miércoles, 31 de marzo de 2021

Avisos para desnutrir el alma

Las gafas de las que les hable hace un tiempo, se estropearon por completo, así que hoy tuve que ir a donde una optómetra para que me recetara una fórmula nueva.

Tenía una pereza infinita por tener que salir. No entiendo cómo las personas se mueren de ganas por viajar o salir de la casa, si a mi me da pereza hasta salir a la esquina, en fin.

Pedí un Uber y ya en el carro, la aplicación decía que el viaje se iba a demorar alrededor de 20 minutos. “20 minutos para mirar por la ventana y echar globos", pensé, así que evité el contacto visual con el conductor, para no tener que iniciar una conversación sobre el clima o el tráfico, y me dispuse a mirar, digamos, el paisaje urbano.

El carro tomo la carrera 30 y en un punto en que la vía estaba trancada, me puse a leer unos avisos que estaban pegados a la columna de un puente. Uno decía inglés – Inmersión Neurolingüistica. Imaginé entonces el mar de la neurolingüística y un buzo que se sumergía en él a encontrar ese idioma, una fantasía producto de la palabra inmersión que, me parece, evoca buenas imágenes.

Más adelante, pasado el atasco, había otro aviso pegado a un muro con dibujos precolombinos, que decía: “Vendo lote”, y abajo aparecía un número de celular en color rojo.

El más seco de los mensajes decía: planos y licencias. También lo acompañaba un número de celular, pero no decían ¡llame ya! o cualquier indicación para tomar alguna acción, todo un sacrilegio en contra del copywriting.

Después intenté fijarme en más avisos, pero la vía se despejó, y a la velocidad que iba el carro no los alcanzaba a leer.

El último que vi fue el de Místico restaurante-café: Nutre el cuerpo y el alma.

martes, 30 de marzo de 2021

El sabio

Su apellido era Restrepo y tuve un par de clases con él en la universidad. Su aspecto era menudo y tenía cierto aire de eterno adolescente, pero su forma de hablar pausada, casi con puntuación incluida, y un tono de voz grave, hacían pensar que era un viejo sabio que por alguna artimaña del destino había quedado atrapado en ese cuerpo joven.

Siempre era él quien iniciaba la conversación, cuando me pillaba fuera del salón, mientras esperábamos la llegada del profesor(a). “¿Qué más Rodríguez, como le ha ido?”, me preguntaba. Siempre me saludaba por el apellido.

Solo hablábamos ahí, afuera del salón, porque cuando entrábamos, a él le gustaba sentarse en la última fila, un lugar que, por mi falta de visión, no me funcionaba. Por eso nuestras conversaciones siempre quedaban en veremos, como al filo de un abismo de conocimiento milenario.

Algo bueno de Restrepo es que tocaba temas profundos, sin rayar en lo existencial, así que nunca hablábamos de fútbol o películas, por poner cualquier ejemplo, sino que él tocaba temas que lo intrigaban.

Una vez me saludó y se quedó callado. Se le notaba la tristeza a leguas. Le pregunté qué le pasaba y me contó que había terminado con su novia, porque la había pillado con otro man. No pregunté en qué situación los había encontrado; me quedé callado sin saber qué decirle.

Al poco tiempo comenzó a hablar. Me dijo que, de todas maneras, las cosas habían ocurrido de la mejor manera, pues le parecía bien que la vida nos estrelle eventos en la cara, sin importar cuáles sean, a diferencia de recibirlos o esperarlos por pedacitos.

“Es mejor que una noticia impactante le caiga a uno como un baldado de agua fría en vez de a modo de gotera, ¿Si me entiende Rodríguez?”, me dijo, mientras yo asentía con la cabeza.  Cuando estaba a punto de responderle algo, llegó el profesor y entramos a clase.

Nunca volvimos a tocar ese tema, y después de ese semestre, Restrepo desapareció.

 

 

 

 

 

lunes, 29 de marzo de 2021

Perro de pueblo

Es pequeño y esta echado en la mitad de una vía principal. Su raza es, como dicen, un cruce de calle con carrera; una mezcla de miles de ellas, que se han ido amalgamando de generación en generación.

Está ahí porque hace sol y el pavimento debe estar caliente. Solo quiere descansar. Un camión se tiene que desviar porque el perrito no se inmuta con el bramido de su motor ni con los pitos. Sigue ahí, como si nada, desinteresado de lo que le pueda pasar, o de lo que ocurra en el mundo. Podría decirse que, como la mayoría de animales, es feliz sin motivo alguno.

Parece que duerme, pero se me ocurre pensar que, con un ojo entreabierto, nos espía a nosotros los humanos. Aprovecha su modorra para meditar sobre nuestras conductas, en particular ese afán que tenemos de ir de un lado para el otro, siempre con mil ocupaciones y cosas por hacer. “¿Acaso no saben que es un día festivo?”, se pregunta.

Concluye que sí lo sabemos, pero en medio de nuestras ínfulas de citadinos, y en ese papel de turistas con sombreros y gafas de sol, desconocemos el ritmo de vida de un pueblo; cómo, en esos lugares, el tiempo se ralentiza y la angustia que produce su paso disminuye.

Deberían entender, piensa, que aquí el afán pasa a un segundo plano, que las personas se pueden dedicar al fino arte de ver pasar gente en la calle, como si no tuvieran nada más que hacer, mientras disfrutan de un tinto o una cerveza en una de las tiendas de la plaza, o a mirar el atardecer desde una mecedora, como si todos los días fueran sábado.

Eso piensa el perrito, hasta que una mujer, su dueña, parece, o una amargada, sale por una puerta y lo espanta.

“¡humanos! Cómo les cuesta comprender el concepto de no hacer nada”.

domingo, 28 de marzo de 2021

Sueños vs realidad

Leo un libro sobre storytelling de una autora que sabe mucho del tema. Explica el funcionamiento del cerebro y cuáles son las palancas emocionales que se deben accionar si queremos que una historia tenga impacto.

Dice que toda historia se puede resumir a la pregunta: ¿Qué tal si…? Que ese, digamos, es el punto de partida, y luego explica paso por paso qué se debe hacer para desarrollar ese Qué tal si, y que no solo se quede en una situación curiosa.

Con respecto a eso, dice que ahí fallan muchos ejercicios de escritura creativa. Por ejemplo, que si a alguien le dicen que escriba una historia sobre una persona que se encontró una botella en una playa con un mensaje adentro, el texto que se logra carece de sentido, porque el protagonista de esa historia fue lanzado abruptamente a ella, sin ningún tipo de contexto, sin ningún conflicto interno que, dice, es lo que en realidad desarrolla la trama.

El tema me interesa mucho, pero no sé, pienso que contar una historia no debe ser proceso tan ordenado. De esto hablan las escritoras Rosa Montero y Anaïs Nin.

La primera dice que sus novelas vienen del mismo lugar que los sueños. Cuenta que ya no le preocupa escribir una buena novela; un hecho que tiene que ver con la libertad, que significa dejar circular el inconsciente.

La segunda, en uno de sus diarios, menciona que en el yo más profundo e inconsciente se encuentra la verdadera fuente de creación.

Las mejores historias que, creo, he escrito, tienen algo de ambos mundos. Me inclino más hacia el del sueño, pero la autora del libro que les hablo dice que la creatividad, para que sea efectiva, necesita una correa para no salir disparada a cualquier parte.

viernes, 26 de marzo de 2021

El clarinetista

Hace unos años, parece que hubiera sido en otra vida, trabajé por la calle 72. Uno de los momentos que más esperaba del día, era cuando salía de la oficina y tenía que caminar hasta la séptima. Apenas pisaba la calle, me ponía los audífonos y me iba por el separador de la avenida no cantando, sino gritando las canciones que escuchaba. Suponía que el ruido del tráfico camuflaba mi voz, y por eso cantaba como si estuviera solo en el mundo. Red mosquito era una de mis interpretaciones preferidas.

Me gustaba caminar por el separador, porque estaba despejado, contrario al anden del costado sur que siempre estaba lleno de vendedores ambulantes. No caminaba por él debido a eso, sino porque pensaba que, en medio de mi distracción con el canto, en algún descuido, pisaría los productos de uno de los vendedores.

Las veces que por algún capricho, digamos andariego, de último momento, decidía subir por ese anden, a veces veía a un extranjero sentado en posición flor de loto, con un clarinete de color negro en una de sus manos. De su cuello colgaba un letrero escrito a mano, con el que pedía ayuda económica, pues afirmaba que estaba viajando por Suramérica. En el suelo, justo enfrente de él, había un sombrero boca arriba en el que se alcanzaban a ver monedas y algunos billetes. Nunca lo vi tocando el instrumento.

Siempre tuve ganas de entrevistarlo, pero no lo hice.

Deberíamos tener el valor suficiente para hablar con esos desconocidos con los que nos cruzamos en la calle y que, creemos, tienen historias de vida fascinantes.

Saber quiénes son, cuál ha sido su mayor felicidad y tristeza y qué los mueve en la vida, debería ser una de nuestras prioridades urbanas.

miércoles, 24 de marzo de 2021

Gaseosa y papas fritas

En la foto se ve caminando a una mujer que lleva puesto un vestido de novia, cogida del brazo de su padre; este lleva la cabeza erguida. La sonrisa de ambos y el brillo de sus ojos contagian de alegría. Luego de ese pico de felicidad, de esa sensación placentera que deja la foto, la frase que acompaña la imagen barre todo lo que había sentido hasta el momento “Él es mi padre, y fue una de las víctimas del tiroteo”.

Lo que les cuento trata sobre un nuevo tiroteo que ocurrió ayer en estados Unidos. Un loco decidió entrar a un supermercado a disparar. Leo sobre la noticia y cuentan que algunas personas no solo alcanzaron a grabar el tiroteo, sino que lo transmitieron en vivo y en directo.

No sabe uno qué es más loco, si el asesino o esos que cuentan con sangre fría para ponerse a grabar en esos momentos, con tal de conseguir vistas, likes, corazones, y todas esas chimbadas virtuales que dominan nuestra manera de comportarnos.

“Me impactó la declaración de uno de los sobrevivientes: “Este, parece, es uno de los lugares más seguros de Estados Unidos y casi me matan por conseguir una gaseosa y una bolsa de papas fritas”.

Esa fragilidad de la vida, esa delgada línea que separa que el curso de los eventos siga “normal”, o que todo se despiporre en lo que dura un suspiro, me cautiva y aterra al mismo tiempo.

Leemos ese tipo de noticias, nos preguntamos en qué consiste este circo, del que todos hacemos parte, por un par de minutos, y luego seguimos con nuestras vidas como si nada, pensando qué es lo que tenemos que comprar en el supermercado.

martes, 23 de marzo de 2021

El mundo que gira

El año pasado, a inicios de la pandemia, le contaba a una amiga que todo el tema del virus me generaba una sensación de desastre, pues sentía que todo estaba a punto de irse a la mierda.

Mientras nuestra charla avanzaba, me preguntó si estaba saliendo con alguien, mejor dicho, quería que le diera un resumen ejecutivo de mi panorama amoroso.

Le conté que no estaba saliendo con nadie, y le dije que con la pandemia era muy probable que ese frente continuará igual, pues ¿cómo conocer a alguien en medio del encierro?

He leído sobre personas que lo han logrado, como una mujer que contaba sobre su nuevo novio, un hombre que, en la cuarentena fuerte, la iba a visitar a su casa y le hacía visita desde el portón, incluso en días de lluvia.

Imagino que se conocieron por una aplicación y de ahí se desenvolvió toda su trama amorosa. Soy malo usando esas apps entonces, en mí caso, por ahí no es.

C, mi amiga, me dijo que no me preocupara tanto y que dejara de ser tan trágico. Insistió que la vida sí o sí continua, que al mundo poco le importa lo que pase dentro de él y seguirá girando como si nada. También mencionó, sin yo pedírselo, que me iba a presentar unas amigas.

A veces pienso que sería bueno si el mundo deja de girar por un instante, es decir, que la vida, tal como la conocemos con sus afanes y demás parafernalia, se detuviera por completo.

No estoy hablando de la muerte, más bien me refiero a una especie de reinicio, algo que nos obligue a no tomarnos todo tan en serio. Algo que borre quien somos.

Tres cosas: El mundo sigue girando, mi amiga nunca me presento a nadie y mi panorama amoroso continúa igual.

lunes, 22 de marzo de 2021

Manto pesado

Soñé algo. Ya no recuerdo qué fue. Solo tengo unas imágenes borrosas de un bosque y que mi yo en el sueño pasaba un rato agradable con alguien.

Eran las 6 de larde y leía en una de esas posiciones, de medio lado, que solo son cómodas para leer, pero mortales para el cuello.

Estaba en esas cuando de repente un manto pesado de sueño me cubrió en cuestión de segundos. Primero, parece, caí en un micro-sueño, porque cuando abrí los ojos había perdido el renglón de lectura en el que iba.

En el relato, una mujer vive una vida que no es la suya y una de las personas se da cuenta de eso, pues ella, que se supone es una científica, trata de evadir las preguntas que le hacen.

Eso fue lo último que leí, antes de que el manto pesado del que les hablo cayera sobre mí. Luego me quité los lentes de contacto, acomodé de nuevo las almohadas, e hundí mi cabeza en ellas.

Me pregunto si ese sueño que tuve tiene que ver con lo que leí. Si extrapolé algo de esa información, minutos antes de cerrar los ojos, a mi relato onírico. No lo sé.

Me desperté pasadas las 8 de la noche con la garganta seca y con una sensación extraña de noqueo, es decir, sin saber quien soy o qué hago en el mundo, pero me importó poco mi ignorancia.

Intenté recordar el hilo de los eventos del sueño que tuve, pero este se diluyo en mi cabeza, tan rápido como se había cubierto con el manto pesado.

Luego me quedé unos minutos mirando pal techo, intentando descifrar qué significa la vida, pero esa superficie no me dio ninguna respuesta.

Me puse de pie y fui al baño  a echarme agua en la cara para despertarme del todo.

sábado, 20 de marzo de 2021

Otra cosa

Algún día escribiré un post que titularé: “En defensa de la palabra Cosa”, esa que tantas personas desprecian.

Hace un tiempo leí una publicación de una mujer, en la que decía que era una palabra fácil e imprecisa, y que empobrece los textos pues les hace perder su calidad literaria, signifique lo que eso signifique.

No sé, pero nunca me han gustado ese tipo de consejos tan determinantes. Siempre he pensado que el lenguaje es lo suficientemente flexible para que cualquier palabra se pueda amoldar a un texto, en fin.

¿Y qué es otra cosa? Otra cosa es cuando un texto marcha bien, cuando uno siente que sus engranajes narrativos se acoplan de forma precisa y se cuenta algo sencillo sin ínfulas de nada.

Eso me paso hoy. Necesitaba sacudirme de encima esa sensación de fracaso que me había dejado el escrito de ayer, así que no me preocupé en volver a leerlo, sino que me puse a escribir otro que llevaba masticando un buen tiempo y que trata sobre la muerte.

Pienso mucho sobre la muerte e imagino que todos lo hacemos, pues atraviesa cualquier aspecto de nuestras vidas. Si lo hago seguido es porque creo que lo mejor es sentirla cerca, que nos respira en la nuca todos los días, y no verla como un evento lejano.

Pero bueno, no quiero caer en ese tema. Les hablaba del texto de hoy que, creo, fluyó porque no me compliqué, no traté de escribir algo que pareciera inteligente, sino que me limité a narrar lo que le pasó a alguien y ya está.

El año pasado participé en Bogotá en 100 palabras y mi cuento tenía que ver con Transmilenio. Antes de escribirlo me puse a leer los cuentos seleccionados de las ediciones anteriores del concurso, y di con uno bellísimo que más que un cuento era una descripción de una escena de vida.

En él, el narrador, en primera persona, contaba lo que veía, sin intentar adornarlo mucho: un puesto de frutas callejero y un repartidor en bicicleta que pasaba por el lugar.

Como dice la escritora Agota Kristof: “Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos.”

A eso yo lo llamo narrar la vida; en principio parece fácil, pero contar lo cotidiano es difícil, porque en cualquier momento a uno se le salta la opinión.

viernes, 19 de marzo de 2021

Si no se pudo pues no se pudo

Creo que el primer borrador de texto tiene potencial, así que trabajo en él todo el día. Es un escrito algo experimental, en el que espero que el lector se convierta en el personaje sobre el que lee.

Terminé una segunda versión en horas de la tarde y la deje reposar hasta hace media hora. Cuando la volví a leer me pareció que no tenía ni pies ni cabeza.

Se lo mostré a mi hermana y no lo entendió. Intenté explicárselo, y me sugirió mocharle un par de párrafos que le sobraban.

Ese es, quizás, uno de los aspectos más complicados al momento de escribir: saber qué dejar y qué eliminar. Determinar si se debe borrar un pedazo por más que sea una belleza lírica o esté tremendamente bien escrito, pues si no le aporta nada al escrito y lo único que hace es chirriar, entre más rápido se elimine mucho mejor.

Desde ahí el escrito estaba destinado al fracaso, pues una forma de probar que un escrito tiene futuro, es mirar si aguanta cualquier embestida de lectura por sí solo; si hay que explicarlo significa que está herido, posiblemente de muerte.

Igual intenté arreglarlo, pero llegó un momento en el que me aburrí, aunque logré una versión mucho mejor que la anterior.

Al final lo abandoné, porque a pesar de que la idea me gustaba, el texto no decía nada entre líneas y no le dejaba nada al lector, era un arrume de letras plano si nada de fondo.

De pronto, algún, día cuando descifre qué quiero decir con él, lo retomaré.

miércoles, 17 de marzo de 2021

Demonio


No sé para qué miro tanto twitter si es un lugar repleto de fanatismos y verdades absolutas, en el que uno no puede decir “mu” porque lo van tildando de hijueputa.

Imagino que una de las razones por la que hago eso, es que soy masoquista. Hay veces, por ejemplo, que quiero indignarme a propósito, entonces voy a las cuentas de personas que me caen mal y leo sus publicaciones en silencio; ya saben que no me gusta interactuar con desconocidos en una red social, y mucho menos para que me echen la madre por cualquier cosa.

Hoy, yendo de un perfil a otro y en un arrebato de Scroll down, caí en una noticia que me llamó la atención: “Mujer capta un demonio junto a la cama de su nieto”. El tweet venía acompañado de una imagen en blanco y negro, en la que se veía una figura humana cerca de una cuna.

Contaba la noticia que, a causa de unos ruidos, una mujer decidió instalar una cámara en el cuarto de su nieto, apuntando hacia la cuna, y que se llevó una gran sorpresa cuando revisó las imágenes que había captado el aparato.

La noticia decía: “se puede observar una figura humana con cuernos”, o algo así, pero yo la verdad no le vi los cuernos por ningún lado.

La mujer se metió a un grupo de Facebook para pedir ayuda, y le dijeron que a veces eso pasa, y que son los familiares muertos, como los abuelos, que vienen a visitar a su nieto.

La noticia tiene toda la pinta de ser falsa o de relleno. Mientras la leía me preguntaba si no debería, más bien, buscar noticias relacionadas con escritura, libros o cualquier otro tema, digamos, más “serio”.

Supongo que algunos nos sentimos más atraídos hacia esas historias que bordean la fantasía y la ficción, y creemos que nos pueden aportar mucho más a nuestras vidas, que eso a lo que llamamos realidad.

martes, 16 de marzo de 2021

Ella

En un universo paralelo estamos casados. Vivimos en las afueras de la ciudad, porque a ella le encanta la naturaleza y se cansó por completo de la ciudad, su cemento y su caos. 

 Nuestra casa es muy sencilla: El techo está cubierto con tejas de barro, las paredes son de color blanco, y cuenta conuna habitación, la cocina, una sala con chimenea y un cuarto dónde ella se dedica a pintar cuadros al oleo que nunca he entendido, por más de que trate de explicármelos.

A Bröntë, nuestra gata, le gusta ese rincón de la casa y se echa a dormir entre tarros de pintura lienzos y otras herramientas de su trabajo.

Balzac, un perro, también hacía parte de nuestra familia. Él andaba libre por el campo, pero siempre regresaba a la casa antes de que oscureciera. Un día no volvió y nunca lo volvimos a ver. Nos dio duro, lo extrañamos por un par de días, y luego la vida y sus rutinas nos absorbieron por completo.

Por las tardes, justo cuando el día se va a convertir en noche, nos gusta caminar hasta una colina que queda a unos 200 metros. Ella prepara café en un termo y nos lo tomamos despacio, mirando el atardecer,  a veces en silencio y otras en medio de una charla estimulante.

En esta vida, en este universo tuve una clase con ella en la universidad, y nunca supe cuál era su nombre, ¿Leda, Leca, Leia? Era repitente, utilizaba sacos con mangas que siempre le quedaban largas y tenía un aspecto algo gótico que me encantaba. Solía llegar tarde a clase, con cara de “ ¿Qué carajos estamos haciendo acá?”.

Muy pocas veces le hablé, y cuando lo hacia pronunciaba cualquier palabra que se pareciera al que creía era su nombre.

Esa decisión de no atreverme a conocerla fue la que creo ese universo paralelo del que les hablo.

lunes, 15 de marzo de 2021

Ser Nadie

Me cuesta lidiar con las ganas, propias y de los demás, de ser alguien en la vida. Me molesta esa necesidad malsana de ufanarse  de los triunfos, cargos o títulos que hemos obtenido.

Hoy por unos 20 minutos me tocó ser el M903 en una sala de espera. Esos lugares me generan una pizca de ansiedad, pues siempre pienso que me voy a englobar y no me voy a dar cuenta del momento de mi turno.

Me senté cerca de una pantalla empotrada en la pared, que anunciaba los turnos, y me puse a hacer lo que la mayoría de las personas del lugar hacían: esperar, por supuesto, pero también mirar el celular como si no hubiera un mañana.

A mi lado había una mujer con un pantalón negro, con la pierna derecha cruzada sobre la otra y no dejaba de mover la primera. La pantalla no dejaba de sonar anunciando cada turno, pero como el mío no aparecía, guardé el turno en el bolsillo de la chaqueta y me dispuse, como ya les conté, a darle scroll down al celular porque sí.

En un momento sonó la pantalla y cuando la miré, todos los números ya habían cambiado. ahora aparecía el M902. Me confundí y creí que era el mío. “Vida perra, no me di cuenta y se me pasó mi turno”, pensé. Me puse de pie como un resorte, y a medida que me acercaba al mostrador hurgaba mi bolsillo con furia, sin encontrar el berraco papelito, hasta que por fin di con él, lo saqué y me di cuenta de que yo era el 903.

En ese preciso momento sonó la pantalla, para indicarme que debía acercarme al módulo 2. A mí lado, en el módulo 3, estaba una mujer delgada, de pelo rubio, crespo y mojado, como si hubiera acabado de salir de la ducha.

“¿Cuál es su e-mail señorita Camila?”, le preguntó la mujer que atendía ese módulo.

Camila se lo dictó, y era uno con números y una palabra -no-palabra, que nada tenía que ver con su nombre. En él, la letra g se repetía varias veces. Camila se lo tuvo que volver a decir.

“¿A qué se dedica?”
“Soy empleada.”
“La recepcionista levantó la cabeza y sus ojos expresaban solo duda”
“Sí, ok, pero ¿empleada de qué?, le volvió a preguntar
“Trabajo para una minera”, respondió Camila esta vez, con un dejo de fastidio en su voz, como si quisiera ser nadie, para no tener que responder esa pregunta.
“Si, pero qué hace”, volvió a contratacar la recepcionista

Camila, ya rendida y ante la insistencia de la mujer que exigía conocer sus credenciales, cedió terreno personal y respondió.

“Soy gerente de comunicaciones”.
“Ahh”, respondió la recepcionista, como dando a entender que le daba igual.

Hay una caricatura de Quino que tiene algo que ver con el tema que toco. En ella, Felipe sale hablando con Mafalda. El primero, en un soliloquio corto, le dice a su amiga a modo de pregunta-respuesta: “¿Qué necesita una vaca para ser una vaca?: ser una vaca; ¿qué necesita un perro para ser un perro?: ser un perro, ¿Qué necesita un león para ser un león?: ser un león; ¿qué necesita un ser humano para ser un ser humano?: ser un médico, un ingeniero, un economista, un arquitecto…”

Todos deberíamos ser más como Camila y restarle importancia a quién somos o creemos ser.

I feel in my private pocket and find my credentials—what I carry to prove my superiority.
— The waves —

jueves, 11 de marzo de 2021

Aventarse

Una vez, en la universidad, en un curso o taller, nos preguntaron qué coleccionábamos. No recuerdo que respondí. En algún momento de mi vida coleccioné llaveros, pero me aburrí. En cambio, si recuerdo lo que respondió una mujer de pelo negro corto, con un aire de nostalgia y seriedad: “Yo colecciono recuerdos”. ¿Acaso no hacemos eso todos?, en fin.

Si ese es el caso, yo intento coleccionar citas que leo y me llaman mucho la atención. Hoy me acordé de una de Oscar Wilde que memoricé a medias, pero, si no estoy mal, hablaba acerca de rendirse ante los deseos más profundos que tenemos, y hacer lo que tengamos que hacer, sin pensar mucho en el qué dirán.

Imagino que el autor hace referencia a esos deseos inconfesables, que no le contamos ni siquiera a la(s) almohada(s).

En últimas lo que les cuento tiene que ver con aventarse, palabra que la RAE define muy bien: “ir violentamente hacia alguien o algo”.

Pienso en esto, porque creo que ese es uno de los tantos efectos que nos va a dejar la pandemia, que nos recordó lo finito que somos.

En muchas partes he leído la frase: “Cuando éramos felices, pero no lo sabíamos”. Imagino que después de que pase esta locura, va a haber una epidemia, si me permiten decirlo, de aventamiento.

La gente se va arriesgar más, de forma violenta, a hacer lo que sea: declararle su amor a alguien, viajar a ese destino que mueren por conocer, renunciar a un trabajo o relación, escalar el Everest o nadar con tiburones, yo qué sé.

No sé si eso vaya a ser bueno o malo, pero seguro que las personas dejarán de tomarse todo tan en serio y tratarán de vivir más, de aventarse hacia eso que no pueden sacarse de la cabeza.

Guarden este post para dentro de 100 años, para ver si tengo o no razón.

miércoles, 10 de marzo de 2021

Almohadas

Muchos dicen que para dormir bien solo se necesita un buen colchón, pero pocos son los que les dan a las almohadas el lugar que realmente merecen. 

Que sean dos por favor, una muy blanda y esponjosa y la otra algo maciza, pero no del todo compacta. Hablemos de tres si uno va a leer y es necesario armar una especie de trono contra la pared, y solo una al momento de cerrar los ojos para dormir; caso contrario el dolor de cuello está listo para abrazarnos al día siguiente.

Cuando era pequeño tenía las dos, pero no eran, digamos, almohadas profesionales. Eso me obligaba a  hacer un sándwich en el que las almohadas eran las tapas y los cojines la carne. Estos últimos eran tres pequeños y cuadrados, dos verdes y uno rojo, y dejaban mi cabeza a la altura adecuada cuando ya me iba a dormir.

Una vez en una capacitación que le dictamos al equipo comercial de una empresa, el cliente pagó un hotel cinco estrellas y a cada persona le dieron cuarto con sala, baño con tina y una cama kingsize.

Esa cama tenía un ejercito de almohadas y han sido de las mejores que he probado; uno solo tenía que tirarlas cerca a la cabecera sin ningún orden específico, y quedaran como quedaran, no había necesidad de reacomodarlas. Eran, podría decirse, el nirvana hecho almohada.

Ahora cuento con las dos reglamentarias y un cojín almohada, cuya funda hace juego con el cubrelecho, y que utilizo para edificar mi trono de lectura apenas me meto en la cama. Aunque hay veces que, por alguna razón, lo lanzo lejos y decido quedarme solo con las almohadas.

Cuando ya me voy a dormir, palpo cada una para ver cuál está en mejores condiciones para prestar el servicio, es decir, no debe estar ni tan blanda ni tan dura. Supondría uno que las almohadas no cambian de suavidad o dureza nunca, pero yo sospecho que las mías sí lo hacen, de ahí ese examen que les hago cada noche.

martes, 9 de marzo de 2021

Talleres de escritura

Me gusta tomar cursos de escritura, aunque hay personas, como la escritora Vivian Gornick que dicen que no se le puede enseñar a escribir a las personas, que el don de la expresividad dramática y el sentido natural de la estructura va mucho más allá de intentar escribir, y que todo aquello con lo que se nace es imposible enseñarlo.

Eso dice en un libro que se llama The situation and the story, pero luego como para suavizar ese punto de vista tan enquistado concluye que lo que si se puede hacer es enseñar a las personas a leer y a desarrollar un sentido de crítico hacia una pieza escrita.

Se me ocurre pensar que el día en que Gornick escribió eso se había pegado en el dedo chiquito del pie izquierdo con una esquina de la cama y estaba envenenada, de ahí esas palabras como tan llenas de rabia y superioridad moral.

Es muy probable que si existan esos errores divinos, es decir esas personas que llevan el don de narrar y contar historias en la sangre, y que incluso logran que una lista de mercado sea una obra maestra, pero también, imagino, muchos escritores se han hecho a pulso y han mejorado su arte con el paso de los años.

Pero aunque la Gornick tuviera razón, igual no dejaría de tomar cursos de escritura, porque más allá de querer aprender a escribir como los dioses, me llama más la atención el ambiente de esos espacios, repletos de personas que les gusta leer y escribir, sin importar si lo hacen bien o mal; en últimas lo que más me interesa es juntarme con mi tribu.

En particular me gustan mucho los cursos que tiene clase los sábados a eso de las 9 de la mañana. Cuando doy con ellos, siempre identifico un café cercano al lugar dónde los dictan y madrugo para leer dos horas antes de la clase.

En uno que tomé en el Fondo de Cultura económica, el lugar que seleccioné era el Juan Valdez que quedaba en primer piso. A veces, cuando no lograba madrugar y llegaba justo para entrar a clase, compraba un capuchino y una torta de zanahoria y me la comía en el salón.

El escritor que dictaba el taller siempre hacia algún comentario cuando yo entraba al salón haciendo equilibrio con la bebida y la porción de torta. Al final él siempre se comía las uvas pasas, que yo iba apartando de la torta con el tenedor como un micro cirujano experto.

lunes, 8 de marzo de 2021

Revistas

La semana pasada fui al oftalmólogo. El en ese lugar solo se encontraba la recepcionista y una mujer con su hija pequeña, de unos cinco meses, a la que no dejaba de hablarle, mientras la pequeña sonreía embelesada por las palabras de su madre.

Cometí el grave error de no llevar un libro, así que escaneé el lugar con la mirada para ver si había revistas, pero el lugar, aparte de humanos, estaba desolado. Supongo que las retiraron todas como medida de bioseguridad, yo qué sé.

Siempre le tengo fe a las revistas de ese consultorio, pues en una ocasión, en una espera eterna, comencé a hojear una desprevenido. La mayoría de páginas tenían publicidad de aparatos médicos y medicinas; las que no, hablaban sobre procedimientos quirúrgicos con nombres raros.

Ya casi llegando al final había un artículo de Pedro Mairal. La revista médica le había hecho un encargo al escritor para que hablara sobre el significado de bienestar.

El texto, titulado “No estoy”, es bellísimo. En el, Mairal tuvo la genial idea de separar la palabra: Bien/Estar, y alrededor de esa idea narró una salida de vacaciones con su familia.

El texto me gustó tanto que lo leí y releí varias veces hasta que me llamaron a consulta. Pensé en robarme la revista, pero al final no lo hice, pues me propuse encontrar  el texto en internet apenas llegara a la casa.

Así fue y y le envié el link a unos amigos. Tiempo después lo olvidé, hasta que un día me entró urgencia por leerlo de nuevo. Lo busqué como loco en Internet y no lo encontré. Luego traté de buscar el mail que había enviado, pero tampoco pude dar con él. Incluso le envié un mensaje a Mairal en twitter, preguntándole por ese artículo, pero me ignoró por completo.

No desfallecí en mi búsqueda y por fin di con la revista, pero estaba en ese formato en el que solo se puede ver online, pero los textos no se dejan copiar. Así que me puse en la tarea de transcribir toda la pieza.

Siempre hojeo las revistas de cualquier sala de espera, a la espera, valga la redundancia, de encontrarme con otro gran escrito.

“Cumplo mi rol de niñero socorrista. Mi hija ahora arrastra una manta sobre el pasto. Quiere hacer “cama de nubes”. A la noche hay cama de estrellas y al día “cama de nubes”. Es solo poner la manta bajo el cielo y mirar.”

“De hecho escribir me ayuda a estar, a estar bien, pero bien significa presente, estar bien ahí, bien plantado, estar muy, estar plus, estar más, hiper estar. Bienestar. Escribir me ayuda a estar acá, a ubicarme en el tiempo: ni desfasado hacia atrás pensando en lo que fue o lo que pudo haber sido, ni inclinado hacia adelante ansiando lo que vendrá en un mañana mejor.”

“Parte de mi identidad funciona robóticamente allá, sin mí. Estoy lobotomizado por la distancia. Me felicitan, me insultan, me comentan, me palmean con clicks y yo no estoy ahí. Le mandan mensajes a un fantasma, el vanidoso ausente, al desconectado de su dopamina virtual, sin su gratificación de pantallita, su dosis de droga ancha, sus bits inundando el torrente sanguíneo como un chorro de agua helada en el calor.”

Muchas veces vuelvo al texto de Mairal, y después  de leerlo siento una gran ligereza.

viernes, 5 de marzo de 2021

Obsesión

Hay ocasiones en las que termino de escribir un texto y me obsesiono con él. Lo leo, lo edito, lo vuelvo a leer y editar, y repito esa secuencia de pasos hasta que en un momento determinado lo dejo ser, porque sé que si sigo en esa tónica nunca terminaré de revisarlo.

Hace unos días me paso con uno que había dejado reposando por más de una semana, para que sus cimientos gramaticales se asentaran. Puede que eso haya ocurrido, pero cuando lo volví a abrir no me aguante las ganas de leerlo y volverlo a editar. Le hice ajustes mínimos aquí y allá—eso me hago creer siempre— a la puntuación, cambié unas palabras por otras, a causa de un capricho lingüístico que no sé bien cómo funciona, y luego lo leí en voz alta.

Cuando pensé que lo había terminado, abrí el E-mail para enviarlo de inmediato, antes de que me entrara otra vez la duda. Pero una vez realicé esa acción no me aguanté las ganas, y volví a leerlo.

Tenía la palabra “eres” repetida no en el primer párrafo, sino en la primera línea. Lo corregí y lo volví a enviar, después de cambiar la primera frase.

Hace un tiempo leí un texto de una mujer que alegaba que estaba cansada de los correctores de estilo que eran muy estrictos con la repetición de palabras y que exigen eliminar una cuando esa situación se presenta. La mujer alegaba que hay ocasiones en que eso no es necesario por otras características del texto, como su ritmo, por ejemplo.

Ese no era el caso en el mío, sino un claro error, porque la frase sonaba chistoso. No sé en cuál de las n revisiones que le hice al texto repetí la palabra o si había estado duplicada desde el principio.

Parece que hay palabras que de tanto ser leídas deciden camuflarse.

jueves, 4 de marzo de 2021

En el centro

Debo entregar un sobre en un edificio de oficinas. Cuando llego a la puerta el celador se acerca y me pregunta qué necesito. Le doy el nombre de la oficina a dónde voy y me pregunta que si tengo cita. “No tengo”, le respondo. El hombre respira profundo y luego tuerce la boca. “Pero…” digo, y antes de que termine mi objeción cierra la puerta, no del todo, pero lo suficiente para darme a entender: “Hermanito, lo siento”.

Me quedo ahí de pie e imagino que hago cara de nada, un gesto que mezcla: frustración, rabia, cansancio, entre otras sensaciones. El celador rescata algo de bondad desde las profundidades de su ser y se acerca de nuevo a la puerta. “Toca que llame a la oficina para que alguien baje por el sobre. Si quiere le dicto el teléfono”, y comienza a hacerlo antes de que saque el celular del bolsillo.

Intento memorizar el número que dicta, pero me quedo en 3500… ¿Tres cincuenta qué?, le pregunto ya con el celular en la mano. Vuelve a dictarlo, pero como si estuviera participando en la competición del dictador de teléfonos más rápido del mundo; igual, alcanzo a copiarlo. supongo que nos es el más veloz y le hace falta práctica.

Después de tres timbrazos me contesta Alejandra. Le cuento por qué estoy ahí y a quién busco y me dice que esa persona, un tal señor Wilches, no está, pero que ella puede bajar a recibir el sobre. Al principio de mi espera pienso en retar al celador a que me dicte cualquier otro número, a ver cuál es la pendejada con eso de hacerlo tan rápido, pero otra vez se aleja de la puerta.

¿10, 15, 20 minutos? No sé cuánto tiempo pasa, pero parece que la oficina queda en uno de los últimos pisos del edificio y que Alejandra decidió bajar a pie, a manera de ejercicio físico. Me aventuro a pensar que siempre baja de esa manera, pero subir le da mucha pereza y lo hace por el ascensor.

Volteo a ver que ha pasado con la calle y si ya más personas la transitan, pero sigue igual de desocupada.

En la acera de enfrente hay dos carros de ventas ambulantes muy cerca el uno del otro, que se pelean por llamar la atención de los pocos personas que transitan por el lugar. Uno lo atiende una viejita canosa que lleva puesta una ruana blanca que le queda grande, y el otro un señor con una gorra azul, jean y una chaqueta cortavientos gris. La mujer se pasea de un lado a otro inquieta, cruza una que otra palabra con su competencia y se devuelve a su carro, para al rato volver a hacer lo mismo. El hombre no se cansa de ordenar sus productos que son, en su mayoría, paquetes de galguerías en los que predominan los colores amarillo, verde y rojo. El carro también tiene un cartel de fondo blanco que dice: “Minutos a 200” en letras rojas, y de uno de sus costados cuelga una bolsa roja transparente que, al parecer, contiene mogollas de gran tamaño.

“Señor”, dice el celador, para avisarme que Alejandra, una mujer de pelo negro que le llega hasta la cintura, y que combina con el tapabocas que lleva puesto; por fin llegó. La saludo, le pregunto su apellido, lo olvido al instante y le entrego el sobre. Intercambiamos un par de palabras de pura, digamos, cortesía urbana y nos despedimos.

miércoles, 3 de marzo de 2021

¿Físico o digital?

Caigo en la publicación (digo caigo porque internet es como una marea que no se navega, sino que nos lleva a dónde le dé la gana) de una mujer que pregunta en ese tonito meloso de la segunda persona, “¿Tú en que prefieres leer? Y acompañaba la pregunta con dos imágenes: una de un libro físico y otra de un e-reader.

Las personas, los internautas, quiénes sean, se desparramaron en comentarios en los que además de decir cuál era su forma preferida de leer, daban su punto de vista: “en digital porque puedo llevar muchos libros al mismo tiempo”, “Físico toda la vida, nada como oler las páginas de un libro, el tacto con las hojas, bla bla bla”. Un hombre escogió físico, aunque  anotó que su novela solo estaba disponible en digital, y así seguían y seguían los comentarios. Muy pocas personas contestaban con una de las dos opciones que les habían dado o decían que ambas.

No entiendo esa necesidad de romantizar la lectura. Estuve a punto de responder, de darles mi opinión a esos simples mortales que se ensañan en discusiones sin sentido y decirles lo que pienso: El fin es leer; el medio no importa. Como dice el personaje de una novela: “Continúa siendo un libro si lo lees en un Ipad. La sopa es sopa sin importar cuál sea el recipiente que la contiene”.

Me abstuve porque cómo les conté en esta entrada, soy malísimo para interactuar con desconocidos en redes sociales y ,además, para esos imples mortales no soy más que otro simple mortal con otra opinión desabrida y falta de sustancia.

Imagino que no entiendo las redes sociales y que no sé sacar provecho de ellas, pero es que estar dando una opinión a toda hora y decirles cómo me siento porque hace sol o llueve; desayune café con arepa o chocolate con pan; leo en físico o digital, me aburre, pero también como  como dice la frase: “no eres tú, soy yo”.

martes, 2 de marzo de 2021

Regalo

Como suele ocurrirme, desde la semana pasada un libro que tengo en mi radar de lectura, se me aparece en todos lados: artículos de internet, alguien publica una foto en una red social o me llega un correo donde lo mencionan.

Por eso pienso que muchas veces uno no llega a los libros, sino que son ellos son los que nos encuentran. Imagino que deben pensar “Ahh, ¿no me quiere prestar atención? Pues me le voy a aparecer en todo lado hasta que lo haga”.

“Está bien” le dije ayer cuando volvió a aparecer y me obligó a leer de que se trataba sin hacerme spoilers, que es lo mínimo que les pido cuando adoptan esa actitud. Para que dejara la intensidad y no me siguiera tocando los cojones lo busqué en línea, pero me pareció que estaba muy caro. “No mijo, muy interesante y todo, pero tampoco”, le dije. Pero este resulto ser todo un intenso, pues por la tarde di con la publicación de una librería que lo vendía a un precio menor del que había visto en mi búsqueda previa, así que lo pedí de inmediato.

Tengo muchas ganas de leerlo, pero no lo compré para mí, pues tengo muchos en cola por leer, sino para un regalo de cumpleaños. Me da mucha ilusión pensar que le va a encantar a la persona que se lo voy a regalar.

Regalar libros, al igual que recomendarlos, es difícil, pues son acciones que se hacen con las mejores intenciones, pero es imposible saber si uno le va a atinar al gusto de la persona, mucho más cuando se va a la ciega y no se ha leído el libro.

Espero acertar con mi regalo, y que sea tan bueno como dicen las reseñas y artículos en los que me apoyé para tomar la decisión de compra.

Si no menciono el libro es porque es posible que la persona a la que se lo voy a regalar, lea este blog.

lunes, 1 de marzo de 2021

Un momento

Me alejo del grupo y me siento en una banca improvisada, ubicada justo en el filo de una ladera, hecha con un tablón de madera y dos pedazos gruesos de tronco que hacen de patas. Estoy en un conjunto de casas de ladrillo y techos de paja. Cada una tiene una chimenea. Imagino como pasaría una tarde dentro de alguna de esas casas, sentado en un sillón reclinable, con una bebida caliente en la mano y con el crepitar de la leña como ruido de fondo.

Al fondo un grupo de árboles —“deben ser pinos”, pienso— bordean el conjunto, y más hacia el fondo alcanzo a ver los techos de las casas del pueblo.

También presencio un concierto de ladridos lejanos, de perros de todos los tamaños. Imagino que son fieros o intentan aparentarlo, pues en realidad son perezosos. Ocasionalmente un gallo despistado, son las 11 de la mañana, cacarea fuerte como si fueran las cinco.

No hace ni calor ni frío. Podría decir que hace un clima perfecto, y lo acompaña una brisa refrescante.

A ratos escucho el zumbido de algunos insectos que pasan cerca de mis oídos, pero no me preocupo en espantarlos; los dejo ser, que me piquen si es el caso.

El cielo está encapotado con nubes negras, grises y blancas, y parches de cielo azul color claro. La montaña está repleta de árboles, con unos claros que parecen rocas o arena. También se alcanzan a ver, en la ladera, unas casas pequeñas de paredes blancas y techos verdes.

Los ladridos de los perros se intensifican y ahora parecen de pelea, como si todos estuvieran reunidos en un mismo lugar y un intruso acabara de llegar.

A ratos, por encima de todos los sonidos del ambiente, se alza el ruido de un torno de algún taller, pero dura pocos segundos funcionando.

Justo al borde de la montaña hay una estructura metálica gigante si se compara con el tamaño de las casas del pueblo, parece una fábrica abandonada.