Ha vuelto a pasar lo mismo. No, no hablo sobre no saber qué escribir.
Me refiero que se me ha vuelto a cruzar una librería en mi camino y no me ha quedado otra opción que entrar a hojear libros.
Cómo no tengo ninguno especial en mente, me voy a la sección de novedades. Cuando comienzo la tarea lo hago rápido: levanto el libro, leo algún aparte de cualquier página de forma aleatoria y si no me llama la atención lo dejo donde estaba, pensando en que debe haber uno mejor que me estoy perdiendo.
Repito esa operación hasta que llego a Violeta, la última novela de Isabel Allende. Leo la contraportada y me atrapa el el resumen de la trama: “La historia de una mujer cuya vida abarca los momentos históricos más relevantes del siglo XX. Desde 1920 -con la llamada «gripe española»- hasta la pandemia de 2020”.
Lo abro y leo las primeras páginas y la dedicatoria me atrapa, Allende es muy buena arrullando con sus palabras, su prosa es muy especial. Sostengo el libro en mis manos otro rato más, hasta que decido dejarlo donde lo encontré antes de que mi comprador compulsivo se apodere de mí.
Continúo mirando y veo otro que se llama “El poder de las palabras” de Mariano Sigman. Hago lo mismo, lo abro en cualquier página y leo un poco, pero con este siento que mi comprador está a punto de salir a flote y apoderarse de mi voluntad, así que lo devuelvo rápido a su lugar.
Mientras tanto en la caja, una hija le dice a su madre: “Ya vengo ma, solo voy a ir a mirar un libro”. “Prométeme que solo vas a mirar y que no vas a comprar más”, le responde la mamá.
Tiempo después se escucha un grito de la hija: “Mamá mira este libro está espectacular”, y la madre le responde con tono de derrota en su voz: “donde estoy no lo puedo ver”.
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