jueves, 28 de febrero de 2019

Revelación

Me despierto. Cuando configuré la alarma del radio la noche anterior, moví la rueda del dial hasta que apareció una emisora de música clásica. La dejé no por culto, sino porque pensé que sería bueno despertarme con música de violines, violonchelos y flautas;  que de esa forma mi entrada a la vigilia  no sería tan abrupta, pero no fue así porque el que me despertó fue un locutor que habla a mil por hora, "que pereza que alguien hable tanto por la mañana", pienso. Me da algo de mal genio, no me preocupo en ponerle atención a lo que dice y apago el radio del todo. 

Doy vueltas en la cama un buen rato, me levanto y camino hasta la ducha. Me baño, claro está. 

Cuando llego al cuarto después de bañarme hago lo de siempre; la vida, parece, son solo rituales. Abro el closet y le echo una mirada a la ropa que está ahí cómo muerta: camisas, camisetas, boxers, medias. Escojo la ropa a utilizar con el poco criterio de moda que tengo que, básicamente, consiste en seleccionar prendas con colores que medianamente combinen, lo que sea que eso signifique. 

Tomo una camiseta que más o menos se encuentra en medio de la pila de ellas, la halo y un papelito se cae al piso. ¿Qué carajos hacía eso en mi closet?. Mi mente comienza a trabajar a toda máquina: ¿Quién me dejó un mensaje secreto y desde hace cuánto tiempo? ¿Qué podrá significar que un papel aparezca en medio de la ropa que está en el closet?, ¿Será bueno que deje de ser tan escéptico con el tema de las señales?. 

Como para restarle importancia al tema, dejo el papelito justo donde cayó y me preocupo en escoger un par de medias, y antes de dirigirme a la cama para echarme el talco en los pies (rituales) Me agacho a recoger el papel, la señal, la basura, lo que sea. 

Esta doblado en dos. Tiro las medias a la cama para manejar la revelación que  la vida está a punto de darme con ambas manos. Estoy listo para abrirlo, y comienzo a hacerlo lentamente, pero en un arrebato de ansiedad lo desdoblo rápido. 

 Leo, en una letra escrita de de afán y casi ininteligible las siguientes palabras: una libra de café y un paquete de salchichas.

miércoles, 27 de febrero de 2019

De libreros y recomendaciones

Hoy leí “¿Qué libro estás leyendo?”, una nota de prensa de García Márquez de Julio de 1983, que habla sobre el hábito de la lectura. Para cerrar el texto el escritor colombiano dice lo siguiente: 

“los últimos libreros bien orientados y buenos orientadores se murieron 
hace rato, y las librerías son cada vez menos lugares de tertulias 
vespertinas. Uno tenía su librero personal, como tenía su médico de 
familia y su cepillo de dientes”. 


Se me ocurre que esos libreros ya no existen porque pocos son los que quedan que atienden su propio negocio, como Mauricio Lleras de la librería Prólogo, por ejemplo. La mayoría de los que existen actualmente son empleados del dueño de la librería.  Esas personas, imagino, han leído y saben mucho sobre libros, pero varias veces he sentido que son personajes que miran por encima del hombro a esos simples mortales que visitamos las librerías y que no somos tan eruditos como ellos creen serlo. 

Sin embargo muchas veces me he acercado a ellos, pero no me ha ido bien con sus recomendaciones. No los culpo del todo, pues recomendar un libro, y dar con él en la vena del gusto de la persona que pide la recomendación es muy complicado, solo por el simple hecho de que un libro le puede fascinar a una persona y a otra no. 

Hace mucho tiempo un librero me recomendó On the road de Kerouac, uno de esos llamados “clásicos de la literatura”. Compré emocionado el libro, pero no me gustó, y traté de que así fuera, pero casi lo abandono y me costó mucho trabajo terminarlo. 

Otro libro que también me recomendaron en una ocasión fue “El hombre que amaba a los perros”, de Leonardo Padura. La historia no me pareció mala, pero siento qué es un libro muy largo al que le sobran de 200 a 300 páginas. 

Esto es solo una opinión, e imagino que existirán personas a las que les encantan los libros que mencioné. Tal vez el momento en el que llegaron a mi vida no fue el indicado, y si los leo de nuevo tal vez me sorprendan, pero eso no va a ocurrir, porque no me gusta releer libros. 

García Márquez también habla sobre eso en su artículo: 

“El gran peligro de la relectura es la desilusión. Autores que nos deslumbraron 
en su momento podrían— y casi siempre pueden— resultar insoportables.” 


Puede que la relectura funcione al revés si el libro no nos gusto la primera vez que lo leímos.

Yo a veces recomiendo los libros que me gustan. Una vez en Wilborada cuando me acerqué a la caja, estaba un viejito calvo y muy elegante, que llevaba un traje azul a rayas, corbata y un bastón, preguntando por una novela que tratara sobre la guerra en Yugoslavia en los 90. El librero no sabía cuál recomendarle, y yo me metí en la conversación y le mencioné “El chelista de Sarajevo”, una novela que me encontré por casualidad, después de conocer la historia de Vedran Smailović, quien durante 22 días, y para honrar a las 22 personas fallecidas que fueron alcanzadas por un misil mientras hacían fila para comprar pan; tocó el tristísimo Adagio de Albinoni bajo el acecho de los francotiradores.

martes, 26 de febrero de 2019

Subrayar

Estoy sentado en una barra con vista hacia la calle. Me gusta ese plan de ver pasar a la gente. La mayoría de personas que caminan solas lo hacen de afán, y algunas que van en grupo rien. El afán un tema que da para escribir libros y libros, en fin. 

A mí derecha se encuentra un libro grueso y abierto sobre la barra. Muchas lineas de las páginas de letra pequeña que están a la vista, se encuentran subrayadas con resaltador amarillo, y algunas de estas, como para reforzar la importancia de lo que sea que esta subrayado, van acompañadas de una linea negra de esfero debajo de ellas. 

Imagino que el libro es un clásico de la literatura rusa del siglo XIX; siempre asocio los libros extensos a esos escritores.

Sobre las páginas del libro reposan unas gafas de marco negro grueso, y sobre la barra dos esferos: uno gris de tapa roja y otro azul oscuro.A su lado hay una libreta pequeña que tiene unos apuntes en letra diminuta. 

El dueño del libro está de pie y también mira hacia la calle, las personas, o tiene su mirada perdida en un punto fijo del horizonte. Se me ocurre pensar que tuvo que tomarse ese momento de contemplación para absorber las ideas subrayadas, esas verdades que se encontró mientras leía y que, de una u otra forma, lo sacudieron. 

Después de un rato el hombre se sienta y de inmediato se pone a leer, actividad que intercala con anotaciones en su libreta. 

Afuera la ciudad sigue  a toda velocidad y todo pasa de largo; nada se subraya.

lunes, 25 de febrero de 2019

En la tarde

¿Qué debemos hacer?, gran dilema el que plantea esa pregunta. Hay quienes afirman que lo único que se debe hacer o más bien esperar es la muerte, ¿algo así reza ese cliché, ¿cierto?, y quienes lo pronuncian parecen envueltos en un halo de sabiduría, como si no le tuvieran miedo a esa etapa, digamos, de la vida o supieran exactamente en qué consiste. 

Pero bueno, no les vine a hablar de muerte; solo quería contarles que a lo que me refiero es que debería saber qué hacer, qué escribir justo en este momento, pero no es así. En algún momento de la tarde me puse a pensar específicamente en eso y no se me apareció ningún tema, no rescaté ningún recuerdo. De pronto mi cerebro estaba perezoso y no se esforzó en la tarea, o me distraje con cualquier pensamiento y en eso quedo la iniciativa. 

Tenía una reunión en la tarde y llegué antes para leer un rato. En el café había muchas personas que estaban sentadas solas y trabajando, o eso parecía, con computadores portátiles sobre los que algunos tecleaban frenéticamente, mientras que otros lo hacían con pereza. 

Adelante mío estaba ubicada una mujer y en la mesa de atrás un hombre. En un momento la primera se paro a saludar al segundo y este le pregunto: ¿dónde estás? y ella le señalo la mesa de la que se había puesto de pie hace un instante, donde reposaba una libreta, una taza de café de color azul claro y un par de esferos junto a un portátil de la manzanita.

La conversación que siguió al saludo fue corta, y no logré descifrar nada de lo que se dijeron, solo que el hombre mencionó muchas veces la palabra proyecto. 

Hacia el final se sumergieron en un silencio incómodo, y el hombre intentó restaurar la charla con una pregunta: “Quieres hacerte acá?”. Como antes había escuchado risas y buena intención en las palabras de ambos, o eso creí, supuse que la respuesta iba a ser afirmativa, pero la mujer contesto con un “NO” seco, desprovisto de explicaciones, y el hombre, al parecer, apenado por su pregunta contesto: “Claro estás ocupada, te entiendo”.La mujer volvió a su mesa, y el hombre continuó en la de él, como si de un momento a otro se hubieran convertido en un par  de desconocidos.

Tiempo después el hombre cambió de mesa con nuestro grupo, ya  que era numeroso, pero solo volvió a cruzar palabra con la mujer cuando esta le dijo chao, y levanto la mano para batirla de un lado a otro.

viernes, 22 de febrero de 2019

Recortes

No recuerdo cuál fue el horario del apagón en Colombia, pero tengo clavada en mi mente una imagen de estar, con mi madre y hermanos, a las 6 de la tarde sentado en la mesa de la cocina, escuchando La Luciérnaga, con la poca luz que le quedaba al día. Poco a poco las sombras de los objetos se iban inclinando hasta que la oscuridad se lo tragaba todo. 

Como la mayoría, supongo, saben, hace poco hubo una alerta por los niveles de contaminación del aire en Bogotá y se restringió el uso de carros. En la novela Lagrimas en la lluvia de Rosa Montero, que transcurre en un futuro donde, obviamente, el planeta presenta superpoblación y los recursos escasean, el aire puro se ha convertido en un lujo al que solo pocos pueden acceder. 

De pronto no estamos tan lejos de eso, y en algún momento algún empresario se le ocurrirá la “maravillosa” idea de privatizar el aire, de ver de qué forma se le puede sacar provecho económico a ese combustible del que dependen nuestras vidas. 

Hace un tiempo vi una película en la que una mujer, hija de un científico de renombre, se quedaba en la tierra, mientras todos habían emigrado en una nave espacial. La mujer vívia en una especie de domo, en el que había cultivos hidropónicos, agua y suministros para sobrevivir por mucho tiempo. 

Hablo acerca de esta película, porque el aire también tenía un papel importante. En el escenario planteado, había pocas zonas que quedaban con aire puro y cada vez que la mujer iba a la ciudad en una cuatrimoto, usaba mascara anti-gas. 

Poco a poco las zonas de aire puro se iban reduciendo y la manera en que la mujer sabía si todavía estaba a salvo en el lugar donde vivía, era por una llama de color azul de una pipeta en la entrada de su hogar. Si esa llama cambiaba de color significaba que el aire ya se había contaminado. 

¿Para cuando el primer recorte de aire?

jueves, 21 de febrero de 2019

Enredo

Un Enredo se puede traducir al inglés como entaglement, al alemán como Quantenverschränkung, y vaya a saber uno cuál será la traducción al ruso; parece que a medida que se complica el idioma lo mismo ocurre con la palabra; esto, claro está, a que no se trata de cualquier enredo, sino que estamos hablando del mismísimo entrelazamiento cuántico. 

A veces los temas me persiguen y ayer, luego de que escribí acerca de que todas las cosas y todos estamos conectados de extrañas maneras, hoy me topé con ese concepto, que algo tiene que ver con esa teoría. 

Dicen, digamos, los científicos, pues no se me ocurre a quién más achacarle tal conocimiento, que el entrelazamiento cuántico, ese enredo de nombre rimbombante, ocurre cuando una partícula influencia el estado de otra instantáneamente, inclusive aunque estén, y ojo a esto, a años luz de distancia. 

Entonces de pronto, ahí radica, y está la explicación a ese cuento de que todo y todos estamos conectados, que sé que suena muy extraño, pero es una teoría en la que me gusta creer, así no la pueda explicar. 

También dicen que ese entrelazamiento cuántico se basa en que al principio del universo, justo antes del big bang, todo estaba unido. Todo, todos, pues debemos suponer que de una u otra forma estábamos ahí presentes o que venimos de eso, estábamos conectados, unidos, prestos a explotar, y que después de producirse la gran explosión quedamos regados en diferentes lugares, pero como eramos lo mismo, seguimos conectados a la esencia de ese todo al que pertenecíamos, sin importar donde hayamos terminado, y es por eso que seguimos conectados y podemos influenciarnos. 

Supongo que esto tendrá algo que ver con esa otra teoría del hilo rojo, ya saben ustedes, la leyenda china que dice que un finísimo hilo rojo invisible mantiene unidas a todas aquellas personas que se deben conocer en cierto momento de sus vidas, y que ese hilo se puede torcer y enredar, pero nunca romper.

miércoles, 20 de febrero de 2019

Prueba y error

Esto va a ser una prueba, ¿o un error?  ¿Acaso la vida no es lo uno o lo otro?

Por más ordenada que parezca, estamos sujetos a que todas nuestras acciones sean prueba y error, a intentar, y mirar si las cosas funcionan, ¿qué cosas? Pues las cosas. Que fea es esa palabra o, más bien que simplista, aunque Peor aún sería escribir: “cosas, etc.” que cantidad de ambigüedad contenida en solo dos palabras. 

Cuando digo que esto es una prueba y error, me refiero a estas palabras, pues creo que van a resultar siendo un puñado de ideas desordenadas, sin aparente conexión, pero ya lo he dicho, y aunque no pueda probarlo ni lo entienda, todo, todas las cosas, digamos,  están conectadas de extrañas maneras en esta vida, y nosotros, ciegos, cortos de entendederas, no las vemos o no las comprendemos. 

No entiende uno, por ejemplo, por qué personas que uno frecuentaba desaparecen de un momento a otro de nuestras vidas. Volteo mi cabeza hacia la derecha y en mi biblioteca veo un libro que se llama “Narrative Impact”. Lo voy a abrir en la página 98 y voy a leer la línea # 5, y ahí va a estar contenida la respuesta a ese interrogante; ¿por qué?, porque sí, porque ajá, porque etc. Dice así: 

“It has increasead it’s ability to mimic the sensory qualities of other media” 

No encuentro la repuesta a mí pregunta por ningún lado. Ojalá pudiera sacar muchas conclusiones acerca de esa frase, pero no se me ocurre ninguna. De pronto estoy equivocado en eso de que todo está conectado y el experimento de la frase aleatoria para solucionar dudas, es una invitación a que deje todo tipo de misticismo de lado, y que la única señal sólida, cierta y clara es el Pare de color rojo que hay en la esquina donde termina la calle que queda enfrente de mi edificio. 

Se me ocurre que es difícil analizar la frase porque no conozco cuál es el contexto del que hace parte y, como por decir algo sobre las personas que nos dejan de hablar, eso es lo que debe pasar, es decir, desconocemos cuál es su contexto actual y, en nuestras ínfulas de importancia, nos empeñamos en creer, a la ligera, que quieren evitarnos, mientras lo que en verdad ocurre es que no tenemos claro el contexto, ese gran cuadro en el que apenas somos una mancha. 

Ahora pico unos trozos de papaya. Miro los pedazos de fruta, anaranjados y jugosos, detenidamente, pero en ellos tampoco encuentro la respuesta sobre aquellos que desparecen de nuestras vidas, pero es que es obvio, solo es una fruta; entonces opto por pensar en lo más fácil: “Dar papaya”. Puede ser que también se trate de eso, de que esas personas, llamémoslas “los que se fueron”, creen que nos dieron papaya y, de cierta forma, se sienten abusadas. Como las amistades también son una cosa, también les aplica la Prueba y error. 

No dejo de darle vueltas al asunto, la cosa. “Prueba y error, prueba y error”, me repito. Creo que lo mejor que puedo hacer es ponerme a leer, actividad que, en vez de despejarme la mente, me la ocupa con otras preguntas.

martes, 19 de febrero de 2019

Pazite, snajper!

¡Cuidado francotirador! 

Con esas dos palabras se alertaban los ciudadanos, cuando iban a cruzar de una esquina a otra de la ciudad, en la guerra del la antigua Yugoslavia a inicios de los 90, mientras un francotirador los acechaba a través de su mira, Cuando sabían que el soldado había “desperdiciado” un tiro, salían a correr hasta llegar al otro lado. 

En ese tiempo la región era un hervidero al borde de una guerra civil. Coexistian 6 republicas, había 5 diferentes nacionalidades, 4 lenguajes, dos alfabetos, y estaba populada por Musulmanes, Catolicos, entre ortodoxos y protestantes, y cristianos. 

Tengo cierta fascinación, que está lejos de ser un sentimiento amarillista, con ese conflicto armado Desde que leí la novela “El chelista de Sarajevo”. Me parece increíble que en medio de la guerra algunos ciudadadanos intentaban llevar una vida normal. 

Me encontré las palabras de alerta: Pazite, snajper! ayer, mientras leía unas noticias para una historia que estoy escribiendo acerca de un francotirador que se llama Radiša Dobrilo, originario de Macedonia. 

La historia se titula respirar y transcurre en una misión en la que Radiša, ubicado en la azotea de un edificio, cuenta mientras inhala y exhala, e intercambia información con su observador, su pareja en la misión que le ayuda dándole la posición de los objetivos y la dirección del viento, entre otras cosas. 

En plena misión Dobrilo, con el dedo en el gatillo, comienza a tener muchas dudas y a cuestionar la guerra, lo que hace, todo, y en cierto momento pierde una orden disparo por andar inmerso en sus pensamientos. 

Es el tercer borrador de la historia, y me ha gustado mucho escribirla. Desde que la retomé hace un par de días, se me metió en la cabeza el personaje y lo veo claro tendido en la azotea del edificio: con su uniforme camuflado, cubierto por mantas viejas y cajas, y respirando pausadamente, como si estuviera meditando, mientras los rayos del sol golpean su espalda. 

 Me la he pasado pensando cómo mejorar la historia, qué incluirle o quitarle para hacerla más compacta, tanto que no le queden cabos sueltos a simple vista o, mejor, lectura; que funcione como un reloj que da campanadas exactas.

lunes, 18 de febrero de 2019

Todo por una firma

El centro de convenciones de Cartagena está lleno. 1500 esperamos para ver la conversación que la periodista Alma Guillermoprieto va a sostener con la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. 

Adichie sale al escenario en medio de una tormenta de aplausos y, antes de ocupar una de las sillas ubicadas en el centro, se para enfrente de un atril para leer un texto relacionado con Gabriel García Márquez. Cuenta una anécdota de cómo fue su primera experiencia lectora con el autor colombiano: Un día, de pequeña, no hizo caso a sus padres y por querer irse a jugar con otros niños, se hizo una herida con un alambre. Luego, mientras se recuperaba y convalecía en cama, su padre le dijo: “Mira, creo que este libro te puede interesar”, y le entregó 100 años de soledad. 

La conversación trata varios temas: Adichie habla sobre la guerra en su país y cómo la vida de su familia cambio por completo, al tener que emigrar de un momento a otro; de qué significa contar historias; incluso hablan un poco acerca de J.K Rowling y Harry Potter. Una de las frases con las que la escritora africana encarrila la conversación hacia el final es: “Creo que África está en el ADN de Colombia”, que abre paso a las preguntas de los asistentes. 

Alisto “Americanah”, su novela, que compré en la tarde y abandono el auditorio, pues quiero que me la firme. 

No entiendo esas ansias de tener los libros firmados por los autores; queda claro que aparte de poder chicanear y mostrarlo como un trofeo, la firma no le quita ni le pone a la obra, y la historia sigue siendo la misma. 

Cuando llego al lugar de la firma, ya hay más de veinte personas haciendo fila. Me ubico rápido al final y delante mío hay una señora que está cuidándole el puesto a otras dos, quienes llegan afanadas y le dan las gracias mientras la primera se retira. Justo después de que esto ocurre, una mujer rolliza, toda vestida de negro y con un sombrero colgándole a la espalda comienza a alegar; les dice a las personas que llegaron que no se cuelen, que respeten la fila. 

Mi yo metido sale a flote e interviene: “pero si uno estaba en el auditorio y se salió antes a hacer fila, las personas que están con uno pueden hacerse acá, ¿no?”. A medida que hablo la mujer de negro no deja de alegar: “No hay opinión que valga, no hay opinión que valga, ¡usted se coló!”. La miro asombrado y le explico que yo estaba en la charla, pero la mujer continúa alegando. Al final dos de los organizadores llegan a calmarla, y al rato Adichie se sienta a firmar libros.

Imagino una corta conversación con la escritora cuando sea mi turno:

“¿Para quién?”, pregunta ella
“Juan Manuel”, le respondo sonriendo.
Y con sus dotes de escritora, en menos de un segundo, imagina una dedicatoria corta, pero poética: Para Juan Manuel, un gran lector que bla bla bla… 

Próximo a mi turno, luego de casi una hora de hacer fila, me dicen que solo puedo firmar un libro. Tengo dos: el de una amiga y el mío. Suplico que hagan una excepción. “Ok, abra la página en donde quiere que se los firme. Hago lo que me indican y ellosson los que  le pasan los libros. 

Adichie lo firma o garabatea, no se sabe, de afán, sin ningún intercambio de palabras.

viernes, 15 de febrero de 2019

Arte y política

Ayer volví a ver el video en el que Roberto Ampuero, el canciller chileno, contesta a la intervención de Jorge Arreaza, el venezolano, en una sesión de la OEA. El segundo, con un tono insolente, había dicho que el secretario general era un sicario y la organización un circo, donde los demás cancilleres que estaban ahí cumplían con una orden impartida por alguien. 

Cuando Arreaza termina de escupir sus palabras venenosas y malintencionadas, al primero que le conceden la palabra es a Ampuero. Me parece brillante la capacidad de discurso que tiene en sus zapatos de político, pero creo que lo que la hace posible es su pasado, o bien, su presente, su constante como escritor, una actividad que, imagino, nunca ha dejado de lado. 

Quién es Ampuero, no lo sé. Leyendo un poco me entero de que nació en Valparaiso y que estudió en el colegio alemán, del que se graduó con un promedio destacable y donde aprendió a escribir y hablar en alemán, lo que le permitió acercarse a escritores como Goethe y Mann, entre otros. 

Sobre su colegio afirma: “me enseñó a ser disciplinado y serio en lo que hago, a no desperdiciar tiempo, a revertir situaciones difíciles, a ser frugal y sencillo, y a vivir en otras culturas”. 

Después se traslado a Santiago y estudió Antropología Social en las mañanas y literatura latinoamericana en las tardes. Militó por un tiempo en las juventudes comunistas porque creyó que el socialismo era democrático, justo y de economía prospera y partió hacia Alemania Oriental luego del golpe militar en su país. Su experiencia comunista termina con una profunda desilusión política. 

En 1993 publica “¿Quién mató a Cristián Kustermann?” su primera novela. 

Creo que una forma de conocer a alguien es a través de lo que escribe, pero no he leído ningún libro de su extensa obra que, si no estoy mal, está orientada hacia la novela negra. 

Pero volvamos a lo de su discurso. La forma en que habla es tan clara y respetuosa, con pausas en las que busca la palabra precisa para que su idea no se diluya en imprecisiones. Parece que, en vez de contrargumentar a Arreaza, estuviera contando un cuento, pues su hablar pausado cautiva y no deja de blandir empatía y respeto. 

Creo que a la política le hace mucha falta el arte o que quienes la practiquen sean más humanos, personas de diferentes disciplinas: escritores, pintores, dramaturgos, etc. quienes cuentan, me atrevo a decir, con una visión más amplia de la vida, y rehúsan a anclarse a un único punto de vista.

jueves, 14 de febrero de 2019

La niña que miraba los trenes partir

En la mañana hablo de nuevo con mi hermana y decidimos terminar de tomar las fotos. Por la tarde, cuando ya voy en camino para su apartamento, caigo en cuenta de que no eché el Kindle, a pesar de que había alistado el aparato. 

Me da algo de mal genio la situación, pues soy medio psicorígido con la lectura, y siempre trato de leer algo antes de echarme a dormir. 

Como hoy no lo voy a hacer, trato de autoconsolarme pensando que en cambio de leer voy a escribir, pero deja de molestarme el asunto. Cuando le cuento a mi hermana, me dice: “Tan bobo, acá hay muchos libros”, y pues tiene razón, pero no está ninguno de los que estoy leyendo, en fin, lo que son los caprichos. 

Hace poco en una reunión, un hombre contó que había dejado de escribir una novela, porque la lectura de ficción lo estaba distrayendo mucho, y le preguntó a un escritor con el que estábamos reunido, que él qué hacía en esos casos. El escritor le dijo que entonces lo mejor, para que su novela no quedara estancada, era dejar de leer,  y nos contó que él cuando está escribiendo una, no lee otras novelas, sino solo libros que le ayuden a desarrollar la obra que está escribiendo. 

Yo no estoy muy de acuerdo con eso, pues no concibo la vida sin leer, y pienso que la lectura es un contrapeso de la escritura, y que son como dos actividades siameses, donde una no funciona del todo bien sin la otra, pero quién sabe, de pronto estoy equivocado y dejar de leer es precisamente lo que se debe hacer para que el cauce de escritura de una novela no se seque. 

Me pongo a mirar qué libros tiene mi hermana, y veo uno que me llama la atención: “La niña que miraba los trenes partir”, En la portada sale una niña con mirada triste que, por su vestimenta, un abrigo negro con botones grandes, me hace pensar que la historia tiene algo que ver con una guerra, probablemente la segunda. 

Le pregunto a mi hermana que si ya lo leyó y me dice que no. “¿Si me gusta me lo puedo llevar?". “Si, no hay lío”, responde. 

Le voy a dar una oportunidad antes de acostarme, a ver si logra entrar en la lista de los libros que estoy leyendo.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Sesión de fotos

En este momento mi hermana me está tomando unas fotos en la terraza de un café. Se supone que deben reflejar un momento en el que esté escribiendo. Estamos en este lugar, no porque acostumbre a escribir en ellos, nunca lo hago, sino porque creemos que es adecuado para las fotos.

Abro un documento de Word y comienzo a escribir lo que salga, pues me parece ridículo teclear o pretender hacerlo con la pantalla apagada. El texto que resulta es este; no se me ocurre sobre qué otro tema escribir; a veces pasa esto, como que el cerebro se cierra a otras ideas, actúa de forma perezosa y ya. 

Soy malo para esto de posar a propósito para una foto. “Pero ríete un poco”, me dice mi hermana, y caigo en cuenta de que estoy haciendo cara de puño, aunque no suelo reírme cuando escribo o eso creo; de pronto cuando he escrito algo que considero medianamente gracioso lo he hecho, pero la verdad no soy consciente de mis gestos mientras escribo. 

En este momento me gustaría entrar en un flujo de escritura libre, ese método en el que dicen que lo importante es no ponerle atención a lo que se escribe, sino dejarse llevar por cualquier barbaridad que se le ocurra al cerebro. 

Me imagino que ese método de escritura involucra mucho al inconsciente. Anaïs Nin habla mucho de eso en sus diarios; dice que aprecia su vida, pues vive de lo que otros solo hablan, estudian o analizan, y que ella quiere seguir viviendo el sueño sin censura, el inconsciente libre. 

También que en una ocasión vio a Dali en una reunión, en la que apareció con un traje de buceo y que, como todos los presentes, río de lo absurdo del asunto, pero que luego cayó en cuenta del profundo significado de esa manera de comportarse, y se debía, según ella, a que el artista busca la manera de adentrarse en lo más secreto, profundo, su ser inconsciente, pues en ese lugar está la fuente verdadera de la creación. 

En ese aspecto me gustaría ser como Nin, no estar tan apegado al mundo real y dejar que la ficción, fantasía y los sueños tomen la rienda, pues tanta realidad junta, tanto deber ser. a veces resulta abrumador. 

La luz del día se está apagando y un mesero llega con un jugo que pedí. Mi hermana deja de tomarme fotos y se sienta a mí lado. Comienza a hacer frio y escucho el trino de unos pájaros que están cerca pero no a la vista.

martes, 12 de febrero de 2019

Tintos y turnos

La hora de almuerzo ya pasó, si se supone que lo debemos tomar entre las doce y la una de la tarde. 

Engaño al estómago, con un paquete de Limoncitas, mientras me preparo para hacer una vuelta casi de banco. Digo casi porque es en una entidad en la que va a haber mucha gente, y en donde a las personas que llegan les dan un turno, junto a la consabida consigna de: “Esté atento a la pantalla”. 

En la entrada del lugar hay una celadora y un empleado de la institución, pero todos los que llegan le piden consejo a la primera, quien parece estar al tanto de todos los procedimientos del lugar, mientras que el otro hombre suplica que alguien le pregunte algo. “Dígame, en qué le pudo ayudar”, repite la frase varias veces antes de que las personas le descarguen sus dudas a la vigilante. 

Me siento en una fila de sillas desocupada. Es enclenque y se zangolotea, que alegría que exista esta palabra, cada vez que me muevo. Esto ocurre hasta que una pareja se sienta al otro extremo. Les doy las gracias mentalmente.


Lo único diferente del sistema de turnos del lugar es que la voz que los lee no solo pronuncia la combinación de letras y números, sino también el nombre de la persona que está a punto de ser atendida. 

Siempre me generan cierta angustia esos sistemas de turnos, pues imagino una situación en la que se me va a pasar el mío, y cuándo me de cuenta de que eso ocurrió, se va a formar un lío gigante tanto con las personas que atienden en el lugar, como con el resto de los usuarios que esperan sentados e igual de aburridos que yo. 

En la fantasía imagino que todas las personas me chiflan, y dicen cosas tipo: “Respete el turno”, “vuelva a hacer la fila”, mientras intento explicarles que me distraje, y sostengo el papelito en alto como si ellos tuvieran interés alguno en leerlo. Por eso casi no dejo de mirar la pantalla y estoy muy atento cada vez que la voz sale de los parlantes. 

De repente aparece la mujer de los tintos del lugar, quien camina haciendo equilibrio con una bandeja que parece tener pegada a la mano, pues da giros violentos como si nada y sin derramar ni una sola gota de los tintos humeantes que lleva sobre ella. 

Se acerca a mi fila, y junto a los tintos hay unos vasos de agua. Alguien le dice que quiere uno, y ella, como adivinándole el pensamiento, responde que son de agua caliente para las aromáticas, pero las bolsitas no se ven por ningún lado ni mucho menos los vasos desocupados. 

La señora desocupa rápido la bandeja y al rato vuelve con otra llena de bebidas. Esta vez le digo que quiero una aromática y responde: “ahh no, esta vez no traje agua caliente”. 

Apenas se va, me llaman a mí, a mí turno o a ambos, y me pongo de pie rápido. Quiero salir rápido del lugar porque el efecto del paquetico de galletas está comenzando a pasar.

lunes, 11 de febrero de 2019

Escribir para sobrevivir

Estoy leyendo “Lágrimas en la lluvia”, la primera novela de la saga de Bruna Husky, uno de los personajes favoritos, si no el más, de la escritora Rosa Montero. 

Husky es una tecnohumana y a cada vez que se despierta es consciente de su mortalidad, pues los de su raza saben con exactitud el momento en que van a morir. 

En cierto momento de sus vidas, cuando rondan los 35 años de edad, los Rep como también se les conoce, están diseñados para que a nivel celular se les desarrolle un TTT(Tumor Total Tecno) terriblemente agresivo que acaba con su vida de forma fulminante. 

Algo que me gusta de toda la obra de Montero, aparte de lo versátil de su escritura, es su obsesión con la muerte y el paso del tiempo. 

Imagino que el destino fatídico de los tecnohumanos tiene mucho que ver con la muerte de su pareja, el periodista español Pablo Lizcano, a quien le dedica la novela. Lizcano enfermó de cáncer a los 58 años, y la enfermedad acabó con su vida en 10 meses. 

La nueva novela de Montero en ese entonces iba a tratar sobre algo alegre y de celebración, afirma la escritora, pero cuándo llevaba poco tiempo escribiéndola, Lizcano enferma, y por eso Husky domina su pensamiento y decide escribir esa novela. También dice que le costó mucho continuarla después de la muerte de su pareja, pero que gracias a la fuerza de su protagonista logró concluirla. 

Tiempo después Montero escribe otro libro bellísimo: “La ridícula idea de no volver a verte”, después de que la editorial Seix Barral le pidiera escribir el prologo para el diario de la científica Marie Curie, que también perdió a su esposo, al ser atropellado por un carruaje. 

Acerca de la pérdida de un ser querido Montero dice: “No te recuperas nunca, ese es el error: uno no se recupera, uno se reinventa”. La escritura, sus novelas y personajes, le han ayudado a eso, a reinventarse, sobrevivir y lidiar con lo que no entendemos. 


“La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta” 
- Fernando Pessoa -

domingo, 10 de febrero de 2019

Palabras cansadas

Llego a la casa luego de estar la mayor parte del día por fuera. Son las 10 de la noche pasadas y tengo en mente escribir algo, pero me echo en la cama. me tapo con una cobija que me cae bien, prendo el televisor y juego a cerrar los ojos de forma prolongada. Se supone que descanso con el ruido del aparato electrónico como música de fondo.

Despierto con la ropa puesta, imagino que el frío es el causante de mi entrada a la vigilia. Cuando me recosté, me prometí solo descansar unos quince minutos, sin estar pendiente del reloj ni nada, a punta de, como el personaje de un cuento que escribí, sentir el tiempo. El televisor está apagado, no sé si soñé que lo había prendido, si nunca hice eso, o si, en un ultimo arrebato de voluntad, lo apagué.

Fracasé en mis quince minutos de descanso, que se convirtieron en más o menos 8 horas. Ahora son las 6 de la mañana. Me siento descansado, y creo que podría levantarme a empezar el día, o lo que eso signifique, pero me envuelve esa modorra placentera de cuando apenas uno se despierta, así que me meto dentro de las cobijas.

Mientras me quedo dormido de nuevo, pienso en eso que no escribí, que no sé que era, pues no había pensado en ningún tema para hacerlo. ¿A dónde se habrán ido esas palabras? Imagino que las debo tener en algún lado, así nunca las haya escrito. 

Son, creo, palabras cansadas que no sé si aún conservo. Tal vez algún día las recupere, pero cuando eso ocurra, tendrán un estado activo y entonces no serán las mismas.

Las palabras, como uno, cambían a cada rato, así parezcan las mismas. Eso ocurre tanto en el tiempo en que las escribimos como en el que las leemos.

miércoles, 6 de febrero de 2019

Notas

Me atrevo a decir que las notas son imprescindibles para escribir, y me refiero a todas esas anotaciones que hacemos a mano, en el celular, en notas de voz, valga la redundancia, etc. acerca de imágenes, palabras o frases con las que nos topamos o que, de repente, aparecen en nuestro cerebro. 

Ojalá que uno tuviera una memoria prodigiosa como, digamos, el personaje de Lisbeth Salander, la protagonista de la novela Millenium de Larsson, pero no, uno es más bien propenso a olvidarlo todo, y para eso sirven las notas, para que esas imágenes, frases, por qué no párrafos, a las que nos enfrentamos o que brotan misteriosamente en nuestro cerebro, no se pierdan en las profundidades del mismo. 

La ecsritora Anne Lamott cuenta en su libro Bird by bird que uno de los peores sentimientos en los que puede pensar, es en tener un maravilloso momento o acierto, o captar una imagen y luego perderla; por eso siempre lleva consigo unas fichas de un sistema de anotación que diseño, y afirma: “Una de las cosas que ocurren cuando te das permiso de comenzar a escribir es que comienzas a pensar como escritor. Comienzas a ver todo como material”. 

A mí me gusta escribir las notas en una libreta, cuando la llevo conmigo, o si no las anoto en mi celular en una de sus aplicaciones de fábrica, que también lleva por nombre: “Notas”. Cuando las hago en la libreta y a modo de manía, procuro escribirlas con un esfero negro de gel, si lo tengo pues me la paso perdiéndolo y encontrándolo en diferentes rincones de mi cuarto. 

El método del escritor Ricardo Silva consiste en, cada vez que cree que algo le puede aportar a lo que sea que esté escribiendo, enviarse un mail, y así, cuando se sienta escribir, sabe que eso que lo impacto esta ahí, en forma de frase o palabra. 

Hace un rato escribí un artículo de una charla al que le tenía pereza porque había dejado pasar mucho tiempo para hacerlo. Fui a una de mis libretas, por el momento son dos, y las notas que tomé, aunque me toco desenredar una letra apeñuscada, con más apariencia de garabato que cualquier otra cosa, me ayudaron mucho para poder escribirlo.

Sin las notas un escritor no es nada.

martes, 5 de febrero de 2019

Amor telepático

De Vuelta al hotel mi hermana tiene sueño y no tiene ganas de comer, lo único que desea es rendirle un sincero homenaje a Morfeo. Yo también tengo sueño, fue un día largo de mucho caminar y calor, y muchos vasos de jugo de piña con hielo. 

Aparte del cansancio yo si tengo hambre, y a esta la acompaña un antojo de sushi. La culpa de que me agrade ese plato oriental la tiene María Angélica, con quien salí hace ya varios años.  En nuestra primera cita escogió comer eso. En ese entonces no se me pasaba por la cabeza comer pescado crudo, pero lo probé y me quedo gustando. Después de 4 meses las cosas con María no salieron bien, pero quedó el sushi, es decir, el descubrimiento de mi gusto por ese plato. 

Le comunico el antojo a mí hermana y me dice, con voz y cara de cansancio, que me va a acompañar, así ella no vaya a comer. Le digo que tranquila, que se quede durmiendo; igual no me parece traumático comer solo, incluso, a veces me gusta hacerlo. 

Salgo a deambular por el barrio en actitud flánerie, y a pocas cuadras encuentro un restaurante de sushi. La puerta del local es pequeña, pero apenas entro, revela un restaurante amplio. El lugar está muy lleno, y casi todas las mesas están ocupadas por 2 o más personas que levantan sus voces y risas sobre la música del lugar. 

Me siento en una mesa florero, en medio de la mitad de otras tantas, con personas que ríen, beben y comen. 

A mí lado derecho hay una pareja. La mujer tiene la piel bronceada, una camisa que deja ver sus hombros, con un escote que también deja ver el inicio de sus senos que desafían la gravedad; una falda que a ratos parece pantalón y ratos lo contrario, y unos zapatos cafés con tacón de plataforma. Su cara está pintada de manera que sus ojos resaltan; son negros de pestañas largas. De vez en cuando le da sorbos a un cóctel de color amarillo intenso servido en una copa de martini, ubicado estratégicamente para que solo tenga que inlcinarse levemente hacia adelante cada vez que lo quiere probar. 

El hombre lleva una pinta más relajada: Una camisa azul con las mangas arremangadas, jeans con algunos rotos y unos zapatos cafés que lucen cómodos. A su lado hay un vaso de mojito al que solo le quedan las hojas de hierbabuena apachurradas en el fondo. 

El lenguaje corporal de la mujer, reclinada en la silla y con los brazos cruzados, es desafiante, junto con una mirada muy seria, que contrasta con sus finas facciones. Es una lástima que no sonría. 

Parece que evitan sus miradas; ella inmersa en sus pensamientos y él prestándole atención a un televisor que muestra unas imágenes de mujeres surfeando,  con cuerpos tonificados, y que castigan las olas con latigazos de sus tablas. 

Me pregunto si sostienen una conversación telepática; si ese silencio prolongado es su forma de quererse, porque ¿quién dice que el amor es solo abrazos, diálogo y besos? 

La mesera llega a su mesa con un plato de sushi muy verde, con aguacate y algún pescado blanco. El hombre y la mujer comienzan a llevarse los bocados de sushi a sus bocas y continúan sin hablar. A ratos parece que cruzan sus miradas, como si estuvieran atravesando un pico o clímax en su conversación mental, pero pronto vuelven al mutismo sentimental. 

Apenas acaban el plato de sushi, el hombre por fin pronuncia algo: “¿Nos trae la cuenta por favor?”; palabras dirigidas a la mesera que llega a recoger la mesa y a preguntarles qué tal les pareció todo. 

Poco después la mesera llega con un cofre pequeño de madera, dentro del que viene la tirilla de la cuenta. El hombre deja de mirar a las mujeres surfistas, se pone de pie y saca su billetera del bolsillo derecho del pantalón. 

“ ¿Tienes uno de 2000?”, le pregunta a su acompañante. Ella asiento con la cabeza, busca su billetera, roja y gruesa, saca un billete muy arrugado y lo pone sobre la mesa. 

La pareja abandona el lugar para continuar con su amor en silencio.