Estudié en un colegio de curas y por eso el componente religioso siempre estuvo presente. En un año, ya no preciso cuál, nos toco de director un padre, un hombre alto, canoso y que, parecía, había llegado a una edad en la que ya no envejecía más, era una especie de Highlander.
Todas las mañanas leíamos un fragmento de la biblia que, creo, acompañábamos con un par de oraciones.
Para mí, como para la mayoría, era un trajín rutinario al que nos acostumbramos como si nada, pero un día, el director decidió añadirle una arandela a la rezada: De ahora en adelante, de acuerdo al orden de los pupitres, cada alumno tenía que hacer una petición.
Como era de esperarse, ninguno tenía idea qué pedir, pero a alguien, muy brillante, y una de las primeras personas que le tocó eso de la petición, dijo: “Por la paz del mundo”.
Todo ese año la dinámica fue la misma, una rutina más, hasta que llegaba el día en que a uno le tocaba hacer la petición.
Cuando ese era el caso, la persona en cuestión intentaba pedir consejo a los que estaban sentados cerca, pero a nadie, la verdad, le importaba lo de la petición, hasta que por fin alguien decía: “Pida por la paz del mundo”.
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