En una mesa de la terraza de un café se encuentra un grupo de oficinistas. Son 8 personas. Tanto hombres como mujeres están muy arreglados, producidos, digamos. Parece que celebran, si el término aplica, un desayuno de trabajo. Entre ellos se encuentra una mujer muy atractiva, o por lo menos así me parece. Su piel blanca contrasta con una larga cabellera oscura, pero mientras los demás hacen bromas y ríen, ella no puede evitar de hacer mala cara. Parece que no quiere estar ahí, como si pensara que desayunar y trabajar son actividades independientes, que no me vengan con mamadas, como diría un mexicano, se hace una cosa o la otra, pero no las dos al mismo tiempo.
Ocupo una de las mesas dentro del local y poco tiempo después de hacer mi pedido dos hombres y una mujer se sientan en la mesa de al lado. Uno de ellos, quizás el jefe, saca su portátil, comienza a teclear con furia y a hacerle preguntas a sus acompañantes. Una mesera llega y les pasa las cartas. Dejan de discutir cuestiones laborales por un momento, mientras deciden qué van a ordenar. Alcanzo a escuchar que se deciden por un té, un chocolate y unos huevos.
Tiempo después cuando les llega el pedido, la mujer dice: “uff esto está como para un coma diabético”. El hombre que está a su lado ríe y también menciona algo relacionado con la bebida. Por un momento se olvidan del trabajo y se ponen a hablar de comida, qué les gusta y qué no, hasta que el jefe, que no ha participado en la conversación les dice: “Bueno ya, concentrémonos de nuevo en el trabajo”. “Si que pena, es que me distraje”, responde la mujer.
Mi cafecito ya está en las últimas, le doy el último sorbo y abandonó el lugar junto con sus desayunos de trabajo.
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