martes, 23 de junio de 2020

La mujer del vestido rojo

Hace sol. Salgo a caminar un poco para airear la cabeza. Espero que los pensamientos viejos, esos archivos temporales que llevo en algún rincón de mi cerebro, se esfumen y le den entrada a unos nuevos. En parte de eso, supongo, también se trata la vida: Que el flujo, la corriente de ideas que uno lleva en la cabeza nunca se estanque, para así evitar cosas tan nocivas como fanatismos o puntos de vista recalcitrantes. 

Todo es muy distinto de aquella ocasión de los condones y el maní, cuando estábamos a punto de entrar en cuarentena. Ahora todos llevamos tapabocas. La mayoría son de color blanco y no cumplen ninguna función estética, a diferencia del de una mujer que lleva un sombrero de fieltro grande y un vestido violeta largo con un estampado de flores, que le deja los hombros descubiertos. Ella lleva un tapabocas negro que contrasta con el color de su vestido y hace juego con su larga melena crespa de color petróleo. 

Me gusta su pinta y la actitud que lleva como de turista en vacaciones. Se diferencia de los que andamos por ahí por su andar decidido, que invita a pensar que camina contenta, que no solo salió a hacer compras o vueltas de banco aprovechando que hoy es el día en el que puede salir, sino que realmente disfruta de su caminata. 

Imagino también que el color original de su vestido era rojo intenso, pero como es su preferido, se lo ha puesto varios días a la semana desde que comenzó el encierro y se ha ido destiñendo con cada lavada que le ha dado. 

La mujer va por la acera de enfrente y nos cruzamos de largo. Ahí queda, ahora es solo una imagen que circula en mi cabeza. Llego a la esquina tuerzo a la derecha, y paso por un parque en el que veo hombres sentados solos. Lucen sospechosos. ¿Qué hacen ahí?, ¿tienen una cita?, ¿a quién esperan?, ¿a alguien distraído, por ejemplo, para robarlo? No sé, de pronto no. Es posible que también solo estén aireando su cabeza y que sean unos tipos queridísimos, pero prefiero no averiguarlo y apresuro el paso porque no me dan buena espina. 

De vuelta a la casa, me encuentro de nuevo con la mujer del vestido rojo. Ahora está en la entrada de una heladería que tiene la puerta abierta a medias para atender los pocos clientes que la visitan. Veo, de lejos, como saca plata de su billetera para pagar un cono, con una bola de helado blanca, que le acaban de entregar.

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