Aparece una vocal, es la e, y su final se encuentra con las curvas de la s, la letra que le sigue. Después viene una t, toda sería y erguida que vuelve a aparecer en la sílaba que cierra la palabra, conformada también por dos eres y una o: estertor.
¿Cómo se formarán las palabras en la cabeza? Vaya uno a saber, pero no cabe duda de que, a veces, el lenguaje es un sonsonete, un ronroneo, un estertor, que poco a poco la va invadiendo. Alcanzo a distinguir voces en la calle, un radio con el volumen alto y el golpe seco de un objeto que se estampa contra el suelo, hasta que aparece clara, como un aviso con luces de neón, la palabra.
¿Por qué esa y no otra? No lo sé. Quizá la asocié con alguno de mis pensamientos o simplemente apareció porque sí, porque el lenguaje es caprichoso y se derrama por todos los pliegues de nuestro cerebro como le venga en gana.
Me gusta cómo suena. Si tuviera sabor sería dulce, y gelatinosa si hablamos de textura. Me agrada cómo transita por la boca, como la atraviesa con sus consonantes a modo de carrocería y las vocales como adornos sencillos.
La saboreo varias veces, la pronunció poniéndole el acento en diferentes sílabas, hasta que la dejo ir o me abandona; más bien lo último, pues las palabras nos habitan y se despojan de nosotros a su libre antojo, mientras nosotros vamos por ahí, pensando que somos los amos y señores del lenguaje.
Los eruditos de la RAE, que imagino como ancianos de barbas pobladas que llevan túnicas largas de color rojo y blanco, definen estertor como:
“Respiración anhelosa, generalmente ronca o silbante, propia
de la agonía y del coma”.
El lenguaje como enfermedad crónica.
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