El cielo está despejado y un sol picante cuelga de él. Al clima lo acompaña una brisa tenue, que a veces toma fuerza, pero como que se arrepiente y al final no abandona su estado inicial.
La mujer está sola sentada en la banca de un parque y se concentra en darle lengüetazos a un cono de helado de dos bolas: la superior es roja y la de abajo verde. Por los costados les escurre una salsa roja que, al parecer, es de mora.
Yo, ese narrador en tercera persona podría aventurarme a contarles cualquier cosa sobre la mujer, qué sé yo, podría especular e inventarme una razón tras otra de por qué se encuentra sola, como esas fotos que publican en internet, con personas que comen algo sin compañía alguna y le insertan cualquier frase barata, con tintes motivacionales, a la imagen.
Tal vez podría concentrarme en describir su apariencia física: si es gorda, flaca, cómo tiene su pelo, la ropa que lleva puesta, el lunar que tiene en el mentón, pero a veces, como dice Elvira Lindo, esas descripciones físicas impacientan al narrador.
Podría incluso darle un nombre, decirles que se llama Carolina y que su novio la dejó por otra, pero ella todavía no lo sabe porque él le dijo que tenía que viajar por trabajo. Por eso salió a comerse un helado sola.
Pero es que uno nunca debe confiarse de los narradores, porque inventan muchas cosas, más si son omniscientes, esos dioses que lo ven y saben todo. Entonces, aparte de conocer hasta el más mínimo detalle de vida de la mujer que come helado, también conoceríamos sus pensamientos, lo que sea que alguien piensa cuando le da un lengüetazo a una bola de helado y cierra los ojos como para apreciar más el sabor.
También podría hacer uso de figuras narrativas, de esas que uno lee y siente que calan produndo, porque al afectan las asociaciones individuales de cada lector y transforman las experiencias que ha vivido.
Podría hacer eso, pero hoy solo quiero contarles que, en un instante del tiempo, una mujer estaba sentada en la banca de un parque dándole lengüetazos a un helado.
Aunque no parezca esa simple acción narrativa puede ser más importante que mil páginas que hablen en detalle sobre ella y su vida.
martes, 31 de mayo de 2022
jueves, 26 de mayo de 2022
De notas y otras cosas
Cuando se me ocurre alguna idea que considero digna de ser escrita la trato de anotar en una libreta que orbita por diferentes zonas de mi cuarto o en la aplicación de notas del celular. Otras veces, pocas, la verdad, me envío un email, pero suelo olvidar esas ideas y al final se pierden en la bandeja de entrada.
Hay unas notas fijas como la que lleva el título LIBROS, en la que anoto títulos que leo en alguna noticia o que escuchó por ahí, o esos de los que me antojo cuando entro a una librería a practicar el fino y placentero arte de hojear libros. De esa nota me llaman la atención dos: La “M” de las moscas e Hijos del fútbol. Me hace falta anotar “El cuerpo del fugitivo”, que me recomendó D. ayer. A pesar de que no soy muy fan de la poesía, el poema que me mostró no podía ser más preciso.
Otra nota fija es SERIES Y PELÍCULAS. Hace rato que no me enganchó con ninguna serie. La última que me vi fue The Flight Attendant y me gustó. De resto he empezado varias pero las abandono a los pocos capítulos. A inicios de este año empecé a ver This is Us, y los primeros capítulos me gustaron porque están llenos de significado, pero luego de un par de temporadas me aburrió tanto drama.
Otras notas hacen parte de lo que yo llamo “Sabiduría urbana”, es decir, frases que escucho cuando voy por la calle o estoy en algún lugar. Las anoto porque considero que tienen carne narrativa, que hay una idea poderosa que las sustenta y que es mi deber intentar descifrarla con unas cuantas palabras. De este tipo tengo la siguiente nota que tomé en un banco, mientras esperaba que me atendieran en la caja: “Recuerde que uno no debe ser fiador ni de la mamá”, le dijo uno de los funcionarios a un hombre que llevaba una cachucha y jeans rotos y que, al perecer, había sido víctima de un fraude.
Tengo también algunos escritos dejados a medio camino como la nota “Cosa”, en donde pienso defender el uso de esa palabra que tanto se odia. Una vez vi un video en Instagram de una coach de escritores que le echaba tierra a esa palabra y decía algo como “no es literaria y bla bla bla bla”. A mí ese cuentico de la alta literatura me sabe a cacho y creo que todas las palabras se pueden utilizar, solo que se debe saber cómo hacerlo, y ahí está el verdadero dilema del asunto, en fin.
Hay otras notas que son un completo enigma. Por ejemplo, ¿quién me puede decir para qué anoté “Organocatálisis asimétrica” y no escribí nada en la nota?
De todas la que más me llama la atención es una que dice lo siguiente: “6,8,9,4,3,2 son los números con los que sueño”. Me viene a la mente una imagen en la que justo después de despertarme hago esa anotación, pero puede ser que solo me esté sugestionando con ella. ¿Qué hago con esos números? ¿Jugar a la lotería? ¿Marcar un número de teléfono?, ¿Qué?. A manera de superstición la voy a dejar ahí. De pronto fue, como les comenté ayer, un mensaje de mi subconsciente. Agradecería que, para ocasiones futuras, no me envíe mensajes cifrados.
Hay unas notas fijas como la que lleva el título LIBROS, en la que anoto títulos que leo en alguna noticia o que escuchó por ahí, o esos de los que me antojo cuando entro a una librería a practicar el fino y placentero arte de hojear libros. De esa nota me llaman la atención dos: La “M” de las moscas e Hijos del fútbol. Me hace falta anotar “El cuerpo del fugitivo”, que me recomendó D. ayer. A pesar de que no soy muy fan de la poesía, el poema que me mostró no podía ser más preciso.
Otra nota fija es SERIES Y PELÍCULAS. Hace rato que no me enganchó con ninguna serie. La última que me vi fue The Flight Attendant y me gustó. De resto he empezado varias pero las abandono a los pocos capítulos. A inicios de este año empecé a ver This is Us, y los primeros capítulos me gustaron porque están llenos de significado, pero luego de un par de temporadas me aburrió tanto drama.
Otras notas hacen parte de lo que yo llamo “Sabiduría urbana”, es decir, frases que escucho cuando voy por la calle o estoy en algún lugar. Las anoto porque considero que tienen carne narrativa, que hay una idea poderosa que las sustenta y que es mi deber intentar descifrarla con unas cuantas palabras. De este tipo tengo la siguiente nota que tomé en un banco, mientras esperaba que me atendieran en la caja: “Recuerde que uno no debe ser fiador ni de la mamá”, le dijo uno de los funcionarios a un hombre que llevaba una cachucha y jeans rotos y que, al perecer, había sido víctima de un fraude.
Tengo también algunos escritos dejados a medio camino como la nota “Cosa”, en donde pienso defender el uso de esa palabra que tanto se odia. Una vez vi un video en Instagram de una coach de escritores que le echaba tierra a esa palabra y decía algo como “no es literaria y bla bla bla bla”. A mí ese cuentico de la alta literatura me sabe a cacho y creo que todas las palabras se pueden utilizar, solo que se debe saber cómo hacerlo, y ahí está el verdadero dilema del asunto, en fin.
Hay otras notas que son un completo enigma. Por ejemplo, ¿quién me puede decir para qué anoté “Organocatálisis asimétrica” y no escribí nada en la nota?
De todas la que más me llama la atención es una que dice lo siguiente: “6,8,9,4,3,2 son los números con los que sueño”. Me viene a la mente una imagen en la que justo después de despertarme hago esa anotación, pero puede ser que solo me esté sugestionando con ella. ¿Qué hago con esos números? ¿Jugar a la lotería? ¿Marcar un número de teléfono?, ¿Qué?. A manera de superstición la voy a dejar ahí. De pronto fue, como les comenté ayer, un mensaje de mi subconsciente. Agradecería que, para ocasiones futuras, no me envíe mensajes cifrados.
miércoles, 25 de mayo de 2022
El subconsciente como amigo
Vuelvo y me repito: Me acabo de sentar y no tengo idea sobre qué escribir. En algún momento del día pensé: “Voy a buscar a algún tema al cual le pueda arrancar unas cuantas palabras, pero al final no lo hice.
Hoy, más bien, hice poco, pero pues así son las cosas. Hay días de días, unos en los que somos unas máquinas y el tiempo rinde y no parece faltar, sino más bien lo contrario, y otros en los que levantarse de la cama puede considerarse uno de los logros más grandes, junto con mirar pal techo, una actividad que creo dominar bien. Igual no importa, nada está bien o mal, son solo estados y ya está.
Si de algo me puedo sentir orgulloso hoy, es de la escaleta que preparé para una historia corta que pienso escribir. Y es que yo si necesito algo de dirección al momento de hacerlo. Si arranco a escribir a la loca, llega un momento en que me aburro o no sé qué voy a decir, y dejo la historia tirada, y como alguna vez le escuché decir a Ricardo Silva: “El mundo ya tiene suficientes primeros capítulos, páginas, párrafos, de historias sin terminar”
Envidio esos escritores como Rosa Montero, Anaïs Nin o Isabel Allende, que son capaces de conectarse con el subconsciente y no tienen necesidad alguna de planear sus historias. Cornac MacCarthy dijo en una de las pocas entrevistas que ha dado, que lo mismo que le dice a él que debe escribir es lo mismo que le dice cuando debe dejar de hacerlo.
Se refiere, claro, al subconsciente, y afirma que es como una entidad independiente de nuestro yo, que no podemos evitar, y que incluso es más viejo que el lenguaje; por eso se siente más cómodo creando dramas y contándonos cosas.
Hoy, más bien, hice poco, pero pues así son las cosas. Hay días de días, unos en los que somos unas máquinas y el tiempo rinde y no parece faltar, sino más bien lo contrario, y otros en los que levantarse de la cama puede considerarse uno de los logros más grandes, junto con mirar pal techo, una actividad que creo dominar bien. Igual no importa, nada está bien o mal, son solo estados y ya está.
Si de algo me puedo sentir orgulloso hoy, es de la escaleta que preparé para una historia corta que pienso escribir. Y es que yo si necesito algo de dirección al momento de hacerlo. Si arranco a escribir a la loca, llega un momento en que me aburro o no sé qué voy a decir, y dejo la historia tirada, y como alguna vez le escuché decir a Ricardo Silva: “El mundo ya tiene suficientes primeros capítulos, páginas, párrafos, de historias sin terminar”
Envidio esos escritores como Rosa Montero, Anaïs Nin o Isabel Allende, que son capaces de conectarse con el subconsciente y no tienen necesidad alguna de planear sus historias. Cornac MacCarthy dijo en una de las pocas entrevistas que ha dado, que lo mismo que le dice a él que debe escribir es lo mismo que le dice cuando debe dejar de hacerlo.
Se refiere, claro, al subconsciente, y afirma que es como una entidad independiente de nuestro yo, que no podemos evitar, y que incluso es más viejo que el lenguaje; por eso se siente más cómodo creando dramas y contándonos cosas.
martes, 24 de mayo de 2022
Show de reggaeton fallido
Tengo una cita con una optómetra. Salgo del apartamento, justo sobre el tiempo, a esperar el taxi que pedí. A los pocos minutos aparece. Apenas me subo el conductor pregunta: “¿Don Juan?” por un segundo me siento importante por aquello del Don, pero concluyo que es una pendejada ese calificativo protocolar. Recuerdo que al papá de una amiga varias personas le decían así, porque era un hombre malencarado al que todos parecían tenerle miedo, pero la vredad de Don tenía más bien poco, en fin.
Reviso si llevo lo necesario para mi cita: las gafas, el lente de contacto izquierdo (en singular porque ayer se me cayó el derecho al piso, sin darme cuenta lo pisé y lo volví mierda), mi celular y la billetera.
“¿y el Kindle?”, me pregunto después de andar una cuadra. Lo olvidé, salí de afán, apenas terminé de terminar de escribir un email, y no se me pasó por la cabeza.
Durante el trayecto, el taxista se despachó una perorata sobre el clima político del país, a la que solo respondía con: mmmm, ajá, veo , ya. Solo deseaba que dejará de hablar de una vez por todas, pero cuando dejaba de decir algo, solo lo hacía para tomar aire, y entonces comenzaba a quejarse del tráfico, de las vías, de lo que fuera.
Más tarde somos 6 los que estamos en la sala de espera: 4 mujeres y 2 hombres. Todos estamos pegados a nuestras pantallas de los celulares, ¿qué podemos hacer? Llámenos básicos, alienados, lo que quieran, pero así somos. Ese aparatico se nos incrustó en la vida como un apéndice.
A mi lado derecho, separado por una silla que tiene un papel pegado que dice en letras mayúsculas grandes FUERA DE SERVICIO, está una mujer no se cansa de mover uno de sus pies frenéticamente. A veces hace que toda la hilera de sillas se mueva a causa de su tembladera.
"¿Se puede quedar quieta?", pienso decirle, pero fiel, como ya lo saben, a mi política de no hablar con extraños para que el curso de la vida no se despiporre más de lo normal, la dejo ser.
Atrás un hombre lleva puestos unos audífonos, tenis blancos, sin medias a la vista, jeans azules, camisa blanca, gafas oscuras y un sombrero negro de copa ancha. Una cadena gris le cuelga de su cuello y tiene anillos en ambas manos. Parece salido de un video de regaetton. Pienso que en cualquier momento se va a parar a cantar y bailar.
"Héctor Montaño" dice fuerte un médico desde su consultorio y nos priva a mí y las mujeres que me acompañan del show, pues y el reggaetonero se pone de pie.
Al poco tiempo la doctora me llama. Apenas me pongo de pie miro a mis compañeras de espera siguen con la mirada clavada en las pantallas de su celular, parece que no hay show que las distraiga.
Reviso si llevo lo necesario para mi cita: las gafas, el lente de contacto izquierdo (en singular porque ayer se me cayó el derecho al piso, sin darme cuenta lo pisé y lo volví mierda), mi celular y la billetera.
“¿y el Kindle?”, me pregunto después de andar una cuadra. Lo olvidé, salí de afán, apenas terminé de terminar de escribir un email, y no se me pasó por la cabeza.
Durante el trayecto, el taxista se despachó una perorata sobre el clima político del país, a la que solo respondía con: mmmm, ajá, veo , ya. Solo deseaba que dejará de hablar de una vez por todas, pero cuando dejaba de decir algo, solo lo hacía para tomar aire, y entonces comenzaba a quejarse del tráfico, de las vías, de lo que fuera.
Más tarde somos 6 los que estamos en la sala de espera: 4 mujeres y 2 hombres. Todos estamos pegados a nuestras pantallas de los celulares, ¿qué podemos hacer? Llámenos básicos, alienados, lo que quieran, pero así somos. Ese aparatico se nos incrustó en la vida como un apéndice.
A mi lado derecho, separado por una silla que tiene un papel pegado que dice en letras mayúsculas grandes FUERA DE SERVICIO, está una mujer no se cansa de mover uno de sus pies frenéticamente. A veces hace que toda la hilera de sillas se mueva a causa de su tembladera.
"¿Se puede quedar quieta?", pienso decirle, pero fiel, como ya lo saben, a mi política de no hablar con extraños para que el curso de la vida no se despiporre más de lo normal, la dejo ser.
Atrás un hombre lleva puestos unos audífonos, tenis blancos, sin medias a la vista, jeans azules, camisa blanca, gafas oscuras y un sombrero negro de copa ancha. Una cadena gris le cuelga de su cuello y tiene anillos en ambas manos. Parece salido de un video de regaetton. Pienso que en cualquier momento se va a parar a cantar y bailar.
"Héctor Montaño" dice fuerte un médico desde su consultorio y nos priva a mí y las mujeres que me acompañan del show, pues y el reggaetonero se pone de pie.
Al poco tiempo la doctora me llama. Apenas me pongo de pie miro a mis compañeras de espera siguen con la mirada clavada en las pantallas de su celular, parece que no hay show que las distraiga.
lunes, 23 de mayo de 2022
Golpear una puerta
Al ver una película, hay momentos en que los espectadores, según lo que ocurra, se ven obligados a hacer un balance de lo que podría suceder a continuación. Suelen ser esas ocasiones en que uno se pregunta: “¿Qué carajos le va a pasar al personaje?”.
El autor Robert MacKee plantea lo siguiente en su libro Story: un guionista escribe una escena en la que un personaje se encuentra ante una puerta cerrada. La golpea y, pasados unos segundos, la puerta se abre amablemente para invitarlo a pasar.
El escritor concluye que esa es una escena que nunca verá la luz de la pantalla, pues se está desperdiciando una gran oportunidad para inyectarle tensión e incertidumbre a la historia, y eso es lo que nos mantiene pegados a un relato, pues la curiosidad es un sentimiento visceral que genera una placentera descarga de dopamina, y en donde haya grandes cantidades de esa hormona, ahí nos queremos quedar.
Imagino que esos principios básicos de escritura de guion se pueden aplicar a la vida. Todos los días se tocan puertas, pero esperar a que nos abran y nos inviten a pasar le resta intriga a la existencia. Sin embargo, eso es lo que la mayoría de veces deseamos, transitar por la vida sin ningún inconveniente.
Nos cuesta aceptar que la vida es puro caos y conflicto, y que siempre está lista para hacernos zancadilla en cualquier momento. Como dice Rosa Montero: “La realidad es caótica, la vida es un susto, no controlamos nada de lo que nos sucede". Pero eso, creo, no debería preocuparnos tanto, pues está claro que sin conflicto no hay historia.
Acerca de nuestro repudio a los inconvenientes, MacKee también dice algo en su libro: Los cambios significativos en la situación de la vida de un personaje se logran por medio del conflicto.
El autor Robert MacKee plantea lo siguiente en su libro Story: un guionista escribe una escena en la que un personaje se encuentra ante una puerta cerrada. La golpea y, pasados unos segundos, la puerta se abre amablemente para invitarlo a pasar.
El escritor concluye que esa es una escena que nunca verá la luz de la pantalla, pues se está desperdiciando una gran oportunidad para inyectarle tensión e incertidumbre a la historia, y eso es lo que nos mantiene pegados a un relato, pues la curiosidad es un sentimiento visceral que genera una placentera descarga de dopamina, y en donde haya grandes cantidades de esa hormona, ahí nos queremos quedar.
Imagino que esos principios básicos de escritura de guion se pueden aplicar a la vida. Todos los días se tocan puertas, pero esperar a que nos abran y nos inviten a pasar le resta intriga a la existencia. Sin embargo, eso es lo que la mayoría de veces deseamos, transitar por la vida sin ningún inconveniente.
Nos cuesta aceptar que la vida es puro caos y conflicto, y que siempre está lista para hacernos zancadilla en cualquier momento. Como dice Rosa Montero: “La realidad es caótica, la vida es un susto, no controlamos nada de lo que nos sucede". Pero eso, creo, no debería preocuparnos tanto, pues está claro que sin conflicto no hay historia.
Acerca de nuestro repudio a los inconvenientes, MacKee también dice algo en su libro: Los cambios significativos en la situación de la vida de un personaje se logran por medio del conflicto.
viernes, 20 de mayo de 2022
Rakija
Minutos antes de que todo ocurra Valmir ve cómo la mujer se dirige hacia la barra. Antes de sentarse y con un par de movimientos elegantes, como de serpiente, se quita el abrigo negro que lleva puesto. Lleva un vestido rojo ceñido y de tiras, que le deja la espalda descubierta. Desde que atravesó la puerta del Liquid Café Bar, Valmir no le ha quitado los ojos de encima.
Está sentado en una mesa esquinera, y le da sorbos a un vaso de Rakija, tratando de no hacer gestos cuando el líquido se desliza por su cuello y le quema la garganta. Ahí tiene a la mujer de perfil.
Ella lleva puestos unos zapatos de tacón del mismo color del vestido. Cuando comenzó a caminar moviendo las caderas de un lado al otro, Valmir se imaginó el sonido de los tacones contra el piso de madera del lugar. Todo fue como un espejismo sonoro, pues la música, Jazz experimental, estaba a todo volumen.
La mujer pide un bourbon y se lo sirven en un vaso de rabo ancho. Desde el lugar en el que está, Valmir no tiene forma de distinguir qué trago es, pero ese es el dato que le habían dado, así la habían perfilado.
La mujer Comienza a darle sorbos concentrada en quién sabe en qué asuntos. Al verla sola un hombre se acerca a la barra, y se inclina para decirle algo al oído. La mujer le responde al instante, y el hombre se retira apenado.
De los parlantes del lugar comienza a salir Animal Chin de Jaga Jazzist. Hace unos días Valmir no tenía idea alguna de ese grupo, pero ha escuchado esa canción cientos de veces, para saber el momento en que debe actuar, esa es la señal le habían dicho.
Una mujer, que por su voz espesa Valmir imagina negra, entona unas notas sucesivas que forman un adorno sobre la vocal a, cuando por fin termina una trompeta entra en escena y luego viene un estruendo de instrumentos como si el grupo estuviera conformado por 100 músicos.
Por el rabillo del ojo, Valmir ve cómo los dedos de la mujer tamborilean el vaso de vidrio, y le ocurre lo mismo que con los tacones, escucha el tintineo que producen sus uñas.
Luego el estruendo, y dos fogonazos que iluminan por un segundo el lugar. No se sabe quién de los dos disparó primero.
Está sentado en una mesa esquinera, y le da sorbos a un vaso de Rakija, tratando de no hacer gestos cuando el líquido se desliza por su cuello y le quema la garganta. Ahí tiene a la mujer de perfil.
Ella lleva puestos unos zapatos de tacón del mismo color del vestido. Cuando comenzó a caminar moviendo las caderas de un lado al otro, Valmir se imaginó el sonido de los tacones contra el piso de madera del lugar. Todo fue como un espejismo sonoro, pues la música, Jazz experimental, estaba a todo volumen.
La mujer pide un bourbon y se lo sirven en un vaso de rabo ancho. Desde el lugar en el que está, Valmir no tiene forma de distinguir qué trago es, pero ese es el dato que le habían dado, así la habían perfilado.
La mujer Comienza a darle sorbos concentrada en quién sabe en qué asuntos. Al verla sola un hombre se acerca a la barra, y se inclina para decirle algo al oído. La mujer le responde al instante, y el hombre se retira apenado.
De los parlantes del lugar comienza a salir Animal Chin de Jaga Jazzist. Hace unos días Valmir no tenía idea alguna de ese grupo, pero ha escuchado esa canción cientos de veces, para saber el momento en que debe actuar, esa es la señal le habían dicho.
Una mujer, que por su voz espesa Valmir imagina negra, entona unas notas sucesivas que forman un adorno sobre la vocal a, cuando por fin termina una trompeta entra en escena y luego viene un estruendo de instrumentos como si el grupo estuviera conformado por 100 músicos.
Por el rabillo del ojo, Valmir ve cómo los dedos de la mujer tamborilean el vaso de vidrio, y le ocurre lo mismo que con los tacones, escucha el tintineo que producen sus uñas.
Luego el estruendo, y dos fogonazos que iluminan por un segundo el lugar. No se sabe quién de los dos disparó primero.
jueves, 19 de mayo de 2022
Ideas del olvido
Me siento en el escritorio, se me viene a la cabeza una melodía de una canción de Pearl Jam, y toco batería aérea por unos segundos. Luego, cuando pierdo el ritmo, miro para todo lado a ver si algo dispara una idea en mi cabeza para escribir, o si de pronto un recuerdo se asoma a la superficie de mi consciencia.
No pasa nada.
Me da algo de rabia mi incapacidad para generar ideas. “pues no escribo nada, ¿y qué?” pienso, y cuando estoy a punto de ponerme de pie, mis ojos caen sobre el libro de la risa y el olvido de Milan Kundera, que no tengo idea cómo llegó a mi biblioteca.
De ese autor solo he leído La Insoportable Levedad del Ser cuando estaba en el colegio y ya no recuerdo nada. Esa fue una época de lecturas tristes, podría decirse, porque todavía no le había encontrado el gusto a la lectura y entonces lo hacía más por obligación que por placer.
Hace pocos días J. me contó que ese era uno de sus libros favoritos. De pronto la vida me está diciendo que hay algo que debo aprender con ese autor y que sería bueno darle un vistazo a su obra.
Kundera, me parece, es bueno para poner títulos. Tomo el libro que apareció como por arte de magia o que de pronto alguien me regalo, pero ya no lo recuerdo; el olvido nos va acabando. Lo inspecciono y me doy cuenta de que tiene algo entre sus páginas. Resulta ser un portavasos de una cerveza alemana, que por uno de sus lados dice: “Todo era mejor antes. Con nosotros todo es como antes”, y ´por el otro concluye: “Esto queda entre nosotros.”
Eso de que todo era mejor antes ya sabe a cliché y, si no estoy mal, hace un par de año un autor escribió un libro o un ensayo en el que refutaba esa idea con datos y estadísticas precisas.
Pero mejor sigamos hablando del libro de Kundera que apareció en mi cuarto. Puede ser que su exdueño(a) haya utilizado el portavasos para marcar el lugar en el que iba; cualquier cosa es mejor que doblarle la punta a una de las páginas.
En este punto, pienso, debería llegar a una conclusión que conecte estas ideas sueltas de las que he hablado, pero la verdad es que no se me ocurre nada. Lo único que sé es que solo quería escribir algo, lo que fuera, y esto fue lo que salió.
Espero que a alguien le sirva, y si no, pues no pasa nada, supongo que esas palabras que se desperdician en textos sin mucho sentido, van abriéndole camino a otras que en algún momento florecerán del inconsciente para contar una historia repleta de significado.
No pasa nada.
Me da algo de rabia mi incapacidad para generar ideas. “pues no escribo nada, ¿y qué?” pienso, y cuando estoy a punto de ponerme de pie, mis ojos caen sobre el libro de la risa y el olvido de Milan Kundera, que no tengo idea cómo llegó a mi biblioteca.
De ese autor solo he leído La Insoportable Levedad del Ser cuando estaba en el colegio y ya no recuerdo nada. Esa fue una época de lecturas tristes, podría decirse, porque todavía no le había encontrado el gusto a la lectura y entonces lo hacía más por obligación que por placer.
Hace pocos días J. me contó que ese era uno de sus libros favoritos. De pronto la vida me está diciendo que hay algo que debo aprender con ese autor y que sería bueno darle un vistazo a su obra.
Kundera, me parece, es bueno para poner títulos. Tomo el libro que apareció como por arte de magia o que de pronto alguien me regalo, pero ya no lo recuerdo; el olvido nos va acabando. Lo inspecciono y me doy cuenta de que tiene algo entre sus páginas. Resulta ser un portavasos de una cerveza alemana, que por uno de sus lados dice: “Todo era mejor antes. Con nosotros todo es como antes”, y ´por el otro concluye: “Esto queda entre nosotros.”
Eso de que todo era mejor antes ya sabe a cliché y, si no estoy mal, hace un par de año un autor escribió un libro o un ensayo en el que refutaba esa idea con datos y estadísticas precisas.
Pero mejor sigamos hablando del libro de Kundera que apareció en mi cuarto. Puede ser que su exdueño(a) haya utilizado el portavasos para marcar el lugar en el que iba; cualquier cosa es mejor que doblarle la punta a una de las páginas.
En este punto, pienso, debería llegar a una conclusión que conecte estas ideas sueltas de las que he hablado, pero la verdad es que no se me ocurre nada. Lo único que sé es que solo quería escribir algo, lo que fuera, y esto fue lo que salió.
Espero que a alguien le sirva, y si no, pues no pasa nada, supongo que esas palabras que se desperdician en textos sin mucho sentido, van abriéndole camino a otras que en algún momento florecerán del inconsciente para contar una historia repleta de significado.
miércoles, 18 de mayo de 2022
La trastienda de la realidad
Falta media hora para las 4 de la tarde, hora en la que tengo una reunión. Tengo pensado, prepararme un café minutos antes y acompañarlo con algo. Tengo lo primero, pero carezco de lo segundo.
“Debería comprarse una dona de chocolate”, me dice mi yo.
“Pero es que me tocaría salir y que pereza, ¿no cree? Además, está lloviendo, respondo al instante.
“No busque excusas que ya a dejo de llover. Ahí verá, ya sabe que si no lo hace luego se va a arrepentir”
Que pereza tener la razón. Salgo a regañadientes a enfrentarme al frío, y del agua ya no debo preocuparme tanto, solo procurar no pisar ningún charco o alguna de esas baldosas acuáticas desencajadas que parecen almacenar litros del líquido.
Llego al lugar y antes de entrar pienso: “Fijo no hay de la dona que quiero. Debí haberme quedado en la casa”, pero al instante corto ese chorro de pensamientos que invocan a Murphy y miro la vitrina de las donas que está a mi derecha. Ahí está la dona de chocomaní que tanto quiero.
Hay un hombre en la caja que está a punto de pagar y la cajera le dice que son 65.000 pesos, “le va la madre si se lleva mi dona”, pienso, pero ya le habían empacado su pedido. Cuando es mi turno pago, tomo la bolsa con mi dona y me devuelvo al apartamento.
Parece que en lo que he narrado hasta el momento no ocurrió nada extraño, pero estoy seguro de que sí, que debajo de los eventos que transcurren en nuestro día a día, se agazapan grandes historias que esperan ser contadas y que nos volarían el cerebro.
Eso que llamamos realidad y que parece andar en orden, en verdad es puro caos disfrazado. Esa apariencia de tranquilidad nos hace poner la atención donde no debe ser y por eso se nos escapan conflictos que encierran buenas historias.
“Debería comprarse una dona de chocolate”, me dice mi yo.
“Pero es que me tocaría salir y que pereza, ¿no cree? Además, está lloviendo, respondo al instante.
“No busque excusas que ya a dejo de llover. Ahí verá, ya sabe que si no lo hace luego se va a arrepentir”
Que pereza tener la razón. Salgo a regañadientes a enfrentarme al frío, y del agua ya no debo preocuparme tanto, solo procurar no pisar ningún charco o alguna de esas baldosas acuáticas desencajadas que parecen almacenar litros del líquido.
Llego al lugar y antes de entrar pienso: “Fijo no hay de la dona que quiero. Debí haberme quedado en la casa”, pero al instante corto ese chorro de pensamientos que invocan a Murphy y miro la vitrina de las donas que está a mi derecha. Ahí está la dona de chocomaní que tanto quiero.
Hay un hombre en la caja que está a punto de pagar y la cajera le dice que son 65.000 pesos, “le va la madre si se lleva mi dona”, pienso, pero ya le habían empacado su pedido. Cuando es mi turno pago, tomo la bolsa con mi dona y me devuelvo al apartamento.
Parece que en lo que he narrado hasta el momento no ocurrió nada extraño, pero estoy seguro de que sí, que debajo de los eventos que transcurren en nuestro día a día, se agazapan grandes historias que esperan ser contadas y que nos volarían el cerebro.
Eso que llamamos realidad y que parece andar en orden, en verdad es puro caos disfrazado. Esa apariencia de tranquilidad nos hace poner la atención donde no debe ser y por eso se nos escapan conflictos que encierran buenas historias.
martes, 17 de mayo de 2022
Mal parqueado
Voy por la calle y presiento una algarabía, cómo un rumor de voces y expectativa que crece por algo que está sucedió o está a punto de ocurrir. La vida como siempre en la cuerda floja de la muerte. Veo gente arremolinada en un andén. ¿Acaso hay un muerto tendido en el piso?”, me pregunto. Mi mente, como siempre, tendiendo hacia a los escenarios más trágicos.
¿Qué es lo que pasa? A los pocos segundos caigo en cuenta: una grúa de planchón está engarzando un carro para llevárselo. Solo es eso, pero como somos chismosos por naturaleza ahí estamos, como esperando que todo se despiporre en menos de un segundo. Algunos pensarán: “pobre el dueño del carro que quién sabe dónde está”, mientras que otros dirán: “bien hecho, que chupe por no pagar un parqueadero”.
Veo a un cuidador de carros manoteando y alegando con el policía, trata de hacer su trabajo lo mejor que puede.
De repente aparece el dueño del carro, un hombre canoso que camina de afán con cara de preocupación. En ese momento dos hombres y una mujer pasan por mi lado. Los tres le dan lengüetazos furiosos a unas paletas y se nota que, desde metros atrás, venían analizando la escena, que a cada momento cuenta con más drama. Le mujer les dice a sus compañeros “Amiguito venga arreglamos”, pensando en la posible conversación que el dueño del carro ahora sostiene con el policía. Luego dejan de caminar y se ponen a mirar la escena como si estuvieran viendo una película.
Pasados unos minutos, las partes llegan a un acuerdo y desenganchan el carro. Los que nos habíamos identificados con el señor canoso sentimos alivio y los que no, imagino que algo de decepción.
Los tres oficinistas siguen dándole lengüetazos a sus paletas, pero ya cambiaron de tema de conversación. El cuidador de carros, pasa por mi lado y dice: “Es que a lo bien ellos saben que si no lleva más de media hora no se lo pueden llevar”, y la mujer de los aguacates mete la cucharada al instante: “Bueno, por lo menos solo le van a poner un parte”.
Sigo mi camino.
¿Qué es lo que pasa? A los pocos segundos caigo en cuenta: una grúa de planchón está engarzando un carro para llevárselo. Solo es eso, pero como somos chismosos por naturaleza ahí estamos, como esperando que todo se despiporre en menos de un segundo. Algunos pensarán: “pobre el dueño del carro que quién sabe dónde está”, mientras que otros dirán: “bien hecho, que chupe por no pagar un parqueadero”.
Veo a un cuidador de carros manoteando y alegando con el policía, trata de hacer su trabajo lo mejor que puede.
De repente aparece el dueño del carro, un hombre canoso que camina de afán con cara de preocupación. En ese momento dos hombres y una mujer pasan por mi lado. Los tres le dan lengüetazos furiosos a unas paletas y se nota que, desde metros atrás, venían analizando la escena, que a cada momento cuenta con más drama. Le mujer les dice a sus compañeros “Amiguito venga arreglamos”, pensando en la posible conversación que el dueño del carro ahora sostiene con el policía. Luego dejan de caminar y se ponen a mirar la escena como si estuvieran viendo una película.
Pasados unos minutos, las partes llegan a un acuerdo y desenganchan el carro. Los que nos habíamos identificados con el señor canoso sentimos alivio y los que no, imagino que algo de decepción.
Los tres oficinistas siguen dándole lengüetazos a sus paletas, pero ya cambiaron de tema de conversación. El cuidador de carros, pasa por mi lado y dice: “Es que a lo bien ellos saben que si no lleva más de media hora no se lo pueden llevar”, y la mujer de los aguacates mete la cucharada al instante: “Bueno, por lo menos solo le van a poner un parte”.
Sigo mi camino.
lunes, 16 de mayo de 2022
Contar ovejas
A Carlos Padilla le han dicho que si quiere calmar la mente o acallar sus pensamientos, lo único que tiene que hacer es respirar profundo.
El día, con sus afanes cotidianos, no le da tiempo para ser consciente de su ritmo respiratorio y solo cuando se acuesta por la noche, recuerda el consejo. “Ahora si voy a ponerle atención a mi respiración y me voy a relajar”, piensa cuando se va a dormir, pero apenas comienza a hacerlo, las ideas y recuerdos asaltan su cabeza y su concentración se va al carajo.
Le cuesta creer que ni siquiera puede gozar un momento de paz tumbado en su cama. Ahí está recostado, con la luz apagada, viendo como se reflejan en el techo las luces de los carros que pasan por la avenida.
“Voy a contar ovejas”, piensa. Los animales aparecen en su cabeza y decide que sean blancas y negras y que vayan intercaladas. Se imagina un campo verde bañado por un sol intenso, con pocos árboles y unas montañas de fondo. También hay trinos de pájaros, pero no alcanzan a salir en el encuadre de su imaginación.
Las ovejas van dando pequeños saltitos, hasta que Padilla las pierde de vista. Supone que son ovejas ocupadas que no pueden quedarse saltando en su mente, sino que deben repartir su tiempo entre varias personas que están a punto de dormirse.
Todo va bien hasta que otro personaje invade la escena. Es un hombre que lleva puesto un overol negro, barba poblada y empuña una escopeta. Cree no haberlo imaginado y lo vigila con cuidado.
De repente el hombre le apunta a una oveja blanca, y luego viene el estruendo del disparo ¡PUM!, la oveja cae al suelo. Sus compañeras de rebaño salen a correr despavoridas por el campo, mientras que el cazador dispara, recarga y vuelve a disparar. Lo hace muy rápido, se ve que es despiadado y tiene práctica.
El día, con sus afanes cotidianos, no le da tiempo para ser consciente de su ritmo respiratorio y solo cuando se acuesta por la noche, recuerda el consejo. “Ahora si voy a ponerle atención a mi respiración y me voy a relajar”, piensa cuando se va a dormir, pero apenas comienza a hacerlo, las ideas y recuerdos asaltan su cabeza y su concentración se va al carajo.
Le cuesta creer que ni siquiera puede gozar un momento de paz tumbado en su cama. Ahí está recostado, con la luz apagada, viendo como se reflejan en el techo las luces de los carros que pasan por la avenida.
“Voy a contar ovejas”, piensa. Los animales aparecen en su cabeza y decide que sean blancas y negras y que vayan intercaladas. Se imagina un campo verde bañado por un sol intenso, con pocos árboles y unas montañas de fondo. También hay trinos de pájaros, pero no alcanzan a salir en el encuadre de su imaginación.
Las ovejas van dando pequeños saltitos, hasta que Padilla las pierde de vista. Supone que son ovejas ocupadas que no pueden quedarse saltando en su mente, sino que deben repartir su tiempo entre varias personas que están a punto de dormirse.
Todo va bien hasta que otro personaje invade la escena. Es un hombre que lleva puesto un overol negro, barba poblada y empuña una escopeta. Cree no haberlo imaginado y lo vigila con cuidado.
De repente el hombre le apunta a una oveja blanca, y luego viene el estruendo del disparo ¡PUM!, la oveja cae al suelo. Sus compañeras de rebaño salen a correr despavoridas por el campo, mientras que el cazador dispara, recarga y vuelve a disparar. Lo hace muy rápido, se ve que es despiadado y tiene práctica.
“Pero, ¿qué es esto?”. Padilla abre los ojos y luego prende el televisor. “Ya ni dormir se puede”, concluye, mientras respira agitado.
sábado, 14 de mayo de 2022
Ver pasar la vida
Me levanto no tan tarde, desayuno y cuando termino de hacerlo, pienso que debería aprovechar el día leyendo o escribiendo. Para mí esas dos actividades son la mejor manera de hacerle frente a la vida y al paso inclemente del tiempo, que a cada rato nos atropella.
Cuando estoy de nuevo en mi cuarto, caigo en cuenta de que mi cuerpo todavía tiene vestigios de cansancio.
Me recuesto en la cama por puro acto reflejo. La consigna del día sigue siendo la misma: Leer, escribir y no descarto que se me cruce alguna serie de tv. Cierros los ojos y caigo en un estado de duermevela. Parece como otra dimensión, una totalmente apacible. Lo único que me separa de la que habito, o bien, de eso que llamamos realidad, son mis párpados. Si los abro mi fortaleza de tranquilidad se desplomaría.
Allá afuera escuchó el ruido del tráfico, pero es un sonido lejano, como de mentiras, de personas que van de afán de un lado a otro. Imagino que no pueden permitir que la vida les pase por encima, y tienen que estar un paso delante de ella, como si pudiéramos hacer tal cosa.
Mi yo juzgador arremete con toda: “Se me está pasando la vida. Debería hacer algo productivo, leer o escribir, ¿acaso no es lo que tanto me gusta? Pero claro, acá estoy desperdiciando el tiempo, y dejando que la vida me pase por encima”.
Puede que tenga algo de razón, que un paro cardíaco fulminante este acechando mi corazón justo en este momento, y yo ahí, tirado en la cama, desperdiciando mis últimos momentos de vida.
Me arropo y la única respuesta que tengo para mis pensamientos es: “Que se joda”, ósea que me joda yo. Sé que no tiene mucho sentido, pero por qué abandonar ese territorio acogedor en el que aterricé sin haberlo pensado.
A veces lo único que se necesita es ver pasar la vida.
Cuando estoy de nuevo en mi cuarto, caigo en cuenta de que mi cuerpo todavía tiene vestigios de cansancio.
Me recuesto en la cama por puro acto reflejo. La consigna del día sigue siendo la misma: Leer, escribir y no descarto que se me cruce alguna serie de tv. Cierros los ojos y caigo en un estado de duermevela. Parece como otra dimensión, una totalmente apacible. Lo único que me separa de la que habito, o bien, de eso que llamamos realidad, son mis párpados. Si los abro mi fortaleza de tranquilidad se desplomaría.
Allá afuera escuchó el ruido del tráfico, pero es un sonido lejano, como de mentiras, de personas que van de afán de un lado a otro. Imagino que no pueden permitir que la vida les pase por encima, y tienen que estar un paso delante de ella, como si pudiéramos hacer tal cosa.
Mi yo juzgador arremete con toda: “Se me está pasando la vida. Debería hacer algo productivo, leer o escribir, ¿acaso no es lo que tanto me gusta? Pero claro, acá estoy desperdiciando el tiempo, y dejando que la vida me pase por encima”.
Puede que tenga algo de razón, que un paro cardíaco fulminante este acechando mi corazón justo en este momento, y yo ahí, tirado en la cama, desperdiciando mis últimos momentos de vida.
Me arropo y la única respuesta que tengo para mis pensamientos es: “Que se joda”, ósea que me joda yo. Sé que no tiene mucho sentido, pero por qué abandonar ese territorio acogedor en el que aterricé sin haberlo pensado.
A veces lo único que se necesita es ver pasar la vida.
jueves, 12 de mayo de 2022
Acción y tensión
Leo 1984. Estoy en una escena hacia el final de la segunda parte del libro en la que Winston y Julia están recostados en la cama de su escondite.
Ambos personajes hacen peripecias para llegar a ese lugar sin levantar sospechas, y hace poco a Winston le entregaron un libro de la resistencia que está en contra el régimen autoritario que los gobierna.
Le dice a Julia que es importante que ambos lo lean y ella, que siempre parece estar cansada, le pide que lo lea en voz alta. Entonces Winston comienza a hacerlo, y la lectura habla sobre las clases sociales, sobre como siempre las sociedades han estado divididas en los ricos, la clase media y los pobres.
La lectura se extiende por páginas y páginas y que me disculpen los fans a morir de Orwell, pero el segmento me aburre. No porque el tema no sea interesante, pues plantea unos conceptos que dan mucho para pensar, sino que se aleja mucho de la acción y los personajes, y cuando leo, la acción y la tensión es lo que me mantiene enganchado es , es decir, quiero saber que les ocurre a los protagonistas, que me muestren qué hacen, con quién interactúan, etc. y también llenarme de intriga, pues la curiosidad es una droga a que es muy difícil resistirse.
Debo confesar que me salté un par de páginas. No me siento orgulloso de ello, pero recuerdo que el escritor francés Daniel Pennac habla sobre los derechos de los lectores y ese, saltarse páginas, es uno de ellos. Está claro que cuando la lectura no produce placer, hay que hacer algo.
Estoy en esas hasta que mis ojos captan un segmento en el que Orwell retoma la acción: Winston se da cuenta de que Julia se quedó dormida. Imagino que la lectura del libro también la aburrió.
Ambos personajes hacen peripecias para llegar a ese lugar sin levantar sospechas, y hace poco a Winston le entregaron un libro de la resistencia que está en contra el régimen autoritario que los gobierna.
Le dice a Julia que es importante que ambos lo lean y ella, que siempre parece estar cansada, le pide que lo lea en voz alta. Entonces Winston comienza a hacerlo, y la lectura habla sobre las clases sociales, sobre como siempre las sociedades han estado divididas en los ricos, la clase media y los pobres.
La lectura se extiende por páginas y páginas y que me disculpen los fans a morir de Orwell, pero el segmento me aburre. No porque el tema no sea interesante, pues plantea unos conceptos que dan mucho para pensar, sino que se aleja mucho de la acción y los personajes, y cuando leo, la acción y la tensión es lo que me mantiene enganchado es , es decir, quiero saber que les ocurre a los protagonistas, que me muestren qué hacen, con quién interactúan, etc. y también llenarme de intriga, pues la curiosidad es una droga a que es muy difícil resistirse.
Debo confesar que me salté un par de páginas. No me siento orgulloso de ello, pero recuerdo que el escritor francés Daniel Pennac habla sobre los derechos de los lectores y ese, saltarse páginas, es uno de ellos. Está claro que cuando la lectura no produce placer, hay que hacer algo.
Estoy en esas hasta que mis ojos captan un segmento en el que Orwell retoma la acción: Winston se da cuenta de que Julia se quedó dormida. Imagino que la lectura del libro también la aburrió.
miércoles, 11 de mayo de 2022
Clavarse o coquetear con la escritura
Tengo una teoría: Los escritores que triunfan, me refiero a esos que publican novelas seguido y que uno creería que viven solo de escribir, son aquellos que se agarran de la escritura como si fuera su única tabla de salvación.
Entiéndase escritor como esa persona que escribe con frecuencia y que se siente incompleto si no arrejunta unas cuantas palabras cada día.
También existen los escritores que coquetean con la escritura, es decir, personas que tampoco pueden vivir sin escribir, pero que sienten un poco de temor de clavarse en la escritura de cabeza.
Pertenecer a cualquiera de las dos clases no es bueno ni malo, solo significa una forma de ver, o bien, transitar por la vida.
Hablando de más Se me viene a la cabeza Murakami, así algunos digan que es muy comercial.
Apenas se graduó de la universidad, le aterraba la idea de trabajar para una compañía, así que decidió abrir un bar de jazz con su esposa, pero como eran recién casados a ambos les tocó trabajar como mulas por 3 años, muchas veces teniendo que tomar trabajos adicionales para que las cuentas les cuadraran.
Después de un tiempo decidió cerrar el bar y abrió un café en los suburbios del oeste de Tokio. A ese lugar llevó el piano de la casa de sus padres, para ofrecer música en vivo los fines de semana.
Un día soleado, en 1978, fue a un partido de beisbol. Sentado y con una cerveza en la mano, escuchó el impacto de la pelota contra el bate, un doble, y tuvo la epifanía de convertirse en escritor.
¿Qué hizo? De vuelta a casa compró un bloc de hojas, un esfero y cuando llegó, se sentó en la mesa de la cocina y empezó a escribir. Los días siguientes cada vez que llegaba del trabajo repetía la operación. Desde ese día clavo sus narices en la escritura y se perdió en ella.
También me viene a la cabeza Cornac McCarthy que se dedicó de lleno a la escritura sin importarle nada. McCarthy andaba corto de dinero, viviendo en hoteluchos o lugares modestos. Hace poco leí que un día no tenía crema de dientes y salió a mirar su buzón de correo y se encontró con una muestra gratis de pasta dental. El escritor dice que no se preocupaba mucho, y que esa actitud hacía que las cosas se solucionaran por sí solas.
A Murakami una vez le paso algo similar con su esposa. Les faltaba dinero para pagar la cuota de un préstamo mensual, y se encontraron un fajo de billetes en la calle con la cantidad exacta que les hacía falta.
Pero mejor sigamos hablando de McCarthy. En ese entonces le ofrecían dinero para que dictara conferencias sobre su trabajo como escritor, pero las rechazaba y decía “todo lo que tengo por decir ya está en la hoja”.
Y así, como esos dos escritores, imagino que existirán miles de ejemplos de grandes novelistas que, sin importarles nada, se clavaron como kamikazes en la escritura. De pronto si uno escribiera así, sin ese miedo al futuro o la muerte, el resultado final sería mucho mejor.
Entiéndase escritor como esa persona que escribe con frecuencia y que se siente incompleto si no arrejunta unas cuantas palabras cada día.
También existen los escritores que coquetean con la escritura, es decir, personas que tampoco pueden vivir sin escribir, pero que sienten un poco de temor de clavarse en la escritura de cabeza.
Pertenecer a cualquiera de las dos clases no es bueno ni malo, solo significa una forma de ver, o bien, transitar por la vida.
Hablando de más Se me viene a la cabeza Murakami, así algunos digan que es muy comercial.
Apenas se graduó de la universidad, le aterraba la idea de trabajar para una compañía, así que decidió abrir un bar de jazz con su esposa, pero como eran recién casados a ambos les tocó trabajar como mulas por 3 años, muchas veces teniendo que tomar trabajos adicionales para que las cuentas les cuadraran.
Después de un tiempo decidió cerrar el bar y abrió un café en los suburbios del oeste de Tokio. A ese lugar llevó el piano de la casa de sus padres, para ofrecer música en vivo los fines de semana.
Un día soleado, en 1978, fue a un partido de beisbol. Sentado y con una cerveza en la mano, escuchó el impacto de la pelota contra el bate, un doble, y tuvo la epifanía de convertirse en escritor.
¿Qué hizo? De vuelta a casa compró un bloc de hojas, un esfero y cuando llegó, se sentó en la mesa de la cocina y empezó a escribir. Los días siguientes cada vez que llegaba del trabajo repetía la operación. Desde ese día clavo sus narices en la escritura y se perdió en ella.
También me viene a la cabeza Cornac McCarthy que se dedicó de lleno a la escritura sin importarle nada. McCarthy andaba corto de dinero, viviendo en hoteluchos o lugares modestos. Hace poco leí que un día no tenía crema de dientes y salió a mirar su buzón de correo y se encontró con una muestra gratis de pasta dental. El escritor dice que no se preocupaba mucho, y que esa actitud hacía que las cosas se solucionaran por sí solas.
A Murakami una vez le paso algo similar con su esposa. Les faltaba dinero para pagar la cuota de un préstamo mensual, y se encontraron un fajo de billetes en la calle con la cantidad exacta que les hacía falta.
Pero mejor sigamos hablando de McCarthy. En ese entonces le ofrecían dinero para que dictara conferencias sobre su trabajo como escritor, pero las rechazaba y decía “todo lo que tengo por decir ya está en la hoja”.
Y así, como esos dos escritores, imagino que existirán miles de ejemplos de grandes novelistas que, sin importarles nada, se clavaron como kamikazes en la escritura. De pronto si uno escribiera así, sin ese miedo al futuro o la muerte, el resultado final sería mucho mejor.
martes, 10 de mayo de 2022
No tengo sueño
Hoy me acosté hacia la 1 de la mañana. La culpa la tiene mi psicorrigidez lectora y un capítulo de una novela que se negaba a terminar. Y es que uno no puede andar por ahí dejando una lectura en cualquier punto de un párrafo, ¿cierto?
Cuando digo me acosté, quiero decir que cerré los ojos, pero di vueltas para un lado y para el otro pensando en eventos y situaciones, del pasado, presente y futuro. Entonces imagino que me quedé dormido a eso de las dos.
La lectura, en mi caso, se termina cuando un capítulo acaba, pues supongo que ese punto sentencia un cambio de escena, de locación, de tiempo en la obra, es decir una forma en que el autor nos dice: “aquí va a pasar otra vaina”.
Me desperté a las cinco y después del almuerzo pensé que iba a morir de sueño. Ahora intento pensar que fue lo que almorcé, pero ese recuerdo se esfumo. Imagino que fue a parar al mismo lugar en el que mi sueño se encuentra.
De pronto algo tienen que ver el tinto que me zampé después del almuerzo y el té con el que cerré la tarde, pero vaya uno a saber; siempre he sido de esos que consumen cafeína casi a la medianoche y mi sueño sigue intacto.
Entonces aquí me encuentro escribiendo esto a ver si el cansancio le da la gana aparecer. Por el momento tengo pensado leer un rato, pero puede que apenas lo intente, el sueño me tumbe de un golpe fulminante.
Se me acaba de ir la paloma. A la mitad del párrafo anterior pensé en una idea que tenía algo que ver, pero luego del punto que lo cerró, quedé en blanco. De pronto si tengo sueño, pero me niego a aceptarlo. A veces soy así de masoquista, es decir, a pesar de estar cansado, me obligo a estar despierto hasta la madrugada.
Cuando digo me acosté, quiero decir que cerré los ojos, pero di vueltas para un lado y para el otro pensando en eventos y situaciones, del pasado, presente y futuro. Entonces imagino que me quedé dormido a eso de las dos.
La lectura, en mi caso, se termina cuando un capítulo acaba, pues supongo que ese punto sentencia un cambio de escena, de locación, de tiempo en la obra, es decir una forma en que el autor nos dice: “aquí va a pasar otra vaina”.
Me desperté a las cinco y después del almuerzo pensé que iba a morir de sueño. Ahora intento pensar que fue lo que almorcé, pero ese recuerdo se esfumo. Imagino que fue a parar al mismo lugar en el que mi sueño se encuentra.
De pronto algo tienen que ver el tinto que me zampé después del almuerzo y el té con el que cerré la tarde, pero vaya uno a saber; siempre he sido de esos que consumen cafeína casi a la medianoche y mi sueño sigue intacto.
Entonces aquí me encuentro escribiendo esto a ver si el cansancio le da la gana aparecer. Por el momento tengo pensado leer un rato, pero puede que apenas lo intente, el sueño me tumbe de un golpe fulminante.
Se me acaba de ir la paloma. A la mitad del párrafo anterior pensé en una idea que tenía algo que ver, pero luego del punto que lo cerró, quedé en blanco. De pronto si tengo sueño, pero me niego a aceptarlo. A veces soy así de masoquista, es decir, a pesar de estar cansado, me obligo a estar despierto hasta la madrugada.
lunes, 9 de mayo de 2022
Un cigarrillo desperdiciado
Una vez en la universidad, mientras hacia una fila larga en una cafetería justo antes de clase de 2 de la tarde, una mujer que iba pasando, de pelo negro liso y largo, y ojos del mismo color, me pidió el favor de que le comprara un cigarrillo.
“Haz la fila”, le dije.
La mujer hizo una mueca de desánimo y apenas dio media vuelta para seguir mi sugerencia, la llamé y le dije que estaba molestando, que no tenía problema alguno en hacerle el favor.
Me pasó una moneda, le compré el cigarrillo, me dio las gracias. "De nada", le dije con una sonrisa.
Días después me encontraba estudiando con unos amigos en la biblioteca. Estaba aburrido y quería hacer lo que fuera diferente a pasar una tarde estudiando.
De repente alguien tocó mi hombro y cuando di media vuelta ahí estaba la mujer del cigarrillo, que iba pasando, me reconoció, y decidió saludarme.
Era bonita, o por lo menos a mi me parecía que lo era, ya saben lo que dicen: “La belleza está en el ojo del espectador”. Recuerdo que me preguntó que estaba estudiando y le conté que teníamos un parcial de física. Sonrío, de lo poco que recuerdo de ella es que sonreía mucho, y sus dientes, blancos y relucientes, parecían iluminarle la cara.
Conversamos por muy poco, ella con unos libros debajo de un brazo y 2 amigas un poco más allá que la estaban esperando; yo sentado, un poco incómodo porque mi grupo de estudio se estaba pateando toda la conversación.
Cuando sentí que iba a terminar le dije: “deberías darme tu número de teléfono”, y me dijo: “Sí claro, anótalo”.
Me fui a la última hoja del cuaderno (estamos hablando de la prehistoria cuando los únicos celulares que existían era una panelas incómodas de llevar y costosas, de las que alcancé a botar dos) y lo escribí.
La mujer del cigarrillo siguió su camino y yo volví a “concentrarme” en mi estudio. Cuándo levante la cabeza, todos me estaban mirando con cara de “¿Y eso qué fue?”
“¿Qué?”, pregunté.
“Cómo así que qué?” respondió A.
“Sí, ¿qué?”
R. metió la cucharada “Pues sí, más o menos esa vieja le dijo: Hola, ¿quieres tener sexo sucio conmigo?”
Todos, incluido yo, nos reímos de esa apreciación. El caso es que nunca la llamé. Todavía me pregunto por qué no lo hice.
Mujer del cigarrillo, si por casualidad lees esto déjame un comentario.
“Haz la fila”, le dije.
La mujer hizo una mueca de desánimo y apenas dio media vuelta para seguir mi sugerencia, la llamé y le dije que estaba molestando, que no tenía problema alguno en hacerle el favor.
Me pasó una moneda, le compré el cigarrillo, me dio las gracias. "De nada", le dije con una sonrisa.
Días después me encontraba estudiando con unos amigos en la biblioteca. Estaba aburrido y quería hacer lo que fuera diferente a pasar una tarde estudiando.
De repente alguien tocó mi hombro y cuando di media vuelta ahí estaba la mujer del cigarrillo, que iba pasando, me reconoció, y decidió saludarme.
Era bonita, o por lo menos a mi me parecía que lo era, ya saben lo que dicen: “La belleza está en el ojo del espectador”. Recuerdo que me preguntó que estaba estudiando y le conté que teníamos un parcial de física. Sonrío, de lo poco que recuerdo de ella es que sonreía mucho, y sus dientes, blancos y relucientes, parecían iluminarle la cara.
Conversamos por muy poco, ella con unos libros debajo de un brazo y 2 amigas un poco más allá que la estaban esperando; yo sentado, un poco incómodo porque mi grupo de estudio se estaba pateando toda la conversación.
Cuando sentí que iba a terminar le dije: “deberías darme tu número de teléfono”, y me dijo: “Sí claro, anótalo”.
Me fui a la última hoja del cuaderno (estamos hablando de la prehistoria cuando los únicos celulares que existían era una panelas incómodas de llevar y costosas, de las que alcancé a botar dos) y lo escribí.
La mujer del cigarrillo siguió su camino y yo volví a “concentrarme” en mi estudio. Cuándo levante la cabeza, todos me estaban mirando con cara de “¿Y eso qué fue?”
“¿Qué?”, pregunté.
“Cómo así que qué?” respondió A.
“Sí, ¿qué?”
R. metió la cucharada “Pues sí, más o menos esa vieja le dijo: Hola, ¿quieres tener sexo sucio conmigo?”
Todos, incluido yo, nos reímos de esa apreciación. El caso es que nunca la llamé. Todavía me pregunto por qué no lo hice.
Mujer del cigarrillo, si por casualidad lees esto déjame un comentario.
domingo, 8 de mayo de 2022
El timbre del teléfono
Suena el teléfono y me da miedo contestarlo.
Un teléfono timbrando debería ser un momento terrorífico. ¿Cómo saber quién está al otro lado de la línea? Para eso el identificador de llamadas, dirán algunos, pero ¿y si es otra persona? ¿Qué tal que el que esté al otro lado de la línea sea alguien que no tengamos ni idea quién es?
Solo imagina la situación. Suena el celular, lo dejas timbrar un par de veces, y contestas confiado de que vas a tener una conversación habitual, si acaso banal y ¡pum! De repente, la persona que conoces habla en medio de lloriqueos. “¿Qué pasa?”, preguntas, Ya cállese, dice una voz extraña y ahora se escucha el sonido del auricular que pasa de unas manos a otras, y luego un secuestrador te saluda rápido: Fulanito(a) X, el monto de dinero que debe reunir antes de 48 horas para que su conocido, familiar o amigo siga con vida es de…
Algunos dirán que es una escena de película, pero ya está claro que, por lo general, la realidad supera a la ficción, y que el límite entre ambos terrenos a cada rato se desdibuja.
Bueno está bien, piensa que no te llama un secuestrador, sino tu médico de confianza, ese al que le enviaste los resultados de unos exámenes hace unos días.
Estás sentado (a), sin ninguna preocupación. Quizá tomando un café o viendo televisión y te entra la llamada. Contestas y saludas al doctor, que ya es como un viejo amigo. Notas preocupación en el tono de su voz. Sientes que da rodeos, que se extiende en el saludo, que te pregunta una y otra vez si estás bien. Cuando ya no puede alargar más la tensión, te suelta la noticia: un dato de los exámenes salió mal y es probable que se deba a una enfermedad terminal, algo que está anidando en tus entrañas mientras tu vas ahí tranquilo(a) por la vida.
El teléfono sigue sonando.
Lo Contesto, al final nos acostumbramos a todo.
Es mi hermana.
Un teléfono timbrando debería ser un momento terrorífico. ¿Cómo saber quién está al otro lado de la línea? Para eso el identificador de llamadas, dirán algunos, pero ¿y si es otra persona? ¿Qué tal que el que esté al otro lado de la línea sea alguien que no tengamos ni idea quién es?
Solo imagina la situación. Suena el celular, lo dejas timbrar un par de veces, y contestas confiado de que vas a tener una conversación habitual, si acaso banal y ¡pum! De repente, la persona que conoces habla en medio de lloriqueos. “¿Qué pasa?”, preguntas, Ya cállese, dice una voz extraña y ahora se escucha el sonido del auricular que pasa de unas manos a otras, y luego un secuestrador te saluda rápido: Fulanito(a) X, el monto de dinero que debe reunir antes de 48 horas para que su conocido, familiar o amigo siga con vida es de…
Algunos dirán que es una escena de película, pero ya está claro que, por lo general, la realidad supera a la ficción, y que el límite entre ambos terrenos a cada rato se desdibuja.
Bueno está bien, piensa que no te llama un secuestrador, sino tu médico de confianza, ese al que le enviaste los resultados de unos exámenes hace unos días.
Estás sentado (a), sin ninguna preocupación. Quizá tomando un café o viendo televisión y te entra la llamada. Contestas y saludas al doctor, que ya es como un viejo amigo. Notas preocupación en el tono de su voz. Sientes que da rodeos, que se extiende en el saludo, que te pregunta una y otra vez si estás bien. Cuando ya no puede alargar más la tensión, te suelta la noticia: un dato de los exámenes salió mal y es probable que se deba a una enfermedad terminal, algo que está anidando en tus entrañas mientras tu vas ahí tranquilo(a) por la vida.
El teléfono sigue sonando.
Lo Contesto, al final nos acostumbramos a todo.
Es mi hermana.
viernes, 6 de mayo de 2022
Palabras exactas
8 de la mañana.
Camino por un sector que no conozco con un cielo gris a punto de quebrarse por la lluvia. Hace frío y estoy de mal genio, porque no me he tomado el primer café del día. Veo un establecimiento con bombillos encendidos. “Debe ser una cafetería”, pienso. Apresuro el paso.
Cuando estoy al frente del local, me doy cuenta que es un restaurante de hamburguesas y que las luces están encendidas porque los empleados organizan el lugar para la hora del almuerzo.
Mi nivel de rabia se incrementa.
Empiezo a caminar de nuevo, sin rumbo alguno, mal encarado y como con deseos de que alguien me busque problema para agarrarnos a trancazos, qué sé yo, que una persona se estrelle contra uno de mis hombros, y que a partir de eso se arme una trifulca. Mientras recreo esa fantasía, aprieto los puños, imaginando la tormenta de golpes que le voy a soltar a esa persona imaginaria que anda por la calle.
Como son pocas las personas que transitan por el andén, me concentro de nuevo en mi búsqueda, y a lo lejos alcanzó a divisar un Tostao. Mi contrincante se salvó de la pelea, y yo también, pues soy más bien pacífico y un boxeador cero ágil.
Apenas entro al café, comienza a caer una llovizna leve. Juanma: 1 el clima: 0. Compro un capuchino y una porción de torta de zanahoria y me siento en una de las mesas de la terraza. Después de un tiempo de perfeccionar el arte de ver pasar gente, saco el Kindle.
Me decido por 1984.
Las últimas líneas de una página dicen: “The tales about Goldstein and his underground army were simply a lot...”
“La palabra que sigue tiene que ser rubbish”, pienso antes de pasar la página o tocar la pantalla, ustedes me entienden.
“of rubbish which the party…”
Sonrío.
Muchas veces intento hacer eso: adivinar cuál fue la palabra que escogió el escritor, pero pocas veces le atino.
Imagino que hay frases que necesitan de palabras exactas. Frases que perderían su fuerza y sentido si se utilizan otras.
Cuando uno escribe siempre anda tras la búsqueda de esas palabras, pero la mayoría de las ocasiones, muchas veces por pereza, se nos escapan, pues seleccionamos una equivocada que creemos funciona, y dejamos huérfana de frase a esa palabra exacta.
Camino por un sector que no conozco con un cielo gris a punto de quebrarse por la lluvia. Hace frío y estoy de mal genio, porque no me he tomado el primer café del día. Veo un establecimiento con bombillos encendidos. “Debe ser una cafetería”, pienso. Apresuro el paso.
Cuando estoy al frente del local, me doy cuenta que es un restaurante de hamburguesas y que las luces están encendidas porque los empleados organizan el lugar para la hora del almuerzo.
Mi nivel de rabia se incrementa.
Empiezo a caminar de nuevo, sin rumbo alguno, mal encarado y como con deseos de que alguien me busque problema para agarrarnos a trancazos, qué sé yo, que una persona se estrelle contra uno de mis hombros, y que a partir de eso se arme una trifulca. Mientras recreo esa fantasía, aprieto los puños, imaginando la tormenta de golpes que le voy a soltar a esa persona imaginaria que anda por la calle.
Como son pocas las personas que transitan por el andén, me concentro de nuevo en mi búsqueda, y a lo lejos alcanzó a divisar un Tostao. Mi contrincante se salvó de la pelea, y yo también, pues soy más bien pacífico y un boxeador cero ágil.
Apenas entro al café, comienza a caer una llovizna leve. Juanma: 1 el clima: 0. Compro un capuchino y una porción de torta de zanahoria y me siento en una de las mesas de la terraza. Después de un tiempo de perfeccionar el arte de ver pasar gente, saco el Kindle.
Me decido por 1984.
Las últimas líneas de una página dicen: “The tales about Goldstein and his underground army were simply a lot...”
“La palabra que sigue tiene que ser rubbish”, pienso antes de pasar la página o tocar la pantalla, ustedes me entienden.
“of rubbish which the party…”
Sonrío.
Muchas veces intento hacer eso: adivinar cuál fue la palabra que escogió el escritor, pero pocas veces le atino.
Imagino que hay frases que necesitan de palabras exactas. Frases que perderían su fuerza y sentido si se utilizan otras.
Cuando uno escribe siempre anda tras la búsqueda de esas palabras, pero la mayoría de las ocasiones, muchas veces por pereza, se nos escapan, pues seleccionamos una equivocada que creemos funciona, y dejamos huérfana de frase a esa palabra exacta.
miércoles, 4 de mayo de 2022
Cenizas
A la abuela le compraron un nicho para sus cenizas. Años después a dos de sus hijas también. Ahora las tres, cenizas claro está, comparten un mismo lugar.
Vicente Delgado conoce esos detalles porque ese es su trabajo en la funeraria. Unos venden qué sé yo, cremas adelgazantes, fajas o bebidas energéticas, y a él le tocó dedicarse a la venta de nichos para cenizas.
No comprende por qué a las personas les gusta invertir en ese servicio, y le cuesta creer que haya gente que visita con frecuencia las cenizas de sus seres queridos para rezarles, hablarles e incluso pedirles consejo.
Pero su trabajo no consiste en cuestionar las actitudes de sus clientes, sino en vender la mayor cantidad de nichos al mes. Allá las personas y sus costumbres, lo único por lo que se debe preocupar es por cumplir con la meta de ventas mensual.
Se pregunta dónde le gustaría que depositaran sus cenizas, si también en uno de esos nichos, que le parecen caros y poco prácticos, o si más bien su familia no debería darle tantas vueltas al asunto y botarlas en una caneca.
Delgado, a diferencia de muchas personas, no cuenta con un lugar preferido en el que le gustaría que las regaran.
El típico, el cliché, es el mar. De hecho, ese es el nuevo producto que debe ofrecer, un ritual para llevar las cenizas del ser querido al océano, con un plan 8 personas en una embarcación más acompañamiento musical. El traslado y hospedaje no están incluidos.
Hay días que se siente un poco mal por sacarle provecho a la muerte, pero sabe que al final todo, querámoslo o no, se reduce a una transacción comercial.
Vicente Delgado conoce esos detalles porque ese es su trabajo en la funeraria. Unos venden qué sé yo, cremas adelgazantes, fajas o bebidas energéticas, y a él le tocó dedicarse a la venta de nichos para cenizas.
No comprende por qué a las personas les gusta invertir en ese servicio, y le cuesta creer que haya gente que visita con frecuencia las cenizas de sus seres queridos para rezarles, hablarles e incluso pedirles consejo.
Pero su trabajo no consiste en cuestionar las actitudes de sus clientes, sino en vender la mayor cantidad de nichos al mes. Allá las personas y sus costumbres, lo único por lo que se debe preocupar es por cumplir con la meta de ventas mensual.
Se pregunta dónde le gustaría que depositaran sus cenizas, si también en uno de esos nichos, que le parecen caros y poco prácticos, o si más bien su familia no debería darle tantas vueltas al asunto y botarlas en una caneca.
Delgado, a diferencia de muchas personas, no cuenta con un lugar preferido en el que le gustaría que las regaran.
El típico, el cliché, es el mar. De hecho, ese es el nuevo producto que debe ofrecer, un ritual para llevar las cenizas del ser querido al océano, con un plan 8 personas en una embarcación más acompañamiento musical. El traslado y hospedaje no están incluidos.
Hay días que se siente un poco mal por sacarle provecho a la muerte, pero sabe que al final todo, querámoslo o no, se reduce a una transacción comercial.
martes, 3 de mayo de 2022
Isola y sus recuerdos
La mujer está sola en la mesa de un restaurante. Se nota que es espigada. Da la impresión de que la silla y mesa le quedan pequeñas.
La acompaña un vaso con un líquido verde, parece un batido de verduras. A ratos, cuando cae en cuenta de que ordenó esa bebida, le da sorbos esporádicos. También mira su celular, pero no le dedica mucho tiempo al aparato. Su actividad favorita consiste en concentrar su mirada en un punto de la pared de enfrente que no ve, un recuerdo. Ahí se queda ensimismada por unos segundos, hasta que se acuerda de su bebida y vuelve a levantar el vaso, pero de nuevo vuelve a tropezar con un recuerdo o pensamiento y el mundo la pierde.
Da algo de envidia ver como disfruta de su soledad con desparpajo. Se nota que no le pone mucha atención al hecho de no estar acompañada por nadie. Se preocupa solo por estar, pero no cobija su conducta con toda esa retahíla budista del presente; disfruta del simple hecho de existir, estar ahí, sola o acompañada, feliz, triste o como sea que se siente.
Dan ganas de preguntarle que piensa, pues seguro ha sacado conclusiones importantes sobre la vida durante todo el rato que lleva sentada.
Otra vez mira ese punto fijo del que hablamos, hasta que una mujer se acerca y la llama por su nombre: "Isola”, dice una vez, pero la mujer del batido verde no atiende al llamado. “Isola, ¿eres tú?, pregunta más fuerte la intrusa y la saca de sus pensamientos.
Sí, es ella.
“?Hola Karen!”, responde Isola, “estaba distraída”. Se pone de pie para darle un abrazo a la recién llegada. Intenta que sea fraternal, pero solo le resulta cordial. Karen no se da cuenta de esto y la abraza como si Isola hubiera vuelto de la muerte.
“Ya había pasado por aquí y no te había visto”, dice Ahora. Isola sonríe. De pronto eso era justo lo que quería, que nadie la viera, perderse en sus pensamientos y en los sorbos de su bebida verde, estar y ya.
“Estoy en la terraza con fulanito y fulanita”, le dice Karen ahora, y ve que Isola duda en dejar su mesa, así que refuerza su frase con un “¿vamos?”.
Isola se pone de pie como a regañadientes. De pronto quería estar sola y seguir rumiando sus recuerdos, pero no lo sabemos.
No sabemos nada.
La acompaña un vaso con un líquido verde, parece un batido de verduras. A ratos, cuando cae en cuenta de que ordenó esa bebida, le da sorbos esporádicos. También mira su celular, pero no le dedica mucho tiempo al aparato. Su actividad favorita consiste en concentrar su mirada en un punto de la pared de enfrente que no ve, un recuerdo. Ahí se queda ensimismada por unos segundos, hasta que se acuerda de su bebida y vuelve a levantar el vaso, pero de nuevo vuelve a tropezar con un recuerdo o pensamiento y el mundo la pierde.
Da algo de envidia ver como disfruta de su soledad con desparpajo. Se nota que no le pone mucha atención al hecho de no estar acompañada por nadie. Se preocupa solo por estar, pero no cobija su conducta con toda esa retahíla budista del presente; disfruta del simple hecho de existir, estar ahí, sola o acompañada, feliz, triste o como sea que se siente.
Dan ganas de preguntarle que piensa, pues seguro ha sacado conclusiones importantes sobre la vida durante todo el rato que lleva sentada.
Otra vez mira ese punto fijo del que hablamos, hasta que una mujer se acerca y la llama por su nombre: "Isola”, dice una vez, pero la mujer del batido verde no atiende al llamado. “Isola, ¿eres tú?, pregunta más fuerte la intrusa y la saca de sus pensamientos.
Sí, es ella.
“?Hola Karen!”, responde Isola, “estaba distraída”. Se pone de pie para darle un abrazo a la recién llegada. Intenta que sea fraternal, pero solo le resulta cordial. Karen no se da cuenta de esto y la abraza como si Isola hubiera vuelto de la muerte.
“Ya había pasado por aquí y no te había visto”, dice Ahora. Isola sonríe. De pronto eso era justo lo que quería, que nadie la viera, perderse en sus pensamientos y en los sorbos de su bebida verde, estar y ya.
“Estoy en la terraza con fulanito y fulanita”, le dice Karen ahora, y ve que Isola duda en dejar su mesa, así que refuerza su frase con un “¿vamos?”.
Isola se pone de pie como a regañadientes. De pronto quería estar sola y seguir rumiando sus recuerdos, pero no lo sabemos.
No sabemos nada.
lunes, 2 de mayo de 2022
Siguiendo los pasos de Borges
Le doy un sorbo al Gin Tonic, mientras me pegunto: “¿Qué es ser un escritor? O mejor aún ¿cómo convertirse en uno? ¿Acaso publicando un libro, escribiendo hasta tener ampollas en los dedos o de qué forma?
Es extraño, es decir, si dices que eres ingeniero Civil, puedes demostrarlo con tu diploma de grado, y uno asume que no finges, pues tu nombre está impreso en un pedazo de cartón.
Pero cualquiera puede decir que es un escritor y no hay forma de refutarlo.
El otro día una mujer me pregunto: “ ¿Cuándo empezaste a escribir de verdad, quiero decir, cuándo publicaste tu primer libro?
En ese momento pensé: “Debo escribir de mentiras, porque no he publicado ninguno hasta el momento.
Mi nombre es Damián, tengo 26 años y soy escritor.
Me presento así, como un alcohólico, porque escribir es mi enfermedad crónica y lo que hago la mayor parte del día. Es, como dice Millás, una actividad que abre y cauteriza las heridas al mismo tiempo.
Todos los días me levanto a las 6, me preparo un café oscuro, casi a la temperatura de un volcán, y me lo tomo mientras miro la calle por la ventana. Luego tomo una ducha de agua fría por 2 minutos. Ya en el cuarto, me pongo la primera camiseta que encuentro al abrir el closet y luego me siento en el escritorio.
A veces, en ese lugar las palabras fluyen de mi cabeza a mis manos de forma fácil, pero otras veces no.
En esas ocasiones en que la maquinaria de la creatividad está atorada, salgo a dar una vuelta y mis pasos, por lo general, me llevan a El Preferido de Palermo.
Hoy tomé la callé Soler y cuando llegué a la esquina doblé a la izquierda para tomar la avenida Thames. Más o menos hacia la mitad de esa vía me detuve a observar por un un par de segundos el Colegio Palermo Chico, lugar en el que estudié la primaria y parte del bachillerato.
¿Saben los profesores que tipo de personas educan? Es decir yo resulté ser un escritor, digamos que un ser humano funcional, pero bien podría haberme convertido en un asesino en serie, ¿quién sabe?
Es extraño, es decir, si dices que eres ingeniero Civil, puedes demostrarlo con tu diploma de grado, y uno asume que no finges, pues tu nombre está impreso en un pedazo de cartón.
Pero cualquiera puede decir que es un escritor y no hay forma de refutarlo.
El otro día una mujer me pregunto: “ ¿Cuándo empezaste a escribir de verdad, quiero decir, cuándo publicaste tu primer libro?
En ese momento pensé: “Debo escribir de mentiras, porque no he publicado ninguno hasta el momento.
Mi nombre es Damián, tengo 26 años y soy escritor.
Me presento así, como un alcohólico, porque escribir es mi enfermedad crónica y lo que hago la mayor parte del día. Es, como dice Millás, una actividad que abre y cauteriza las heridas al mismo tiempo.
Todos los días me levanto a las 6, me preparo un café oscuro, casi a la temperatura de un volcán, y me lo tomo mientras miro la calle por la ventana. Luego tomo una ducha de agua fría por 2 minutos. Ya en el cuarto, me pongo la primera camiseta que encuentro al abrir el closet y luego me siento en el escritorio.
A veces, en ese lugar las palabras fluyen de mi cabeza a mis manos de forma fácil, pero otras veces no.
En esas ocasiones en que la maquinaria de la creatividad está atorada, salgo a dar una vuelta y mis pasos, por lo general, me llevan a El Preferido de Palermo.
Hoy tomé la callé Soler y cuando llegué a la esquina doblé a la izquierda para tomar la avenida Thames. Más o menos hacia la mitad de esa vía me detuve a observar por un un par de segundos el Colegio Palermo Chico, lugar en el que estudié la primaria y parte del bachillerato.
¿Saben los profesores que tipo de personas educan? Es decir yo resulté ser un escritor, digamos que un ser humano funcional, pero bien podría haberme convertido en un asesino en serie, ¿quién sabe?
De todas formas creo que todos andamos un poco jodidos de la cabeza, especialmente nosotros los escritores que vivimos con diferentes voces que nos hablan a cada rato.
Después de que comencé a caminar de nuevo y al llegar a la esquina, tomé la calle Guatemala y luego doblé de nuevo a la izquierda para llegar al restaurante, que da hacia la avenida Jorge Luis Borges.
“Un almacén rosado como revés de naipe”. Así es como el escritor argentino describió la vieja estructura en su poema Fundación Mítica de Buenos Aires.
Entré al restaurante y me senté en la barra.
“ ¿Lo de siempre?” me preguntó Alejandra, la bartender, pero más que pregunta me sonó a afirmación.
“Le dije sí, con una sonrisa.” Y ella, sin responder, comenzó a preparar mi Gin & tonic.
Siempre lo tomo en sorbos pequeños, a veces mirando como prepara las ordenes que le llegan, con unos congeladores y una pared con botellas de múltiples formas y colores que están detrás suyo. Otras veces me pierdo en mis pensamientos, buscando la mínima chispa de escritura en mi cabeza.
Después de que comencé a caminar de nuevo y al llegar a la esquina, tomé la calle Guatemala y luego doblé de nuevo a la izquierda para llegar al restaurante, que da hacia la avenida Jorge Luis Borges.
“Un almacén rosado como revés de naipe”. Así es como el escritor argentino describió la vieja estructura en su poema Fundación Mítica de Buenos Aires.
Entré al restaurante y me senté en la barra.
“ ¿Lo de siempre?” me preguntó Alejandra, la bartender, pero más que pregunta me sonó a afirmación.
“Le dije sí, con una sonrisa.” Y ella, sin responder, comenzó a preparar mi Gin & tonic.
Siempre lo tomo en sorbos pequeños, a veces mirando como prepara las ordenes que le llegan, con unos congeladores y una pared con botellas de múltiples formas y colores que están detrás suyo. Otras veces me pierdo en mis pensamientos, buscando la mínima chispa de escritura en mi cabeza.