Me faltan unas 60 palabras para completar un escrito, pero ya no sé por dónde exprimirlo para sacárselas. Lo he leído más de tres veces, pero en cada revisión si acaso le agrego un par de palabras o, lo que es peor, decido borrar otras.
Hacia días lo había dejado quieto, para que se añejara, pero ahora que vuelvo a él, no ha madurado lo suficiente. Divago mentalmente a ver si puedo conectarle otra idea que tenga esa cantidad de palabras, pero todo lo que se me ocurre me parece obvio o reforzado.
Cuando estoy a punto de cerrar el documento, se me ocurre cambiarle el punto de vista. El texto está en primera persona, y raras veces me siento a gusto con ese tipo de narración. No sé, me parece algo narcisa y que cansa tanto a quien lo utiliza como a quien lo lee.
Decido cambiar a tercera persona, un punto de vista que, me parece, da una mayor libertad y licencias creativas, al tener la posibilidad de hablar sobre alguien más. Hago el cambio de los pronombres, pero el conteo de palabras no cambia mucho. Vuelvo a leer todo, y se me ocurre iniciar con un diálogo, narrar todo mientras el personaje digiere lo que le dijeron y cerrar con su respuesta.
Al final tengo 74 palabras más. Me falta darle una revisada “final”, entre otras cuestiones de carpintería gramática, pero eso ya es otro tema, a menos de que decida eliminar más palabras que las que agregué.
Podría hacer lo mismo con este texto, pues me faltan 38 palabras para completar las 300, mi supuesta cuota mínima en este lugar, pero me da pereza imaginarme esta situación en otro punto de vista. Debí haberme preocupado por esto antes, pero estaba echado en la cama mirando el techo, y fue ahí cuando me dieron ganas de escribir algo.
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