Erick, el primo de unos primos, tiene diez años. Luego de comprar las boletas para entrar a cine, nos dice que quiere M&M’s. Le digo que es de los míos, pues me gusta combinar las crispetas de sal con los que vienen en un empaque amarillo, pero él me responde que no, es decir, que no quiere crispetas, ni gaseosa, “¡Es un asco!”, dice haciendo una mueca, y que solo necesita sus M&M’s.
En el supermercado parece que la gente compra cosas como si se estuvieran aprovisionando para una guerra, pues las filas son inmensas. Nos separamos en varias, y al final nos hacemos a la que está más corta o tiene una cajera eficiente y por eso se mueve más rápido.
Al rato de comenzar a hacer fila, un empleado del supermercado se nos acerca, con un letrero amarillo plastificado en las manos, y nos pregunta que si por favor podemos decirle a la posible gente que llegue a hacer fila, que en esa caja ya no van a atender más porque la van a cerrar”. Le damos a entender que sí, que vamos a cumplir con esa amarga función, pero olvidamos sus palabras y la fila crece en segundos.
Otro empleado se acerca y les dice a las personas que acaban de llagar, que la fila solo va hasta nuestro grupo. Algunos reniegan y, resignados, se dirigen hacia otras cajas.
El empleado se queda por un rato vigilando que nadie más se haga en la fila, luego se aburre y se va. Justo después llega un grupo de tres amigos, dos que parecen adolescentes y otro, el líder supongo, que lleva barba y una chaqueta de Jean negro descolorida; parece mayor.
En sus manos llevan trago, algunas botellas y cajas de cerveza y discuten, entre risas, sobre si les gusta o no tomar guaro. El cajero los ve y les repite que la fila solo va hasta nosotros. “¿Qué dijo ese men?” pregunta el hombre de barba. Le doy la mala noticia de que no pueden pagar sus cervezas en la caja. Los adolescentes protestan en medio de gestos de tedio, pero el hombre de barba, en su actitud de líder y en completa calma, les dice: “Tranquilos, vamos a hacer fila a otra caja y nos vamos tomando una cervecita”.
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