Hoy me desperté con la sensación de que era sábado.
A diferencia de esas veces en las que estoy convencido de eso, y luego la realidad se estrella contra mi cara, con cualquier evento que me recuerda que es un día entre semana; hoy fui consciente del día en el que estoy ubicado espacio-temporalmente: miércoles.
La sensación de sábado fue intensa, pero solo duró unos segundos.
Me levanté, con un aire de extrañeza en el ambiente, y me dirigí a la cocina con los sentidos alerta, a ver si captaba otra señal que confirmara que habitaba un miércoles con cara de otro día.
Me preparé un café, calenté unos pancakes que había hecho el día anterior, alisté los cubiertos y la miel de maple, pero no pasó nada. El día había dejado de ser sábado, para ser miércoles de nuevo.
Me gusta cuando eso ocurre, es decir, cuando la fría realidad se tiñe un poco de ficción, cuando la vida deja de ser “normal” y adquiere un tinte extraño, que obliga a a preguntarnos: “¿Qué es lo que ocurre?, ¿de qué trata todo esto?”.
Cuando eso pasa, procuro quedarme en esa zona de fantasía, digamos, el mayor tiempo posible, pero es algo que no depende de mí, pues es ella, me refiero a la zona, la que tiene el control de la situación y en cualquier momento me escupe de vuelta a la realidad.
Imagino que perdemos esa facultad de habitar lo no real a medida que crecemos, y dejamos que el terreno de la realidad le gane espacio al de la ficción.
Me gusta pensar que de esa batalla invisible entre lo real y lo ficticio dependen nuestras vidas, y procuro, en la medida de lo posible, ser un soldado de los ejércitos de la fantasía.
Déjenme decirles que la batalla no está fácil.
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