viernes, 11 de febrero de 2022

Prender una vela

Primero viene el fogonazo y aparece la llama. Así, imagino, fue el Big-bang, oscuridad total y luego, al instante, luz.

La pequeña llama abrasa y abraza el fosforo con su calor, y lo va consumiendo. Hay que mover la mano con firmeza, en línea recta o diagonalmente, hasta que hace contacto con el pábilo, esa cuerda combustible; el intestino muerto que lleva la vela en sus entrañas.

Cada uno, nosotros y ellos, cuenta con su temperamento y por eso unos se prenden con más ímpetu que otros, en fin, que nos parecemos, ¿acaso no?

Esa condición, pienso, tiene una directa relación con la voluntad de quien sujeta el fósforo. Hay personas temerarias, digamos, que no dan su brazo a torcer y parece que no les importa quemarse la yema de los dedos, mientras que otros al primer indicio de sensación de calor lo sacuden hasta apagarlo, y prenden otro(s) hasta que el conjunto cera-pábilo funciona.

Hay un tercer grupo, aquellos que se aburren rápido y no solo cambian de fosforo sino también de vela, esos que dominan el arte de la prueba y el error.

¿Y luego que viene? Dejar la vela prendida porque se fue la luz, mientras uno se ocupa en cualquier tarea, qué sé yo, picar cebolla y tomate para prepararse unos huevos pericos, mientras nuestra sombra se proyecta en la pared, y la llama de la vela se mueve de un lado a otro como si le hicieran cosquillas.

Es eso, o habrá quienes hacen todo el todo el ritual de prender una vela, con el único fin de sentarse a ver cómo comienza a escurrir lágrimas de cera y se va torciendo, igual que uno, porque la existencia en línea recta no existe.

Incluso en el deterioro hay belleza.

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