Me despierto a las 4:00 a.m, al parecer, sin ningún motivo. Siempre que ocurre eso escaneo mentalmente mi cuerpo a ver si puedo identificar algún dolor o sensación que haya interrumpido mi sueño. Esta vez no identifico nada, de hecho, nunca lo he logrado.
Doy media vuelta e intento volver a dormir, pero fracaso en el intento. Decido echar globos y antes de ponerme existencial, estiro la mano para tomar mi celular y dedicarme al fino arte del scroll down.
Siento que he perdido facultades para dormir.
Hay personas que se vanaglorian por dormir poco, y sacan pecho diciendo que no necesitan más de 5 horas de sueño. Dicen ellos o otros, no sé — mejor digamos algunos —, que para qué dormir si hay tantas cosas por hacer en la vida, es decir, si hay que vivir, signifique lo que eso signifique.
Una vez viajé con unos amigos a Cartagena y un día les propuse hacer una siesta después del almuerzo. Eso que dije fue como si les hubiera echado la madre, y uno de ellos, a modo de poeta, respondió: “Para dormir la eternidad”.
Siento que hace mucho no duermo seguido esas 8 horas reglamentarias de las que tanto se habla, que siempre me despierto antes de que suene la alarma que programé en el celular, incluso cuando me acuesto en la madrugada y creo estar agotado.
Una vez, saliendo de un episodio de migraña, visité a una acupunturista y luego de la cita dormí 11 horas seguidas. Ha sido uno de los mejores sueños de mi vida; todavía recuerdo la sensación de descanso apenas desperté.
Ojalá fuera más como mi hermana que se duerme con una facilidad increíble cada vez que se lo propone.
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