El abogado Julio Contreras se prepara para hablar enfrente del juez y defender a su cliente. Es un caso difícil y sabe que ganarlo depende de qué tan bien cuente la historia que preparó para convencer al jurado.
Lleva puesta esa corbata morada que tanto detesta su esposa, pero que, según él, nunca le ha dejado perder un caso.
A su cliente se le acusa de haber atropellado a una persona.
“Era una noche lluviosa. Transitaba por la avenida Flores a la altura del pasaje del comercio a no más de 50 kilómetros por hora. Los relámpagos lo iluminaban todo por un par de segundos, acompañados del estruendo de los truenos.
Justo después de que cayó uno, fue que vi a ese hombre salir de la nada, como una aparición o como si se hubiera teletransportado a ese lugar. clavé mi pie izquierdo en el freno, pero como el suelo estaba mojado, el carro no respondió bien y terminé arrollándolo”, le contó su cliente en la primera conversación que tuvo con él, mientras estaba detenido en la estación de policía.
Después de esa charla todo se complicó. Los nervios están que se comen a su cliente, pues el hombre a quien atropelló ahora se encuentra en estado de coma.
“Señor Juez” —dice Contreras con su mano derecha en el bolsillo y un aire de tranquilidad que da a entender que su cliente es inocente. Luego voltea su cuerpo hacia el jurado— y señores del jurado, les voy a explicar por qué mi cliente es inocente. Presten atención”.
Comienza a hablar. Preparó y repasó su defensa hasta sabérsela casi de memoría. Sabe qué palabras debe recalcar y en qué segmentos subir el tono de voz y en cuales bajarlo.
Defiende la verdad de su cliente a capa y espada. Ese es su trabajo y para eso le pagan.
Pero en el fondo Contreras sabe que siempre rasguñamos la verdad, que nunca, por más que estudiemos y tratemos de tener en cuenta todas las variables que la afectan, vamos a poder señalarla claramente, que siempre van a existir elementos que se escapan de nuestro juicio, porque nuestra percepción muchas veces falla o toma caminos equivocados.
Su cliente es declarado inocente. Contreras espera haber hecho un buen trabajo.
lunes, 28 de febrero de 2022
viernes, 25 de febrero de 2022
.Punto y aparte
Cuando se me hace tarde para escribir en este espacio, como hoy, entro a Blogger y creo una entrada escribiendo solo un punto, así queda registrada en esta fecha y no mañana. Caprichos chimbos que tengo.
Me aventuro a pensar que el punto que escribo es un punto y aparte, y que es como una barrera. Antes de él estamos a salvo y después viene un precipicio.
Imagino que lo que nos separa de la muerte es un mísero punto y aparte; que la vida, el destino, Dios, el chupacabras, sea quien sea, decide ponerlo cuando se le da la gana.
Pienso en todo esto porque no deja de darme vueltas en la cabeza Paula, el libro de Isabel Allende.
Ella cayó en coma y duró un año en ese estado. La escritora chilena cuenta que a veces, de repente, le daban convulsiones.
El accidente que me dejó el amable recordatorio, también me hizo caer en coma, pero solo por 17 días. Durante ese tiempo estuve, como decía una de las cuidadoras de Paula cuando su madre por fin la instaló en su casa, "en limbo, junto a los bebés que murieron sin bautizar y otras almas salvadas del purgatorio”.
Hace unos años, en una visita a urgencias debido a una de mis crisis de cefalea en racimos, y ante el dolor de cabeza tan intenso que tenía, el médico que me atendió ordenó que me hicieran un TAC por si las moscas.
Más tarde, cuando el resultado salió, el médico vio la radiografía de mi cerebro y se dio cuenta de que me habían operado de la cabeza. “¿Nunca ha convulsionado?, me pregunto. “No”, le respondí, pero nunca he dejado de pensar en esa pregunta, pues pienso que por la cara que hizo el doctor, lo daba casi por hecho.
La vida casi me pone un punto y aparte, pero la maquinaria del universo, de la que desconocemos su funcionamiento, quiso que le rindiera honores al punto y coma.
Me aventuro a pensar que el punto que escribo es un punto y aparte, y que es como una barrera. Antes de él estamos a salvo y después viene un precipicio.
Imagino que lo que nos separa de la muerte es un mísero punto y aparte; que la vida, el destino, Dios, el chupacabras, sea quien sea, decide ponerlo cuando se le da la gana.
Pienso en todo esto porque no deja de darme vueltas en la cabeza Paula, el libro de Isabel Allende.
Ella cayó en coma y duró un año en ese estado. La escritora chilena cuenta que a veces, de repente, le daban convulsiones.
El accidente que me dejó el amable recordatorio, también me hizo caer en coma, pero solo por 17 días. Durante ese tiempo estuve, como decía una de las cuidadoras de Paula cuando su madre por fin la instaló en su casa, "en limbo, junto a los bebés que murieron sin bautizar y otras almas salvadas del purgatorio”.
Hace unos años, en una visita a urgencias debido a una de mis crisis de cefalea en racimos, y ante el dolor de cabeza tan intenso que tenía, el médico que me atendió ordenó que me hicieran un TAC por si las moscas.
Más tarde, cuando el resultado salió, el médico vio la radiografía de mi cerebro y se dio cuenta de que me habían operado de la cabeza. “¿Nunca ha convulsionado?, me pregunto. “No”, le respondí, pero nunca he dejado de pensar en esa pregunta, pues pienso que por la cara que hizo el doctor, lo daba casi por hecho.
La vida casi me pone un punto y aparte, pero la maquinaria del universo, de la que desconocemos su funcionamiento, quiso que le rindiera honores al punto y coma.
jueves, 24 de febrero de 2022
Sirenas
Son las 6 de la tarde y por entre las calles se escurre en una masa de carros que, después del aguacero, se mueve lento.
Alcanzo a escuchar uno que otro bocinazo que sobresale entre los ruidos de la calle y los motores.
En un momento el aullido de una sirena acapara toda mi atención. Imagino que una ambulancia zigzaguea por entre los carros, los que le dan vía y los que parece no importarles quién vaya ahí adentro y cual sea su estado, y no hacen ni un mínimo intento por abrirle camino.
Cada vez que escucho el ruido de una sirena me pregunto: “¿A quién transportan?” ¿Qué le pasó? ¿Será alguien que está a punto de morir si no recibe atención médica pronto?
Puede que la ambulancia no transporte ningún paciente y que apenas se dirija a recogerlo, o puede que el conductor sea tan miserable, y que solo haya prendido la sirena para que le despejen el camino y pueda transitar más rápido, en fin, posibilidades hay muchas.
Pero enfoquémonos en la primera: la ambulancia transporta a alguien en un estado muy grave. Esa persona esta inconsciente y los paramédicos lograron estabilizar sus signos vitales, pero saben si no llegan rápido a la clínica, la posibilidad de que esa persona muera es alta. Son dos y el hombre o mujer que va en la camilla los mira asustados. No dice nada, pero seguro se pregunta: "¿Acaso voy a morir?
Siempre pienso en eso porque me parece extraño esos escenarios, es decir, que mientras yo estoy sentado enfrente del computador viendo un video, o me estoy tomando un café, en fin, no importa que este haciendo, el hecho es que me encuentro relajado; alguien en algún punto de la ciudad o del planeta experimenta una sensación totalmente opuesta y se juega la vida.
Pienso, por ejemplo, que mientras dormía hoy en horas de la madrugada, las sirenas de diferentes ciudades de ucrania se dispararon y sus habitantes, llenos de angustia, no sabían si un misil Ruso los iba a desintegrar en mil pedazos,
¿No les parece extraño eso? ¿Que mientras unos duermen a otros los consume la angustia?
Hay algo intrigante en esos extremos.
Alcanzo a escuchar uno que otro bocinazo que sobresale entre los ruidos de la calle y los motores.
En un momento el aullido de una sirena acapara toda mi atención. Imagino que una ambulancia zigzaguea por entre los carros, los que le dan vía y los que parece no importarles quién vaya ahí adentro y cual sea su estado, y no hacen ni un mínimo intento por abrirle camino.
Cada vez que escucho el ruido de una sirena me pregunto: “¿A quién transportan?” ¿Qué le pasó? ¿Será alguien que está a punto de morir si no recibe atención médica pronto?
Puede que la ambulancia no transporte ningún paciente y que apenas se dirija a recogerlo, o puede que el conductor sea tan miserable, y que solo haya prendido la sirena para que le despejen el camino y pueda transitar más rápido, en fin, posibilidades hay muchas.
Pero enfoquémonos en la primera: la ambulancia transporta a alguien en un estado muy grave. Esa persona esta inconsciente y los paramédicos lograron estabilizar sus signos vitales, pero saben si no llegan rápido a la clínica, la posibilidad de que esa persona muera es alta. Son dos y el hombre o mujer que va en la camilla los mira asustados. No dice nada, pero seguro se pregunta: "¿Acaso voy a morir?
Siempre pienso en eso porque me parece extraño esos escenarios, es decir, que mientras yo estoy sentado enfrente del computador viendo un video, o me estoy tomando un café, en fin, no importa que este haciendo, el hecho es que me encuentro relajado; alguien en algún punto de la ciudad o del planeta experimenta una sensación totalmente opuesta y se juega la vida.
Pienso, por ejemplo, que mientras dormía hoy en horas de la madrugada, las sirenas de diferentes ciudades de ucrania se dispararon y sus habitantes, llenos de angustia, no sabían si un misil Ruso los iba a desintegrar en mil pedazos,
¿No les parece extraño eso? ¿Que mientras unos duermen a otros los consume la angustia?
Hay algo intrigante en esos extremos.
miércoles, 23 de febrero de 2022
Borrar como opción
Un ejercicio de escritura creativa consiste en tirar un dado para determinar: personajes, rasgos de personalidad, el escenario y un objeto que debe tener algún protagonismo; de una pieza de máximo 500 palabras.
Me sale un pescador y una cirujana, el centro de la ciudad, uno de ellos reniega de la vida como un loco y el otro debe ser compulsivo. El objeto es un tapabocas.
Comienzo a escribir lo primero que se me ocurre. Hablo primero de un contador, un hombre gruñón que trabaja en una compañía de pesca y que es un pescador aficionado.
Escribo unos párrafos y me parece que están bien, pero hacia la mitad del escrito caigo en cuenta de que ubiqué al personaje en un muelle y no hay rastros del centro de la ciudad por ningún lado.
Busco como cambiar el lugar, insertarlo de alguna forma en el relato, pero cualquier solución lo desbarata por completo.
“¿Qué carajos voy a hacer con la cirujana?, pienso, pues tampoco la he mencionado.
Reniego por un rato, vuelvo a leer lo que escribí y ahora me parece pésimo, que no tiene ni pies ni cabeza y muchos menos arreglo alguno.
Reconozco mi estado: “Pereza de escribir”, pero me había propuesto hacerlo así que borro lo que llevaba y empiezo de nuevo.
Esta vez lo primero que hago es ubicar a los personajes en el centro de la ciudad. El pescador, muerto de frío, espera a la cirujana en la terraza de un café, no tengo ni idea por qué se conocen o de qué van a hablar, pero así, por lo menos me aseguro de que el relato no se me despiporre después. Ya miraré como le inserto los otros elementos.
Al final me sale un texto de 625 palabras. Tengo que mocharle esas 125 de más, editar los errores e inconsistencias que seguro tiene, agregarle detallitos de color y hacerle carpintería a las descripciones.
Borrar siempre será una solución cuando sentimos que algo, y no hablo solo de la escritura, no anda bien.
Me sale un pescador y una cirujana, el centro de la ciudad, uno de ellos reniega de la vida como un loco y el otro debe ser compulsivo. El objeto es un tapabocas.
Comienzo a escribir lo primero que se me ocurre. Hablo primero de un contador, un hombre gruñón que trabaja en una compañía de pesca y que es un pescador aficionado.
Escribo unos párrafos y me parece que están bien, pero hacia la mitad del escrito caigo en cuenta de que ubiqué al personaje en un muelle y no hay rastros del centro de la ciudad por ningún lado.
Busco como cambiar el lugar, insertarlo de alguna forma en el relato, pero cualquier solución lo desbarata por completo.
“¿Qué carajos voy a hacer con la cirujana?, pienso, pues tampoco la he mencionado.
Reniego por un rato, vuelvo a leer lo que escribí y ahora me parece pésimo, que no tiene ni pies ni cabeza y muchos menos arreglo alguno.
Reconozco mi estado: “Pereza de escribir”, pero me había propuesto hacerlo así que borro lo que llevaba y empiezo de nuevo.
Esta vez lo primero que hago es ubicar a los personajes en el centro de la ciudad. El pescador, muerto de frío, espera a la cirujana en la terraza de un café, no tengo ni idea por qué se conocen o de qué van a hablar, pero así, por lo menos me aseguro de que el relato no se me despiporre después. Ya miraré como le inserto los otros elementos.
Al final me sale un texto de 625 palabras. Tengo que mocharle esas 125 de más, editar los errores e inconsistencias que seguro tiene, agregarle detallitos de color y hacerle carpintería a las descripciones.
Borrar siempre será una solución cuando sentimos que algo, y no hablo solo de la escritura, no anda bien.
martes, 22 de febrero de 2022
Desnudarse
Hace poco leí un artículo de la escritora Mariana Perezagua titulado Amar al monstruo.
En él hablaba del maltrato de su padre, y cuenta que uno de los primeros recuerdos que la marcaron era como la sujetaba de las piernas para bañarla, mientras ella retorcía su pequeño cuerpo, el jabón escurría y le entraba a los ojos.
Ahora intento volver a leerlo, pero ya no tengo acceso, pues me sale un aviso que dice que debo pagar para suscribirme. En fin, una lástima porque ese día lo leí de afán y prometí volverlo a leer, para digerirlo con más calma.
Ahora, gracias a que a veces mi mente es un zaperoco de ideas, ya no recuerdo si fue en el mismo artículo, o en una publicación que hizo en alguna de sus redes, que la escritora se refirió al mismo y habló de la necesidad y ventajas de desnudarse con la escritura.
Se trata de no dejar nada en el tintero, de exponerlo todo, lo bueno y lo malo, pero sobre todo lo último, es decir, mostrar esas grietas y rincones oscuros de nuestra personalidad que siempre queremos ocultar, pero que al final son los que nos hacen más humanos.
En el prefacio de los diarios de John Cheever, uno de sus hijos toca el concepto de otra manera. Dice que algo que siempre intentó su padre en su trabajo como escritor fue mostrar a los demás que sus pensamientos no eran impensables.
De esa forma Cheever llego a un acuerdo con su bisexualidad, y aunque logró dejar la bebida, la vida en sí era un problema para el escritor.
La manera en que buscaba la solución era articular, de alguna manera lo que le ocurría; convertir cualquier asunto que ocupaba su mente en una historia.
En él hablaba del maltrato de su padre, y cuenta que uno de los primeros recuerdos que la marcaron era como la sujetaba de las piernas para bañarla, mientras ella retorcía su pequeño cuerpo, el jabón escurría y le entraba a los ojos.
Ahora intento volver a leerlo, pero ya no tengo acceso, pues me sale un aviso que dice que debo pagar para suscribirme. En fin, una lástima porque ese día lo leí de afán y prometí volverlo a leer, para digerirlo con más calma.
Ahora, gracias a que a veces mi mente es un zaperoco de ideas, ya no recuerdo si fue en el mismo artículo, o en una publicación que hizo en alguna de sus redes, que la escritora se refirió al mismo y habló de la necesidad y ventajas de desnudarse con la escritura.
Se trata de no dejar nada en el tintero, de exponerlo todo, lo bueno y lo malo, pero sobre todo lo último, es decir, mostrar esas grietas y rincones oscuros de nuestra personalidad que siempre queremos ocultar, pero que al final son los que nos hacen más humanos.
En el prefacio de los diarios de John Cheever, uno de sus hijos toca el concepto de otra manera. Dice que algo que siempre intentó su padre en su trabajo como escritor fue mostrar a los demás que sus pensamientos no eran impensables.
De esa forma Cheever llego a un acuerdo con su bisexualidad, y aunque logró dejar la bebida, la vida en sí era un problema para el escritor.
La manera en que buscaba la solución era articular, de alguna manera lo que le ocurría; convertir cualquier asunto que ocupaba su mente en una historia.
To write well, to write passionately, to be less inhibited, to be warmer, to be more self-critical, to recognize the power of as well as the force of lust, to write, to love.
- The Journals of John Cheever -
lunes, 21 de febrero de 2022
Sueños y escritura
Hace un par de años me propuse escribir una novela. “¿Qué voy a contar?”, fue lo primero que me pregunté”. Llegué a la conclusión de que no tenía ni idea.
Entonces me dije a mí mismo: “Mí mismo, alguien que estuvo en el mismo punto en el que usted se encuentra ahora, seguro escribió algo, una especie de guía, digamos, para escribir una novela.
Por ese tiempo, en el lanzamiento de un libro, conocí un escritor que hacía poco había terminado su primera novela. Le pregunté que como se había embarcado en el proyecto, y me dijo que había leído el libro de fulanita de tal, una guía detallada para escribir una novela.
Descargué el libro en mi Kindle y me puse a leerlo juicioso, subrayando las frases que me llamaban la atención, mientras me hacía a la idea del método que proponía la escritora.
Lo que alcancé a leer del libro me pareció bueno, y cumplía con su promesa: brindar una hoja de ruta para escribir una novela.
Recuerdo que hacía mucho énfasis en establecer una premisa, y que también hablaba del conflicto, pero en un punto me aburrí de la lectura.
A pesar de que no he escrito una novela, siento que la escritura no se puede convertir en un a b c detallado. Tiene que ser, pienso, algo más íntimo, instintivo.
Rosa Montero, unas de mis escritoras favoritas, dice que las novelas son sueños que se tienen con los ojos abiertos, y sobre las que no se tiene control alguno. En su libro la Loca de la Casa, cuenta:
“Escribir ficción es sacar a la luz un fragmento muy profundo de tu inconsciente. Las novelas son los sueños de la Humanidad, sueños diurnos que el novelista percibe con los ojos abiertos.”
Hace poco caí en Paula, la novela-diario-memoir de Isabel Allende. La escritora Chilena también tiene un punto de vista similar al de Montero. Cuenta que cree posible que las historias existan en las sombras de una misteriosa dimensión, y que solo tiene que sintonizarse con ese plano para que entren en ella, se acomoden a su antojo y salgan convertidas en palabras.
Asegura que no sabe cómo escribe sus libros, pues dice que estos no nacen en la mente, sino que son criaturas caprichosas siempre dispuestas a traicionarla, y que nunca decide el tema, sino que el tema la escoge a ella, y que su labor como escritora solo consiste en dedicarle suficiente tiempo, soledad y disciplina a cada obra, para que se escriba sola.
Una vez un crítico literario le preguntó por la estructura cíclica de la Casa de los Espíritus. Allende confiesa que no tenía idea alguna de qué le hablaba, y que lo único que podía asociar a algo cíclico era la luna y su periodo menstrual.
El único método que sigue la escritora es siempre escribir la primera línea de sus novelas el 8 de enero, pues cree que ese día le trajo suerte con la primera que escribió. Cuenta que en esa fecha intenta estar sola y en silencio por largas horas, pues necesita mucho tiempo para sacarse el ruido de la calle, limpiar su memoria y el desorden de la vida.
Anaïs Nin también habla del inconsciente en sus diarios. Dice, por ejemplo, que nuestras vidas están compuestas, en gran parte, de sueños y el inconsciente y que debemos encontrar la forma de conectarlos con la acción.
Una vez, en una conferencia, Salvador Dalí llegó vestido con un traje de buzo. Nin dice que al principio se burló como todo el mundo, pero que luego entendió el significado de la conducta del pintor. Dedujo que cada artista estudia como encontrar su camino hacia el yo más secreto, más profundo e inconsciente, que es donde se encuentra la fuente real de la creación.
Cuando pienso en este tema, sueño con tener uno de esos momentos de, digamos, iluminación, donde el tema de una novela se me presenta de forma clara.
A la larga, como también dice Allende, no se trata de otra cosa que escribir sin miedo, independiente del resultado que se obtenga, es decir, preocuparse por escribir un libro malo, algo que puede hacer cualquiera, y dejar de lado la vanidad de escribir una gran novela.
Solo he escuchado a escritoras hablar así acerca de la escritura, ¿Será un tema de sensibilidad femenina?
Entonces me dije a mí mismo: “Mí mismo, alguien que estuvo en el mismo punto en el que usted se encuentra ahora, seguro escribió algo, una especie de guía, digamos, para escribir una novela.
Por ese tiempo, en el lanzamiento de un libro, conocí un escritor que hacía poco había terminado su primera novela. Le pregunté que como se había embarcado en el proyecto, y me dijo que había leído el libro de fulanita de tal, una guía detallada para escribir una novela.
Descargué el libro en mi Kindle y me puse a leerlo juicioso, subrayando las frases que me llamaban la atención, mientras me hacía a la idea del método que proponía la escritora.
Lo que alcancé a leer del libro me pareció bueno, y cumplía con su promesa: brindar una hoja de ruta para escribir una novela.
Recuerdo que hacía mucho énfasis en establecer una premisa, y que también hablaba del conflicto, pero en un punto me aburrí de la lectura.
A pesar de que no he escrito una novela, siento que la escritura no se puede convertir en un a b c detallado. Tiene que ser, pienso, algo más íntimo, instintivo.
Rosa Montero, unas de mis escritoras favoritas, dice que las novelas son sueños que se tienen con los ojos abiertos, y sobre las que no se tiene control alguno. En su libro la Loca de la Casa, cuenta:
“Escribir ficción es sacar a la luz un fragmento muy profundo de tu inconsciente. Las novelas son los sueños de la Humanidad, sueños diurnos que el novelista percibe con los ojos abiertos.”
Hace poco caí en Paula, la novela-diario-memoir de Isabel Allende. La escritora Chilena también tiene un punto de vista similar al de Montero. Cuenta que cree posible que las historias existan en las sombras de una misteriosa dimensión, y que solo tiene que sintonizarse con ese plano para que entren en ella, se acomoden a su antojo y salgan convertidas en palabras.
Asegura que no sabe cómo escribe sus libros, pues dice que estos no nacen en la mente, sino que son criaturas caprichosas siempre dispuestas a traicionarla, y que nunca decide el tema, sino que el tema la escoge a ella, y que su labor como escritora solo consiste en dedicarle suficiente tiempo, soledad y disciplina a cada obra, para que se escriba sola.
Una vez un crítico literario le preguntó por la estructura cíclica de la Casa de los Espíritus. Allende confiesa que no tenía idea alguna de qué le hablaba, y que lo único que podía asociar a algo cíclico era la luna y su periodo menstrual.
El único método que sigue la escritora es siempre escribir la primera línea de sus novelas el 8 de enero, pues cree que ese día le trajo suerte con la primera que escribió. Cuenta que en esa fecha intenta estar sola y en silencio por largas horas, pues necesita mucho tiempo para sacarse el ruido de la calle, limpiar su memoria y el desorden de la vida.
Anaïs Nin también habla del inconsciente en sus diarios. Dice, por ejemplo, que nuestras vidas están compuestas, en gran parte, de sueños y el inconsciente y que debemos encontrar la forma de conectarlos con la acción.
Una vez, en una conferencia, Salvador Dalí llegó vestido con un traje de buzo. Nin dice que al principio se burló como todo el mundo, pero que luego entendió el significado de la conducta del pintor. Dedujo que cada artista estudia como encontrar su camino hacia el yo más secreto, más profundo e inconsciente, que es donde se encuentra la fuente real de la creación.
Cuando pienso en este tema, sueño con tener uno de esos momentos de, digamos, iluminación, donde el tema de una novela se me presenta de forma clara.
A la larga, como también dice Allende, no se trata de otra cosa que escribir sin miedo, independiente del resultado que se obtenga, es decir, preocuparse por escribir un libro malo, algo que puede hacer cualquiera, y dejar de lado la vanidad de escribir una gran novela.
Solo he escuchado a escritoras hablar así acerca de la escritura, ¿Será un tema de sensibilidad femenina?
De ser así, me tranquiliza un poco lo que anotó Virginia Woolf en Una habitación Propia sobre ese carácter andrógino que todos llevamos encima: “Una mente puramente masculina no puede crear, como tampoco una mente puramente femenina.”
viernes, 18 de febrero de 2022
The winding road
Una vez tomé un curso de creación literaria en la Madriguera del conejo, en la sede que tuvo la librería en la carrera 11 con 80 y pico.
Me gustan mucho esos espacios porque me permiten compartir con personas que se chiflan con las mismas cosas que yo me chiflo: los libros, la lectura y la escritura.
Para cada encuentro, los jueves de 6 a 9, si no estoy mal, debíamos llevar algo escrito. Ejercicios cortos, de no más de 500 palabras, que nos dejaba el escritor que lideraba el taller.
Era una época en la que me esforzaba por crear textos brillantes, repletos de ideas maravillosas, pero a raíz de eso carecían de sinceridad, pues mi afán por lucirme lo trastocaba todo. Entonces resultaba con unos textos malísimos, sin rastro alguno de esas grandes ideas que intentaba buscar.
Un día leí mi ejercicio y el escritor me lo desbarato, porque estaba repleto de clichés y lugares comunes; de una melosería que casi rayaba en la autoayuda, y de carácter literario tenía más bien pocón.
No refute nada, porque si algo he aprendido es que un texto, cuando es compacto, cuando no tiene grietas narrativas, debe resistir las embestidas por sí solo, y que si uno intenta revirar y defenderlo a toda costa, es una prueba infalible de que anda cojo.
“ Mira ve”, me dijo el escritor caleño, “Vos no necesitás repetir lo que ya dijeron los Beatles en The winding road. ¿Si conocés esa canción?”. Si la conocía y me llegaron algunos de sus versos a la cabeza:
Me bajó los humos de forma muy elegante.
Y sí, escribir no se trata de repetir, sino, como dice Sara Jaramillo Klinkert, de coger pedacitos de aquí y de allá para crear algo propio, porque en la escritura ya todo está inventado.
Me gustan mucho esos espacios porque me permiten compartir con personas que se chiflan con las mismas cosas que yo me chiflo: los libros, la lectura y la escritura.
Para cada encuentro, los jueves de 6 a 9, si no estoy mal, debíamos llevar algo escrito. Ejercicios cortos, de no más de 500 palabras, que nos dejaba el escritor que lideraba el taller.
Era una época en la que me esforzaba por crear textos brillantes, repletos de ideas maravillosas, pero a raíz de eso carecían de sinceridad, pues mi afán por lucirme lo trastocaba todo. Entonces resultaba con unos textos malísimos, sin rastro alguno de esas grandes ideas que intentaba buscar.
Un día leí mi ejercicio y el escritor me lo desbarato, porque estaba repleto de clichés y lugares comunes; de una melosería que casi rayaba en la autoayuda, y de carácter literario tenía más bien pocón.
No refute nada, porque si algo he aprendido es que un texto, cuando es compacto, cuando no tiene grietas narrativas, debe resistir las embestidas por sí solo, y que si uno intenta revirar y defenderlo a toda costa, es una prueba infalible de que anda cojo.
“ Mira ve”, me dijo el escritor caleño, “Vos no necesitás repetir lo que ya dijeron los Beatles en The winding road. ¿Si conocés esa canción?”. Si la conocía y me llegaron algunos de sus versos a la cabeza:
"Many times I've been alone
And many times I've cried
Anyway, you'll never know
The many ways I've tried"
Me bajó los humos de forma muy elegante.
Y sí, escribir no se trata de repetir, sino, como dice Sara Jaramillo Klinkert, de coger pedacitos de aquí y de allá para crear algo propio, porque en la escritura ya todo está inventado.
jueves, 17 de febrero de 2022
Carimañolas y el fin del mundo
Acompaño a mi hermana a hacer una vuelta. Me armo con la Tentación del fracaso, los diarios de Ribeyro, para soportar la espera. Cuando llegamos al lugar, me encuentro con un supermercado, y le digo que la voy a esperar ahí.
Nos despedimos de forma apresurada y entro al lugar. Es temprano y como no desayuné nada, pienso en qué voy a comer y sonrío. Larga vida al primer café del día.
Paseo por el primer piso del supermercado y le doy toda la vuelta buscando una cafetería. Cuando termino mi recorrido, me doy cuenta de unas escaleras y un aviso de fondo rojo y letras blancas con la palabra cafetería escrita en Mayúsculas.
Las comienzo a subir y como son metálicas, mis pisadas retumban.
El segundo piso resulta ser un ambiente muy iluminado, con mesas plásticas y sillas rojas y azules. El lugar está vacío. Detrás del mostrador no hay nadie.
Pienso que es la última cafetería del mundo, que después de un evento apocalíptico, por algún azar del destino ese lugar quedó en pie.
De unos parlantes sale música a todo volumen: Merengue apambichao. Imagino que así se escribe, si no, le pido disculpas a los admiradores de ese tipo de merengue y a los adictos a la gramática y la “buena” escritura.
Los parlantes no se cansan de escupir éxitos del ayer, de miniteca, digamos: Sergio Vargas con su “Te va a doler”, Proyecto uno y su “No pare sigue sigue”, y así.
Por fin aparece una mujer detrás del mostrador. “¿Qué quiere?, me pregunta. Miro los productos y hay un caldo de costilla de aspecto dudoso , unas arepas blancas y amarillas que parecen tiesas, y unos pasteles que, al parecer son carimañolas.
Me decanto por el último producto y pido 2. No sé porque lo hago, porque estoy seguro que con una es suficiente. Debe ser porque de forma inconsciente pienso envolver una en una servilleta, cuando deba abandonar ese lugar y enfrentarme al paisaje inhóspito que me espera allá afuera.
Cuando voy a pagar le pregunto a la mujer que si tiene ají o alguna salsa. “¿Sal?”, responde. “No, S.A.L.S.A”, le respondo exagerando la pronunciación. “Ahí hay mayonesa y salsa de tomate”, me dice, al tiempo que señala el lugar en el que están. Le doy las gracias y no insisto más.
Me pasan las carimañolas en un plato de icopor y están frías. Le pregunto a la mujer que si por favor las puede calentar y, con desgano, toma el plato y lo mete en un horno microondas.
Luego cuando me siento en una mesa que da a una ventana, le doy un mordisco a una carimañola, y caigo en cuenta que tienen buen sabor, pero son 90% aceite.
La cafetería sigue igual, con el merengue como música de fondo, pero sin comensales. Abro el libro y comienzo a leer.
El escritor peruano está en Alemania y las entradas que leo tienen varios pensamientos relacionados con la escritura:
“Escribir no es un acto continuo. Generalmente va acompañado de largos intervalos de distracción, durante los cuales se hacen dibujitos al margen del papel, se enciende un cigarrillo, se mira por la ventana, se piensa en cosas que no tienen que ver nada con la literatura”
Anotaba el escritor el 6 de abril de 1958 en sus diarios de Berlín, Hamburgo y Fráncfort.
Levanto la cabeza y veo que ya han llegado más personas a esta cafetería del fin del mundo.
Al poco tiempo suena mi celular, y mi hermana me avisa que ya terminó. Cuando salgo a la calle todo parece normal, pero nunca se sabe, el fin del mundo, el personal al menos, se puede encontrar a la vuelta de la esquina.
Nos despedimos de forma apresurada y entro al lugar. Es temprano y como no desayuné nada, pienso en qué voy a comer y sonrío. Larga vida al primer café del día.
Paseo por el primer piso del supermercado y le doy toda la vuelta buscando una cafetería. Cuando termino mi recorrido, me doy cuenta de unas escaleras y un aviso de fondo rojo y letras blancas con la palabra cafetería escrita en Mayúsculas.
Las comienzo a subir y como son metálicas, mis pisadas retumban.
El segundo piso resulta ser un ambiente muy iluminado, con mesas plásticas y sillas rojas y azules. El lugar está vacío. Detrás del mostrador no hay nadie.
Pienso que es la última cafetería del mundo, que después de un evento apocalíptico, por algún azar del destino ese lugar quedó en pie.
De unos parlantes sale música a todo volumen: Merengue apambichao. Imagino que así se escribe, si no, le pido disculpas a los admiradores de ese tipo de merengue y a los adictos a la gramática y la “buena” escritura.
Los parlantes no se cansan de escupir éxitos del ayer, de miniteca, digamos: Sergio Vargas con su “Te va a doler”, Proyecto uno y su “No pare sigue sigue”, y así.
Por fin aparece una mujer detrás del mostrador. “¿Qué quiere?, me pregunta. Miro los productos y hay un caldo de costilla de aspecto dudoso , unas arepas blancas y amarillas que parecen tiesas, y unos pasteles que, al parecer son carimañolas.
Me decanto por el último producto y pido 2. No sé porque lo hago, porque estoy seguro que con una es suficiente. Debe ser porque de forma inconsciente pienso envolver una en una servilleta, cuando deba abandonar ese lugar y enfrentarme al paisaje inhóspito que me espera allá afuera.
Cuando voy a pagar le pregunto a la mujer que si tiene ají o alguna salsa. “¿Sal?”, responde. “No, S.A.L.S.A”, le respondo exagerando la pronunciación. “Ahí hay mayonesa y salsa de tomate”, me dice, al tiempo que señala el lugar en el que están. Le doy las gracias y no insisto más.
Me pasan las carimañolas en un plato de icopor y están frías. Le pregunto a la mujer que si por favor las puede calentar y, con desgano, toma el plato y lo mete en un horno microondas.
Luego cuando me siento en una mesa que da a una ventana, le doy un mordisco a una carimañola, y caigo en cuenta que tienen buen sabor, pero son 90% aceite.
La cafetería sigue igual, con el merengue como música de fondo, pero sin comensales. Abro el libro y comienzo a leer.
El escritor peruano está en Alemania y las entradas que leo tienen varios pensamientos relacionados con la escritura:
“Escribir no es un acto continuo. Generalmente va acompañado de largos intervalos de distracción, durante los cuales se hacen dibujitos al margen del papel, se enciende un cigarrillo, se mira por la ventana, se piensa en cosas que no tienen que ver nada con la literatura”
Anotaba el escritor el 6 de abril de 1958 en sus diarios de Berlín, Hamburgo y Fráncfort.
Levanto la cabeza y veo que ya han llegado más personas a esta cafetería del fin del mundo.
Al poco tiempo suena mi celular, y mi hermana me avisa que ya terminó. Cuando salgo a la calle todo parece normal, pero nunca se sabe, el fin del mundo, el personal al menos, se puede encontrar a la vuelta de la esquina.
miércoles, 16 de febrero de 2022
Juan
Disfruto de uno de los momentos más agradables, tal vez el mejor: tomarme el primer café del día.
Lo hago en el comedor de la sala, mientras observo uno árboles en el edificio de parqueaderos que colinda con mi edificio.
Pienso que la persona que los sembró en una pequeña terraza tuvo un gran acierto. Ver como sus ramas y hojas se mueven con el viento, como si pensaran: “ni mil toneladas de cemento pueden acabar con la naturaleza”, me tranquiliza.
Ahí estoy, disfrutando de cada sorbo de la bebida mientras mi mente salta de un pensamiento a otro, pero sin rastros de ansiedad o angustia.
En medio de ese trance llega a mis oídos el ruido de unas llaves que se estrellan unas con otras, como cuando alguien las busca en sus bolsillos para abrir una puerta.
Para darle sentido al sonido me invento una pequeña historia: A pesar de ser un día entre semana, aquella persona se fue de juerga con sus amigos de oficina, para celebrar el cierre de un negocio.
Imagino a un hombre con el nudo de la corbata desanudado, una barba rala que no afeita hace dos días y con el pelo ensortijado. Sonrío: me agradan esas personas que desafían preceptos de conducta, como irse de fiesta solo los viernes o fines de semana.
Las llaves dejan de sonar por un momento. Le doy otro sorbo al café y justo ahí siento como alguien intenta abrir la puerta del apartamento, pero las llaves no le funcionan.
Alcanzo a escuchar como maldice. “Pobre borrachin”, pienso.
Me acerco a la puerta y pregunto en un tono firme, que, supongo, transfiere autoridad y valentía: “¿Quién anda ahí?”
“Juan”, responde el hombre.
Y más alterado contra pregunta: “¿Usted quién es?”
“Juan”, le digo.
“Déjese de juegos. Necesito entrar a mí casa”, dice ahora el hombre
Me retiro de la puerta, mientras ese Juan continúa insertando las llaves en la chapa sin éxito alguno. Ya en la cocina llamo por citófono al vigilante del edificio”.
“Porteríiiia”, contesta Simón, con un tono cansado”
“Simón, hay un hombre que está intentando abrir la puerta de mi apartamento, ¿usted sabe quién es?”
“Desde que usted subió hace un momento, nadie más ha entrado al edificio señor Juan”
Cuelgo el citófono sin responder nada.
“¡Si no me abre voy venir con Simón y vamos a forzar la chapa!”, dice ahora Juan.
Tampoco le respondo. A veces el silencio es la mejor defensa.
Al final ese Juan nunca volvió.
Ahora, de noche, Le eché seguro a la puerta de mi habitación y tengo listo un bate de aluminio al lado de la cama por si vuelve a aparecer, aunque lo más probable es que no me sirva de nada. Seguro ese Juan es de otro plano de la existencia.
Lo hago en el comedor de la sala, mientras observo uno árboles en el edificio de parqueaderos que colinda con mi edificio.
Pienso que la persona que los sembró en una pequeña terraza tuvo un gran acierto. Ver como sus ramas y hojas se mueven con el viento, como si pensaran: “ni mil toneladas de cemento pueden acabar con la naturaleza”, me tranquiliza.
Ahí estoy, disfrutando de cada sorbo de la bebida mientras mi mente salta de un pensamiento a otro, pero sin rastros de ansiedad o angustia.
En medio de ese trance llega a mis oídos el ruido de unas llaves que se estrellan unas con otras, como cuando alguien las busca en sus bolsillos para abrir una puerta.
Para darle sentido al sonido me invento una pequeña historia: A pesar de ser un día entre semana, aquella persona se fue de juerga con sus amigos de oficina, para celebrar el cierre de un negocio.
Imagino a un hombre con el nudo de la corbata desanudado, una barba rala que no afeita hace dos días y con el pelo ensortijado. Sonrío: me agradan esas personas que desafían preceptos de conducta, como irse de fiesta solo los viernes o fines de semana.
Las llaves dejan de sonar por un momento. Le doy otro sorbo al café y justo ahí siento como alguien intenta abrir la puerta del apartamento, pero las llaves no le funcionan.
Alcanzo a escuchar como maldice. “Pobre borrachin”, pienso.
Me acerco a la puerta y pregunto en un tono firme, que, supongo, transfiere autoridad y valentía: “¿Quién anda ahí?”
“Juan”, responde el hombre.
Y más alterado contra pregunta: “¿Usted quién es?”
“Juan”, le digo.
“Déjese de juegos. Necesito entrar a mí casa”, dice ahora el hombre
Me retiro de la puerta, mientras ese Juan continúa insertando las llaves en la chapa sin éxito alguno. Ya en la cocina llamo por citófono al vigilante del edificio”.
“Porteríiiia”, contesta Simón, con un tono cansado”
“Simón, hay un hombre que está intentando abrir la puerta de mi apartamento, ¿usted sabe quién es?”
“Desde que usted subió hace un momento, nadie más ha entrado al edificio señor Juan”
Cuelgo el citófono sin responder nada.
“¡Si no me abre voy venir con Simón y vamos a forzar la chapa!”, dice ahora Juan.
Tampoco le respondo. A veces el silencio es la mejor defensa.
Al final ese Juan nunca volvió.
Ahora, de noche, Le eché seguro a la puerta de mi habitación y tengo listo un bate de aluminio al lado de la cama por si vuelve a aparecer, aunque lo más probable es que no me sirva de nada. Seguro ese Juan es de otro plano de la existencia.
martes, 15 de febrero de 2022
Chivos expiatorios
Me aburren mucho las opiniones, porque se empeñan en señalar verdades.
Además, ya sabemos que la verdad evoluciona y que, como dice Javier Marías, nunca es nítida, sino que siempre es maraña.
Siempre que se me ocurre algo con cara de opinión, intento escribirlo en tercera persona, pues creo que despojándome de la primera tengo más perspectiva sobre cualquier tema y soy menos visceral.
Entonces me invento un personaje, un hombre o una mujer, que canaliza mis pensamientos a veces por los laditos y otras veces de frente.
Podría decirse que actúan como una especie de médiums para transmitir los mensajes del más allá de mis entendederas al más acá de la realidad.
Ahora bien, el otro día leía una novela en la que un personaje, un crítico literario, despotricaba de la obra de un escritor, porque lo acusaba de utilizar sus personajes como chivos expiatorios.
Creo que una característica de los grandes escritores, es ser capaces de escribir sobre alguien como si lo conocieran desde pequeño, si necesidad de imprimirle sus puntos de vista.
Una vez, en un encuentro con Sara Jaramillo Klinkert, para hablar de su novela donde cantan las ballenas, la escritora habló del master en narrativa que cursó en España y contó cómo le enseñaron a crear crear fichas super detalladas para cada personaje, con la historias de sus vidas.
Isabel Allende cuenta en Paula que cuando escribió teatro, aprendió algunos trucos que le resultaron útiles para sus novelas, como procurar que cada personaje tuviera una biografía completa, un carácter definido y una voz propia.
Hacer eso imagino que funciona para tener claro los motivos por los cuáles reaccionan los personajes, a los diferentes estímulos de la trama de una obra.
Además, ya sabemos que la verdad evoluciona y que, como dice Javier Marías, nunca es nítida, sino que siempre es maraña.
Siempre que se me ocurre algo con cara de opinión, intento escribirlo en tercera persona, pues creo que despojándome de la primera tengo más perspectiva sobre cualquier tema y soy menos visceral.
Entonces me invento un personaje, un hombre o una mujer, que canaliza mis pensamientos a veces por los laditos y otras veces de frente.
Podría decirse que actúan como una especie de médiums para transmitir los mensajes del más allá de mis entendederas al más acá de la realidad.
Ahora bien, el otro día leía una novela en la que un personaje, un crítico literario, despotricaba de la obra de un escritor, porque lo acusaba de utilizar sus personajes como chivos expiatorios.
Creo que una característica de los grandes escritores, es ser capaces de escribir sobre alguien como si lo conocieran desde pequeño, si necesidad de imprimirle sus puntos de vista.
Una vez, en un encuentro con Sara Jaramillo Klinkert, para hablar de su novela donde cantan las ballenas, la escritora habló del master en narrativa que cursó en España y contó cómo le enseñaron a crear crear fichas super detalladas para cada personaje, con la historias de sus vidas.
Isabel Allende cuenta en Paula que cuando escribió teatro, aprendió algunos trucos que le resultaron útiles para sus novelas, como procurar que cada personaje tuviera una biografía completa, un carácter definido y una voz propia.
Hacer eso imagino que funciona para tener claro los motivos por los cuáles reaccionan los personajes, a los diferentes estímulos de la trama de una obra.
viernes, 11 de febrero de 2022
Prender una vela
Primero viene el fogonazo y aparece la llama. Así, imagino, fue el Big-bang, oscuridad total y luego, al instante, luz.
La pequeña llama abrasa y abraza el fosforo con su calor, y lo va consumiendo. Hay que mover la mano con firmeza, en línea recta o diagonalmente, hasta que hace contacto con el pábilo, esa cuerda combustible; el intestino muerto que lleva la vela en sus entrañas.
Cada uno, nosotros y ellos, cuenta con su temperamento y por eso unos se prenden con más ímpetu que otros, en fin, que nos parecemos, ¿acaso no?
Esa condición, pienso, tiene una directa relación con la voluntad de quien sujeta el fósforo. Hay personas temerarias, digamos, que no dan su brazo a torcer y parece que no les importa quemarse la yema de los dedos, mientras que otros al primer indicio de sensación de calor lo sacuden hasta apagarlo, y prenden otro(s) hasta que el conjunto cera-pábilo funciona.
Hay un tercer grupo, aquellos que se aburren rápido y no solo cambian de fosforo sino también de vela, esos que dominan el arte de la prueba y el error.
¿Y luego que viene? Dejar la vela prendida porque se fue la luz, mientras uno se ocupa en cualquier tarea, qué sé yo, picar cebolla y tomate para prepararse unos huevos pericos, mientras nuestra sombra se proyecta en la pared, y la llama de la vela se mueve de un lado a otro como si le hicieran cosquillas.
Es eso, o habrá quienes hacen todo el todo el ritual de prender una vela, con el único fin de sentarse a ver cómo comienza a escurrir lágrimas de cera y se va torciendo, igual que uno, porque la existencia en línea recta no existe.
Incluso en el deterioro hay belleza.
La pequeña llama abrasa y abraza el fosforo con su calor, y lo va consumiendo. Hay que mover la mano con firmeza, en línea recta o diagonalmente, hasta que hace contacto con el pábilo, esa cuerda combustible; el intestino muerto que lleva la vela en sus entrañas.
Cada uno, nosotros y ellos, cuenta con su temperamento y por eso unos se prenden con más ímpetu que otros, en fin, que nos parecemos, ¿acaso no?
Esa condición, pienso, tiene una directa relación con la voluntad de quien sujeta el fósforo. Hay personas temerarias, digamos, que no dan su brazo a torcer y parece que no les importa quemarse la yema de los dedos, mientras que otros al primer indicio de sensación de calor lo sacuden hasta apagarlo, y prenden otro(s) hasta que el conjunto cera-pábilo funciona.
Hay un tercer grupo, aquellos que se aburren rápido y no solo cambian de fosforo sino también de vela, esos que dominan el arte de la prueba y el error.
¿Y luego que viene? Dejar la vela prendida porque se fue la luz, mientras uno se ocupa en cualquier tarea, qué sé yo, picar cebolla y tomate para prepararse unos huevos pericos, mientras nuestra sombra se proyecta en la pared, y la llama de la vela se mueve de un lado a otro como si le hicieran cosquillas.
Es eso, o habrá quienes hacen todo el todo el ritual de prender una vela, con el único fin de sentarse a ver cómo comienza a escurrir lágrimas de cera y se va torciendo, igual que uno, porque la existencia en línea recta no existe.
Incluso en el deterioro hay belleza.
jueves, 10 de febrero de 2022
Huevadas
“A mí no me vengan con huevadas”, piensa Horacio Martínez.
Lo hace sentado en la banca de un parque, mientras observa a un niño de pelo negro y crespo, con un balde y una pala de color rojo en sus manos. que juega en una arenera.
Martínez le da una calada a un cigarrillo que está a punto de consumirse por completo y que sujeta entre su dedo gordo y el índice.
Cuando se va a abstraer por completo, mirando los coches que pasan por la avenida, vuelve a encarrilarse en su tren de pensamiento: “Todos improvisamos, nadie tiene claro nada y quién diga lo contrario está mintiendo.”, concluye respecto a las huevadas.
Ahora parece que el niño intenta construir la torre de un castillo, pero cuando retira sus manos la estructura se derrumba.
“Claro —piensa ahora—, la vida es bien cabrona desde que somos pequeños”.
Tose y el niño voltea a mirarlo. Le sostiene la mirada por un momento, y luego vuelve a la construcción de su castillo que ahora está en ruinas.
Martínez continúa con su arenga interna.
Lo hace sentado en la banca de un parque, mientras observa a un niño de pelo negro y crespo, con un balde y una pala de color rojo en sus manos. que juega en una arenera.
Martínez le da una calada a un cigarrillo que está a punto de consumirse por completo y que sujeta entre su dedo gordo y el índice.
Cuando se va a abstraer por completo, mirando los coches que pasan por la avenida, vuelve a encarrilarse en su tren de pensamiento: “Todos improvisamos, nadie tiene claro nada y quién diga lo contrario está mintiendo.”, concluye respecto a las huevadas.
Ahora parece que el niño intenta construir la torre de un castillo, pero cuando retira sus manos la estructura se derrumba.
“Claro —piensa ahora—, la vida es bien cabrona desde que somos pequeños”.
Tose y el niño voltea a mirarlo. Le sostiene la mirada por un momento, y luego vuelve a la construcción de su castillo que ahora está en ruinas.
Martínez continúa con su arenga interna.
Imagina que tiene una multitud enfrente que vitorea cada una de sus frases.
“Todos, nadie se salva, como cualquier sistema GPS, nos la pasamos recalculando nuestra ruta, mientras tratamos de entender por qué ocurre lo que nos ocurre”.
Unos creen en eso de la buena y la mala suerte, y que lo que les pasa se debe a la una o la otra; otros se la pasan en busca de señales: el clima, una llamada, un pálpito, en fin, lo que sea, que les indique que deben tomar acción.
Su público imaginario aplaude, y mientras espera a que termine la ovación, Martínez se pone de pie y abandona el parque. Cuando llega al andén continua con su discurso:
“Muy pocos entienden que nada tiene sentido y que solo existen hechos descarnados del significado que nos empeñamos en darles.
“Todos, nadie se salva, como cualquier sistema GPS, nos la pasamos recalculando nuestra ruta, mientras tratamos de entender por qué ocurre lo que nos ocurre”.
Unos creen en eso de la buena y la mala suerte, y que lo que les pasa se debe a la una o la otra; otros se la pasan en busca de señales: el clima, una llamada, un pálpito, en fin, lo que sea, que les indique que deben tomar acción.
Su público imaginario aplaude, y mientras espera a que termine la ovación, Martínez se pone de pie y abandona el parque. Cuando llega al andén continua con su discurso:
“Muy pocos entienden que nada tiene sentido y que solo existen hechos descarnados del significado que nos empeñamos en darles.
Y ahí, metido en su mente, se baja de la tarima. Ya debe entrar al trabajo.
miércoles, 9 de febrero de 2022
Lobotomía
La palabra llega a mi cabeza porque hace parte de la letra de una canción. ¿De qué grupo? No recuerdo. Quizá sea Guns and Roses. Hay veces que la información de mi cerebro parece estar perfectamente ordenada y el hipocampo, aquella área encargada de generar los recuerdos, actúa a modo de bibliotecario y me los facilita para que los pueda revisar.
Otras veces, como ahora, los archivos están descuadernados y las fechas, imágenes, los datos, la información basura y la útil se mezclan hasta conformar una especie de masa compacta, que si se espicha por los lados comienza a desmoronarse.
Que miedo el deterioro del cerebro, en fin.
Imagino que si Hablo de esto, es debido a la hora.
Hace un rato terminé de redactar un texto, y luego de ponerle el punto final, me acordé, aparte de la palabra lobotomía, de que no había escrito para Almojábana.
Después de almuerzo intenté pensar en algún tema y no se me ocurrió nada. Después me eché en la cama para descansar 15 minutos, y luego, cuando encontré fuerzas suficientes para ponerme de pie, me ocupé de inmediato.
Les decía que debe ser la hora, es decir, me imagino que después de las 10 de la noche, el cerebro ya se está enfocado en dormir, y entonces, para tener descanso altera, a su antojo, sus fibras nerviosas.
Por eso dar con un tema sobre el cual escribir cuesta más y uno resulta escribiendo cosas de este estilo.
A la larga, todos los estímulos que recibimos a lo largo del día, los millones de mensajes que quieren alterar nuestra conducta, son una especie de lobotomía digital, que poco a poco nos va machacando el cerebro sin que nos demos cuenta.
Otras veces, como ahora, los archivos están descuadernados y las fechas, imágenes, los datos, la información basura y la útil se mezclan hasta conformar una especie de masa compacta, que si se espicha por los lados comienza a desmoronarse.
Que miedo el deterioro del cerebro, en fin.
Imagino que si Hablo de esto, es debido a la hora.
Hace un rato terminé de redactar un texto, y luego de ponerle el punto final, me acordé, aparte de la palabra lobotomía, de que no había escrito para Almojábana.
Después de almuerzo intenté pensar en algún tema y no se me ocurrió nada. Después me eché en la cama para descansar 15 minutos, y luego, cuando encontré fuerzas suficientes para ponerme de pie, me ocupé de inmediato.
Les decía que debe ser la hora, es decir, me imagino que después de las 10 de la noche, el cerebro ya se está enfocado en dormir, y entonces, para tener descanso altera, a su antojo, sus fibras nerviosas.
Por eso dar con un tema sobre el cual escribir cuesta más y uno resulta escribiendo cosas de este estilo.
A la larga, todos los estímulos que recibimos a lo largo del día, los millones de mensajes que quieren alterar nuestra conducta, son una especie de lobotomía digital, que poco a poco nos va machacando el cerebro sin que nos demos cuenta.
martes, 8 de febrero de 2022
Incapacidad para leer
Abandono la lectura de una novela.
Llevaba más de 100 páginas, pero me estaba costando conectarme. Sentí que hablaba sobre muchas cosas, pero que la historia no iba para ningún lado.
Pensé que si le daba más tiempo me iba a enganchar, pero no fue así. Imagino que este momento de vida no es el indicado para leerla y que volveré a su lectura cuando la vida así lo quiera: Romanticismo chimbo de lector, en fin.
La vida es muy corta para leer de forma forzada. Frank Zappa lo dejó claro: So many books so Little time.
De pronto es que el libro no me gusto y ya está. No hay nada malo en eso, así la crítica lo elogie o les guste a millones de personas.
Paso el mal trago de lectura, pero aún siento necesidad de consumir ficción, así que comienzo otra novela de inmediato, pero pasadas unas pocas páginas, no más de 10, me detengo, porque tampoco me convence.
Siento una ligera ansiedad al pensar si no estoy desperdiciando mi tiempo de lectura, mientras en algún lugar se encuentra otra obra que me va a cautivar por completo.
"¿Será el inicio de una temporada de no lectura?”, me pregunto.
Luego Me debato entre leer, mirar el celular o prender el televisor.
Me decido por la primera y escojo La Tentación del Fracaso, los diarios de Julio Ramón Ribeyro.
Leo con calma, sin atragantarme con las palabras, sin afanes, como se debe leer, pienso.
La forma en que narra la cotidianidad, y los análisis que hace de la vida me parecen sinceros, sin ínfulas de intelectual y me tranquilizan.
Pienso que todas las personas los deberían leer, junto con los de Anaïs Nin, otra gran joya del mundo de los diarios.
lunes, 7 de febrero de 2022
Estar rodeado de pájaros
Caigo en un documental sobre la vida de Gabriel García Márquez, en el que entrevistan a varios de sus amigos, o a personas que por una u otra razón lo conocieron, como un peluquero en México o el arquitecto que diseño su estudio y biblioteca.
El programa iba relatando la vida del escritor y lo que le gustaba hacer. Cuenta el arquitecto, que luego se convirtió en un gran amigo, que le gustaba la forma en que Márquez observaba la vida.
Cuando lo contrató, le decía, por ejemplo, que se había pasado todo el día, observando a un obrero que siempre llevaba audífono puestos.
Al principio esos obreros se sentían algo intimidados de verlo revolotear mientras trabajaban, pero después de un tiempo le perdieron el miedo, y comenzaron a llevar libros de él para que se los dedicará a sus amigos y familiares.
Uno de los apartes que más me llamo la atención fue uno que titularon: “Los amigos de antes y los de después”, haciendo referencia a quienes lo conocieron antes de que ganara el premio nobel.
Una mujer canosa salió hablando y decía que ella fue una de las amigas de antes, y cuándo le preguntaron que como recordaba al escritor, sonrío ampliamente y dijo “Decía cosas llenas de alegría, como si estuviera rodeado de pájaros”.
Más adelante la mujer volvió a salir y dijo que una de las novelas que más le había gustado, por lo triste, era El coronel no tiene quien le escriba. “Por lo general me gustan las cosas tristes”, concluyó.
jueves, 3 de febrero de 2022
Entre el suspiró y el deseó
Escribo una historia en inglés a toda máquina, bajo la premisa de desparramar, que buena palabra esa, todas las letras en la pantalla, sin guardarme nada, para luego editarlas. Ese es uno de los consejos que dan para escribir, hacerlo de chorro, hasta vaciarse de palabras. Esta vez le hago caso.
Tiempo después, cuando me pongo a corregir lo que escribí, me encuentro con esta frase
He sihed, as he read sometime, for Allah to communicate with him directly.
No sé que es sihed, ni recuerdo que era lo que quería decir, El corrector de texto me sugiere la palabra sighed, suspiró.
Decido aceptar la sugerencia, aunque debo cambiar la frase para que tenga sentido
“Sí, el personaje—un hombre árabe que está a punto de hacer algo de lo que no está seguro— podría suspirar en ese momento, pues desea comunicarse con Allah”, pienso.
Imagino que hay veces en las que debemos actuar así, es decir, aceptar las sugerencias de la vida como vengan, sin pensarlo dos veces y luego, dependiendo de que tanto nos cambien el rumbo, mirar cómo editar nuestro caminao.
Sigo leyendo el resto del texto y cuando termino, me acuerdo de que la palabra que quería escribir en un principio era wished, deseó
Entonces borro el suspiró y escribo el deseó.
No fue mi caso, pero a veces eso tropiezos lingüísticos funcionan bien cuando se escribe, como le ocurrió a Juan Esteban Constaín mientras escribía El hombre que no fue jueves.
Tiempo después, cuando me pongo a corregir lo que escribí, me encuentro con esta frase
He sihed, as he read sometime, for Allah to communicate with him directly.
No sé que es sihed, ni recuerdo que era lo que quería decir, El corrector de texto me sugiere la palabra sighed, suspiró.
Decido aceptar la sugerencia, aunque debo cambiar la frase para que tenga sentido
“Sí, el personaje—un hombre árabe que está a punto de hacer algo de lo que no está seguro— podría suspirar en ese momento, pues desea comunicarse con Allah”, pienso.
Imagino que hay veces en las que debemos actuar así, es decir, aceptar las sugerencias de la vida como vengan, sin pensarlo dos veces y luego, dependiendo de que tanto nos cambien el rumbo, mirar cómo editar nuestro caminao.
Sigo leyendo el resto del texto y cuando termino, me acuerdo de que la palabra que quería escribir en un principio era wished, deseó
Entonces borro el suspiró y escribo el deseó.
No fue mi caso, pero a veces eso tropiezos lingüísticos funcionan bien cuando se escribe, como le ocurrió a Juan Esteban Constaín mientras escribía El hombre que no fue jueves.
El autor en vez de escribir agotados, tecleó ahotados, un adjetivo arcaico que quiere decir osado y atrevido y que encajaba perfecto para lo que quería decir.
miércoles, 2 de febrero de 2022
Simón y los astros
Entre mis habilidades que no sirven para nada, se encuentra la de quedarme despierto así este cansado.
En dichas ocasiones y para permanecer en el territorio de la vigilia, prendo el televisor, me pongo a mirar el celular o a leer.
Hace unos días me ocurrió eso, y opté por la primera opción. Empecé a canalear y caí en “Contacto Astral”, ese programa en el que las personas llaman a preguntar por su futuro y el vidente o presentador les dice qué es lo que les va a pasar y qué acciones deben tomar.
El hombre dice llamarse Simón y la frase para los que caemos en su transmisión es: “Hola, soy Simón y los astros”.
Luego dice “La felicidad, el amor y tu pareja ideal tocan a tu puerta”.
Le bajo el volumen al televisor, y guardo silencio, pero no escucho ningún llamado. Simón no especifica cuál puerta, si la del cuarto o la de la casa.
De pronto sería bueno que diera un rango de fechas en las que ese glorioso evento puede ocurrir; así uno está atento para no dejar pasar la oportunidad. La vida, creo, muchas veces se trata de eso, de no dejar pasar las oportunidades, en fin.
A simón le entra la llamada de una mujer que le pregunta por su vida sentimental y cómo mejorarla. Después de escucharla, parece que los astros le dictan telepáticamente lo que tiene que responder porque, casi de inmediato, contesta lo siguiente: “Debes hacerte una infusión de romero, inojo y tomino, luego te bañas un Domingo y lees el salmo 91.
Luego le dice que prenda un velón negro de sal porque acelera los procesos, y algo de que la parafina purifica los estados energéticos. Además, le indica que debe atar el manojo de romero con un hilo rojo, pues eso le ayuda a que se vuelva receptiva al dinero.
Me asombra como Simón y los astros sabe qué es lo que debe hacer la mujer, con tan solo escuchar su voz por teléfono.
Simón acaba la llamada y pasan un comercial en donde una voz pregunta: “¿Sientes que tu pareja te engaña?…Nosotros te encontramos a tu alma gemela”, concluye.
Apagó el televisor para dejar a Simón con sus astros dondequiera que este.
martes, 1 de febrero de 2022
Correr
Correr era sinónimo de estar en el Colegio.
Si mi memoria no me falla, teníamos dos descansos por día. El primero duraba quince minutos. ¿Qué puede hacer uno en quince minutos? Yo que sé, comer algo e ir al baño si acaso.
Como era tan corto, y si uno no tenía nada para picar, tocaba salir corriendo a la cafetería para agarrar un buen puesto en la cola antes de que se hiciera interminable, pero siempre estaban los desgraciados deportistas que corrían más que uno, entonces el chance de quedar en un buen puesto, dependía de que alguno de ellos se destutanara a mitad de camino.
El segundo, el “largo”, duraba 30 minutos. Ese servía para echarse cotejos de micro, por ejemplo, o para tener tiempo de hacer fila en la cafetería y comprarse algo, si en el primero no se había tenido la oportunidad de hacerlo.
Pero también tocaba correr porque había que pelearse las canchas de fútbol, de microfútbol, las de basquet, voleibol o las mesas de ping-pong, pues los que las cogían eran los que mandaban, los que armaban los equipos para jugar lo que fuera. Eran casi igual de importantes al dueño del balón, ese personaje al que tocaba preguntarle si uno podía jugar.
Yo, bien gordito en ese entonces, no tenía chance de competir o reclamar alguna cancha, así que debía esperar a que alguien de mi curso obtuviera alguna y que luego, armando los equipos, me escogieran. Siempre me ponían de defensa. Era bueno en esa posición.
Tampoco recuerdo qué hacía cuando no jugaba nada porque todas las canchas estaban ocupadas y ninguno de mis amigos había conseguido una.
Me imagino que me gastaba la plata que me quedaba en cualquier cosa barata, como los churros, esas bombas calóricas; de resto caminar por ahí sin rumbo alguno y ver si de pronto podía raspar participación en algún cotejo futbolero.