón decido, en vez de desgastarme en una rabieta con alguien que no tiene la culpa, no atender la llamada.
“Él acaba de salir”, respondo.
“¿Será que le puedo dejar una razón con usted?
“No, lo siento, estoy ocupado”.
“¿Sabe a qué hora lo puedo conseguir?
“Imagino que por la tarde”.
“Bueno, muchas gracias”.
“De nada, que esté bien.”
Ahora caigo en cuenta porque no me estaba fluyendo la escritura. No era yo el que estaba escribiendo, sino ese otro(a) que todos tenemos y que, de repente, nos habita en el momento menos pensado sin que nos demos cuenta.
Ahora bien, no sé si el que escribe estas palabras soy yo o ese extraño en el que me convertí al momento de la llamada. Desde el incidente a ratos siento que soy yo, pero luego me invade una sensación de extrañesa de mí mismo, despersonalización parece que le llaman, y no entiendo nada de lo que ocurre en mí vida, o bien, la de ese otro yo.
¿Quién soy?
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