Recuerdo que, en el colegio, en transición, a veces debíamos colorear una guía. Para eso la profesora nos repartía colores, pero no tajalápices. Cuando le queríamos sacar punta a un color debíamos acercarnos a su escritorio, que tenía empotrado uno de esos tajalápices de manivela metálicos, y ella se encargaba de sacarle punta.
Ella, Martha, y otros profesores, insistían en que solo tajáramos los colores por el extremo de su punta y no por el chato.
Siempre fui, dentro del salón, uno más, uno del montón, en el sentido en que iba por ahí, tratando de no meterme en problemas con nadie. En ese orden de ideas, evitaba a los montadores, ahora llamados bullies, hasta que no me quedaba otra opción que confrontarlos. Esa sigue siendo una de mis máximas en la vida.
Uno de esos personajes era R. Tenía un aspecto bonachón, de esos niños que uno ve y la primera impresión que se lleva es que son muy tiernos. Era de cara redonda y tenía un peinado con una carrera perfecta. Supongo que en la casa se comportaba como el niño más amoroso de todo el mundo, pero cuando llegaba al colegio se convertía en el diablo.
Una vez él y yo coincidimos en el escritorio de la profesora, pues necesitábamos tajar nuestros colores. Ese día otra profesora estaba en el salón conversando con la nuestra. Cada vez que algún alumno pedía que le tajaran un lápiz, Martha extendía una mano, tomaba el color, lo introducía en el tajalápiz y hacia rodar la manivela. Parecía un robot programado para cumplir esa tarea, pues era un acto mecánico, que ejecutaba sin dejar de conversar con su compañera de trabajo.
Al parecer R. había estudiado la situación desde su pupitre, pues cuando estaba a su lado, le pasó el color para que ella lo introdujera no por la punta, sino por el otro extremo.
Sé que no fue más que una travesura de niños, pero lo que aún recuerdo es la sonrisa de R. cuando recibió el color con puntas por ambos lados. ,En ese momento me pareció una sonrisa cargada de maldad.
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