miércoles, 31 de octubre de 2018

En silencio

Me Parece que la ciudad está en silencio, resulta casi obvio pensar que solo debe ser así en el sector donde vivo, y que en las zonas de bares de la ciudad, en este momento se están llevando a cabo sendas fiestas de Halloween, porque hay gente que es muy buena para enfiestarse aún teniendo que madrugar el día siguiente para ir trabajar. Lo ue me parece inreíble es que lo hacen como si nada, bueno eso es solo un decir, porque igual al otro día están completamente cansados, pero les importa más el logro de haberse ido de fiesta, que esa sensación de agotamiento y nauseas que a veces acompañan los guayabos;  me parece que asumen todo el cuento como una pequeña victoria ante el sistema. 

Hoy solo timbraron dos veces en el apartamento para pedir dulces: la primera vez lo hizo una niña de unos 10 años, que estaba disfrazada de científica o médica loca, pues su disfraz consistía en una bata blanca de médico con manchones rojos que simulaban sangre y estaba despelucada. A la niña poco parecía importarle si su disfraz era bueno o no y más bien se le veía muy feliz porque el edificio estaba casi solo para ella. 

Al rato volvieron a timbrar, esta vez era una bruja, de esas brujas que todos conocemos de vestido largo, el suyo era morado, y sombrero puntiagudo. Cuando abrí la puerta, la científica loca estaba en el apartamento del frente y, emocionada, le contó a la bruja: “¡Uy! El año pasado timbré en un apartamento y como no tenían dulces me dieron paquetes de galletas oreo”. 

Lástima que con el paso de los años uno vaya perdiendo esa emoción de disfrazarse. Ayer una escritora contaba en su cuenta de Instagram que su día favorito del año es el Halloween, pues le parece fantástico eso de disfrazarse un día, de pretender ser alguien más, de ficcionar la vida, que tanta falta nos hace, con un personaje que no es uno. 

Eso era todo lo que les tenia que decir, mientras tanto sigo sintiendo que la ciudad está en silencio, sola.

martes, 30 de octubre de 2018

Mensaje de despedida

HELP!”, es el mensaje de una amiga, que me encuentro apenas prendo el teléfono. Mi nivel de fantasía que, recordemos, según mi prueba de personalidad está por los aires, me hace creer que se encuentra en una situación complicada: la secuestraron y logró enviar ese mensaje desde el baúl de un carro aparcado en un terreno baldío, en las afueras de la ciudad. 

Le escribo de inmediato, pues con cada segundo que pasa, su vida entra peligro. Después de mi saludo, alguien comienza a escribir, ¿será alguno de sus captores el que lo hace? 



“Jajajaja”, escribe. “Mucho cínico”, pienso. 


“Ya no. Necesitaba de tu asesoría escriturística”. Con este mensaje la fantasía se me derrumba, ya sé que es mi amiga y que está bien. Continúa escribiendo: “Renuncié a mi trabajo y no sabía que escribir en el mail de despedida. Me salió otra cosa—imagino que se refiere a otro trabajo—…empiezo el lunes y pues trabajo hasta hoy”. 

Después de felicitarla, le respondo que lo único que se me ocurre para el mensaje, por el momento, es: “Hasta nunca perros”, y me responde que ella había pensado en: “Suerte y muerte”, un clásico que nunca perderá vigencia. 

Muchos de los que abandonan una empresa, si no les han desactivado el correo, dejan en esos mensajes, aparte de un agradecimiento infinito, todos sus datos de contacto por si en el futuro alguien los necesita para algo, lo que sea, desde ir a tomarse una cerveza hasta pedirles plata prestada, o por si necesitan un consejo, yo que sé; además de desear infinidad de éxitos para los futuros proyectos de sus ex-compañeros, de quienes, si acaso, les interesará la vida de solo un par de ellos; claro que una vez una mujer de una de las empresas en la que trabajé, más o menos le hecho la madre a medio mundo en su mensaje de despedida, y se desahogó y botó todo lo que tenía atorado y que nunca había tenido el valor, ni la oportunidad de decir, en fin.

Y es que hay despedidas de despedidas, como la de Lopetegui: “Tras la decisión adoptada por la junta del Real Madrid en el día de hoy, quiero agradecer al club la oportunidad que me brindó”, en la que luego le da las gracias a los jugadores, hinchas y todo los involucrados con el equipo. Un mensaje muy sucinto; se nota que Lopetegui, en un futuro, no quiere que le pidan plata prestada. 

La verdad es que si a mí me echan de un trabajo, pero me van a dar 18 millones de euros a mí salida, cláusula que le aseguró el presidente del equipo a Lopetegui, si no podía pagarle el sueldo de 3 millones anuales hasta el año 2021; le escribiría un poema de despedida a cada uno de mis ex-compañeros; poemas sencillos, tipo: “Suerte y muerte”. 

lunes, 29 de octubre de 2018

Personalidad

Tomo un test de personalidad, supuestamente confiable, por Internet, es decir, no el de una revista de peluquería, sino uno al que un grupo de profesionales de diversas ramas le han invertido tiempo en su elaboración; podría decirse entonces que es uno serio. 

El test, mediante diferentes afirmaciones sobre las que uno debe escoger si esta de acuerdo ,en desacuerdo, o si ni le van ni le vienen;  califica diferentes aspectos: Abertura a experiencias, responsabilidad (tesón), extraversión o surgencia, o lo que sea que eso signifique; cordialidad, entre otros. 

Se esfuerza uno, a lo largo de la vida, en tratar de ser alguien, es decir, en tener una personalidad; de ser consistente en el actuar, de que las personas que conocemos, nuestros amigos y familiares, se formen una imagen de cómo somos: buena gente, tacaño, perezoso, pilo, vivo, etc. 

Trata uno entonces de serle fiel a esa imagen o, si no es así, a la que uno le apuesta, independiente de si coincide o no con la que los demás se han hecho de nosotros, pues casi siempre, independiente de si hacemos el bien o el mal, creemos que la manera en que actuamos es la correcta. 

Les contaba que hice el test, que califica cada aspecto de 0 a 100. En el ítem fantasía, que hace parte del grupo “Abertura a experiencias” obtuve un puntaje de 90, supuestamente porque soy un individuo imaginativo, a quien el mundo real le parece demasiado soso y vulgar. No sé si la saqué del estadio en este punto o si simplemente vivo en las nubes y evito eso que llaman “mundo real”, aunque no es momento de entrar en la discusión de qué es real y qué no. 

El test también mostró que soy medio rata, pues en el ítem “Juicio benévolo de los demás” obtuve un puntaje de 10, supuestamente porque no soy compasivo ni de buen corazón, y el dolor de los demás me vale huevo, aseveraciones con las que estoy en total desacuerdo. 

Qué difícil es eso de la personalidad, decir quiénes y cómo somos, aspectos que, creo, dependen de miles de variables emocionales, que a su vez dependen de hormonas y esos callejones oscuros sin salida que todos llevamos en la cabeza. El test, imagino, tendrá algo de verdad, pero también depende de muchas otras cosas: subjetividad, ánimo al momento de contestarlo, tiempo, etc. 

"Conócete a ti mismo.. Es fácil decirlo, y aún más creerlo; después, en 
los momentos de ruptura, de implosión; de caída en uno mismo, lo que se descubre 
es otra cosa. Cebollas infinitas, no termináremos jamás de retirar las telas, que nos 
abarcan desde los siete velos de Salomé hasta la prodigiosa espeleología del psicoanálisis; 
debajo, siempre más abajo, el centro rehúsa dejarse ver al como es. Estamos lejos 
de muchas cosas, pero de nada estamos más lejos que de nosotros mismos."
- Julio Cortázar -

domingo, 28 de octubre de 2018

Los cretinos

Voy a cine con mi hermano. Compramos las boletas y tenemos más o menos media hora de tiempo libre. Eso es bueno o malo dependiendo desde dónde se mire, pues permite farolear,  mirar vitrinas o, en mí caso, ir a mirar libros, sin tener ninguno en mente que quiera comprar. Hojearlos, leer algunas páginas y una que otra contraportada; en suma, antojarse o ceder ante el comprador compulsivo que todos llevamos por dentro. 

Después de llegar a la librería, comienzo con esa tarea, que también me agradada por su alto nivel de aleatoriedad. Mientras me paseo por ahí, paso por el lado de un padre que hojea libros con su hijo, que debe tener unos 10 años. 

El hijo le pregunta sobre el libro “El país que me tocó” del periodista Enrique Santos Calderón, que se expone como novedad, y el padre le explica que a veces los periodistas hacen eso: un compendio de sus columnas o escritos a lo largo de la vida, en un solo libro. “Ahhh”, responde el hijo mientras toma uno de los libros, lo sostiene en sus manos un momento y lo vuelve a dejar en su lugar. 

No entiendo por qué al niño le interesa ese libo, supongo que debe ser precoz y que intelectualmente está un paso adelante que sus compañeros de clase que, a diferencia de él, se preocupan en comprar cómics, algo que yo hacía cuando tenía su edad. 

“¿Y cómo te ha ido con Los Cretinos?”, le pregunta el padre cuando el otro tema de conversación muere. “Bien, ahí voy”, responde el niño con suficiencia, como dando a entender que prefiere no entrar a discutir esa obra por el momento. 

No la conozco. “¿Debería?, ¿acaso es uno de esos libros que se consideran como una lectura obligatoria?”, me pregunto. Asocio el título con literatura rusa, y que debe ser una obra cargada con figuras poéticas llenas de sentimentalismo; un texto repleto de preguntas filosóficas que siempre nos han rayado la cabeza: quiénes somos y qué carajos hacemos aquí, y todas las que se deriven de esos pensamientos circulares, con punto de partida, pero sin fin, esos pensamientos infinitos.

Miro al niño de reojo para ver si logro captar algo de su madurez literaria, pero solo se ve como un niño normal de esa edad al que le gusta leer y, al parecer, mucho. 

“Los Cretinos” gran título que no abandona mí cabeza, es una obra de Roald Dahl, un autor que escribía historias para niños. Este en particular trata sobre El señor y la señora Cretinos, y estoy casi seguro que debe tocar, como las grandes novelas rusas, muchos de esos temas que nos rayan la cabeza.

jueves, 25 de octubre de 2018

La historia de M.

“¿Estás listo para convertirte en el próximo emprendedor Laptop?” Me pregunta la mujer M. de la que ya no recuerdo su nombre, solo que comenzaba con esa letra. La respuesta es que no sé; si aún tengo muchas dudas sobre el término “emprendedor” y todo lo que connota, no me imagino que puede significar el de la pregunta. 

Si no estoy mal, el nombre de la mujer es algo como Milla o Millie. Que me pregunte es un decir, pues es un correo que me encuentro en la carpeta de spam, la que rara vez miro, sino que una persona envío un E-mail mediante una herramienta de envío masivo de correos y me pidió el favor de revisar esa carpeta. Por eso entablo esa, digamos, conversación irreal con la mujer M, que lleva pelo negro liso y largo casi  hasta la cintura.

La mujer M. se torna un poco misteriosa y me cuenta que me va a contar un gran secreto que nadie más sabe: “Empecé mi carrera haciendo Network Marketing”. La verdad el secreto me desilusiona un poco, porque no lo veo como uno; es más, creo que yo podría contarle algo más interesante.

Me dice que no importa el lugar del mundo en el que me encuentre, pues le ha funcionado a ella, y a estudiantes que ha tenido en Australia, Estados Unidos, Europa Asia y Sur América. No sé que tipo de prejuicios tendrá en contra de los  africanos. 

Pero la mujer M, continúa, dice que tenía un trabajo en el que tenía que vender algo, no especifica qué, a sus amigos y los amigos de ellos. Y que su primera reacción fue: “No Way!”, que guardando sus debidas proporciones se puede traducir como: “¡Ni por el carajo!”. 

Que empezó a averiguar como atraer gente a su página web y vender sin contactar a la gente que conocía, y que ahí conoció Twitter. Da a entender que fue un punto de quiebre, esos que definen un antes y un después. Que su primera semana contacto a 10 personas, pero que esa cifra le pareció una birria, y que contacto al hombre que la había metido en el negocio para decirle: “Vea, la verdad no sé qué es lo que estoy haciendo mal, porque en mi primera semana solo contacté a 10 personas”. Ante eso, el hombre se asombro!!!!!!, uno de esos asombros mal escritos con varios signos de admiración, pero que son muy grandes, y le dijo que si él tenía suerte conseguía los mismos 10, pero en el lapso de un mes, y que quería saber que era lo que ella,  una novata sin experiencia, estaba haciendo para obtener esos resultados. 

M. dice, que fue en ese instante en el que cayó en cuenta que se podía convertir en una experta, y construir un negocio basado en generación de tráfico y bases de datos de personas interesadas, porque, según ella, el resto es “papitas”: "encuentre un producto, si no tiene ninguno para vender y véndalo en una página, y luego tiene que venderlo a aquellos que no compraron vía E-mail, y que ¡listo!, “done!”, así lo asegura. 

Me cuenta todo esto, solo para destapar sus cartas y ofrecerme una mentoría de aprendizaje rápido en su negocio, el cual todavía no me queda claro en qué consiste, que me va a permitir ganarme 5000 dólares al mes, trabajando solo una hora diaria, 5 días a la semana; más otros beneficios que me parecen tontos al lado del que menciona las ganancias.

martes, 23 de octubre de 2018

El reflejo


Al salir de su oficina, Ramon Suárez se dirige al paradero para esperar el bus que siempre toma, el L50, que no hace ninguna escala. Lleva las manos en la cabeza, y le gustaría llevar los pensamientos en los bolsillos. Lo primero es cierto, pues se aplica presión en las sienes para calmar un dolor de cabeza, un ronroneo molesto, no fuerte, pero constante, que lo ha acompañado toda la tarde; y por eso le gustaría sacarse los pensamientos para meterlos en los bolsillos, pues asume que son la principal causa de esa molestia. También piensa que podría botarlos en una caneca, pero luego recapacita y cae en cuenta de que es mejor tenerlos todos a la mano, reciclarlos, incluso los más tontos, porque nunca se sabe cuando los vamos a necesitar. 

Al pasar enfrenta de una vitrina con unos maniquíes que exhiben, según un mensaje que cuelga de la mano de uno de ellos, la última moda de verano, mira de reojo su reflejo en el vidrio, pues tiene miedo de encontrarse con la imagen de otro hombre, alguien que no es él, pero que de todas formas siente que lo habita. 

Trata de evitar el pensamiento, de cubrirlo con asuntos de menor importancia, como la conversación que tuvo con Raúl, su supuesto mejor compañero de la oficina, a la hora del almuerzo, sobre el clásico de fútbol entre los dos equipos de la ciudad. No es que a Suárez no le guste ese deporte, sino que no le da tanta importancia como su amigo, y le molestan los bandos, las dicotomías, que las personas tiendan hacia los extremos, por eso desde la primera vez que Raúl le pregunto de qué equipo era hincha, Suárez se la jugó, y mencionó el primero que le vino a la mente, con la fortuna de que resulto ser el equipo de su amigo. 

Parece que el pensamiento sobre su reflejo cayó en uno de los abismos de su cabeza, y Suárez lo imagina ahora en un terreno de filias movedizas, del que es imposible escapar. Sonríe. “Una preocupación menos”, piensa. 

El bus llega al paradero y, como evento extraño de la tarde, Suárez consigue un puesto desocupado en plena hora pico, un campanazo que lo alerta de que algo no anda bien, de que algo quebró la rutina; una falla cósmica, por decirlo de alguna manera. 

El bus arranca y Suárez se pierde en sus pensamientos, mientras ve pasar un edificio tras otro. Sabe que ya está cerca al paradero de su casa, pero no se molesta en alistarse; sigue sentado como si todavía le faltara un largo tramo para llegar a su destino. 

Media horas después de haber dejado atrás su paradero habitual, Suárez se pone de pie y se baja en una estación del occidente de la ciudad en la que nunca había estado, y comienza a andar sin un rumbo fijo. Luego de una hora de caminata, ya cansado, ve un conjunto de apartamentos y entra en él. El portero que le abre la puerta lo saluda afectuosamente y le pregunta por el clásico, que si lo vio y que cómo le pareció la actuación de Roncancio, el número 10 de uno de los equipos. Suárez utiliza uno de los lugares comunes con los que siempre le responde a Raúl y sigue de largo. Toma el ascensor y sube hasta el piso 10. Al llegar a él, las puertas se abren en un corredor extenso. Suárez sale y camina hasta el apartamento con el número 1012, saca las llaves y las mete la cerradura, les da tres vueltas y la puerta se abre. Una niña pequeña y rubia sale corriendo de la nada y le abraza las piernas. 

En el ambiente flota un olor intenso a comida: pollo con papas al tomate, uno de sus platos preferidos. Al rato sale una mujer de la cocina, se acerca a él y le da un beso en la boca. Suárez siente que es y no es él; una parte de su ser le exige que salga corriendo ya mismo de ese lugar, que se aleje de esa fantasía con tintes de pesadilla, y que busque el camino de regreso a su vida habitual, pero la otra, la de ese otro yo que lo habita, lo invita a que se descalce, a que busque sus pantuflas en el baño y que se entregue a esa nueva vida. Suárez se deja llevar por esta última, y es así que cruza la puerta que su reflejo le ha abierto.

lunes, 22 de octubre de 2018

Niveles de inspiración

He leído y oído decir a a varias personas, que no son productivos si no trabajan en un café; que es solo en esos lugares donde la creatividad se les dispara, se inspiran, y dónde son muy eficientes. Hoy escribo estas palabras, no desde un cómodo café, con un capuchino espumoso y una porción de torta con crema y algunos trozos de fruta de color rojo, que maridan mis palabras, más unas notas de jazz o música chillout de fondo, sino desde una plazoleta de comidas muy desocupada, mientras un radio de “Thaimex”, así es el nombre del local, deja escapar “La Flaca” por su parlante.

También lo hago porque para la clase que tengo en hora y media necesito computador, de lo contrario, mí portátil seguiría en casa, porque no me gusta sacarlo de ella.

Ahora que he escrito estás pocas palabras, no siento que escribir fuera de mi casa me esté inspirando, claro que debe ser porque no estoy en un café, sino en una plazoleta de comidas, lugar que, imagino, debe tener un nivel de inspiración inferior al de los cafés. 

Dos hombres de una mesa cercana se saludan, comienzan a hablar; uno le cuenta al otro que se acaba de cuadrar; “ ¿Y qué tal?”, le pregunta el otro. “Bien, es la mujer que siempre había buscado”, responde su amigo. 

“Pero usted si va en serio?, si uno se mete en una relación después de los 30 es porque considera que la cosa puede ir en serio, ¿no cree?”, concluye el primero.

Empiezo a creer que la inspiración en este lugar me puede llegar más de ponerle atención a onversaciones ajenas, que por el lugar per se. De tarea me queda ir a escribir a un café, para ver que es lo que tanto le atribuyen a esos lugares, por el momento juzguen ustedes mi nivel de inspiración.

“Yo me pregunto, ¿para que sirven las guerras?…”, suena ahora en el radio de Thaimex.

sábado, 20 de octubre de 2018

Mirar bien

Hace Unos días pensé en escribir sobre imágenes a lo largo del día que me hubieran llamado la atención; hacer una recopílación escrita de ellas: Un vendedor ambulante con la mirada perdida en un punto fijo, alguien pelando una mandarina y llevándose un casquito a la boca, una pareja de novios besándose, un niño pequeño haciendo una pataleta, un hombre sacándole la mano un bus, un grupo de amigos que caminan, entre risas, por una acera un viernes, justo después de haber terminado la jornada laboral; en fin, las que fueran.

Ahora que me siento a escribir, intento recordar algunas del día de ayer, pero es como si se hubieran borrado de mi memoria, ¿qué hice ayer?, ¿qué ocupó tanto mi mente que no puedo recordar esas imágenes? Imágenes que en principio parecen insulsas, pero estoy seguro de que encierran mucho más de lo que los ojos pueden llegar a ver. Imágenes sobre las que se podrían escribir novelas y sagas enteras, solo que no he aprendido a mirar bien.

Creo tener claro la causa de no recordar nada; seguro que las imágenes que, por una u otra razón, me llamaron la atención, están almacenadas en los archivos temporales de mí cabeza, y quién sabe cada cuanto se elimina esa carpeta, es decir, de qué manera el cerebro decide qué olvidar y que no.

No recuerdo esas imágenes, pues supongo que el cerebro decide prestarle atención a esos asuntos que cada uno denomina “importantes”, esos que llenan de angustia nuestros días y  que, poco a poco, nos envejecen, dejando de lado esos otros que supuestamente no aportan nada, como esas imágenes, al parecer, aleatorias de las que les hablo, pero que seguro tienen que ver entre sí, pero vuelvo y repito no he aprendido a mirar bien. 

Y si no he aprendido a hacerlo, entonces deboregistrar lo que miro de alguna manera. He ahí el error que cometí: no apuntar en mi libreta una palabra, una frase, que me ayudara a recordar cada imagen. 

Imágenes que pueden contener las respuestas que cada uno está buscando, porque las preguntas, bien sabemos, nos sobran.

jueves, 18 de octubre de 2018

Campanas de casualidad

Humberto Eco hablaba de una antibiblioteca, refiriéndose a libros que se tienen pero que no se han leído y que quizá nunca se van a leer. La biblioteca del escritor contaba con 30.000 libros, sin tener en cuenta los 20.000 que tenía en su casa de campo. 

Yo creo que de esa antibiblioteca también hacen parte los libros que tenemos muchas ganas de leer y que aún no compramos porque, a veces, solo a veces, nos pesa en la consciencia gastar más dinero en libros, si todavía tenemos unos sin leer y otros sin abrir, y también aquellos que de una u otra forma la vida nos los tiene destinados, pero que aún no han encontrado el camino hacia nosotros. 

Hace poco cayó en mis manos por cuestiones de serendipia, casualidad, destino, o en forma de señal, aunque poco creo en ellas, la novela "Por quién doblan las campanas" de Hemingway. 

Hace un tiempo me quise leer una novela que tuviera que ver con la guerra civil española, y por eso me compré “Las tres bodas de Manolita” de Almudena Grandes, ambientada en Madrid, justo después de que finalizó ese episodio bélico. 

Del escritor estadounidense, solo he leído “Fiesta”; una recomendación de una mujer que conocí en una noche de fiesta hace muchos años, antes de que ambos le prestáramos más atención al trago que a nuestra conversación sobre literatura. 

García Márquez quien era un gran fan de Hemingway, lo menciona frecuentemente en sus notas de prensa, y desde que las estoy leyendo, me dieron ganas de leer nuevamente al escritor norteamericano. 

Es así entonces que suenan las campanas de la casualidad en mi vida y me encuentro con esa novela, fruto de su estadía como corresponsal de guerra, para el periódico Alliance, en España en el año 1937.

A partir de hoy la novela dejará de pertenecer a mi antibiblioteca.

miércoles, 17 de octubre de 2018

El viejo

Ahí está el viejo sentado, recostado contra el muro de piedra de una gran mansión, mientras ve pasar los carros por una avenida principal. Su pelo, que más bien parece unos alambres blancos y negros retorcidos, enredados y llenos de polvo, es largo. También lleva una barba poblada; quién sabe desde hace cuánto tiempo se la deja crecer. 

Está envuelto en una manta gris vieja, con rayas negras, que en algún momento debió ser blanca, y que solo deja descubiertos su cabeza y sus pies. Hace frío y el viento sopla fuerte, lo que hace que algunos alambres de pelo caigan sobre su cara; el viejo los deja ahí por un rato hasta que decide quitarlos con una mano con desgano. 

Ahora llovizna y la gente camina apresurada, con las manos en los bolsillos y ligeramente inclinados hacia adelante, pero al viejo, a diferencia de los transeúntes, no le importa la lluvia, el agua; no le importa mojarse. 

No se preocupa en pedir dinero ni comida; solo está ahí sentado como en una actitud zen. Habla, murmura algo, parece que sostuviera un diálogo con alguien, quizá con unas voces dentro de su cabeza que lo acompañan día y noche. 

Las personas que caminan cerca describen una semicircunferencia para pasarlo de largo; su olor no debe ser agradable, pero esto al viejo le importa poco o nada. Sigue hablando solo y ahora se mece ligeramente de atrás hacia adelante, quizá para ganar algo de calor. 

Una señora se acerca a él y le da una bolsa. El viejo le regala una sonrisa mueca, que no dura más de un segundo. Cuando la mujer está lejos, el viejo inspecciona la bolsa, pero no le presta mucha atención a lo que contiene, y la mete debajo de esa manta gruesa que lleva encima, que ahora pesa más con el agua que absorbió. 

Ahí sigue el viejo, solo, como esperando la muerte.

martes, 16 de octubre de 2018

Sin filtro

Javier Hablador, a lo largo de su vida, siempre le ha hecho honor a su apellido. A cada rato está hablando, y en su hablar procura decir lo que siente y lo que piensa acerca de sus asuntos, el mundo y los demás. 

Dicha actitud le ha traído muchos problemas con conocidos y desconocidos, sobre todo los segundos, pues no entiende cómo, por más que la gente diga que quieren que les hablen con la verdad, o lo que consideran verdad, y que muchos desean que las personas sean sinceras en sus acciones y palabras, en muchas ocasiones se molestan cuando las palabras que llegan a sus oídos no son las esperadas. 

A hablador se le viene a la mente aquella ocasión en la que estuvo en una reunión de la oficina con el dueño de la compañía en la que trabaja, un judío de apellido Rimoch. Rimoch los estaba regañando por las quejas de un cliente, muy importante según él, por un servicio prestado. Hablador y sus compañeros aceptaban el regaño con la cabeza gacha, y de vez en cuando alguno hablaba, únicamente para darle la razón a Rimoch; hasta que en un momento a Hablador le pareció que lo que decía el gran jefe no era cierto, levantó la mano y dio su punto de vista. Apenas empezó a hablar, muchos de sus compañeros se llevaron las manos a la cara, esa actitud que dice en silencio: “Quédese callado”; aun así, Hablador habló, valga la redundancia, y dijo lo que pensaba. Rimoch se sulfuró un poco con su intervención, pero a la larga el asunto no pasó a mayores. 

A Hablador le gustaría tener un filtro para sus palabras, algo que las colara antes de que salieran de su boca, porque lo que ha podido comprobar, a punta de prueba y error, es que la mayoría de personas solo esperan escuchar palabras acordes a sus puntos de vista. 

Hablador a veces se pregunta si él no es un pequeño tirano, una bomba de tiempo que en algún momento va a explotar para convertirse en el próximo Hitler. Sabe la fuerza que tienen las palabras y cómo pueden destruir o edificar, pero también se pregunta si los seres humanos vienen, por defecto, con el chip de la violencia en la cabeza, si hacer daño, no solo con acciones físicas, sino con las palabras y, por qué no, el pensamiento, es algo que nos atrae, como el imán atrae la viruta. 

Hablador, también se pregunta si más bien él está defectuoso, la pieza humana que salió mal, pues como jefe de producción, sabe que es imposible que las piezas de un lote de producto salgan todas perfectas, que siempre va a haber una(s) con defectos. Se pregunta si él no es esa pieza humana, una pieza con defectos en su discurso, como ese texto que se revisa mil veces, pero que al publicarse se le encuentra un  error tipográfico. 

La idea del filtro le llama mucho la atención, pero también piensa si no sería autocensurarse, ¿acaso no se debe decir lo que se piensa?, vuelve y se pregunta. 

Igual continúa hablando, corrigiéndose, editándose. lo mejor posible.

lunes, 15 de octubre de 2018

El alma

Luis Cáceres está sentado en la sala de espera de un consultorio y no deja de mover su pierna derecha, cruzada sobre la otra, a una velocidad que no es humana. Las salas de espera, sobre todo en la que se encuentra hoy, en la que le tocó ser la casilla de Excel A126, el turno que le otorgó una máquina a la entrada del lugar; siempre lo ponen así. 

Hoy le van a sacar la sangre y Cáceres siempre les ha tenido pavor a las agujas. Su miedo no está tan relacionado al dolor, producto del pinchazo, sino que cree que por el pequeño agujero que hacen se le puede escapar el alma. 

Cáceres no sabe de dónde sacó semejante teoría; primero porque no es para nada religioso, sino uno de esos católicos apostólicos romanos en estado de hibernación desde el bautizo, y segundo porque no tiene idea alguna de si el alma existe y, de llegar a confirmarlo, qué es o qué papel juega en nuestras vidas. 

Muchas veces ha escuchado el término “palabras del alma”. “¿Es entonces un ente independiente, pero que convive con, o más bien, dentro de nosotros?”, se pregunta a cada rato. 

Aunque, como ya lo habíamos dicho, no es religioso, no ha parado de rezar por su alma desde que llegó al lugar. Reza para que no se le escape, pues supone que una vez abandona el cuerpo, es el momento en qué la muerte aprovecha para entrar en él. 

Alguna vez dio con un libro basado en hechos de la vida real, de esa vida con alma por decirlo de otra manera, en el que un médico o científico, ya no recuerda bien, decidió pesar el alma. De pronto el punto de partida del médico, para relacionarse con aquel ente extraño, era esa propiedad de los cuerpos; así que sus pruebas consistían en pesar a moribundos justo después de que exhalaran su último aliento, o bien el alma, y comparar el resultado con una medida anterior. La diferencia en peso, si existía, se podía suponer que correspondía al peso del alma de la persona. 

El recuerdo solo lo inquieta más, pues lo único que Cáceres quiere es que su alma no se le escape, que se quede dónde quiera que esté, con o sin palabras. “Turno A123”, dice una voz de mujer robótica, mientras se pone de pie y se hecha la bendición.

sábado, 13 de octubre de 2018

El libro de la vida

Ese es el título de un libro de Jiddu Krishnamurti, un filósofo y líder espiritual de de la India. El libro está compuesto por pequeñas anotaciones diarias a lo largo de un año sobre, resulta casi obvio pensarlo, la vida o lo que creemos que es eso. 

El autor me lo recomendó una amiga que está muy metida en el cuento del Yoga, y me dijo que es chévere leerlo, por la forma en que Krishnamurti aborda los temas y la manera en que cuestiona todo; así que busqué por Internet y conseguí un par de libros y artículos, pero decidí leer ese por, digamos, lo pretencioso que resulta el título. 

No es un tipo de lectura que frecuento, pero decidí darle una oportunidad, y comencé a leerlo de chorro, de corrido, como si fuera una novela con un principio y un fin, pero en un momento dejé de hacerlo de esa manera y ahora voy a él de vez en cuando; lo leo en pequeños sorbos. 

Ayer le di uno de ellos. La entrada era de finales de febrero, día en el que Krishnamurti escribió sobre las ganas que siempre tenemos de convertirnos en algo, de querer ser algo más o diferente, y dice que eso nos genera malestar, que no es bueno cargar con anhelos desesperados, pero que lo opuesto es igual de malo. 

A ver si me explico. Supongamos que uno siente codicia, y desea no sentirse de esa manera, entonces lo más lógico sería pensar: “no quiero ser codicioso”, pero el simple hecho de pensar eso, otra vez implica que estamos anhelando algo; entonces es como un círculo vicioso del que nunca salimos. 

Krishnamurti habla entonces de que lo mejor es simplemente estar atento, lo que refuerza mi teoría de que uno debería ser como una hoja muerta, que van de aquí para allá, sin ponerle tanto complique a su existencia. 

El libro de Krishnamurti tal vez también podría llamarse libro de las preguntas, porque a la larga la vida es eso, ¿no?, más preguntas que certezas.

jueves, 11 de octubre de 2018

Masoquista e irresponsable

Soy el primero en llegar y mientras espero a unos amigos, entro a una librería a quemar tiempo. Entrar a un lugar de esos sin dinero, es un acto entre masoquista e irresponsable. Lo primero porque comienza uno a antojarse de libros, y a lamentarse que no los puede comprar, y lo segundo porque a veces se derrumban esas barreras, poco fuertes, de lamentos, y se termina comprando un libro.

Exponen como novedad “Como perderlo todo”, el último libro de Ricardo Silva, que tengo ganas de leer, porque presiento que es muy bogotano que, de alguna u otra manera, tiene que ver con Bogotá, y me gustan mucho esos libros que presentan escenas en lugares que uno conoce.

Levanto el libro, lo sostengo en mis manos por un rato como si pretendiera adivinar su peso, y lo vuelvo a dejar en su lugar, solo porque está envuelto en un papel transparente, al igual que el resto. No sé, por qué hacen eso en las librerías. Los libros deberían estar disponibles para ser hojeados, estoy casi seguro de que las ventas mejorarían, debido a masoquistas e irresponsables como uno, quienes con el simple hecho de leer un par de líneas, la balanza de indecisión se inclina hacia la compra.

Camino un poco y veo la novela “Sin Remedio” de Antonio Caballero, una de las tantas que tengo en mi radar de lectura y que en algún momento estuve a punto de comprar, pero me entretuve con otro libro que me llamó la atención. Tengo entendido que es una novela muy Bogotana, una en la que la ciudad juega un papel importante en el relato.

“Vamos a comer algo primero”, es el mensaje que me rescata de mi incursión en la librería, y al que le hago caso porque tengo mucha hambre. Abandono el lugar jurando que en algún momento, en el corto plazo espero, tengo que comprar alguna de esas novelas bogotanas.

miércoles, 10 de octubre de 2018

La cocina

Siempre he pensado que la cocina, en la mayoría de los hogares, es un espacio que inspira mucha paz, un lugar donde no hay necesidad alguna de aparentar; muy diferente, por ejemplo, a los corredores, que no dejan de tener algo extraño, como si hicieran y no hicieran parte de las casas, y que a pesar de ser esa columna vertebral que conecta los diferentes espacios, no dejan de ser fríos. Que levante la mano quien diga que no siente algo de molestia cuando tiene que transitar uno, bien entrada la noche, sin nada de luz y con sonidos que se amplifican al mil por ciento. 

Hoy una amiga me recibió en su casa y comenzamos a hacer visita en su cocina. Es pequeña al igual que todo lo que contiene: horno pequeño, nevera pequeña, etc. pero quizás esa falta de opulencia es lo que hace que sea un lugar muy acogedor, un lugar en el que uno quisiera quedarse a echar globos, con una taza de café en la mano, una tarde entera, por ejemplo. No vi un radio despertador viejo, pero fijo estaba en algún rincón fuera del alcance de mi vista; otro objeto, creo, que no puede faltar en una cocina, por lo menos en una que se respete, me refiero a esas acogedoras, en las que uno se siente completo. 

Me senté en una especie de barra, pequeña, por supuesto, y mi amiga me contó, con algo de nostalgia en su voz, que ese era el lugar preferido de otra amiga con la que se dejó de hablar por un malentendido tonto; que siempre que llegaba a hacerle visita exigía que fuera en la cocina para ella poder sentarse en el bar; así llamaba a esa barra, y si uno fuerza un poco la imaginación es fácil imaginarla como tal. 

Sobre la barra había un plato con un aguacate maduro y brillante, y un racimo de bananos, algunos con manchas negras. Mi amiga se sirvió un vino y la conversación que sostuvimos fluyó sin mucho esfuerzo, hasta que comenzaron a llegar el resto de los invitados.

martes, 9 de octubre de 2018

Libros obligatorios

Hay quienes dicen que existen unas lecturas obligatorias. Ayer me llegó al correo un E-mail de Amazon promocionando un libro que lleva como título: “50 piezas maestras que tienes que leer antes de morir”. Del listado ya he leído algunas, pero no la gran mayoría y es muy probable que nunca las lea todas, pues ya sabemos que la vida no alcanza para tanto libro. 

El punto es que es que la conjugación del verbo “tener” genera mucho ruido, pues siempre he creído que uno debe leer lo que quiera, teoría que refuerza García Márquez en una nota de prensa del año 1982: 

“La verdad es que no debe haber libros obligatorios, 
libros de penitencia, y que el método saludable 
es renunciar a la lectura en la página en que se vuelva insoportable.” 
- La literatura sin dolor – 

Dicho esto y por otro lado, considero que lo que si deberían ser obligatorios, son algunos capítulos de la literatura que, por lo bien escritos que están, todo el mundo debería leerlos mínimo una vez en sus vidas. En este momento me llegan a la cabeza dos: “Las Minas de Moria” de La Comunidad del anillo, el segundo libro de la trilogía de Tolkien, que tiene un ritmo galopante y las veces que lo he leído, aunque ya sepa que va a pasar, siempre me genera angustia. 

Otro capítulo que creo que se debería leer como mínimo una vez en la vida es el 23 de Rayuela, en el que aparece el personaje de Berthé Trepat, la pianista incomprendida; capitulo que, humildemente creo y con el perdón de los expertos en Cortázar, en literatura, y/o todo aquel que crea que estoy diciendo disparates, paga todo el libro por lo hermosamente escrito. 

A la larga no deja de ser un tema de gustos personales y cada quién tendrá capítulos que de cierta forma lo han marcado, pero prefiero más esta teoría de los capítulos imprescindibles que la de los libros.

lunes, 8 de octubre de 2018

El clarinetista

No debía tener más de 30 años. Su pelo rubio y ojos azules lo delataban como europeo, ¿de qué país?, digamos Latvia solo porque me gusta como suena. 

Siempre se ubicaba al costado sur de la calle 72 entre la carreras séptima y novena. Se sentaba sobre una manta de colores en posición flor de loto, sobre la que había una pequeña cesta de mimbre para las propinas. Siempre sostenía en sus manos un clarinete negro con pintas blancas, que nunca lo escuché tocar; pero claro, yo pasaba de largo hacia la séptima entre las 5:30 y 6:00 p.m. solo con ganas de llegar a casa, y cada vez que lo veía elaboraba una teoría tras otra acerca de quién era; parecía el personaje de una fábula infantil. 

Su cara siempre mostraba tranquilidad, una tranquilidad necesaria para el caos de las grandes urbes y para poder, supongo, tocar clarinete o solo sostenerlo en sus manos, mientras nosotros, los ciudadanos, nos envejecíamos con el trajín de nuestras vidas, con nuestras rutinas. 

¿Qué hacia ahí?, ¿quién era ese hombre? La última vez que lo vi llevaba un cartón colgado al cuello, que tenía escrito con marcador rojo: "Los aportes voluntarios me sirven para financiar el viaje, gracias por tu apoyo". ¿Cuál viaje?, resulta obvio pensar que el que había hecho a Colombia, pero ¿por qué  había elegido este destino?, ¿qué carajos hacia sentado, ese hombre de Latvia, en una acera de Bogotá, por la que miles de ejecutivos encorbatados y de caras serias, pasaban por su lado sin ni siquiera determinarlo? 

Aunque evito ser un “busca conversaciones”, me arrepiento mucho de nunca haberlo abordado, de no haber cruzado un de palabras con él, un escueto “hello” acompañado de una sonrisa. 

Quién sabe cuántas historias encerraba el clarinetista, pero si algo queda claro es que no debemos dejar escapar esos personajes, mucho menos si nos gusta escribir.

sábado, 6 de octubre de 2018

Nubes negras

Llueve; es una tarde gris, fría, lenta y no me hallo. De vez en cuando mi mente empieza a conjurar pensamientos negativos a los que trato de prestarles la menor atención. A veces me engancho en uno hasta que, con algo de esfuerzo, logro desecharlo. 

Necesito hacer algo para evitar caer en las trampas de la mente. “¿Leer o escribir?”, me pregunto. Me decido por lo segundo y que debo hacerlo en un café. Salgo. 

Comienzo a caminar hacia uno que queda cerca de mí casa, pero ya en el camino, recuerdo una pastelería que me presentó un amigo. La mujer que la atiende, su dueña, me parece muy bonita, o más bien muy tierna. Ese simple hecho, inclina la balanza hacia ese lugar. 

Le saco la mano a una buseta. Cuando subo esta llena, pero las calles están vacías, así que el viaje de pie no durará mucho. Me voy hacia la parte de atrás, y al rato se sube un hombre con pinta de drogado: Tiene los ojos en la nuca y la boca entreabierta, parece que respira por ella, y se mece de un lado a otro. Lo analizo de reojo y de repente el hombre se voltea hacia mí y me señala su muñeca; quiere saber la hora, pero hace muchos años dejé de utilizar reloj y el celular está cargándose en casa. “No tengo”, le respondo sin escuchar mi voz, y me refiero a que no tengo ni reloj, ni hora. El hombre farfulla algo que no logró escuchar pues llevo audífonos puestos. Por un segundo lamento no haberle podido dar la hora al hombre, “¿Qué tal que enloquezca y saque un puñal; que la falta de hora, de situarse en el tiempo lo ponga violento?, me pregunto. 

No pasa nada, el hombre sigue en su mundo, en su traba, y a cada rato cambia de postura y se hace a la derecha o a la izquierda de la buseta. Dos pasajeros se bajan y el hombre sin hora, se sienta de inmediato. Ahora mira por la ventana completamente distraído, “¿En que estará pensando?”, me pregunto, pero al rato lo dejo ser; cada quien con su traba, con sus líos y sus pensamientos, en definitiva cada quien con su vida, por más insólita que nos parezca. 

Mas tarde, ya en el lugar, pido una torta de chocolate con toneladas de crema y un café, y me sumerjo en la lectura. Mi cabeza ya está lo bastante despejada y me concentro fácil en la historia. 

Corroboro que la mujer es tierna y también que tiene novio. un hombre de barba y que lleva puesta una cachucha. A a cada rato ella le dice: “Amor esto”, “amor lo otro”. 

La mujer deja el local a cargo de su novio porque se antoja de un helado y se va a comprarlo. Por la calle pasa un hombre vendiendo bolsas de basura y lo saluda. El hombre, el novio, sale a la entrada del lugar para charlar con el vendedor. Este le dice: “Que techo tan bacano”, el novio mira hacia el techo, que tiene muchos bombillos pequeños, y le da la razón, le contesta que sí, que es bacano. “No parce, su visera. ¿no se le dice techo a eso?, anota el visitante. El novio, el amor, se quita la cachucha que es de color negro y, algo apenado por la falta de léxico callejero, le da vuelta al pedazo de techo en sus manos. 

Al rato llega la mujer y le da las gracias al novio por haber cuidado el local. Intento, infructuosamente, que el café y el final de un capítulo coincidan. Pago y abandono el lugar. 

Camino un par de cuadras y tomo otra buseta. Apenas subo recuerdo al hombre que estaba en un viaje dentro del viaje. Contrario a la otra, esta tiene pocos pasajeros, y un hombre que está sentado en la última fila no deja de bostezar de manera exagerada y audible. 

Me distraigo mirando por la ventana y veo como una pareja de adolescentes se devoran sus bocas, mientras sus manos juguetean en diferentes partes del cuerpo del otro. Del recorrido, que también dura poco, es la imagen que más me llama la atención. 

Cuando me bajo sigue haciendo frio, pero el ambiente está fresco. El suelo tiene muchos charcos y los locales que voy pasando de largo tienen un ambiente de fiesta. En ese momento suena What's It Gonna Be, con su intro de batería que siempre me sube el ánimo. 

Ya no hay rastro de nubes negras en mí cabeza.

viernes, 5 de octubre de 2018

Margarita

Margarita es la prima de una amiga. Siempre que escucho, como hoy, una canción de Juanes, me acuerdo de ella. Hace muchos años me gustaba mucho. Yo la apodé la popstar, porque tenía cierto parecido con una de las participantes de ese programa. 

Con Margarita y un grupo de amigos, fuimos a un concierto de Juanes en el Campín. Yo ya había salido un par de veces con ella, y andaba en plan de conquista. 

Ese día estaba lloviendo y, si no estoy mal, le pasé el brazo por la cintura o el hombro, gesto que, al parecer, no la incomodó. Rato después, en pleno concierto y envalentonado por unos tragos de ron, que no recuerdo como logramos ingresar al estadio, y adicional a lo mucho que me gustaba, me lancé a darle un beso. Apenas me incliné hacia ella todo iba bien, pero a medio camino perdí el impulso, pues Margarita me hizo el quite. 

Es una escena borrosa que, supongo, debido al desenlace que tuvo, no me preocupé en atesorar en mi memoria. No recuerdo que pasó después, si me sentí incomodo, o si ella se molestó, o si sumergí mi cerebro en más ron para pasar el trago amargo; aunque no creo porque solo encaletamos un par de cajitas de cartón pequeñas que no dieron medio brinco. 

Lo que rescato de esa situación son las ganas que tuve de darle un beso y el haberlo intentado, sin darle muchas vueltas al asunto. Si, muy triste y todo no haber sido correspondido, pero le aplaudo esa actitud a mi yo de ese entonces, un yo que calculaba menos sus actos; un yo impulsivo y más fresco con la vida en general.

jueves, 4 de octubre de 2018

Certeza

Nada es blanco o negro en este mundo, nada es 1 o 0; nada ni nadie, valga la pena decir, se encuentra completamente iluminado o en la oscuridad total. Entre los extremos en que se mueve nuestra vida, encerrados dentro del más obvio, su inicio y la muerte, siempre existirán millones de tonos, millones de opciones; sino que, creo yo, en nuestro afán de certidumbre tendemos a escoger eso que creemos absoluto. 

Luego de ese párrafo introductorio, estimado lector, cargado de percepciones propias y por qué no decirlo, de extremos de los que me gusta aferrarme, debo decir que a veces es bueno tener certezas, adherirse a un extremo del pensamiento y sentirse bien en él. 

La certeza sobre la que les quiero hablar es sencilla, inclusive irrisoria, imagino, para algunos: Estoy seguro de que este año voy a leer, empezar a leer o por lo menos comprar un volumen de los diarios de Anaïs Nin. 

Hablé sobre ese libro hace no mucho en otra entrada, y como ya lo he mencionado, como tantas veces me he repetido en este espacio, considero que uno no debe obviar esos momentos en que un libro comienza a buscarlo a uno. 

Hoy el libro se me volvió a aparecer en un artículo de María Popova. Popova habla sobre el gran tesoro que son esos diarios y de cómo Nin escribe de manera precisa sobre la vida, el amor y el arte de escribir. 

No conozco a Nin, es decir, no he leído nada de ella, novelas o historias, al contrario de cuando leí los de Woolf, por ejemplo, pero hay algo que me atrae con fuerza a sus diarios. 

Por eso hoy creo tener la certeza de comprarlos en lo que queda de este año; aunque quien sabe, como nada es absoluto, quizá mañana cambie de parecer. 

“Older people fall into rigid patterns. Curiosity, risk, 
exploration are forgotten by them.” 
- Anaïs Nin – 

Esta cita corresponde a una carta de Nin dirigida hacia hacía Leonard W. un aspirante a autor, que acogió bajo su mentoría y tiene, me parece, mucho que ver con las certezas o la fe que les tenemos.

miércoles, 3 de octubre de 2018

No escribir

No escribía nada desde el lunes, bueno, es un decir, escribí un libreto para una presentación que di ayer. En resumidas cuentas no escribí acá, donde tanto me gusta hacerlo, ni trabajé en alguno de los cuentos que tengo por ahí empezados. 

Algo debe ocurrir; algo debe desajustarse en el mundo cuando uno deja de hacer lo que le gusta, pero como vivimos tan ocupados con el día a día, como el ritmo de vida no da tregua, no nos damos cuenta de qué es lo que cambia. 

De pronto es en uno de esos descuidos en los que nuestro destino se despiporra, fascinante palabra esta, y toma el camino menos adecuado, el que nos va a generar más vicisitudes, pero ¿yo qué sé? 

Puede que ese cataclismo personal no tenga nada que ver con el futuro; concepto complejo este, así que digamos más bien “con el devenir de los sucesos” que es la misma vaina, pero suena, si acaso, más cálido, que la sensación helada que produce la palabra futuro. 

Encarrilándome de nuevo un poco y como les venía diciendo, puede que esos cambios imperceptibles ocurran dentro de nosotros, a un nivel celular o, peor aún, psicológico, y digo peor pues a nadie le deseo caer en los abismos de la mente. 

Algo, algo ocurre estimado lector, y ojalá pudiera decirle o darle indicios de qué es, pero yo, al igual que ustedes improviso, tratando de contener esto que llamamos vida,  y que tan fácil se nos sale de control. 

Estas pocas palabras le pusieron algo de orden al mundo, por lo menos al mío, a mí cabeza, a mi ansiedad. De una u otra forma, creo, reparcharon baches emocionales a los que no había prestado  atención. 

Escribir, escribir para tapar esos huecos del no escribir, para darle algo de sentido o, mejor, entender y aceptar el caos propio y el del mundo.