Entro a un almacén de esos que venden maricaditas varias. Esta repleto de objetos decorativos para la temporada navideña; es un lugar perfecto para salir de un apuro, cuando no se tiene ni idea de qué regalarle a alguien.
Camino con cuidado, alejado de los estantes, para no rozar ningún objeto por culpa de un movimiento torpe que, imagino, va a generar una reacción en cadena, que va a derrumbar todo el local. Mi hermana, en cambio, que hoy decidió ser entropía pura, ya ha tumbado un par de ellos, sin mayores consecuencias.
Una mujer camina detrás de mí y parece que está de mal genio. Le dice algo a su acompañante, pero como lleva tapabocas no alcanzó a captar sus palabras. Por el tono de su voz, se nota que esta molesta por algo. Le sostengo la mirada por un segundo, y me parece que está llena de odio, así que la bajo para que siga su rumbo, fiel a mi teoría de no cruzarme en el camino de otras personas, para que el curso de mi vida no se despiporre.
Otra clienta que está en el local no es seguidora de mi teoría y de un momento a otro le toca la espalda a la mujer malhumorada, para decirle: “Señora cuidado con la bolsa que lleva colgada, ahorita casi tumba algo”.
“¡Ay sí señora, ya! Le responde y luego, con un nivel adicional de rabia, le dice a su acompañante: “¡Como odio que me toquen!”.
El resto de tiempo que paso en el almacén, me preocupo más en no rozar a la señora , que rozar los productos y adornos; todo con el fin de que el curso de mi vida siga su, en apariencia pues nunca se sabe, apacible camino.
miércoles, 30 de noviembre de 2022
martes, 29 de noviembre de 2022
Mariana no está
Lleva un tiempo mirando la pantalla y no se le ha ocurrido ningún tema. Que miedo eso, piensa, es decir, como la mente se comienza a desocupar a medida que envejece o como cada vez es más difícil rescatar recuerdos, pensamientos, o bien, generar ideas.
De ahí que varios escritores vean al subconsciente como fuente infinita de creatividad. Como decía Bradbury loco: “la autoconciencia es el enemigo de todo arte, ya sea actuar, escribir, pintar o vivir, que es el arte más grande de todos.”
Ahora dirige la mirada hacia la sección de estilos de Word y varios de los comandos inducen a escribir: Título, sin espaciado, Edición, dictar, editor, párrafo. Pero ¿sobre qué?
Quizá la historia está clara y se resiste a verla. O tal vez solo sea pereza. Sentir pereza para escribir también es válido, solo que hay unos masoquistas, como él, que se obligan a hacerlo, aunque mueran a causa de ella.
Tal vez debería escribir lo que le ocurre, su situación actual, un hombre que está sentado en su escritorio y sufre para poner una palabra después de otra.
Es de madrugada y ahí está con el cuarto casi a oscuras, por culpa del bombillo de su lámpara que parece fatigado.
De repente el hombre escucha un ruido en la cocina, un cajón que se abre y unos cubiertos que caen al suelo. “Debe ser Mariana”, murmura, y cuando pone los dedos sobre el teclado recapacita sobre lo que acaba de decir. Mariana ya no está con él, Murió atropellada por un bus, de camino hacia el trabajo, mientras conducía su bicicleta.
Se queda quieto y siente miedo. Piensa que, si va a la cocina, se la va encontrar tal cual la ve en los sueños, con la cara destrozada por el accidente. Entonces se pone de pie y le echa seguro a la puerta del cuarto, como si esa medida de seguridad sirviera contra fantasmas o espíritus que se han perdido en su camino al más allá o que no dejan este plano porque tienen temas pendientes por resolver.
El hombre se sienta y comienza a escribir a contar su historia, pero lo debe hacer desde el principio, desde el día que la conoció cuando llevaba el vestido rojo de flores blancas que tanto le gustaba.
Ahí está, ya tiene una historia por contar. Aunque a veces siente que alguien lo mira desde atrás, no deja de teclear por dos horas seguidas.
Tiene que contar su historia por su bien y el de ella.
De ahí que varios escritores vean al subconsciente como fuente infinita de creatividad. Como decía Bradbury loco: “la autoconciencia es el enemigo de todo arte, ya sea actuar, escribir, pintar o vivir, que es el arte más grande de todos.”
Ahora dirige la mirada hacia la sección de estilos de Word y varios de los comandos inducen a escribir: Título, sin espaciado, Edición, dictar, editor, párrafo. Pero ¿sobre qué?
Quizá la historia está clara y se resiste a verla. O tal vez solo sea pereza. Sentir pereza para escribir también es válido, solo que hay unos masoquistas, como él, que se obligan a hacerlo, aunque mueran a causa de ella.
Tal vez debería escribir lo que le ocurre, su situación actual, un hombre que está sentado en su escritorio y sufre para poner una palabra después de otra.
Es de madrugada y ahí está con el cuarto casi a oscuras, por culpa del bombillo de su lámpara que parece fatigado.
De repente el hombre escucha un ruido en la cocina, un cajón que se abre y unos cubiertos que caen al suelo. “Debe ser Mariana”, murmura, y cuando pone los dedos sobre el teclado recapacita sobre lo que acaba de decir. Mariana ya no está con él, Murió atropellada por un bus, de camino hacia el trabajo, mientras conducía su bicicleta.
Se queda quieto y siente miedo. Piensa que, si va a la cocina, se la va encontrar tal cual la ve en los sueños, con la cara destrozada por el accidente. Entonces se pone de pie y le echa seguro a la puerta del cuarto, como si esa medida de seguridad sirviera contra fantasmas o espíritus que se han perdido en su camino al más allá o que no dejan este plano porque tienen temas pendientes por resolver.
El hombre se sienta y comienza a escribir a contar su historia, pero lo debe hacer desde el principio, desde el día que la conoció cuando llevaba el vestido rojo de flores blancas que tanto le gustaba.
Ahí está, ya tiene una historia por contar. Aunque a veces siente que alguien lo mira desde atrás, no deja de teclear por dos horas seguidas.
Tiene que contar su historia por su bien y el de ella.
lunes, 28 de noviembre de 2022
Dos libros gratis
Una vez tuve una reunión de intercambio de libros con unos amigos. Ese día salí de afán del apartamento y olvidé lo más importante: el libro que iba a llevar.
Afortunadamente la anfitriona de ese día, una amiga que estudio literatura y es profesora de español, tiene la casa repleta de ellos y cuando le conté que lo había olvidado, me dijo que no había problema y me llevo a una habitación en la que solo había libros. Me dijo que podía escoger el que quisiera para hacer el trueque más tarde.
Empecé a hojear las torres de libros con cuidado porque había unas que hacían equilibrio y parecían desafiar todas las leyes de la física, y en medio de esa tarea me topé con el libro de cuentos Amantes y Enemigos de Rosa Montero.
Lo comencé a hojear y me pregunto: “¿Ese es el que vas a intercambiar?” “No, este me gustaría leerlo”. “Te lo puedes llevar, no hay problema”.
Ya no recuerdo cuál fue el libro que escogí para intercambiar, pero le prometí que después le iba a dar uno. El que tenía en mente era El Asesino Ciego de Margaret Atwood, que compré en una charla de la escritora, porque había leído muy buenas críticas sobre él. Al parecer, en cuestiones de técnica, es un libro supremo, pues narra una novela dentro de la novela, pero luego de comenzarlo a leer no me enganchó.
El día de la charla tenía la intención de preguntarle a Atwood si le guardaba el mismo cariño al Cuento de la Criada como sus lectores, o si otro libro de los que ha escrito le parece mejor que ese. Pero me quedé con la mano levantada porque nunca me pasaron el micrófono.
Pero bueno ese era el libro que pensaba darle a mi amiga a modo de intercambio por el de Montero, pero hasta el día de hoy no lo he hecho.
El día de la reunión quedó volando La casa de los espíritus de Isabel Allende y como nadie se lo quería llevar, le pregunté a Ángela, su dueña, si lo podía tomar, y me dijo que no había problema.
Ya ven, ese día no lleve ningún libro y salí con dos debajo del brazo.
¡Por más reuniones como esa por favor!
Afortunadamente la anfitriona de ese día, una amiga que estudio literatura y es profesora de español, tiene la casa repleta de ellos y cuando le conté que lo había olvidado, me dijo que no había problema y me llevo a una habitación en la que solo había libros. Me dijo que podía escoger el que quisiera para hacer el trueque más tarde.
Empecé a hojear las torres de libros con cuidado porque había unas que hacían equilibrio y parecían desafiar todas las leyes de la física, y en medio de esa tarea me topé con el libro de cuentos Amantes y Enemigos de Rosa Montero.
Lo comencé a hojear y me pregunto: “¿Ese es el que vas a intercambiar?” “No, este me gustaría leerlo”. “Te lo puedes llevar, no hay problema”.
Ya no recuerdo cuál fue el libro que escogí para intercambiar, pero le prometí que después le iba a dar uno. El que tenía en mente era El Asesino Ciego de Margaret Atwood, que compré en una charla de la escritora, porque había leído muy buenas críticas sobre él. Al parecer, en cuestiones de técnica, es un libro supremo, pues narra una novela dentro de la novela, pero luego de comenzarlo a leer no me enganchó.
El día de la charla tenía la intención de preguntarle a Atwood si le guardaba el mismo cariño al Cuento de la Criada como sus lectores, o si otro libro de los que ha escrito le parece mejor que ese. Pero me quedé con la mano levantada porque nunca me pasaron el micrófono.
Pero bueno ese era el libro que pensaba darle a mi amiga a modo de intercambio por el de Montero, pero hasta el día de hoy no lo he hecho.
El día de la reunión quedó volando La casa de los espíritus de Isabel Allende y como nadie se lo quería llevar, le pregunté a Ángela, su dueña, si lo podía tomar, y me dijo que no había problema.
Ya ven, ese día no lleve ningún libro y salí con dos debajo del brazo.
¡Por más reuniones como esa por favor!
jueves, 24 de noviembre de 2022
No conocemos a nadie
Trabajo en el otro extremo de la ciudad, así que debo levantarme cuando todavía es de noche para poder llegar a tiempo. Lo primero que hago es preparar café en una cafetera italiana que está a punto de desbaratarse.
Luego me siento en la mesa de la cocina y espero a que el café esté listo. Me lo sirvo en mi pocillo preferido, uno de color negro y que tiene la oreja desportillada. Todo en esta casa parece estar en ruinas.
Me gusta ese momento del día, porque me pongo a pensar sobre mi vida. Lo que está bien y lo que no y me gustaría mejorar. Lo hago mientras le doy sorbos pequeños al tinto para no quemarme la boca.
Cuando me lo acabo de tomar, busco la correa de Danger, mi perro. El nombre es una broma porque es un cruce de perros enanos, de esos fastidiosos que ladran porque sí y porque no. Lo llevo a un descampado que queda a media cuadra y muy pocas veces me cruzo con algún vecino.
Ayer, cuando llegué del trabajo, pasé por la casa de Jaime. Don Jaime le dice todo el mundo, pero yo no sé por dónde le ven el don. Estaba sentado al frente de la puerta. Suele hacer eso, saca una silla Rimax blanca y se sienta a ver pasar la gente, la vida o las dos cosas.
“Buenas tardes”, le dije. No tenía otra opción que saludarlo, si no quería pasar por grosera. Él levanto una mano a manera de saludo al tiempo que decía, “usted sale muy temprano de su casa, ¿no vecina?
No le respondí nada, pero después de llegar a la casa me puse a pensar en lo que me dijo: “¿Por qué sabe de mis rutinas?, ¿Es que acaso me espía? Uno nunca termina de conocer a las personas.
Nunca sabemos, por ejemplo, si ese que nos sonríe tiene cuerpos picados en pedacitos dentro de su congelador.
Luego me siento en la mesa de la cocina y espero a que el café esté listo. Me lo sirvo en mi pocillo preferido, uno de color negro y que tiene la oreja desportillada. Todo en esta casa parece estar en ruinas.
Me gusta ese momento del día, porque me pongo a pensar sobre mi vida. Lo que está bien y lo que no y me gustaría mejorar. Lo hago mientras le doy sorbos pequeños al tinto para no quemarme la boca.
Cuando me lo acabo de tomar, busco la correa de Danger, mi perro. El nombre es una broma porque es un cruce de perros enanos, de esos fastidiosos que ladran porque sí y porque no. Lo llevo a un descampado que queda a media cuadra y muy pocas veces me cruzo con algún vecino.
Ayer, cuando llegué del trabajo, pasé por la casa de Jaime. Don Jaime le dice todo el mundo, pero yo no sé por dónde le ven el don. Estaba sentado al frente de la puerta. Suele hacer eso, saca una silla Rimax blanca y se sienta a ver pasar la gente, la vida o las dos cosas.
“Buenas tardes”, le dije. No tenía otra opción que saludarlo, si no quería pasar por grosera. Él levanto una mano a manera de saludo al tiempo que decía, “usted sale muy temprano de su casa, ¿no vecina?
No le respondí nada, pero después de llegar a la casa me puse a pensar en lo que me dijo: “¿Por qué sabe de mis rutinas?, ¿Es que acaso me espía? Uno nunca termina de conocer a las personas.
Nunca sabemos, por ejemplo, si ese que nos sonríe tiene cuerpos picados en pedacitos dentro de su congelador.
miércoles, 23 de noviembre de 2022
Té y frío
No sé a qué velocidad se enfría el té que tomo.
Me aventuro a pensar que, de alguna forma, eso tiene relación con las ideas que llevo congeladas en la cabeza; esos conceptos, sensaciones o recuerdos enterrados en sus profundidades, que quedaron olvidados en alguno de sus rincones.
¿Cuánta información tendremos a la mano que solo está ahí, cogiendo polvo?
Por eso le doy sorbos largos a ver si, de alguna forma, se acelera la sinapsis de mis neuronas.
No recuerdo en dónde leí por primera vez ese término, pero cada vez que lo recuerdo, o me encuentro con él, me imagino pequeños chispazos dentro de mi cabeza, que ponen a rodar todo: la escritura, la vida misma.
Pero hay un problema. Siempre lo hay, de eso no hay duda. El conflicto, el drama, por pequeño o grande que sea, se nos estrella en la cara a cada rato. Algo bueno debe tener eso, porque si todo nos saliera bien, la vida sería tremendamente aburridora.
El problema del que hablo es que mis pies también están fríos, entonces el calor que le pueda traspasar la bebida a mi cuerpo no puede dirigirse solo al cerebro, sino que debe repartirse.
El té ya está a punto de enfriarse, pero cuando le doy un sorbo, imagino que está hirviendo. Hay veces que tragarse las mentiras y sugestionarse con ellas funciona.
Lo ideal, pienso, sería que este escrito acabara justo después del último sorbo, porque las galletas de coco que lo acompañaban desaparecieron rápido, pues no jugaban un papel importante. Aquí, como usted y yo lo sabemos, estimado lector, el protagonista es el té que, quiero pensar, tiene la facultad de calentar las ideas.
Acabo de darle el último sorbo a la bebida y sigo escribiendo. Ya lo había dicho, nunca nada es perfecto, siempre, en lo que sea, existirán grietas, algunas casi imperceptibles, pero grieta es grieta.
¿Qué le vamos a hacer?
Me aventuro a pensar que, de alguna forma, eso tiene relación con las ideas que llevo congeladas en la cabeza; esos conceptos, sensaciones o recuerdos enterrados en sus profundidades, que quedaron olvidados en alguno de sus rincones.
¿Cuánta información tendremos a la mano que solo está ahí, cogiendo polvo?
Por eso le doy sorbos largos a ver si, de alguna forma, se acelera la sinapsis de mis neuronas.
No recuerdo en dónde leí por primera vez ese término, pero cada vez que lo recuerdo, o me encuentro con él, me imagino pequeños chispazos dentro de mi cabeza, que ponen a rodar todo: la escritura, la vida misma.
Pero hay un problema. Siempre lo hay, de eso no hay duda. El conflicto, el drama, por pequeño o grande que sea, se nos estrella en la cara a cada rato. Algo bueno debe tener eso, porque si todo nos saliera bien, la vida sería tremendamente aburridora.
El problema del que hablo es que mis pies también están fríos, entonces el calor que le pueda traspasar la bebida a mi cuerpo no puede dirigirse solo al cerebro, sino que debe repartirse.
El té ya está a punto de enfriarse, pero cuando le doy un sorbo, imagino que está hirviendo. Hay veces que tragarse las mentiras y sugestionarse con ellas funciona.
Lo ideal, pienso, sería que este escrito acabara justo después del último sorbo, porque las galletas de coco que lo acompañaban desaparecieron rápido, pues no jugaban un papel importante. Aquí, como usted y yo lo sabemos, estimado lector, el protagonista es el té que, quiero pensar, tiene la facultad de calentar las ideas.
Acabo de darle el último sorbo a la bebida y sigo escribiendo. Ya lo había dicho, nunca nada es perfecto, siempre, en lo que sea, existirán grietas, algunas casi imperceptibles, pero grieta es grieta.
¿Qué le vamos a hacer?
martes, 22 de noviembre de 2022
Pedro y su bóveda craneal
Pedro, no Navajas sino otro, un bogotano común y corriente, va por la vida tratando de hacer las cosas bien, desde caminar sin tropezarse hasta ganarse la vida. Este Pedro, de apellido Pérez, espera que todo fluya, que la vía de su destino esté despejada; en fin, aspira, como todas las personas, a tener la menor cantidad de contratiempos hasta que la muerte decida visitarlo.
Es un hombre callado, que habla poco y, por lo general, prefiere pasar el tiempo, encerrado con sus pensamientos, dentro de su bóveda craneal. Le gusta ese término para referirse al espacio que ocupa el cerebro humano. A Pedro le agrada imaginarlo como una caja fuerte, y cree que no existirían tantos problemas si las personas no lo abrieran de par en par para que cualquier persona entre como Pedro por su casa, valga la redundancia, a ver con qué se encuentran.
Como al señor Pérez le gusta entretenerse con sus pensamientos, le molesta cuando adquiere responsabilidades repentinas. Hace unos años, por ejemplo, le emputaba subirse a un bus repleto, no por lo lleno que estuviera, sino porque casi siempre le tocaba hacer parte de la cadena de personas que pasaban las vueltas de un pasajero de mano en mano, hasta que estas encontraban a su propietario.
Sabía que, desde ese entonces, tenía algo mal en su cabeza, pues eso le generaba una leve ansiedad. Luego de que las vueltas dejaban sus manos, nunca sabía si llegaban a su destino y de ser así, si llegaban intactas. Pensaba que cabía la posibilidad de que alguien se robara una moneda o un billete y creía que algún día, a ese pasajero al que no le llegaban las vueltas completas enloquecería de rabia. Luego sacaría un cuchillo y comenzaría a apuñalear a los otros pasajeros.
Por esa razón se compró una bicicleta y dejó de utilizar el transporte urbano, sin importarle cuál fuera la distancia que le tocara recorrer.
Ahora, sentado en una sala de espera de un consultorio, se acordó de esa responsabilidad repentina de las vueltas del bus, porque está a punto de adquirir otra: Las personas que salen de consulta gritan el nombre del paciente que debe seguir al consultorio “¿Por qué carajos no sale el médico y llama él mismo a sus pacientes?”, se pregunta.
Otra vez la ansiedad comienza a hacer estragos: “¿y si me toca llamar a un paciente y no escucha mi llamado?”, ¿Qué tal que en el corto trayecto se me olvide el nombre que me haya dicho el médico, y en vez de un Jaime llame a un Jairo, por ejemplo?”, estas y otras preguntas le comienzan a llegar a la cabeza.
Se pone de pie y abandona el consultorio.
Ya en la calle, luego de cerrarse la chaqueta y meter las manos en los bolsillos, piensa: “a mí no me jodan. No me pongan tareas que no me corresponden”.
Es un hombre callado, que habla poco y, por lo general, prefiere pasar el tiempo, encerrado con sus pensamientos, dentro de su bóveda craneal. Le gusta ese término para referirse al espacio que ocupa el cerebro humano. A Pedro le agrada imaginarlo como una caja fuerte, y cree que no existirían tantos problemas si las personas no lo abrieran de par en par para que cualquier persona entre como Pedro por su casa, valga la redundancia, a ver con qué se encuentran.
Como al señor Pérez le gusta entretenerse con sus pensamientos, le molesta cuando adquiere responsabilidades repentinas. Hace unos años, por ejemplo, le emputaba subirse a un bus repleto, no por lo lleno que estuviera, sino porque casi siempre le tocaba hacer parte de la cadena de personas que pasaban las vueltas de un pasajero de mano en mano, hasta que estas encontraban a su propietario.
Sabía que, desde ese entonces, tenía algo mal en su cabeza, pues eso le generaba una leve ansiedad. Luego de que las vueltas dejaban sus manos, nunca sabía si llegaban a su destino y de ser así, si llegaban intactas. Pensaba que cabía la posibilidad de que alguien se robara una moneda o un billete y creía que algún día, a ese pasajero al que no le llegaban las vueltas completas enloquecería de rabia. Luego sacaría un cuchillo y comenzaría a apuñalear a los otros pasajeros.
Por esa razón se compró una bicicleta y dejó de utilizar el transporte urbano, sin importarle cuál fuera la distancia que le tocara recorrer.
Ahora, sentado en una sala de espera de un consultorio, se acordó de esa responsabilidad repentina de las vueltas del bus, porque está a punto de adquirir otra: Las personas que salen de consulta gritan el nombre del paciente que debe seguir al consultorio “¿Por qué carajos no sale el médico y llama él mismo a sus pacientes?”, se pregunta.
Otra vez la ansiedad comienza a hacer estragos: “¿y si me toca llamar a un paciente y no escucha mi llamado?”, ¿Qué tal que en el corto trayecto se me olvide el nombre que me haya dicho el médico, y en vez de un Jaime llame a un Jairo, por ejemplo?”, estas y otras preguntas le comienzan a llegar a la cabeza.
Se pone de pie y abandona el consultorio.
Ya en la calle, luego de cerrarse la chaqueta y meter las manos en los bolsillos, piensa: “a mí no me jodan. No me pongan tareas que no me corresponden”.
lunes, 21 de noviembre de 2022
Los trucos del subconsciente
Hace unos días escribí un post titulado “Manos con sangre”. Al momento de redactarlo, pasó lo de muchas veces: no tenía ni idea sobre qué escribir. Así que mientras miraba la pantalla como un tarado, viendo al cursor titilar y practicaba batería aérea para dilatar el proceso de escritura, esa frase llegó a mi cabeza.
Escribí sobre un hombre que se despertaba con sangre seca en las manos, pero que no sabía por qué las tenía manchadas. Al parecer, cuando eso le ocurría, el hombre salía de su apartamento en la noche y al siguiente día no se acordaba de nada. Lo más probable, imagino, es que el hombre era poseído en medio de la noche, y se levantaba a cometer crímenes.
Digo imagino, porque no ahondé más en ese personaje, solo pinté una tajada de su vida. De pronto sería bueno llevar la idea a un cuento, pero quizá estoy fusilando uno de Rubem Fonseca, en el que un padre de familia ejemplar, sale todas las noches en su carro a atropellar personas.
Igual el mío sería una variación y como ya se sabe no existe ninguna idea 100% original, sino que las que van apareciendo son retazos de cosas que se han leído , visto o nos han contado, en fin.
Días después me puse a pensar sobre el post de las manos con sangre y de dónde habría salido. Recordé que el esposo de una prima me contó que había tenido una pesadilla en la que tenía una hemorragia por la nariz y la sangre le salía a chorros. De puro acto reflejo su yo del sueño intentaba detener la hemorragia con sus manos y, claro, se le empapaban de sangre. En ese momento se despertó gritando, y cuenta que por un segundo se miró las manos y las tenía llenas de sangre.
Imagino que como la imagen es potente se me quedó grabada en el subconsciente y salió a la superficie en el momento que iba a escribir ese día.
También supongo que decidí ese tema medio oscuro porque me vi un documental sobre exorcismos y porque estoy leyendo a la gran Mariana Enríquez.
Escribí sobre un hombre que se despertaba con sangre seca en las manos, pero que no sabía por qué las tenía manchadas. Al parecer, cuando eso le ocurría, el hombre salía de su apartamento en la noche y al siguiente día no se acordaba de nada. Lo más probable, imagino, es que el hombre era poseído en medio de la noche, y se levantaba a cometer crímenes.
Digo imagino, porque no ahondé más en ese personaje, solo pinté una tajada de su vida. De pronto sería bueno llevar la idea a un cuento, pero quizá estoy fusilando uno de Rubem Fonseca, en el que un padre de familia ejemplar, sale todas las noches en su carro a atropellar personas.
Igual el mío sería una variación y como ya se sabe no existe ninguna idea 100% original, sino que las que van apareciendo son retazos de cosas que se han leído , visto o nos han contado, en fin.
Días después me puse a pensar sobre el post de las manos con sangre y de dónde habría salido. Recordé que el esposo de una prima me contó que había tenido una pesadilla en la que tenía una hemorragia por la nariz y la sangre le salía a chorros. De puro acto reflejo su yo del sueño intentaba detener la hemorragia con sus manos y, claro, se le empapaban de sangre. En ese momento se despertó gritando, y cuenta que por un segundo se miró las manos y las tenía llenas de sangre.
Imagino que como la imagen es potente se me quedó grabada en el subconsciente y salió a la superficie en el momento que iba a escribir ese día.
También supongo que decidí ese tema medio oscuro porque me vi un documental sobre exorcismos y porque estoy leyendo a la gran Mariana Enríquez.
jueves, 17 de noviembre de 2022
Un último deseo
Camina esposado con las manos en la espalda y siente un olor a orines en el ambiente. No sabe si son propios, producto de sus esfínteres que ya le fallan por la cantidad de golpizas que ha recibido de reclusos y guardias, o si el olor proviene de del pasillo por el que camina.
La luz del lugar es débil y apenas tiene los ojos abiertos, a causa de sus parpados hinchados. Arrastra los pies a cada paso y las veces que se detiene, porque un recuerdo de cuando era libre le llega a la cabeza, uno de los guardias que lo escoltan presiona su espalda con el bolillo y lo obliga a seguir caminando. A veces cae y se arrastra un poco, pero de inmediato alguien lo toma por las axilas, y lo levanta como si fuera un muñeco de trapo.
El hombre va camino hacia su muerte, a la sala en dónde le van a aplicar la inyección letal. Horas antes le dijeron que podía pedir lo que quisiera de última cena, pero respondió que mejor se reservaba su último deseo hasta el último momento del show.
Cuando le preguntaron recordó que una vez leyó un artículo que hablaba de las últimas cenas de reclusos importantes. La nota mencionaba lo que le sirvieron a Sadam Hussein: Pollo con arroz shawarma, que el dictador rechazó, junto con la posibilidad de fumarse un cigarrillo.
“Quizá detestaba el pollo”, piensa el hombre.
Ahora se encuentra en frente de la puerta de la sala de ejecución y el guardia que lo acompaña le pregunta por su último deseo.
“Es sencillo”, dice mientras muestra una sonrisa triste y se se sopla un mechón de pelo que le cae sobre la cara.
“Solo quiero ver cuantas notificaciones tengo en mi celular. Hace una semana me lo decomisaron y debo tener cientos de mi última publicación”.
La luz del lugar es débil y apenas tiene los ojos abiertos, a causa de sus parpados hinchados. Arrastra los pies a cada paso y las veces que se detiene, porque un recuerdo de cuando era libre le llega a la cabeza, uno de los guardias que lo escoltan presiona su espalda con el bolillo y lo obliga a seguir caminando. A veces cae y se arrastra un poco, pero de inmediato alguien lo toma por las axilas, y lo levanta como si fuera un muñeco de trapo.
El hombre va camino hacia su muerte, a la sala en dónde le van a aplicar la inyección letal. Horas antes le dijeron que podía pedir lo que quisiera de última cena, pero respondió que mejor se reservaba su último deseo hasta el último momento del show.
Cuando le preguntaron recordó que una vez leyó un artículo que hablaba de las últimas cenas de reclusos importantes. La nota mencionaba lo que le sirvieron a Sadam Hussein: Pollo con arroz shawarma, que el dictador rechazó, junto con la posibilidad de fumarse un cigarrillo.
“Quizá detestaba el pollo”, piensa el hombre.
Ahora se encuentra en frente de la puerta de la sala de ejecución y el guardia que lo acompaña le pregunta por su último deseo.
“Es sencillo”, dice mientras muestra una sonrisa triste y se se sopla un mechón de pelo que le cae sobre la cara.
“Solo quiero ver cuantas notificaciones tengo en mi celular. Hace una semana me lo decomisaron y debo tener cientos de mi última publicación”.
martes, 15 de noviembre de 2022
Manos con sangre
“¿Estaré poseído?”, piensa mientras mira la pantalla de su computador. Desde hace 10 minutos le está dando vueltas a la pregunta. Si le han parecido raras esas oleadas de rabia repentina, que ha tenido desde hace un tiempo con Cristina, su esposa, y también con sus hijos.
“Discúlpame Cris”, no va a volver a pasar, siempre le dice a para disculparse, y le achaca su estado de ánimo a un supuesto estrés producido por el trabajo. Sabe que es mentira, pues no siente angustia alguna. Al final siempre le resta importancia al tema, pues piensa que todas las personas son bipolares, solo que las reciben tratamiento psiquiátrico, no cuentan con válvulas de escape efectivas como el sexo, el trabajo, las drogas, la familia o alguna afición que les apasione.
Últimamente, cuando abre los ojos en la mañana, siente sus manos pegajosas. Cuando se las mira se da cuenta de que la sensación se debe a sangre seca sobre su piel.
Hace un mes exacto fue la primera vez que le pasó. Lo primero que hizo fue revisar su cuerpo en busca de alguna herida, pero no encontró nada. Luego miro a cristina que dormía plácidamente y levantó la cobijas para ver su cuerpo, pero así, por encima, tampoco vio una herida en el cuerpo de su esposa. Luego se volvió a mirar las manos no pudo contener las arcadas que le produjo el olor y terminó por ensuciar las cobijas. Luego de quitarse la ropa se revisó con más cuidado frente al espejo, pero no vio nada raro, todo estaba en orden, su piel no tenía ni el más mínimo rasguño; es más se sentía lleno de energía.
En algunos de los días que se ha repetido la escena, cuando está a punto de dejar el apartamento para ir al trabajo, el hombre se ha dado cuenta que la puerta está sin seguro. Incluso en una ocasión la encontró semiabierta, y siempre se asegura de echar llave todas las noches, pues el sector donde vive se ha vuelto inseguro.
Lo que más le extraña es lo que Héctor, el celador de su edificio, le dijo cuando salía hacia la oficina. El vigilante lo miró sonriendo de forma pícara, hasta que el hombre no tuvo más remedio que preguntarle por qué hacía cara de idiota.
“Tranquilo señor”, su secreto está a salvo conmigo. Por una módica suma de dinero, prometo no decirle nada a la señora Cristina.
“¿De qué secreto habla idiota?”, le respondió, al tiempo que lo fulminaba con la mirada.
“De sus escapadas nocturnas señor Tovar”. Siempre lo veo llegar con una sonrisa en su cara y me preguntó dónde o más bien con quién la habrá pasado tan bien.
“Bájele a la confianza”, le respondió Tovar, antes de que la puerta del edificio se cerrara”.
Ahora quita la vista de la pantalla para mirarse las manos.
“Parece que enloquecer también es otra opción de vida”, piensa.
“Discúlpame Cris”, no va a volver a pasar, siempre le dice a para disculparse, y le achaca su estado de ánimo a un supuesto estrés producido por el trabajo. Sabe que es mentira, pues no siente angustia alguna. Al final siempre le resta importancia al tema, pues piensa que todas las personas son bipolares, solo que las reciben tratamiento psiquiátrico, no cuentan con válvulas de escape efectivas como el sexo, el trabajo, las drogas, la familia o alguna afición que les apasione.
Últimamente, cuando abre los ojos en la mañana, siente sus manos pegajosas. Cuando se las mira se da cuenta de que la sensación se debe a sangre seca sobre su piel.
Hace un mes exacto fue la primera vez que le pasó. Lo primero que hizo fue revisar su cuerpo en busca de alguna herida, pero no encontró nada. Luego miro a cristina que dormía plácidamente y levantó la cobijas para ver su cuerpo, pero así, por encima, tampoco vio una herida en el cuerpo de su esposa. Luego se volvió a mirar las manos no pudo contener las arcadas que le produjo el olor y terminó por ensuciar las cobijas. Luego de quitarse la ropa se revisó con más cuidado frente al espejo, pero no vio nada raro, todo estaba en orden, su piel no tenía ni el más mínimo rasguño; es más se sentía lleno de energía.
En algunos de los días que se ha repetido la escena, cuando está a punto de dejar el apartamento para ir al trabajo, el hombre se ha dado cuenta que la puerta está sin seguro. Incluso en una ocasión la encontró semiabierta, y siempre se asegura de echar llave todas las noches, pues el sector donde vive se ha vuelto inseguro.
Lo que más le extraña es lo que Héctor, el celador de su edificio, le dijo cuando salía hacia la oficina. El vigilante lo miró sonriendo de forma pícara, hasta que el hombre no tuvo más remedio que preguntarle por qué hacía cara de idiota.
“Tranquilo señor”, su secreto está a salvo conmigo. Por una módica suma de dinero, prometo no decirle nada a la señora Cristina.
“¿De qué secreto habla idiota?”, le respondió, al tiempo que lo fulminaba con la mirada.
“De sus escapadas nocturnas señor Tovar”. Siempre lo veo llegar con una sonrisa en su cara y me preguntó dónde o más bien con quién la habrá pasado tan bien.
“Bájele a la confianza”, le respondió Tovar, antes de que la puerta del edificio se cerrara”.
Ahora quita la vista de la pantalla para mirarse las manos.
“Parece que enloquecer también es otra opción de vida”, piensa.
lunes, 14 de noviembre de 2022
Dormir, leer y lavar la loza
Media hora después del almuerzo, decido leer. Como no tengo un sillón específico para esa actividad, ubicado al lado de una chimenea y en una casa en las montañas, acomodo las almohadas, el haz de luz de la lámpara que está encima del mueble modular que haces sus veces de mesa de noche, y me echo en la cama.
No sé cuántas veces cambio de posición, pero cuando doy con una de medio lado, los ojos se me comienzan a cerrar. “Por lo menos debo acabar el capítulo o llegar a un punto donde la acción se mueva a otro lado”, pienso, así que me obligo a abrirlos.
Me duermo.
Son solo un par de minutos hasta que algo me despierta. Veo que el Kindle se apagó automáticamente y que la habitación está muy oscura. Al poco rato caigo en cuenta de qué fue lo que pasó: se fue la luz.
Lo que me despertó fue el ruido de la planta eléctrica del edificio de al lado. Como hay veces, no sé por qué, que la energía se va por sectores del apartamento, presionó frenéticamente el botón de encendido de la lámpara, pero tanto empeño no sirve para nada.
Me levanto, me quito los lentes y me tapo con una cobija. Ahora tengo el firme propósito de dormir.
Me despierto a las 2 horas y la luz todavía no ha llegado. Me quedo mirando el techo fijamente, como si rugosidad escondiera el sentido de la vida. No me transmite ningún tipo de información ni concluyo nada, y en ese momento suena el citófono.
Había olvidado que una prima iba a pasar para tomar vino y hacer una tabla de quesos y jamones improvisada.
Más tarde intento dormir, pero la siesta me quitó el sueño. En un arrebato de responsabilidad, decido ponerme a lavar la loza, y cuando termino de hacferlo estoy aún más despierto que hace un momento.
Me obligo a meterme en la cama y no me queda más que ponerme a leer a ver si me agarra el sueño.
Miro cuánto le falta al capítulo y el Kindle dice que más de una hora. Por lo general no me llaman la atención las novelas con capítulos tan largos, pero la que leo está muy buena, así que hago una excepción.
Ya es de madrugada y el capítulo sigue ahí, infinito, como si nada. “Pues será acabarlo”, pienso. Al rato me encuentro con una subdivisión, titulada 2. Como ya es tarde, o bien, temprano decido dejar de leer.
Apago la luz doy media vuela y cierro los ojos sin el más mínimo rastro de sueño. Quién sabe cuánto me demoré en quedarme dormido.
No sé cuántas veces cambio de posición, pero cuando doy con una de medio lado, los ojos se me comienzan a cerrar. “Por lo menos debo acabar el capítulo o llegar a un punto donde la acción se mueva a otro lado”, pienso, así que me obligo a abrirlos.
Me duermo.
Son solo un par de minutos hasta que algo me despierta. Veo que el Kindle se apagó automáticamente y que la habitación está muy oscura. Al poco rato caigo en cuenta de qué fue lo que pasó: se fue la luz.
Lo que me despertó fue el ruido de la planta eléctrica del edificio de al lado. Como hay veces, no sé por qué, que la energía se va por sectores del apartamento, presionó frenéticamente el botón de encendido de la lámpara, pero tanto empeño no sirve para nada.
Me levanto, me quito los lentes y me tapo con una cobija. Ahora tengo el firme propósito de dormir.
Me despierto a las 2 horas y la luz todavía no ha llegado. Me quedo mirando el techo fijamente, como si rugosidad escondiera el sentido de la vida. No me transmite ningún tipo de información ni concluyo nada, y en ese momento suena el citófono.
Había olvidado que una prima iba a pasar para tomar vino y hacer una tabla de quesos y jamones improvisada.
Más tarde intento dormir, pero la siesta me quitó el sueño. En un arrebato de responsabilidad, decido ponerme a lavar la loza, y cuando termino de hacferlo estoy aún más despierto que hace un momento.
Me obligo a meterme en la cama y no me queda más que ponerme a leer a ver si me agarra el sueño.
Miro cuánto le falta al capítulo y el Kindle dice que más de una hora. Por lo general no me llaman la atención las novelas con capítulos tan largos, pero la que leo está muy buena, así que hago una excepción.
Ya es de madrugada y el capítulo sigue ahí, infinito, como si nada. “Pues será acabarlo”, pienso. Al rato me encuentro con una subdivisión, titulada 2. Como ya es tarde, o bien, temprano decido dejar de leer.
Apago la luz doy media vuela y cierro los ojos sin el más mínimo rastro de sueño. Quién sabe cuánto me demoré en quedarme dormido.
jueves, 10 de noviembre de 2022
El demonio en el espejo
Lo acaba de ver, pero sigue manejando como si nada. Siente cómo se le acelera el corazón así que respira profundo para bajar las pulsaciones.
Llega a una intersección y el semáforo se pone en rojo. No le gusta quedarse quieto. Piensa que estar en movimiento le ayuda a calmarse. Además, hace calor y su auto no tiene aire acondicionado.
Sabe que es una ilusión, un juego de su cabeza, un truco visual de su enfermedad mental, pero es tan real como la mujer que ahora cruza la calle. Le sostiene la mirada y ella le sonríe: “Si tan solo supiera que estoy en el borde del precipicio de la locura”, piensa.
Quiere y no quiere mirar otra vez por el retrovisor, le molesta esa especie de morbo. Le molesta que su cabeza esté mal cableada y que la realidad se distorsione en el momento menos pensado. Igual lo termina por hacer y ve al demonio sentado en el asiento trasero, que lo mira sin decir nada.
Es de piel roja y cuernos como de cabra. “Es muy normal. Quizá la imagen solo es una proyección de toda la basura que tengo almacenada en el subconsciente”, piensa.
Las apariciones nunca le dicen nada. Cree que esa es una buena señal, pues le indica que, de cierta forma, los medicamentos que toma funcionan. No tiene idea qué podría llegar a hacer si el demonio comienza a hablarle. Significaría que ha enloquecido por completo, que ya no vale la pena seguir viviendo.
El pito de los carros que vienen detrás lo sacan de sus pensamientos. El semáforo ya está en verde. Arranca de nuevo y otra vez fija la mirada en la calle, solo espera que cuando vuelva a mirar por el espejo, su acompañante haya desaparecido.
Llega a una intersección y el semáforo se pone en rojo. No le gusta quedarse quieto. Piensa que estar en movimiento le ayuda a calmarse. Además, hace calor y su auto no tiene aire acondicionado.
Sabe que es una ilusión, un juego de su cabeza, un truco visual de su enfermedad mental, pero es tan real como la mujer que ahora cruza la calle. Le sostiene la mirada y ella le sonríe: “Si tan solo supiera que estoy en el borde del precipicio de la locura”, piensa.
Quiere y no quiere mirar otra vez por el retrovisor, le molesta esa especie de morbo. Le molesta que su cabeza esté mal cableada y que la realidad se distorsione en el momento menos pensado. Igual lo termina por hacer y ve al demonio sentado en el asiento trasero, que lo mira sin decir nada.
Es de piel roja y cuernos como de cabra. “Es muy normal. Quizá la imagen solo es una proyección de toda la basura que tengo almacenada en el subconsciente”, piensa.
Las apariciones nunca le dicen nada. Cree que esa es una buena señal, pues le indica que, de cierta forma, los medicamentos que toma funcionan. No tiene idea qué podría llegar a hacer si el demonio comienza a hablarle. Significaría que ha enloquecido por completo, que ya no vale la pena seguir viviendo.
El pito de los carros que vienen detrás lo sacan de sus pensamientos. El semáforo ya está en verde. Arranca de nuevo y otra vez fija la mirada en la calle, solo espera que cuando vuelva a mirar por el espejo, su acompañante haya desaparecido.
miércoles, 9 de noviembre de 2022
Cuello y la autoconciencia
Felipe Cuello lee una cita de bradbury de Zen el arte de escribir que dice lo siguiente:“La autoconciencia es el enemigo de todo arte, ya sea actuar, escribir, pintar o vivir, que es el arte más grande de todos.”
“¿Qué carajos es la autoconciencia?”, se pregunta. Acude, como suele hacerlo cuando no tiene clara la definición de una palabra, al diccionario: “Conciencia de sí mismo”. Se desinfla un poco ante la definición tan breve, pues le parece que la palabra es muy importante como para resumirla con tan pocas palabras.
Le da un sorbo al jugo de naranja que tiene encima del escritorio y luego busca la palabra conciencia. Se encuentra con cinco significados y la mayoría habla de tener la facultad de reconocer la realidad.
“¿Qué es la realidad?”, se pregunta ahora Cuello. Alguna vez leyó un artículo que decía que la realidad no existe porque es subjetiva, entonces cada quién tiene una distinta. Eso lo lleva a pensar que es traicionera y que lo mejor es frecuentarla, pero no vivir todo el tiempo dentro de ella. A fin de cuentas, amputarla cuando sea necesario.
Eso, imagina, tiene que ver con acceder al subconsciente, no dejarse influenciar por la realidad y conectarse con los miedos profundos, deseos reprimidos y las experiencias traumáticas. Ahí, en esos aspectos de vida de los que no queremos hablar, piensa Cuello, está toda la pulpa de la creación, pues están repletos de drama y conflicto.
Decirlo es fácil, pero hacerlo es otra cosa, pues si piensa en escribir desde el subconsciente ya está siendo consciente del acto, entonces nunca va a llegar a esa fuente infinita de creación de la que tanto hablan otros escritores.
“¿Qué carajos es la autoconciencia?”, se pregunta. Acude, como suele hacerlo cuando no tiene clara la definición de una palabra, al diccionario: “Conciencia de sí mismo”. Se desinfla un poco ante la definición tan breve, pues le parece que la palabra es muy importante como para resumirla con tan pocas palabras.
Le da un sorbo al jugo de naranja que tiene encima del escritorio y luego busca la palabra conciencia. Se encuentra con cinco significados y la mayoría habla de tener la facultad de reconocer la realidad.
“¿Qué es la realidad?”, se pregunta ahora Cuello. Alguna vez leyó un artículo que decía que la realidad no existe porque es subjetiva, entonces cada quién tiene una distinta. Eso lo lleva a pensar que es traicionera y que lo mejor es frecuentarla, pero no vivir todo el tiempo dentro de ella. A fin de cuentas, amputarla cuando sea necesario.
Eso, imagina, tiene que ver con acceder al subconsciente, no dejarse influenciar por la realidad y conectarse con los miedos profundos, deseos reprimidos y las experiencias traumáticas. Ahí, en esos aspectos de vida de los que no queremos hablar, piensa Cuello, está toda la pulpa de la creación, pues están repletos de drama y conflicto.
Decirlo es fácil, pero hacerlo es otra cosa, pues si piensa en escribir desde el subconsciente ya está siendo consciente del acto, entonces nunca va a llegar a esa fuente infinita de creación de la que tanto hablan otros escritores.
lunes, 7 de noviembre de 2022
Alanis y Adriana
Veo Jagged el documental de Alanis Morissette que trata sobre el éxito que alcanzó con su álbum debut Jagged Little Pill.
Me pareció muy bueno, y lo que más me gustó fue que me llenó la cabeza de preguntas, reforzando una que me hago a cada rato: ¿Será que algunas personas nacen destinadas para ejecutar cierto trabajo?, pero no desperdicié tiempo en ella, pues quizá no tiene respuesta, sino que me me acordé de Adriana.
Cuando estaba en la universidad, seguro por el músico frustrado que llevo por dentro, me gustaba pasar tiempo en la cafetería de la facultad de música. Iba a ese lugar a estudiar, leer o a comer unas pizzas personales que solo vendían en ese lugar.
Me gustaba ver a las personas con partituras en sus manos o sobre sus muslos, mientras solfeaban, o tocando sus instrumentos.
Paola, una amiga que había tomado clases de música cuando era pequeña, alguna vez me intentó enseñar a leer notas, pero no lo logré, porque mi cabeza estaba condicionada a la lógica del plano cartesiano.
Igual quería seguir intentándolo, así que un día, hacia el final del semestre, me acerqué a una mesa en la que dos mujeres estaban practicando. Les pregunté de qué semestre eran y me dijeron que estaban en octavo. Les dije que tenía intención de aprender a leer una partitura y que si una de ellas estaría dispuesta a enseñarme.
Se miraron y se quedaron calladas, y cuando estaba a punto de despedirme y dar media vuelta, Adriana hablo: “Yo te puedo enseñar”. Cuadramos un precio por hora y un horario de dos días a la semana para que me diera clases en esa cafetería.
Alcancé a tomar muy pocas, porque el final del semestre, con sus trabajos y parciales, me absorbió, pero recuerdo que en uno de nuestros encuentros, me contó que su cantante favorita era Alanis y, sin yo pedírselo, cantó las primeras líneas de Right Through You:
Me pareció muy bueno, y lo que más me gustó fue que me llenó la cabeza de preguntas, reforzando una que me hago a cada rato: ¿Será que algunas personas nacen destinadas para ejecutar cierto trabajo?, pero no desperdicié tiempo en ella, pues quizá no tiene respuesta, sino que me me acordé de Adriana.
Cuando estaba en la universidad, seguro por el músico frustrado que llevo por dentro, me gustaba pasar tiempo en la cafetería de la facultad de música. Iba a ese lugar a estudiar, leer o a comer unas pizzas personales que solo vendían en ese lugar.
Me gustaba ver a las personas con partituras en sus manos o sobre sus muslos, mientras solfeaban, o tocando sus instrumentos.
Paola, una amiga que había tomado clases de música cuando era pequeña, alguna vez me intentó enseñar a leer notas, pero no lo logré, porque mi cabeza estaba condicionada a la lógica del plano cartesiano.
Igual quería seguir intentándolo, así que un día, hacia el final del semestre, me acerqué a una mesa en la que dos mujeres estaban practicando. Les pregunté de qué semestre eran y me dijeron que estaban en octavo. Les dije que tenía intención de aprender a leer una partitura y que si una de ellas estaría dispuesta a enseñarme.
Se miraron y se quedaron calladas, y cuando estaba a punto de despedirme y dar media vuelta, Adriana hablo: “Yo te puedo enseñar”. Cuadramos un precio por hora y un horario de dos días a la semana para que me diera clases en esa cafetería.
Alcancé a tomar muy pocas, porque el final del semestre, con sus trabajos y parciales, me absorbió, pero recuerdo que en uno de nuestros encuentros, me contó que su cantante favorita era Alanis y, sin yo pedírselo, cantó las primeras líneas de Right Through You:
Wait a minute man
You mispronounced my name
You didn't wait for all the information
Before you turned me away.
viernes, 4 de noviembre de 2022
Casi se me derrama el café
Leo una columna de un hombre que critica la obra de Vargas Llosa. Dice, por ejemplo, que su prosa es plana y gris, signifique lo que eso signifique, y que es difícil encontrar una idea brillante o un párrafo amable.
De pronto la culpa de mi raye con el escrito la tengan los adjetivos, tan determinantes y absolutos. La escritora Sara Klinkert dice que una de las claves para escribir es no usar adjetivos y pretender adornar la prosa.
Pero bueno, cada quien puede hacer lo que le dé la gana en esta vida, y no me importa que critiquen al escritor peruano. Llosa me gusta, y cuando digo eso me refiero a que las 3 o 4 novelas que he leído de él me han parecido entretenidas, menos Conversación en la catedral que, al parecer, es su preferida, en fin.
Llegue a su obra porque hace ya varios años en la entrega de regalos de amigo secreto de una empresa en la que trabajé, me regalaron La fiesta del chivo. De no haber sido por eso quizá no habría leído ninguna de sus novelas hasta el momento.
Pero bueno les decía que leí la columna y luego decidí escribir algo al respecto, un texto en el que decía que el columnista tiene un tonito de superioridad intelectual subido, utiliza palabras rebuscadas, y esto y lo otro, pero cuando lo terminé, lo leí y me pareció muy chimbo, pues era una opinión gris, si el columnista me permite utilizar su figura.
Algunos dirán que tener opiniones y dispararlas a los cuatro vientos es una muestra de carácter, de que uno no traga entero, pero a mí las opiniones me aburren porque no son más que muestras de superioridad moral, pero igual es paradójico porque esto que escribo también es una opinión, en fin.
No sé, me estoy enredando. Quizá todo fue una mala idea, es decir, desde leer el artículo y reaccionar, hasta querer escribir algo para sentar mi punto de vista. Pero si uno no lo intenta, me refiero a lo de escribir, ¿entonces qué?
Quizá debí haber escogido otro tema, algo tan simple como contarles que el microondas se daño, y como me gusta tomarme el café casi a la misma temperatura de la lava de un volcán, tuve que prepararlo y luego calentarlo en una olleta, pero me fui de la cocina, me senté en el escritorio y a los pocos minutos me acordé que había dejado la estufa prendida. Entonces me puse de pie y me fui corriendo a la cocina, y llegué justo cuando el café estaba a punto de derramarse.
Esa simple historia, anécdota, llámenla como quieran, habría sido un mejor tema para tratar hoy, pues carga cierto nivel de drama y conflicto.
De pronto la culpa de mi raye con el escrito la tengan los adjetivos, tan determinantes y absolutos. La escritora Sara Klinkert dice que una de las claves para escribir es no usar adjetivos y pretender adornar la prosa.
Pero bueno, cada quien puede hacer lo que le dé la gana en esta vida, y no me importa que critiquen al escritor peruano. Llosa me gusta, y cuando digo eso me refiero a que las 3 o 4 novelas que he leído de él me han parecido entretenidas, menos Conversación en la catedral que, al parecer, es su preferida, en fin.
Llegue a su obra porque hace ya varios años en la entrega de regalos de amigo secreto de una empresa en la que trabajé, me regalaron La fiesta del chivo. De no haber sido por eso quizá no habría leído ninguna de sus novelas hasta el momento.
Pero bueno les decía que leí la columna y luego decidí escribir algo al respecto, un texto en el que decía que el columnista tiene un tonito de superioridad intelectual subido, utiliza palabras rebuscadas, y esto y lo otro, pero cuando lo terminé, lo leí y me pareció muy chimbo, pues era una opinión gris, si el columnista me permite utilizar su figura.
Algunos dirán que tener opiniones y dispararlas a los cuatro vientos es una muestra de carácter, de que uno no traga entero, pero a mí las opiniones me aburren porque no son más que muestras de superioridad moral, pero igual es paradójico porque esto que escribo también es una opinión, en fin.
No sé, me estoy enredando. Quizá todo fue una mala idea, es decir, desde leer el artículo y reaccionar, hasta querer escribir algo para sentar mi punto de vista. Pero si uno no lo intenta, me refiero a lo de escribir, ¿entonces qué?
Quizá debí haber escogido otro tema, algo tan simple como contarles que el microondas se daño, y como me gusta tomarme el café casi a la misma temperatura de la lava de un volcán, tuve que prepararlo y luego calentarlo en una olleta, pero me fui de la cocina, me senté en el escritorio y a los pocos minutos me acordé que había dejado la estufa prendida. Entonces me puse de pie y me fui corriendo a la cocina, y llegué justo cuando el café estaba a punto de derramarse.
Esa simple historia, anécdota, llámenla como quieran, habría sido un mejor tema para tratar hoy, pues carga cierto nivel de drama y conflicto.
jueves, 3 de noviembre de 2022
Sobre lanzar granadas y otros temas
Hace varios años me gustaban mucho los juegos de echar bala en X-box y pasaba horas sentado enfrente del televisor. Todavía me gustan, pero ya no tengo la paciencia para jugarlos.
En esos juegos uno va pasando misiones y se encuentra con armas y municiones a lo largo del camino y, al parecer, el personaje de uno siempre tiene la fuerza de Hulk, pues lleva encima pistola, metralleta, rifle francotirador, bazuca, entre otras armas, y salta o escala paredes o montañas como si nada. Además es muy hábil, pues cambia de arma en menos de un segundo. Digamos que tiene la bazuca al hombro, pero uno decide que coja la pistola y entonces se mete la primera donde le quepa y agarra la segunda.
Pues bien, al principio, cuando estaba jugando y me encontraba unas granadas –porque esa es otra maravilla de esos juegos, uno encuentra municiones en medio del camino–la consigna que tenía era guardarlas para cuando llegara a una parte peligrosa o difícil del juego, pero muchas veces mataban a mi muñeco antes de poder utilizarlas. Así que un día cambié de táctica y prometí gastarlas con el primer enemigo que se me cruzara ya fuera un jefe poderoso o cualquier debilucho.
Pienso en esto porque imagino que las ideas son como granadas.
Hace un momento, cuando me senté a escribir, no sabía que iba a escribir sobre esto, pues tengo una idea en la cabeza de algo que leí hoy sobre Mozart, pero que quiero arrejuntar con otras ideas que tienen que ver con el poder creativo del subconsciente. Entonces decidí no gastar esa granada hoy para lanzarla otro día sobre la página.
Ya les contaré si me funciona o no. De pronto el día que me proponga a escribir sobre aquel tema me voy a bloquear, solo porque decidí guardar la idea para más tarde.
En esos juegos uno va pasando misiones y se encuentra con armas y municiones a lo largo del camino y, al parecer, el personaje de uno siempre tiene la fuerza de Hulk, pues lleva encima pistola, metralleta, rifle francotirador, bazuca, entre otras armas, y salta o escala paredes o montañas como si nada. Además es muy hábil, pues cambia de arma en menos de un segundo. Digamos que tiene la bazuca al hombro, pero uno decide que coja la pistola y entonces se mete la primera donde le quepa y agarra la segunda.
Pues bien, al principio, cuando estaba jugando y me encontraba unas granadas –porque esa es otra maravilla de esos juegos, uno encuentra municiones en medio del camino–la consigna que tenía era guardarlas para cuando llegara a una parte peligrosa o difícil del juego, pero muchas veces mataban a mi muñeco antes de poder utilizarlas. Así que un día cambié de táctica y prometí gastarlas con el primer enemigo que se me cruzara ya fuera un jefe poderoso o cualquier debilucho.
Pienso en esto porque imagino que las ideas son como granadas.
Hace un momento, cuando me senté a escribir, no sabía que iba a escribir sobre esto, pues tengo una idea en la cabeza de algo que leí hoy sobre Mozart, pero que quiero arrejuntar con otras ideas que tienen que ver con el poder creativo del subconsciente. Entonces decidí no gastar esa granada hoy para lanzarla otro día sobre la página.
Ya les contaré si me funciona o no. De pronto el día que me proponga a escribir sobre aquel tema me voy a bloquear, solo porque decidí guardar la idea para más tarde.
miércoles, 2 de noviembre de 2022
Sé tú mismo
Me llega un email de una inmobiliaria.
Me dicen que la factura y el XML se encuentran como archivos adjuntos al final del correo, y que para aceptar o rechazar la factura puedo hacer clic en un enlace que me lleva a un pdf.
Tiene toda la pinta de ser un virus o una estafa para robar datos así que pienso: “Hará clic su madre”, y borro el correo.
No recuerdo haber echo ningún negocio con esa inmobiliaria. Otras veces me llegan facturas de un servicio de televisión por cable de un argentino que debe tener un email similar al mío y que siempre lo está debiendo. En fin, imagino que en medio de lo inteligente y poderoso que es internet, también se le cruzan los cables y terminan pasando cosas de ese estilo, o puede ser que sea verdad eso de que uno tiene dobles regados por todo el mundo.
En uno de sus cuentos, Ribeyro dice que todos tenemos un doble que vive en las antípodas, ese lugar diametralmente opuesto a otro, pero que encontrarlos es muy difícil porque siempre tienden a efectuar un movimiento contrario.
Asocio todo esto, quizá a las malas, con un aviso de neón color cereza, que vi en una tienda de, cosméticos en un centro comercial: “La belleza depende de que seas tú misma”.
¿Qué carajos es ser uno mismo? Se podría suponer que consiste en no ser otro, ser irrepetible, distinto a los demás, en fin, pero a veces la vida es lo suficientemente agobiante con el rollo de ser, y que pereza tener que sumarle una capa adicional. Es decir, uno es y ya, mismo, diferente, igual, repetido, como sea.
Además, con esto de los dobles, no hay forma alguna de ser uno mismo, pues ya hay alguien idéntico, pero que hace las cosas al revés.
Ex extraño este mundo.
Me dicen que la factura y el XML se encuentran como archivos adjuntos al final del correo, y que para aceptar o rechazar la factura puedo hacer clic en un enlace que me lleva a un pdf.
Tiene toda la pinta de ser un virus o una estafa para robar datos así que pienso: “Hará clic su madre”, y borro el correo.
No recuerdo haber echo ningún negocio con esa inmobiliaria. Otras veces me llegan facturas de un servicio de televisión por cable de un argentino que debe tener un email similar al mío y que siempre lo está debiendo. En fin, imagino que en medio de lo inteligente y poderoso que es internet, también se le cruzan los cables y terminan pasando cosas de ese estilo, o puede ser que sea verdad eso de que uno tiene dobles regados por todo el mundo.
En uno de sus cuentos, Ribeyro dice que todos tenemos un doble que vive en las antípodas, ese lugar diametralmente opuesto a otro, pero que encontrarlos es muy difícil porque siempre tienden a efectuar un movimiento contrario.
Asocio todo esto, quizá a las malas, con un aviso de neón color cereza, que vi en una tienda de, cosméticos en un centro comercial: “La belleza depende de que seas tú misma”.
¿Qué carajos es ser uno mismo? Se podría suponer que consiste en no ser otro, ser irrepetible, distinto a los demás, en fin, pero a veces la vida es lo suficientemente agobiante con el rollo de ser, y que pereza tener que sumarle una capa adicional. Es decir, uno es y ya, mismo, diferente, igual, repetido, como sea.
Además, con esto de los dobles, no hay forma alguna de ser uno mismo, pues ya hay alguien idéntico, pero que hace las cosas al revés.
Ex extraño este mundo.
martes, 1 de noviembre de 2022
Los libros nos llaman
Ha vuelto a pasar lo mismo. No, no hablo sobre no saber qué escribir.
Me refiero que se me ha vuelto a cruzar una librería en mi camino y no me ha quedado otra opción que entrar a hojear libros.
Cómo no tengo ninguno especial en mente, me voy a la sección de novedades. Cuando comienzo la tarea lo hago rápido: levanto el libro, leo algún aparte de cualquier página de forma aleatoria y si no me llama la atención lo dejo donde estaba, pensando en que debe haber uno mejor que me estoy perdiendo.
Repito esa operación hasta que llego a Violeta, la última novela de Isabel Allende. Leo la contraportada y me atrapa el el resumen de la trama: “La historia de una mujer cuya vida abarca los momentos históricos más relevantes del siglo XX. Desde 1920 -con la llamada «gripe española»- hasta la pandemia de 2020”.
Lo abro y leo las primeras páginas y la dedicatoria me atrapa, Allende es muy buena arrullando con sus palabras, su prosa es muy especial. Sostengo el libro en mis manos otro rato más, hasta que decido dejarlo donde lo encontré antes de que mi comprador compulsivo se apodere de mí.
Continúo mirando y veo otro que se llama “El poder de las palabras” de Mariano Sigman. Hago lo mismo, lo abro en cualquier página y leo un poco, pero con este siento que mi comprador está a punto de salir a flote y apoderarse de mi voluntad, así que lo devuelvo rápido a su lugar.
Mientras tanto en la caja, una hija le dice a su madre: “Ya vengo ma, solo voy a ir a mirar un libro”. “Prométeme que solo vas a mirar y que no vas a comprar más”, le responde la mamá.
Tiempo después se escucha un grito de la hija: “Mamá mira este libro está espectacular”, y la madre le responde con tono de derrota en su voz: “donde estoy no lo puedo ver”.
Me refiero que se me ha vuelto a cruzar una librería en mi camino y no me ha quedado otra opción que entrar a hojear libros.
Cómo no tengo ninguno especial en mente, me voy a la sección de novedades. Cuando comienzo la tarea lo hago rápido: levanto el libro, leo algún aparte de cualquier página de forma aleatoria y si no me llama la atención lo dejo donde estaba, pensando en que debe haber uno mejor que me estoy perdiendo.
Repito esa operación hasta que llego a Violeta, la última novela de Isabel Allende. Leo la contraportada y me atrapa el el resumen de la trama: “La historia de una mujer cuya vida abarca los momentos históricos más relevantes del siglo XX. Desde 1920 -con la llamada «gripe española»- hasta la pandemia de 2020”.
Lo abro y leo las primeras páginas y la dedicatoria me atrapa, Allende es muy buena arrullando con sus palabras, su prosa es muy especial. Sostengo el libro en mis manos otro rato más, hasta que decido dejarlo donde lo encontré antes de que mi comprador compulsivo se apodere de mí.
Continúo mirando y veo otro que se llama “El poder de las palabras” de Mariano Sigman. Hago lo mismo, lo abro en cualquier página y leo un poco, pero con este siento que mi comprador está a punto de salir a flote y apoderarse de mi voluntad, así que lo devuelvo rápido a su lugar.
Mientras tanto en la caja, una hija le dice a su madre: “Ya vengo ma, solo voy a ir a mirar un libro”. “Prométeme que solo vas a mirar y que no vas a comprar más”, le responde la mamá.
Tiempo después se escucha un grito de la hija: “Mamá mira este libro está espectacular”, y la madre le responde con tono de derrota en su voz: “donde estoy no lo puedo ver”.