Logro evacuar temas pendientes en la mañana, y destino la tarde para escribir un artículo.
Después de reposar el almuerzo, me siento en el escritorio, tamborileo el teclado con la yema de los dedos, pero ninguna idea se me aparece por la cabeza.
Entonces intento reciclar un escrito viejo, pero aparte de hacerle unas modificaciones flojas, no logro arrancarle más palabras al tema.
Cierro el documento. “¿Y ahora qué?”, pienso.
Viene a mi mente, a manera de salvavidas, Lenguaje poético, un texto que comencé a redactar en 2018 sobre el lenguaje africano Bambara, que se habla en Mali.
La idea de esa pieza surgió, porque leí un cuento de una neoyorkina que prestó servicio de voluntariado, con la agencia Cuerpos de Paz, en ese país.
El cuento trataba sobre la llegada de una segunda esposa a un matrimonio, y la manera en que se acoplaba a la pareja previamente establecida.
Lauren, su autora, utilizaba muchas expresiones en Mali, y eran fascinantes porque eran cortas, de no más de 3 palabras, pero estaban llenas de significado.
Pensé que había desarrollado más ese texto, pero no fue así. Lo leí dos veces y también decidí abandonar el documento.
Ahí estaba, de nuevo frente a la hoja en blanco.
Me di cuenta que estaba tratando de huirle a la historia del urinario de Marcel Duchamp, que quería contar desde hace unas semanas, pero la pereza de escribir algo desde cero me estaba ganando.
De alguna manera me le planté desafiante a la no escritura, me puse a leer artículos y comencé a escribir.
Entré, imagino, en ese estado que los psicólogos llaman “flujo”.
Me divertí mucho escribiendo.
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