viernes, 15 de abril de 2022

Hacer planes

Cuando le conectaron los electrodos, Miguel Ulrich pensó acerca de la facilidad con la que cambia la vida, cómo en un instante todo lo planeado se desmorona.

Recordó la cita de Joan Didion, tan precisa, tan verdad, tan suya y de todos: “La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba.”

La vida se acaba a cada rato, solo que no nos damos cuenta, piensa, nunca nos damos cuenta de lo que realmente importa.

Él y su esposa decidieron pedir unos días de vacaciones, no para irse de viaje, sino quedarse en la casa.

No entiende bien el afán que la mayoría tiene de abandonar la ciudad, apenas tienen la oportunidad para hacerlo. A ellos les gusta pasar tiempo en su casa, leyendo, viendo películas, series, o tomando algo con la chimenea encendida, sentados en el viejo sofá de tela azul que compraron en un mercado de pulgas.

Ese día había sido un día normal como cualquier otro, si es que tal cosa se puede afirmar de un día. Cuando la noche cubrió la ciudad jugaron cartas, y picaron jamón y quesos. Al final de una partida Ulrich se levantó y fue a la cocina para servirse un vaso de gaseosa.

Cuando volvió a la mesa le dijo a su esposa: “Tengo escalofrío”. Ella, que barajaba las cartas, lo miró y se dio cuenta de que sus manos temblaban, y de cómo tiritaba hasta ese punto en que los dientes se entrechocan.

“Mejor vamos a acostarnos”, le dijo, y tomo una de sus manos. Estaba fría, como si acabara de bañárselas con agua helada.

Ya en el cuarto, Ulrich le pidió que por favor le pasara el saco grueso de lana gris, guantes y un gorro. Se acostó y haló las cobijas hasta por encima de su mentón. Kiki, su esposa, le trajo una bolsa de agua caliente y se la puso en los pies.

Luego se sentó en una silla a su lado y prendió el televisor, pero como un acto reflejo, para que hubiera algo de ruido de fondo que no la dejara pensar en escenarios graves.

10 o 15 minutos después, ninguno de los dos recuerda bien, ella le volvió a tocar las manos y seguían igual de frías. Le tomó la temperatura, pero no tenía fiebre. “Nos vamos para el hospital”, le dijo a Ulrich.

Al principio él insistió que no era nada que no se pudiera tratar con un poco de reposo, pero luego de un tiempo pensó que, quizá, algo no andaba bien.

Eran las 2 de la mañana cuando salieron de la casa. A esa hora las calles de la ciudad parecían las de un pueblo fantasma y, por alguna razón, cogieron todos los semáforos del camino en rojo. Kiki arrancaba con rabia cada vez que cambiaban a verde.

Cuando por fin llegaron al hospital y luego de coger un turno, una enfermera los atendió y le tomó los signos vitales. Todo estaba en orden. Luego le preguntó qué era lo que le pasaba y Ulrich le contó sobre el repentino y violento escalofrío.

“Sigan a la sala de espera”, pronto un médico los va a atender.

En la sala había otras tres personas ensimismadas en sus celulares y un televisor empotrado en la pared que, como el de su casa, no tenía otra función que hacer ruido.

Por fin Salió su turno en la pantalla“C256”, Ulrich pensó a qué se debía esa combinación y si antes de él 255 personas habían ido a urgencias ese día.

La vida cambia rápido. Te sientas a jugar cartas…

Lo atendió una médica muy joven de apellido Montoya, de la que ya no recuerda su nombre. “¿con qué los alimentan, para que se gradúen tan jóvenes?”, pensó Ulrich.

“Señor Ulrich le voy a ordenar unos exámenes de sangre para ver si todo está en orden, y un electrocardiograma”.

Primero le sacaron la sangre y 20 minutos después, le hicieron el otro examen. Para ese momento sus manos ya habían ganado algo de calor, y recordó lo frías que estaban cuando la enfermera le conectó los electrodos en el pecho luego de echarles un gel transparente.

Ese examen también salió bien.

De vuelta a la casa en el carro, con una Kiki concentrada al volante y mientras él miraba por la ventana, se preguntó si tendrá sentido o no hacer planes.

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