Mariana Salgado acaba de salir de la oficina.
Luego de que una corriente de viento helada se estrella contra su cara, levanta la mirada hacia el cielo. Está encapotado, con nubes sucias de todo tipo de grises.
“Va a llover piensa” y con pasos rápidos se une al caudal humano que transita por la acera.
Ahí va, caminando de afán, con la cartera aferrada a su pecho, mientras unos goterones gordos comienzan a manchar el pavimento. Salgado apresura el paso.
En ese momento, por la extraña manera en que funcionan los recuerdos, le llega a su cabeza una canción y la comienza a tararear mentalmente.
La canción, que no tiene nada en particular, por alguna razón le toca las fibras de la nostalgia y le dan ganas de llorar. En vez de fijar sus pensamientos en algo diferente, como el hombre de barba rala y lentes de marco negro y grueso que vio hace unos segundos y le llamo la atención, Salgado decide arremolinarse en la melancolía. A veces, piensa, es bueno abrazar la tristeza y no resistirse a ella.
Da un paso, da otro, no aguanta más y un chorro de lágrimas imparables comienza a escurrir por su cara.
Respira con dificultad. Se detiene, se recuesta en el muro del antejardín de una casa y apoya el mentón contra el pecho. Llora desconsolada.
Sabe que varios transeúntes la miran detenidamente antes de pasarla de largo. Espera un rato para ver si se calma, y por si, de pronto, alguien se acerca a preguntarle qué le pasa.
Así lo hizo una vez ella. Se acercó a una mujer que estaba sentada y llorando en un andén y le preguntó qué le ocurría. Se había enterado que su esposo había muerto. De pronto por eso ninguna persona se detiene a preguntarle qué le ocurre, porque presienten que es una simple pataleta.
Nadie se acerca.
Salgado se pone de pie y emprende de nuevo su camino. La melodía de la canción sigue martillando su cabeza. A pocos metros del paradero, el cielo se rompe por completo, pero no se preocupa en resguardarse de la lluvia, que se mezcla con sus lágrimas.
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