miércoles, 28 de febrero de 2018

Esferos

Afuera hace frío, la luz del día se va apagando mientras furiosas ráfagas de viento sacuden las ramas de los árboles. 

María entra. Es una niña de pelo negro hasta los hombros; lleva una falda blanca con leves manchones, que dejan ver unas piernas flacas, que terminan en unas baletas negras desgastadas. Camina con pasos tímidos, como si quisiera flotar, y sus manos exhiben una caja con esferos de colores. Tiene la mirada clavada en el piso y mientras se pasea por el lugar va dejando uno en cada mesa. 

Apenas termina el recorrido aleatorio que se le ocurrió en un segundo, comienza a recogerlos. De la primera mesa que se cruzó en su camino toma un esfero azul plateado. El hombre que la ocupa está absorto en la tarea de tomarle foto a un plato de comida y no la mira, incluso parece que le incomoda su presencia. 

María parece, más bien, un alma en pena que vaga por entre las mesas. Pasa por otra donde dos señoras hablan sobre compra de apartamentos en el exterior que cuestan millonadas. Está claro que los esferos no valen nada para ellas. El que había dejado en esa mesa es morado. Lo recoge y manipula el mecanismo retráctil con el dedo pulgar de su mano derecha. A ella, aunque no sabe escribir, si le gustan mucho los esferos que vende. 

Luego se dirige hacia una mesa del fondo, donde una pareja está sentada. Son los únicos que la miran y le sonríen; incluso intercambian unas palabras con ella, pero no le compran ningún esfero. 

La cara de María no refleja rabia, sino solo cansancio. De la mesa de la pareja recoge el último esfero, uno verde crema, y abandona el lugar con el mismo paso ligero con el que llegó.

martes, 27 de febrero de 2018

Huellas

Alguien dejo la huella de su pie marcada sobre el pavimento de una acera, ¿quién? Tiendo a pensar que una especie de vándalo que, al ver el cemento fresco, creyó chistoso alterarlo con una pisada. 

Aunque, ¿Por qué siempre pensar mal? Imaginemos entonces que la huella es causa de un descuido, alguien que iba hablando con otra persona o que estaba admirando la belleza de las montañas, pues se ven muy bien desde esa calle, y que no se dio cuenta que había metido el pie en pavimento fresco. Por eso solo hay una huella y no una serie de pasos, pues el transeúnte, apenado ante su error frenó, levantó el pie con cuidado, se sonrojó aunque nadie lo estuviera viendo y se alejó del lugar. 

Esta simple huella urbana se parece a esa que se encuentra en el suelo de uno los balcones del Castillo de Heidelberg, Alemania. 

Cuenta la leyenda que en una gran fiesta que se dio en el castillo hubo un incendio y un caballero quedó atrapado adentro. La única manera que ese hombre tenía de escapar era saltar hacia el balcón y por eso, al día de hoy, la huella se conoce con el nombre de “El salto del caballero” que, supongo, quedo ahí no porque el suelo estuviera fresco, sino por la fuerza de su pisada al caer. 

La del pavimento, la que dejó un caballero urbano y que no se encuentra bajo el amparo de ese halo de fantasía, resulta muy burda.

lunes, 26 de febrero de 2018

Tiempos de problemas

En mí MP3 que, como algunos sabrán, hace parte de mi Kit de guerra urbano, tengo música de Soundgarden, para ser preciso los álbumes Bad Motorfinger, Superunknown y el Down on the Upside. Mi hermano me regaló el último, pero por alguna razón nunca me enganchó y quién sabe dónde anda el CD.

Siempre tengo el aparatico en la opción de reproducción aleatoria y, ahora, cada vez que suena una canción de Soundgarden, me recuerda el suicidio de Chris Cornell, pues es extraño, ¿no?, es decir, cree uno que los músicos son de los pocos que la han sacado del estadio, en el sentido de que se dedican  a hacer algo que les gusta y ganan dinero haciéndolo; maldito dinero, igual que la muerte se involucra en todos nuestros asuntos, en fin.

Tengo entendido que Cornell sufría de ansiedad y que el día que decidió quitarse la vida no tomó unas pastillas; entonces quedan varias preguntas en el aire: ¿Fue una decisión tomada en un segundo o un acto premeditado? ¿Un par de palabras de alguien, qué sé yo, un roadie, por ejemplo, habrían evitado que se suicidara? , ¿o que tal una llamada telefónica?, ¿Qué hubieran tocado una canción en el medley de despedida que siempre le subía el ánimo?, ¿es eso posible?, ¿existirá algo que nos rescate de esas tinieblas, si llegáramos a experimentar un episodio de esos?, ¿algo a lo que nos podamos aferrar? No lo sé, pero que miedo esos callejones oscuros de nuestras mentes, con pensamientos dispuestos a asaltarnos y hacernos trizas en un instante. 

Hoy me volví a acordar de ese triste episodio, no por una canción de Soundgarden, sino una de Temple of the Dog, ese famoso híbrido entre Pearl Jam y Soundgarden en el que debutó Eddie Vedder, y que Cornell, Ament y Gossard le dedicaron a Andrew Wood, cantante de Mother Love Bone y compañero de piso de Cornell, quien murió por una sobredosis. 

La canción que evocó todo fue Times of Trouble. Hoy, cuándo la escuché, al repasar la letra, que me parece bellísima, mentalmente, se me hizo un nudo en la garganta por un corto instante. 

“But if somebody left you out on a ledge
If somebody pushed you over the Edge
If somebody loved you and left you for dead
You got to hold on to your time till you break
Through these times of
Trouble…”

jueves, 22 de febrero de 2018

Opinionado

La palabra no se encuentra en el diccionario de la RAE, como diría Millás, es una palabra no palabra. Cada uno de nosotros, creo, cuenta con ellas en su arsenal lingüístico, y son más de carácter privado que público. Opinionado es una de las mías.

El idioma inglés cuenta con la palabra opinionated, pero su traducción, según el diccionario de Oxford, lastimosamente no es opinionado sino dogmático, que viene a ser lo mismo: alguien aferrado a sus opiniones. 

Los anteriores párrafos sólo para contarles en este, que hoy me siento de esa manera, pero ¿qué es eso?, veamos, trataré de dar una definición, ¿Que si pobre o no estimado lector?, no importa, pues es solo para que lleguemos a un acuerdo


Opinionado: persona que se siente poseída por opiniones e intenta compartirlas a través de cualquier medio o manera, como si fueran verdades absolutas

Con el ánimo de despojarme de ciertos pensamientos, o más bien de diseccionarlos hasta lograr entender por qué les he dado tantas vueltas hoy, algo que creo se puede lograr a través de la escritura, comencé a escribir, pero caí en cuenta que las ideas que intentaba expresar con palabras, no eran más que opiniones, puros puntos de vista que uno considera verdad, solo porque sí, porque son nuestros y ya está.

Fue ahí que borré todo y lo que salió fue esto.


miércoles, 21 de febrero de 2018

Otro título

Este post, agrupación de palabras, escrito, texto, llámelo como quiera, estimado lector, iba a tener otro título, ¿cuál?, no sé, pero iba a tratar sobre algo que alguien dijo hoy en una reunión y que en el momento que lo escuché, se me ocurrió conectarlo con otro tema y pensé: “Creo que puedo escribir unas cuantas palabras sobre eso”.

Pero, como ocurre muchas veces, ambas ideas, la principal, la que escuché, y la secundaria, con la que de alguna forma iba a respaldar a la primera, se me esfumaron de la cabeza, dado que aún no he perfeccionado el arte de anotarlo todo, manía indispensable, creo yo, para escribir, pues ¿cómo saber qué de una frase que pensamos, de algo que escuchamos, un sencillo avistamiento, lo que sea, no va a germinar un cuento o una novela? Además no es tan bueno confiar tanto en la memoria.

En el momento en que intenté recordar el tema y no pude hacerlo, lo dejé ser, me dije: “fijo cuándo me siente a escribir va a aparecer como por arte de magia”, como si ponerme a teclear lo fuera a invocar, pero luego de estás 192 palabras, sigue sin salir a la superficie de mí consciencia. 

Es un poco frustrante, porque es como si uno quisiera agarrar una paloma que picotea el piso mientras camina torpemente llevando, en cada paso, un ritmo cualquiera con su cabeza. De antemano uno sabe que, de adulto, no tiene sentido alguno corretear un pájaro, pero supongamos que nos empeñamos en hacerlo  y corremos  como locos detrás del animal, que sale volando apenas se siente amenazado. De ahí, imagino que tiene que ver algo todo ese cuento de “Se me fue la paloma”.

Tal vez ese podría haber sido el título, pero no creo que la idea y/o paloma, me haya abandonado aún. Quizás está, digamos, hibernando para hacer su aparición en un momento crucial, uno de esos en que uno se queda sin nada por decir. De pronto esa idea perdida, será la perfecta para rellenar un silencio incomodo o para meter la cucharada en el momento indicado. Ya les contaré.

martes, 20 de febrero de 2018

Extremos

Ya casi es de noche y estamos en una sala de espera. Esperamos. Eso hacemos mi hermana, mi madre y yo, y pues de ahí su nombre, me refiero al de esas salas, ¿no? No es una sala cualquiera, es decir, no es la de un consultorio odontológico, donde uno va a un control rutinario, sino la sala de espera de un hospital.

Los que llegan tienen que quedarse de pie, pues no hay lugar donde sentarse. Todos los sofás de la sala, de cuero negro, rígidos y de aspecto frío, están ocupados por nosotros, personas con caras largas que ya no sabemos qué hacer aparte de mirar el celular, hojear un libro, una revista o conversar; en un lugar donde, al parecer, el tiempo se expande de forma extraña.

Parece que eso de conversar lo hacemos desinteresadamente, como para aplacar esa ansiedad y tensión que permea la sala. Un hombre, aprovechando que dos mujeres se levantan del sofá en el que está, se recuesta sobre él boca arriba, y sólo deja un puesto libre. El celador se acerca, le da dos golpecitos con el dedo índice en una pierna y le dice: “Los sofás son para todas las personas”. El hombre, con cara de cansancio, se reincorpora de inmediato y lo encara. Alega que ha estado ahí desde las 3 de la mañana, murmura otras palabras ininteligibles, y les dice a sus acompañantes que va a salir a dar una vuelta. 

Hay dos puertas a los extremos de la sala: una que da a las salas de cirugía y la otra al pabellón de maternidad. Cada cierto tiempo, de la primera, el celador que la vigila dice fuerte: “Familiares de Fulanito de tal”, y estos se ponen de pie para hablar con el doctor que acaba de realizar una cirugía a uno de sus familiares. 

Es nuestro turno, y el celador pronuncia el nombre de mi padre. Mi madre y hermana, que están hablando, no se dan cuenta. “Ya nos llamaron”, les digo y nos acercamos a conversar con el doctor, un hombre de aspecto bonachón, de unos cincuenta años, que se quita un tapabocas segundos antes de apretarle la mano. 

Con una amplia sonrisa nos tranquiliza, al tiempo que nos cuenta que todo salió bien, y que ya sólo debemos esperar a que pase el efecto de la anestesia. 

El gesto de mi madre, despojado de toda tensión, es otro. A mí izquierda el celador, ese voceador de nombres, juega con un esfero en su mano. Aprovecho para preguntarle cómo es cuando las noticias no son buenas, que si las dan ahí mismo. “Si, un poco más hacia adentro” responde.

lunes, 19 de febrero de 2018

Aguacero

El aguacero me toma por sorpresa a pocas cuadras de mí casa. Arrancó con una cadencia lenta, una mera llovizna, pero fue cobrando fuerza, como un in crescendo, si la figura aplica, y si no bueno, me gusta esa palabra; hay palabras que, pareciera, se pueden saborear y esa es una de ellas, al lado de bourgeois y otras cuantas, en fin, volvamos a lo del aguacero.

En medio de su etapa de lluvia menuda, apresuro el paso y justo antes de que el cielo se quiebre, paro en la entrada de un edificio para escampar. El agua cae en su sinfonía desordenada de aguacero, golpeando con rabia el suelo. Dos mujeres rollizas, ambas con una trenza larga y pelo negro y bolsas plásticas en sus manos también deciden esperar en ese sitio. “Uyy no hermana, tocó esperar” le dice una a la otra y luego ríen, no sé de qué pero hago como que si y le sonrió a una de ellas. La mujer me devuelve la sonrisa sin decir nada. 

“Va para largo pienso” mientras suena Anthem y, con la vista clavada en el suelo, me sumerjo en el sólo de guitarra de esa canción, que me parece igual o más sabroso que la palabra crescendo.

Percibo que el aguacero va a finalizar o se va a convertir en una lluvia floja pero no, toma fuerzas de quién sabe donde y arranca a llover de nuevo con furia.

Levanto la vista. La calle está muy sola. Cada cierto tiempo pasan personas envueltas como en un halo de melancolía, producto de la lluvia. Algunas llevan sombrillas y otras, que no tienen inconveniente con mojarse, van sin ellas, incluso veo una mujer en pantaloneta, de bonitas piernas, con un saco de capucha empapado.

Al frente, a lo lejos se alcanza a ver un edificio blanco de 4 pisos, con las luces encendidas en todos, aunque está casi por completo desocupado, una de esas paradojas urbanas. Sólo se ve una mujer en el segundo, una señora de la limpieza con un uniforme azul, que trapea el piso con desgano.

Un hombre  empuja su puesto de trabajo, una carreta de dulces envuelta en plásticos negros y él también va envuelto en un impermeable amarillo. Salpica y levanta mucha agua con cada paso, pero camina con decisión, con una cadencia que tal vez le hace falta a la mujer que trapea el piso.

Luego pasa una Chiva Rumbera, un lunes; si, cuesta creerlo por ser inicio de semana y también cuesta creer que todavía existen. Está forrada con plásticos negros y se ven fogonazos de luces de discoteca en su interior, pero, al parecer, va con muy pocas personas, todas sentadas.

El aguacero termina y sigo mi camino.

domingo, 18 de febrero de 2018

M&M's y cerveza

Erick, el primo de unos primos, tiene diez años. Luego de comprar las boletas para entrar a cine, nos dice que quiere M&M’s. Le digo que es de los míos, pues me gusta combinar las crispetas de sal con los que vienen en un empaque amarillo, pero él me responde que no, es decir, que no quiere crispetas, ni gaseosa, “¡Es un asco!”, dice haciendo una mueca, y que solo necesita sus M&M’s.

En el supermercado parece que la gente compra cosas como si se estuvieran aprovisionando para una guerra, pues las filas son inmensas. Nos separamos en varias, y al final nos hacemos a la que está más corta o tiene una cajera eficiente y por eso se mueve más rápido. 

Al rato de comenzar a hacer fila, un empleado del supermercado se nos acerca, con un letrero amarillo plastificado en las manos, y nos pregunta que si por favor podemos decirle a la posible gente que llegue a hacer fila, que en esa caja ya no van a atender más porque la van a cerrar”. Le damos a entender que sí, que vamos a cumplir con esa amarga función, pero olvidamos sus palabras y la fila crece en segundos.

Otro empleado se acerca y les dice a las personas que acaban de llagar, que la fila solo va hasta nuestro grupo. Algunos reniegan y, resignados, se dirigen hacia otras cajas.

El empleado se queda por un rato vigilando que nadie más se haga en la fila, luego se aburre y se va. Justo después llega un grupo de tres amigos, dos que parecen adolescentes y otro, el líder supongo, que lleva barba y una chaqueta de Jean negro descolorida; parece mayor. 

En sus manos llevan trago, algunas botellas y cajas de cerveza y discuten, entre risas, sobre si les gusta o no tomar guaro. El cajero los ve y les repite que la fila solo va hasta nosotros. “¿Qué dijo ese men?” pregunta el hombre de barba. Le doy la mala noticia de que no pueden pagar sus cervezas en la caja. Los adolescentes protestan en medio de gestos de tedio, pero el hombre de barba, en su actitud de líder y en completa calma, les dice: “Tranquilos, vamos a hacer fila a otra caja y nos vamos tomando una cervecita”.

jueves, 15 de febrero de 2018

Voces

No sé quién cuenta esto, bueno o si, seguro un narrador, pero ¿quién o qué es eso?, imposible saberlo. Hoy pensé en este tema apenas me desperté.


Siempre ese yo de la primera persona un poco mezquino, algo creído y autoritario, que habla con propiedad y que se atreve a narrar algo. A veces creo que eso de la primera persona se refiere a ser el pionero, el primero en hablar, más no a la voz narrativa, pero ¿quién soy yo para saber algo?

Atropellemos estas palabras y que, por su culpa, se cometa el “error” de cambiar de voz. Es él sobre quien cuentan algo, un él sin nombre, una tercera persona involucrada; Él imagina que, en su caso, el escrito tiene esa voz, porque la primera es él, aquel sobre el que se cuenta algo, la segunda el lector, y la tercera el narrador, pero igual que en el caso de la primera, no lo sabe, siente muy raro todo ese tema del narrador y, pues mucho más, definirlo y tratar de explicárselo a alguien.

Lees esto, pero no sabes de que trata o si te va a servir, no quieres desperdiciar ni un segundo de tu vida, quieres ser el primero, alejarte del tercer puesto, pero te tocó conformarte con el segundo, la segunda persona, aquel en el qué narrador, personaje y lector se entrelazan de misteriosa manera y no sabes quién es quién.

El otro día en una reunión, dijiste que el narrador existe en cualquier texto, incluso en la más simple noticia del periódico, pero alguien refuto tú teoría y te dijo que no, que eso es imposible, que solo la literatura cuenta con él, que es imposible hallarlo en otros textos: un E-mail, las instrucciones para armar un mueble, la guía de televisión, etc.

Igual, ¿qué importa? Por ahí voy, vas, va; vamos narrándonos, muchas veces sin darnos cuenta.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Café con arepa

“Café con Arepa” es uno de sus desayunos preferidos o, más bien, de combate, pues implica muy poca preparación, es decir, solo necesita poner a calentar la arepa y hacer el café. Otro cuento sería preparar la arepa desde cero, pero sus habilidades culinarias tienden a la baja.

Le gustan las arepas delgaditas, pero con algo de sabor, no como esas gruesas, que llevan un montón de queso por dentro, ni mucho menos esas rueditas pequeñas que ponen en las bandejas paisas de los corrientazos que, además de ser pequeñas, no saben a nada.

El horno en el que la calienta es pequeño y tiene tres perillas: la primera controla la temperatura; la del medio, el tipo de horneo, y la tercera, el tiempo.

Siempre gira la primera a más de 300 grados. Un poco exagerado, lo sabe, pero esto se debe a que intenta que la arepa esté caliente, justo en el momento en que el agua hierve. Es una técnica que sigue perfeccionando pues nunca ha ocurrido tal escenario, ya que el agua hierve muy rápido, así que al principio la pone a calentar en bajito, para luego meterle más candela al fogón. 

La perilla del medio, por alguna razón que desconoce, la ubica en la opción de “hornear” aunque tiene claro que la arepa ya fue horneada, junto a cientos de otras, en un horno industrial, que imagina descomunal. Las otras opciones de esta perilla son: calentar y tostar, pero para la primera no tendría que mover la perilla, cosa que le molesta un poco, y la segunda, tostar, la asocia con comer suela de algo; está seguro que necesito un test psicológico con todo ese cuento de poner a calentar una arepa.

La última perilla, la del tiempo, es la que más le gusta manejar, pues luego de girarla, comienza a hacer un ruido que imagina como el temporizador de una bomba. Cuando está perilla termina su recorrido, suena como un campanazo, que nunca, óigase bien, nunca ha coincidido con el momento en el que el agua hierve.

martes, 13 de febrero de 2018

Ninja en la selva

Cuando era pequeño estaban en auge las antenas parabólicas. En mi edificio pusieron una a la que le entraban los canales peruanos, unos de películas, Cinemax y HBO, y también estaba el infaltable Disney Channel.

Esa esa época, en la que estaba “enamorado” de Kelly, la de Saved by the Bell, lo veía mucho. Recuerdo que pasaban unos comerciales de juguetes buenísimos, no tanto por los juguetes en sí, sino por la forma en que los exhibían. Por ejemplo, si promocionaban unos muñecos, qué se yo, digamos, unos militares o mercenarios, los montaban en camionetas que atravesaban una selva en miniatura y, mientras lo hacían, ocurrían explosiones y sonidos de armas de fuego.

Nunca me compraron ninguno de los juguetes que anunciaban porque, supongo, era complicado conseguirlos, pero en una navidad me regalaron un Ninja. Era uno de esos típicos muñecos de plástico con las extremidades tiesas. La mano izquierda del muñeco tenía los dedos en posición de agarrar algo, y ese algo era una Katana gris que, ajustándola a presión, parecía como si la estuviera sujetando con mucha fuerza. En su arsenal de armas también contaba con unas estrellas, pero esas casi no las utilizaba cuando jugaba, pues o sujetaba la espada o las estrellas y, la verdad, el muñeco se veía mejor y concordaba mejor con mis fantasías, cuando tenía la espada en la mano. 

El ninja, tenía un compañero de misión. Este era una especie de G.I. Joe con una metralleta y un chaleco con muchos bolsillos del que, se supone, colgaban granadas y cuchillos. El papel que interpretaba el militar siempre fue secundario, pues el ninja era el chacho del paseo, el cool, el que, al final del día, salvaba la patria. 

Aunque me resultaba imposible recrear los escenarios de los comerciales de televisión, procuraba que los muñecos interactuaran con otras cosas diferentes a los implementos con los que venían equipados. Uno de mis escenarios favoritos para las misiones de esa dupla pintoresca, era uno en el que el ninja debía aterrizar en el techo de un garaje de carros Fisher-Price. Aterrizar era un decir, pues más que aterrizar lo que hacía era estrellarse contra el techo, para luego terminar en el piso. 

Para esa compleja misión, que no recuerdo si era la misma siempre, supongo que cambiaba el objetivo cada vez que la recreaba, amarraba un hilo de la chapa de la puerta al techo del garaje, y el ninja, gracias a la posición de agarre de su mano, se podía deslizar por el hilo, para luego estamparse contra el suelo, pero siempre se reponía y salía victorioso.

Quizá por eso era que prefería al ninja, pues las manos del G.I. Joe solo le servían para sujetar su arma y no contaba con la habilidad necesaria para agarrar el hilo y deslizarse por él.

lunes, 12 de febrero de 2018

Tatuajes y notas musicales

La mujer lleva una camisa suelta que permite que se le vean sus hombros y parte de la espalda. En el omóplato derecho lleva un tatuaje. Son tres notas musicales inclinadas y en color negro; una corchea, una negra y una clave de sol, que, parece, se revelan ante un pentagrama, pues están una encima de otra. 

¿Por qué se lo hizo?, ¿tiene un significado especial para ella o solo le gustan esas formas de trazos elegantes?, imposible saberlo, pero me gusta pensar que hay toda una historia detrás del tatuaje, que no solo son unas figuras que le agradan, sino que tienen un significado especial para ella. 

Hace un tiempo una amiga se hizo uno del mantra Om en sánscrito, no porque sea muy mística o algo por el estilo, sino solo porque le gusta la figura. Laura, una mujer que conocí hace poco,  lleva un tatuaje grande y a color en la espalda; había sido el regalo de una amiga tatuadora para su cumpleaños. Nunca había pensado en hacerse uno, pero no dudo en aceptarlo como regalo.

Más tarde, una pareja de novios camina agarrados de las manos. De repente ella lo frena, se pone delante de él, cruza los brazos sobre su cuello y se empina para darle un beso. Se ve, por lo menos en ese instante, que suenan bien, son una melodía que funciona.

Luego, a lo lejos, se ve una mujer que camina lento en dirección contraria.  Está oscuro y pienso en La Patasola.  El beat de sus pasos es extraño, lleva un bastón y cojea. Más cerca, noto que su pierna izquierda produce un destiempo en su caminar.

Cada uno con sus tatuajes y notas musicales.

sábado, 10 de febrero de 2018

Más allá

Mi muerte del día tuvo sus inicios hoy muy temprano. Me dormí en la madrugada con la firme intención de levantarme tarde o más bien, de cumplir con esas 8 horas de sueño reglamentarias de las que tanto se habla. No ocurrió lo esperado y me desperté unas cinco horas después, como si tuviera una cita importante, o un avión o tren que tomar para llegar, claro está, a la cita.

Despierto, la paleta de opciones de qué hacer, la lideraba la dupla: ver un capítulo de una serie en Netflix o leer. Me decanté, palabra que en este momento me parece graciosa, por lo primero, pero la red inalámbrica no funcionó, así que terminé en lo segundo. Luego de leer le di gracias a los miles de sucesos que no permitieron que me pusiera a ver televisión, porque los capítulos que leí, permítame hacer uso de un cliché,estimado lector, me llegaron al alma; eso que no sabemos si existe o  nos habita, pero que, si nos fijamos bien, tiene algo que ver con el más allá.

Luego salir. Almorzar, sol, caminar, etc. un día como el de cualquier otra persona aquí o en Japón; suponiendo que allá también hizo sol. De vuelta a casa Netflix seguía jodido así que me soplé otras líneas de la novela hasta que los ojos se me comenzaron a cerrar. 

“Voy a descansar un ratico” pensé, y los cerré, adentrándome en los mares del sueño, en un duermevela agradable. Recuerdo que alcancé a soñar algo, fueron imágenes placenteras, escenas sin edición y/o conexión alguna, pero la vigilia, en un último esfuerzo por tomar control, encendió una alarma “¡Atención! Tiene los lentes puestos, no puede quedarse dormido.”

No sé cómo le hice caso y me levanté para quitármelos. Luego caí en un profundo sueño o una pequeña muerte, pues, como leí una vez, dormir es morir un poco. 

Antes de desconectarme, recordé lo que me dijo un amigo en un viaje que hicimos a Cartagena hace muchos años. Habíamos acabado de almorzar y le comenté lo rico que sería tomar una siesta. Él me miro con cara de asombro y me dijo: “Señor: para dormir, la eternidad”.

viernes, 9 de febrero de 2018

Diálogos

El escritor cuenta que es una persona muy solitaria a quién no se le da bien escribir diálogos, que por eso sus personajes tienden a ser solitarios, bueno no los califica con esa palabra, sino que los define como “concentrados sobre sí”, que suena como a lo mismo, ¿no? 

Me llaman la atención los títulos de sus novelas, pero no los anoto; me autoengaño pensando que los voy a pasar por alto, pero sé que se me van a quedar grabados en el subconsciente y que en cualquier momento rasgunañaran la superficie de mis pensamientos, y el universo conspirará de alguna manera para que me los encuentre de nuevo en un artículo, en el estante de una librería o en una conversación; solo por mencionar algunos escenarios. Recuerdo lo acertado que estuvo Frank Zappa: “Muchos libros, poco tiempo”. La cantidad de libros que se quiere leer siempre crece a una tasa inversamente proporcional a la velocidad de lectura.

También cuenta el escritor, que ese ensimismamiento de sus personajes, los lleva a refugiarse en el alcohol. Me gustaría sentarme a tomar unos tragos y dialogar con ellos, pues imagino que son buenísimos para dar consejos o para enfrascarse en monólogos que quizá los enredan a ellos, pero iluminan al resto.  Pero quién sabe que tan fácil sea cumplir eso, pues ya sabemos que tienden a ser solitarios y deben evitar ese tipo de espacios. 

Pensé que tenía algo más que decir acerca de los diálogos, quizá sí, pero son un montón de opiniones que, viéndolas bien, aburren un poco. 

De pronto quiero parar acá porque tengo sueño, o porque me distrae ese grupo de mujeres que están celebrando el cumpleaños de una tal María Camila en un edificio cercano, cantando música para planchar a grito herido; ya saben ustedes, ese popurrí de: Debo hacerlo todo por amooor…. En fin, están en su derecho, es viernes.

Volviendo al tema, el escritor se llama Antonio Ungar.

jueves, 8 de febrero de 2018

Felicidad

Tatiana se dirige hacia la oficina en una buseta y tiene rabia, pues el cable de uno de sus audífonos, el derecho, ya no suena. No fue algo que ocurrió de un momento a otro, pues todo, aunque nos cueste verlo, ocurre de manera gradual.

El cable había comenzado a molestar hace dos días y ella solucionaba el inconveniente moviéndolo violentamente hasta que volvía a funcionar, pero hoy se dañó por completo, y por más que lo presiona y retuerce de diferentes maneras, sigue muerto. 

Muerte, a Tatiana siempre la asalta ese tema en el momento menos pensado, ¿a quién no? 0 y 1…había pensado horas antes, vida y muerte; sístole y diástole; inspirar, espirar, filo y abismo. Duplas que, sin darnos cuenta, nos consumen.

Entre los muchos globos de su recorrido en bus, había llegado a la conclusión de que, sin darnos cuenta, morimos repetidamente durante el día cada vez que botamos el aire que segundos antes habíamos tomado; “Respirar es la metáfora perfecta para la muerte” había pensado. 

Se quita los audífonos y los guarda en su maleta. Intenta mirar por la ventana y ver como las fachadas de los edificios ocupan su visión solo por unos segundos para dar paso a otras. 

Un tintineo repetitivo la abstrae de su ejercicio contemplativo. Lo produce un hombre que va de pie y que, con su anillo, ha decidido llevar el ritmo de una salsa sexual sobre el tubo de la buseta.

Le fastidia, pero decide no amargarse el rato y escuchar la letra de la canción: No puedo evitar caer al profundo abismo de tu desnudez, “¿A quién se le ocurren semejantes ridiculeces?” se pregunta.

Al rato la canción acaba junto con el golpeteo del timbalero frustrado que va de pie. De inmediato un grupo de locutores comienza a hablar. Es uno de esos programas en la mañana, donde todos parecen contentos. Uno de ellos habla sobre una encuesta que hicieron en un país, donde les preguntaron a las personas si eran felices y por qué. “Si les preguntarán a los tarados detrás de los micrófonos, su respuesta sería muy fácil”, piensa Tatiana. 

Tiempo después de dar apreciaciones flojas sobre el tema, uno de los locutores cuenta un chiste y todos ríen, “vaya, sí que si son felices” piensa ahora, y luego cae en la pregunta, “¿Soy feliz?”

Sabe que es una pregunta sin respuesta, pues no lo considera un estado absoluto. Le da vueltas por un rato en su cabeza y cuando está a punto de sumirse en un existencialismo aburridor, el pasajero del anillo la salva, pues empieza a sonar otra canción: Vivir sin Aire, que bien sabemos todos de qué agrupación es. 

Al hombre, al parecer, no le importa llevar el ritmo de lo que sea: balada, bachata, salsa, merengue, y lo hace con desparpajo; encuentra el golpe y tiempo perfecto o, por lo menos, así lo cree. Luce feliz.

martes, 6 de febrero de 2018

Sin territorio

Son cuatro mujeres. La menor no debe tener más de 43 años y la mayor no más de 55. Cuando llegan al lugar, piden un té de frutas y luego se sientan. 

Comienzan a conversar, Una de ellas, de pelo y ojos negros, que lleva puesto un saco de cuadritos a colores y tiene un acento de otro lugar, es la primera en hablar. Cuenta que su hijo, que tenía 19 años, murió hace dos años. “¿Cómo fue?”, le pregunta una de las mujeres, sin ningún ánimo de morbo en su voz. 

En ese momento llega la mesera con sus bebidas, cuatro copas de líquido rojo con trozos de frutas en su interior que dejan una estela de vaho en el camino.

“En un accidente automovilístico” responde la mujer, y se queda callada unos segundos, como recordando el trágico episodio. 

También les dice que para ella ha sido muy provechoso el haberse mudado a Colombia, porque el pueblo en el que vivía en España era muy pequeño, y los lugares y personas no hacían más que recordarle a su hijo, y con esos recuerdos era inevitable que no llegara la tristeza que poco a poco se transformó en una depresión.

Calla por unos segundos, mientras sus amigas digieren lo que acaba de contar. Antes de que alguna comente algo, concluye: “Mi familia siempre me dice que cuando voy a regresar, pero yo no tengo una fecha de regreso, no me siento ni de aquí ni de allá. No quiero pensar que me voy a ir mañana o que me voy a quedar. La voz le tiembla al decir estas últimas palabras. Una mujer, la más vieja que lleva puesto un sastre azul oscuro, le pasa un pañuelo para que se seque las lágrimas.

La mujer deja de hablar. Segundos después otra, la que parece dirige el grupo de apoyo, comienza a hablar: “Una de las tareas más importantes es aceptar la perdida. En mí caso, en el sepelio de mi hijo pensaba ¿Qué hago aquí? Me sentía como en una película. Debemos aprender a expresar las emociones de la perdida.”

“Si”, interviene otra, “lo mejor que podemos hace es sentir”.

La mujer, ya un poco más calmada, vuelve a hablar: “Con mi familia, sin necesidad de decirnos nada, hemos hecho un pacto para no hablar sobre el tema. Incluso al nene (su hijo menor que ahora tiene trece años) no le decimos nada. Para él todo fue muy traumático en esa época, pues, en ese entonces, su padre también murió de cáncer 8 meses antes”.

Logra contener las lágrimas y continúa hablando: “Yo estaba muy mal. Mis familiares pensaban Se va a volver loca, y tenían miedo de que me hiciera algo. Fue ahí que empecé a ir al psiquiatra y me medicaron, pero eso me hizo sentir peor, porque los medicamentos me dejaban sin ánimo de hacer nada. Por eso decidí dejar de tomarlos, y ahí mi familia pensó que era lo peor que podía hacer.

Hoy en día prefiero no contarles que voy a reuniones como esta, para que no piensen que estoy mal, y es que en verdad no lo estoy, pero siento que necesito hablar de este tema con alguien.

“Tranquila” le responde la mujer del sastre azul, “Mi familia a mí me dice, ¿usted todavía va a esos grupos a llorar? No vuelva, ¿para qué va a eso?

lunes, 5 de febrero de 2018

Saga

Alonso Cañizares se sienta a escribir, pero no tiene idea sobre qué. No importa, se obliga a hacerlo, pues sabe que no hay otra forma de contrarrestar el síndrome de la pantalla en blanco. Escudriña su cabeza en busca de ideas, algo, cualquier evento, suceso del día o recuerdo del que pueda agarrarse, para luego exprimirle un par de líneas, pero nada ocurre.

“Estoy seco de ideas” piensa. “¡Seco de ideas! Que frase tan ridícula.” Se dice ahora. Luego se pone de pie y busca un saco, pues hace mucho frio. Afuera la nieve cae con la misma parsimonia de siempre. La mira a través de la ventana, como hipnotizado ante el evento climático, por unos segundos. Cree que podría escribir algo sobre el clima de mierda de su ciudad, pero se ha prometido no tocar ese lugar común en ninguno de sus escritos, y, mucho menos, que sea su fuente de inspiración. “¿Acaso no soy escritor?” se pregunta ahora. Recuerda aquellos días de Gloria de “La Realidad líquida”, su primera y única novela hasta el momento; una época en la que mares incontenibles de palabras se vaciaban a través de sus dedos.

Busca unos ejercicios de escritura, a ver si de pronto le ayudan a abrir el grifo de las palabras, pero desiste de la idea cuando lee el primero: “Haz que un personaje convenza a otro de hacer algo realmente estúpido”. Cataloga el ejercicio, al igual que esos personajes que nunca escribe, como estúpidos y cierra la página. Además, también cree que él, un escritor publicado, ya esta muy por encima de esos amateurs que pierden el tiempo con ejercicios de escritura creativa. 

Dado el éxito de la novela y la popularidad de las sagas, su editorial le pidió que escribiera una segunda parte y que fuera pensando en una tercera, pero Cañizares no tiene ni la más mínima idea sobre qué van a ser esos dos libros. Para él la historia que planteó en la Realidad Liquida era entera, redonda, no le faltaba ni sobraba nada, y así se debía quedar, pero no pudo resistir la tentación al adelanto que le prometieron, sin necesidad de entregar una idea o unas cuantas páginas de esa continuación que, se supone, ya debe tener definida y estar escribiendo.

En su escritorio hay una hoja de periódico. Decide leer una de las noticias a ver si logra encontrar algo, una asociación disparatada de temas que le permita teclear unas cuantas palabras, un inicio flojo, si acaso, que está seguro escribirá y reescribirá miles de veces.

Es una noticia de días pasados en la que se anuncia que pronto se conocerá al ganador del premio Alfaguara. También cuenta que el jurado recibió 580 manuscritos y que el ganador recibirá 175.000 dólares, una escultura de Martín Chirino y la publicación simultanea en el territorio de habla hispana.

Cañizares no tiene idea de quién es el tal Chirino y no le importa, “que se muera ese condenado”, piensa. La cifra del premio obnubila su mente. “A eso es a lo que le debería apuntar, en vez de intentar alargar una historia compacta” piensa.

Recuerda que el otro día en una librería vio a un vieja, con pinta de lector empedernido, hablando con el librero. el primero le decía al otro: “La verdad yo siempre le pongo atención a quién se gana el Pulitzer de novela, siempre termina siendo mejor que el nobel”.

Aún inmerso en la fantasía del premio Alfaguara, Cañizares imagina a otro viejo que se fija en el ganador de ese premio antes que cualquier otro, y a él como ganador.

Escucha un fuerte ruido en la calle y acto seguido teclea “El disparo lo tumbo al piso”, no tiene idea a quién, ni mucho menos quién disparó, pero confía en que ya vendrán las palabras, solo tiene, como hoy, que sentarse y obligarse a escribir.

sábado, 3 de febrero de 2018

Lavar la vida

“Una noche él la encontró inconsciente al pie de la escalera tras
ingerir un frasco entero de somníferos. La muchacha lo agarro
de la muñeca y se negó a soltarlo, así que él la acompaño en
la ambulancia al hospital, donde le practicaron un lavado
de estómago y le salvaron la vida.”
- Joseph Anton –


Hoy leí ese párrafo y me gusto mucho por una razón que pienso explicar unas líneas abajo. No estaba seguro en dónde incluir la cita y finalmente decidí que abriría el post, pues es una escena que lo engancha a uno de inmediato, ¿no?

Uno de los aspectos que más me agradan al leer un libro, son las figuras narrativas y como estas nos hacen sentir bien. La escritora Paula Roque dice que ese recurso del lenguaje es como si dejáramos joyas periódicamente a lo largo de un camino en el bosque, y no tienen otro fin que ayudar a las personas con la lectura.

Las figuras funcionan así de bien, porque parecen estar dedicadas a cada lector, es decir, las asociaciones que cada uno hace, se deben a recuerdos y/o experiencias que nos despiertan alguna emoción,  y que al asimilarla se transforman en algo diferente. 

Ese aparte del memoir de Rushdie me llamo la atención, porque aparte de la fuerte imagen que recrea, cambié la palabra salvaron por lavaron: donde le practicaron un lavado de estómago y le lavaron la vida.” Me pareció un acierto esa frase, y una bonita manera de decir que la mujer se había salvado.

Cuando me encuentro ese tipo de frases que me agradan, las trato de saborear al máximo y leo y releo varias veces. Hoy, al hacerlo por tercera vez, caí en cuenta que la palabra era “salvaron”.

De todos modos, la idea de poder lavar la vida de alguien con alguna acción bien sea física o emocional, me parece chévere. Quizás algún día escriba un relato que tenga que ver con eso.

jueves, 1 de febrero de 2018

Hermoso

Es de noche y el estadio está lleno. Las tribunas se alumbran con  fogonazos, producto del flash de las cámaras.  Los asistentes no paran de tomar fotos, ¿a qué?, seguro al escenario, a los protagonistas; igual es imposible saberlo. En estos tiempos parece que todo merece una foto, ser mostrado, evidenciado.

El público se enloquece cuando dos hombres musculosos, uno negro, el otro blanco, se dirigen hacia el escenario. Un reflector los y les alumbra el camino que los lleva hacia una jaula en forma de hexágono. El espectáculo consiste en ver como dos personas se parten la cara por fama, por dinero, quizá por odio. las razones tal vez sobran en esa especie de Coliseo Romano sediento de sangre.

El primero lleva barba y cara de pocos amigos; una de esas personas con las que uno espera no tener ningún inconveniente en la vida, qué se yo, digamos que un amigo borracho le busque problema. El otro, el blanco, lleva un bigotito al estilo Hitler y tampoco tiene pinta de misionero. 

El árbitro los llama y tal vez les dice: “golpéense lo más duro posible”, o algo por el estilo, pues las reglas son más bien pocas. Los contrincantes se sostienen la mirada por unos segundos y se chocan los puños de la mano derecha, como dando a entender: “Todo bien, no es nada personal”.

En los primeros rounds la pelea es pareja. Los contrincantes se estudian dan vueltas uno alrededor del otro, lanzan y conectan algunos puños, con pinta de cachetadas inofensivas. Parece que quieren destinar todas sus energías a esa estocada final que dejará inconsciente a su oponente y les dará la victoria.

Yo le aposte todo al negro, el de la pinta más sádica, que no tendría inconveniente alguno en arrancarle la cabeza a su oponente si así se lo permitieran. 

Inicia el tercer round. El hombre de blanco quién, paradójicamente lleva una pantaloneta negra, luce más fresco y embiste al negro, de pantaloneta roja, con dos fuertes ganchos de derecha. El segundo se inclina hacia atrás todo lo que puede intentando esquivar los golpes, pero el terreno se le acaba y choca con la reja, lugar en el que recibe otra sucesión de puños que soporta como si fuera un saco de arena. Lo salva el campanazo que indica el final del asalto. 

Se van hacia sus rincones, y el hombre blanco se pone de pie antes de iniciar el siguiente asalto y, con actitud triunfalista, levanta los brazos hacia la tribuna. Está listo para terminar con su contrincante.

El negro por fin se pone de pie. Respira agitado y va al encuentro de su oponente al centro del hexágono. Nuevamente chocan los puños, como dos amigos que en vez de jugar una partida de cartas deciden que es mejor acabarse a punta de golpes.

Comienzan de nuevo la danza de estudio. De repente el negro toma impulso con su pie derecho y salta al tiempo que eleva la rodilla izquierda, que impacta la cara de su contrincante, ese que, como ya sabemos, hacia pocos segundos se relamía en una victoria inexistente. Cae al suelo y, sin piedad alguna, el de la pantaloneta roja se le abalanza encima y empieza a darle golpes, tres con el brazo izquierdo y uno con el derecho, como si fuera su única misión en la tierra.

El árbitro, ese que les había dicho que se partieran la cara duro para dar un buen espectáculo, se apresura a separarlos.

Que buen timing el que tuvo con esa rodilla voladora. Sabía justo cuando debía realizarla. Eso fue hermoso” Dice un comentarista.