A mi mamá le agrada el vino, sobre todo para acompañar una buena comida. Prefiere el tinto que el blanco.
Un día, una pareja amiga de mis padres, que ha tomado cursos de catas de vino, los invito a un almuerzo en su casa.
Cuando terminaron de comer y se fueron a conversar a la sala, Fabio, su amigo, les dio de sobremesa una copita, y luego de que mi madre le dio un sorbo, él le pidió su opinión.
“Está un poco dulzón”, fue su respuesta, y Fabio quedó algo desanimado pues, al parecer, era un vino muy fino.
Cuando mi madre cuenta la anécdota siempre se ríe y concluye que para ella solo hay dos tipos de vinos: los que le gustan y los que no.
Lo mismo que le pasa a mi madre con esa bebida, me ocurre a mí con los libros; creo que los hay de dos clases: los que son de mi agrado y los que no.
Ayer terminé de leer Cómo maté a mi padre de Sara Jaramillo, y me gustó mucho. Hoy me puse a mirar artículos sobre la escritora, y reseñas de su obra.
Me encontré con varias que alababan el libro y la forma de escribir de la autora, mientras que otras lo criticaban, porque les había parecido muy malo, una repetidera, y que utilizaba ciertos mecanismos narrativos hasta la saciedad y no sé qué más cosas.
Sé que están en su derecho, pero con lo que no puedo es con esas reseñas llenas de superioridad moral que pretenden dar una clase sobre lo qué significa escribir bien.
A mí solo me gusta decir si el libro me pareció bueno o no, y suelo compartir citas que por una u otra razón resonaron conmigo.
Me gusta lo que dice Virgnia Woolf en Las Olas:
I am like a log slipping smoothly over some waterfall.
I am not a judge. I am not called upon to give my opinion.
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