jueves, 28 de noviembre de 2019

Películas por partes

A veces veo algo de televisión antes de dormirme. Con Netflix soy más de series que de películas, y trato de seleccionar esa que cuentan con capítulos de no más de media hora, para no trasnochar. Las pocas veces en que decido ver una película la veo por tandas, es decir, comienzo a verla hasta que creo que es hora de dormir y la terminó de ver en los días siguientes. 

Así me paso con una que se llama Replicas en la que actúa Keanu Reeves. Creo que Reeves quedó muy marcado con el personaje de Matrix, y siempre que lo veo actuar muchas veces pienso: "ahí está Neo haciendo tal personaje", en fin. 

La película que vi trata sobre clonación e inteligencia artificial, y de cómo pasar la conciencia de un muerto a un robot. El personaje que interpreta Reeves es el de un científico que es brillante en su trabajo. 

No les voy a contar qué ocurre, pero hay un momento en la película en el que el personaje tiene que tomar una decisión muy difícil, y no recuerdo donde fue que leí, pero alguien dijo que en esos momentos es cuando uno se da cuenta de lo bien diseñado que está un personaje, es decir, cuando este se enfrenta a una situación que lo pone entre la espada y la pared, y por la manera en que actúa ante esa situación, aún sabiendo que cualquiera de los resultados que tiene a la mano no van a tener un final feliz. 

En el momento en el que, creo, ocurrió eso en la película me interesé mucho por la trama y por saber cómo el personaje iba a solucionar la situación, pues había mucha tensión y no se sabía que iba a pasar, pero justo en ese momento decidí dormirme, porque si no me iba a trasnochar. 

Al otro día, cuando llegué a la casa continué viendo la película, pero hubo algo, no sé exactamente qué, que me desanimó. Como que la tensión que habían creado los guionistas se fue al carajo y resolvieron el conflicto del personaje a la ligera, y al final terminé de ver, la película solo por saber qué iba a pasar. 

Como consumidor de historias uno es una pereza, pues creo que siempre estamos tras la búsqueda de esa historia perfecta, sin grietas narrativas, y siempre nos va a parecer que algo les falta o les sobra o, de pronto, lo que ocurre es que mi costumbre de ver películas por partes es lo que daña la experiencia.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Quede el que quede

El tráfico avanza lento. “¿Cómo ve lo del paro hoy?”, le pregunto al taxista. “pues ya empezaron a bloquear algunos puntos importantes, responde con desgano, quizá cansado de que todos los pasajeros utilicen la misma carta narrativa para iniciar una conversación.

Los carros se comienzan a mover y en el próximo semáforo en rojo el hombre vuelve a hablar: “Lo que pasa es que los políticos nunca solucionan nada. Quede el que quede siempre va a ser la misma vaina. Por eso yo nunca le he regalado el voto a nadie.

“¿No ha votado nunca?”, le pregunto
“Si, solo una vez en mi pueblo, 
“¿De donde viene usted?
“De Guática, queda en Risaralda.
“¿Y hace cuánto está acá?
“Mi papá se vino hace 40 años con toda la familia por trabajo. Yo tenía como un año”.

Nos quedamos en silencio un rato. Un vendedor ambulante se acerca y nos muestra los productos por la ventana y como no le prestamos atención, sigue de largo. Mientras miro distraído como el viento mece las ramas de un árbol, el taxista vuelve a hablar:

Esa vez que le dije vecino, cuando voté, fue porque un tío se iba a lanzar al consejo”
“¿Y como le fue esa vez a su tío?”
“Se quemo por un voto”, dice riendo. “Desde esa época no he vuelto a votar por nadie, sino que rayo todo el tarjetón. Yo no creo en esa vaina. Quede el que quede el país andaría en las mismas.”

martes, 26 de noviembre de 2019

Marinar un escrito

No debería estar escribiendo esto, sino más bien un texto que tengo en mente, que trata sobre la muerte y el amor, pero como no sabía que escribir, decidí contarles sobre ese escrito-no-escrito. 

Todo, creo yo, tiene que ver con esos dos temas, fuerzas, deles el nombre que quiera, que son los que realmente nos impulsan a vivir, así que eso de la pasión, que nos han tratado de meter por los ojos, en verdad no resulta tan importante. 

Siempre que pienso sobre la muerte acudo a La ridícula Idea de no volver a verte, ese texto magistral de Rosa Montero, a quién este año le otorgué el segundo puesto entre mis escritores favoritos; el primero como ya saben lo tiene Juan José Millás. Algo deben tener en su sensibilidad los escritores españoles para que me atraigan tanto. 

Pero bueno, volviendo al tema, Montero copia un aparte del diario de Marie Curie en su libro: 

“Entro en el salón. Me dicen: «Ha muerto.» ¿Acaso puede
una comprender tales palabras? Pierre ha muerto, él, a quien sin embargo
 había visto marcharse por la mañana, él, a quien esperaba estrechar entre
 mis brazos esa tarde, ya sólo lo volveré a ver muerto y se acabó, para siempre.
Siempre, nunca, palabras absolutas que no podemos comprender siendo como somos pequeñas criaturas atrapadas en nuestro pequeño tiempo." 

Mientras tanto sigo aquí, tal vez sentenciado a muerte a ese escrito que aún no ha nacido, abortándolo, digamos, pero si actúo de esa manera es porque quiero que el texto se marine un poco más en los jugos de mi cerebro, que coja más sabor, que se empape de ideas y puntos de vista que, en apariencia, puede que no tengan nada que ver con él, pero bien sabemos que sí, que todo está conectado de extrañas maneras; todo se relaciona, solo que pocas veces somos capaces de discernir de qué manera. 

De todas formas me inquieta un poco marinar por tanto tiempo el texto, pues quizá se pudra, pierda fuerza o se transforme en algo diferente. 

Recuerdo que apenas lo pensé, lo desarrollé casi por entero en mi cabeza, bueno, solo un decir, pero lo alcancé a hilar, creo, con un ritmo adecuado. Luego de unos días lo olvidé por completo, y ayer de nuevo volvió a aparecer: “oiga hermano, escríbame o me esfumo”, fue lo que me dijo. 

Y como puede ver, leer más bien, estimado lector, aún no le hago caso.

lunes, 25 de noviembre de 2019

Códigos

Hace unos días, al momento de ingresar a mi cuenta de correo electrónico, ubiqué el cursor en la casilla del nombre de usuario y se desplegó una lista de números con 10 dígitos. Eran algo como:1034000746, 1000056340. 1003083648, y así aparecían otro par. 

Lo primero en lo que pensé, claro, fue en intentar darle algún tipo de significado a esos códigos, pero soy malo para los números y mucho más si se trata de encontrar algo oculto en ellos; de seguro habría fracasado como agente secreto, si es que en verdad los agentes secretos especializados en descifrar códigos ocultos existen. 

Debe ser, imagino, que uno siempre espera eso, es decir, uno siempre quiere que algún evento lo saque de la rutina diaria, de esa repetición contundente en la que a veces se convierte nuestro diario vivir. 

Yo, por ejemplo, espero que algún día me entré al celular la llamada de un agente literario al que un escrito mio le pareció fabuloso, y que me proponga un trato millonario para escribir un libro, pero justo después trato de imaginar cómo hacen esos escritores que deben escribir un libro sí o sí, y en lo que alguna vez le dijo Kurt Vonnegut a Salman Rushdie: “debes saber que llegará un día en que no tendrás un libro que escribir y, aun así, tendrás que escribir un libro”. 

Los códigos no volvieron a aparecer. A veces creo que internet no soporta tanta información y tiene pequeños fallos, fugas de datos diminutas que aparecen en cualquier lugar y a manera de código solo porque sí. 

Sigo esperando la llamada de ese agente literario, y continuó pensando en el tema de ese libro que voy a escribir, por si algún día me contacta y me pide un resumen de la trama.

sábado, 23 de noviembre de 2019

En caso de emergencia


Luego de pasar la registradora me ubico en la mitad del pasillo y me agarro del tubo del techo. En la silla del fondo, la de los músicos, hay un puesto desocupado junto a la ventana. Ninguno de los que estamos de pie nos hemos preocupamos por ocuparlo, pues seguro es un espacio minúsculo al que es muy difícil ingresar y mucho más salir de él.

Suelto el tubo por un momento para meter los billetes de las vueltas en la billetera y procuro, con el bus en movimiento, hacer el mayor equilibrio posible. Confío en que no frené y salga disparado para incrustarme la caja de cambios en, digamos, el estómago. 

En el pasillo a tan solo unas sillas de distancia, se encuentra un joven, universitario al parecer, todo vestido de negro. En la muñeca de una de sus manos lleva varias manillas de colores también oscuros. Todo él es opaco y en un momento sonríe de forma maliciosa. Lleva puestos unos audífonos de orejeras, también negros. 

En el puesto justo enfrente mío está sentado un viejo. Tiene en sus manos un celular flecha y presiona las teclas aleatoriamente y con nerviosismo. El teléfono suena y el hombre contesta y lo lleva hacia una de sus orejas temblando, con un Parkinson que no había notado. La voz que tiene no concuerda con su imagen, sino que, mas bien, parece la de un hombre de mediana edad. 

Miro hacia el frente y me encuentro con ese vidrio grande para emergencias que suelen llevar los buses y por el que deberíamos escapar si algo sucede. Lleva un texto en letras blancas que casi no se ve. Alcanzo a leer el mismo mensaje de siempre: “En caso de emergencia, rompa el vidrio con el martillo". El único problema es que el martillo no se ve por ninguna parte. Es una lástima, uno nunca sabe, si algo llegara a ocurrir en este trayecto. Me pregunto qué tanta fuerza se necesitará para romper el vidrio a punta de patadas. 

En medio de mis cavilaciones una mujer, que lleva puestas unas gafas negras grandes y redondas y una maleta café en la espalda, sube al bus. Al igual que yo hace algo de equilibrio recostándose contra uno de los tubos del bus, mientras saca un billete de un monedero pequeño de color azul pastel. 

Al fondo en el puesto que está delante de la silla desocupada, está sentado otro estudiante que también lleva puesto audífonos de orejeras. A diferencia del que va de pie, que estudia a los pasajeros detenidamente, este observa distraído por la ventana. 

Ya es hora de bajarme. Me voy a la parte de atrás y un hombre gordo ocupa las escaleras. Timbro, y cuando el bus frena, el sujeto trata de hacerse el flaco, pero no lo logra y me deja un espacio muy reducido para bajarme. 

No me da buena espina y meto la mano a los bolsillos para cuidar mi billetera y celular y confío, de nuevo, en mi equilibrio para bajar del bus. Apenas piso el andén pienso cuál de mis ex-compañeros de trayecto será el encargado de romper el vidrio, sin el martillo, en caso de emergencia.

jueves, 21 de noviembre de 2019

Sarajevo


Por alguna razón, me imagino que porque me impactó mucho ver las imágenes en los noticieros en ese entonces, me siento atraído hacia el conflicto bélico de Yugoslavia a inicios de los años 90. 

Un día di con la historia de Vedran Smailović uno de los chelistas de la filarmónica de Sarajevo que soporto el sitio de su ciudad, y decidió honrar a las veintidós personas que fallecieron en un bombardeo mientras hacían fila para reclamar pan, interpretando el el Adagio de Albinoni, en plena calle, y sin importarle el fuego cruzado. 

Tiempo después, me encontré la novela “El chelista de Sarajevo” que, en parte, cuenta la historia de Smailović, y que está narrada desde el punto de vista de 3 o cuatro personajes, con uno que me gustó mucho que es la famosa francotiradora Strijela (Arrow) de 20 años, que tres meses antes de que estallara la guerra era una estudiante de periodismo de la universidad de Sarajevo. 

Tengo cierta fascinación con los francotiradores, así que un par de años después, luego de leer ese libro, comencé a escribir la historia de uno que se llama Nikolče Drangov. 

Para empaparme más del tema me leí otra novela que se llama Girl at war que también tiene que ver con ese conflicto y justo ahora me estoy leyendo el diario de Zlata Filipovic, al  que ella llamo Mimi porque Anne Frank también le había puesto nombre al suyo. En él narra situaciones situaciones anodinas de su día a día, hasta que estalla la guerra, y Zlata no deja de registrar acontecimientos. 

Esos libros los he leído porque porque el tema del conflicto absorbe mi atención como un agujero negro, y también porque la historia de Drangov aún está en proceso y quiero empaparme lo suficiente de la atmósfera de la ciudad en ese entonces, para que resulte creíble.

Hasta el momento el diario de Zlata me ha gustado mucho, porque simplemente cuenta cosas y ya, sin ganas de querer parecer inteligente. 

“Martes 21 de Abril de 1992 

Querida Mimmy, 

Sarajevo está horrible hoy. Bombas cayendo, personas y niños siendo 
asesinados, tiroteos. Probablemente pasaremos la noche en el sótano.
 Como el de nosotros no es seguro, vamos a ir al de nuestros vecinos los Bobar. 
 La familia Bobar está compuesta por la abuela Mira, La tía Boda, el tío Zika (su esposo), 
Maja y bojana”.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Escribir novelas

Algunos escritores dicen que hay dos formas para escribir una novela: La primera consiste en planear hasta el más mínimo detalle, estructurando todo los momentos de la trama; en esa el escritor sabe que va a ocurrir en con cada personaje en cada segmento, es decir, tiene toda la novela en su cabeza. 

La otra es tener un norte fijo; saber cuál va a ser el puerto final de la historia, pero comenzar a escribirla como con una brújula que nos va indicando el camino. En esta se pueden tomar atajos no previstos o caminos no contemplados que dan cierta flexibilidad , como la aparición de personajes o escenas no contempladas, por ejemplo.

También hay quienes dicen que es bueno escribir escenas por separado cuando así se crea necesario y que, por ejemplo, uno puede escribir el final al comienzo del proceso de escritura, y así uno tiene claro hacia dónde carajos va la historia. 

No sé cuál sea el método más adecuado para escribir una novela; imagino que lo importante es comenzar a escribir, poner una palabra detrás de la otra y, como dice Ricardo Silva, terminar el manuscrito, sin importar si es basura o no, pues el mundo ya tiene muchos primeros capítulos de novelas sin terminar. 

Escribo sobre esto, porque me llegó al mail un tablero de Pinterest con el nombre: “Escribir una novela”, en el que me muestran 45 adjetivos que pueden remplazar la palabra “muy”, como sustituir “decir” por otra palabra; 12 consejos de García Márquez: Escribe sobre lo que conoces, mantén contacto con la realidad, trabaja duro, entre otros.  Todas las imágenes, la verdad, no me dan una idea muy clara de cómo escribir una novela. 

Imagino que el truco consiste en embarcarse en tal proyecto sin dar tanto bombo al respecto, es decir, escribir primero para uno.

martes, 19 de noviembre de 2019

A los 51

“Para mis hermanos y hermanas en el negocio del fracaso”: 

Fra-ca-so; tres sílabas que generan miedo, pero puede ser que lo único grave sea la palabra en sí. 

Hace un tiempo leí el libro la situación y la historia de Vivian Gornick, que toca el tema de los ensayos personales y uno de los ejemplos que utiliza es el ensayo “for my brothers and sisters in the failure business” de Seymor Krim. 

Lo he buscado como loco en internet, pero no he dado con ninguna página donde lo pueda leer gratis, y solo he logrado leer una pedazo de la primera página. Krim lo inicia hablando sobre el sueño americano, y cómo las personas lo ven como si consistiera en llegar a algún lado, o bien, llegar a ser alguien en la vida. 

¿Qué carajos es llegar a ser alguien? vaya uno a saberlo. Intuyo que el ensayo es una crítica hacía esos paradigmas que tenemos metidos en la cabeza sobre lo que es el éxito y cuales son las formas de alcanzarlo. 

en su libro, Gornick copia unos pequeños apartes del ensayo como el siguiente: 

“A los 51 años, aunque no lo crean, y ten piedad de mí si eres joven y ágil, realmente no sé qué es lo que quiero ser”. 

¿Qué tal que uno se dedique a ser alguien que en realidad no se quiere ser durante toda una vida? Eso es algo que me aterra. 

Creí haber leído algo similar en las notas de prensa de García Márquez, donde el escritor colombiano afirmaba algo parecido a Krim en una de ellas, pero revisé las notas que tomé de ese libro y no encontré nada. A veces señalo apartes que olvido; imagino que eso fue lo que sucedió y por eso no registre esa nota.

lunes, 18 de noviembre de 2019

La musa

A veces me pregunto si la musa realmente existe, si es un ente personalizado para cada persona o si solo hay una que se reparte entre todos los seres humanos; de ser así me la imagino como una diosa, con cualidades de omnipresencia, omnipotencia, omnisciencia y todo eso. 

¿O será que es una mezcla de deidades, es decir, son varias y entre ellas deciden a quién ayudan de acuerdo con su campo de experiencia? No sé, se me ocurre que parte de ese trabajo lo podría desempeñar Saraswati la diosa hindú de la palabra, las artes, la música y el conocimiento. 

Supe de su existencia en un libro que leí hace mucho y que cuenta en qué consiste cada religión del planeta y que enumera sus rituales. Me cautivó mucho la parte en que la describen, y por un tiempo me obsesioné con ella, tanto así que en una feria del hogar me compré una estatuilla de bronce, a la que supuestamente le iba a hacer un altar con elementos relacionados con la escritura, pero nunca ocurrió y ahí la tengo encima de mi escritorio, y me vigila sentada sobre un cisne mientras toca una cítara. 

Es probable que Saraswati se reparta su trabajo con Calíope, la musa griega encargada de la elocuencia de la poesía, y quién sabe con que otras diosas más lo hagan ambas, en el lugar que residen que, también supongo, es el éter. 

El punto es que uno siempre espera que en los momentos de sequía creativa cuando la hoja en blanco parece ganar la batalla, alguna de ellas alga al rescate, no dictando todo el texto, pero por lo menos manifestándose con una idea, o bien, una lluvia de ellas; que prendan la chispa encargada de detonar la escritura.

jueves, 14 de noviembre de 2019

Vicente y el frío


Vicente debe tener un poco menos de 60 años. Es de Tez morena, ojos negros grandes y sus canas son las que delatan que ya no es tan joven. Trabaja como celador en mi oficina. 

Ayer, mientras esperaba un carro, y cuando todo parecía indicar que iba a caer un aguacero, me puse a charlar con él. Me contó que Henry, otro de los celadores todavía sigue en la clínica. Él, Henry, un día, de repente, no pudo respirar y lo tuvieron que llevar de urgencia, y ya lleva dos meses allá. 

“Los problemas respiratorios que tuvo fueron por montar en moto, ¿cierto?", le pregunto  Me dice que no sabe bien, pero que lo que él monta es bicicleta. 

Camino hacia la puerta y miro por el vidrio a ver si logro ver el carro, pues la aplicación hace más de 5 minutos, me dice que está a tan solo dos por llegar. AL rato Vicente se acerca y mirando hacia la calle me dice: “yo si manejo moto”. Le pregunto que hace cuánto lo hace. “15 años”, me responde. Sugiero que ya debe ser un ducho manejando  y me dice que sí, pero que cuando llueve la experiencia no sirve para nada, que en cambio lo que siempre sirve es la intuición. 

Le digo que me explique. “Si hombre, varias veces me ha pasado que voy manejando y siento como un frío en el pecho. Cuando eso pasa siempre reduzco la velocidad. El otro día iba por una carretera llegando a (y pronuncia el nombre de un lugar que no conozco, pero no digo nada, para no cortar su flujo narrativo), tuve esa sensación y desaceleré, Al ratico había una mancha de aceite en la carretera con la que fijo me habría accidentando. 

“Es que dicen que los Tauro, tenemos una habilidad especial para esas cosas. Sí, alguna vez leí o le oí decir a alguien eso, que somos buenos para las corazonadas.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

El culirrojo

Creo que uno de los mejores postres es una chocolatina Jet de las pequeñas acompañada con un tinto. Ese era un ritual que practicaba mucho en la universidad y que ahora hago de vez en cuando, como hoy. 

El truco, el mío por lo menos, consiste en darle mordiscos pequeños a la chocolatina, al tiempo que se le dan sorbos al tinto, y en medio de eso uno echa globos sobre la vida, desde el tema más insulso hasta el más trascendental. Así hacíamos Javier y yo antes de entrar a clase después del almuerzo: Nos sentábamos en la mesa de alguna cafetería y tocábamos algún tema, pero lo hablábamos muy despacio, con unos silencios enormes en los que cada uno rumiaba el tema por su cuenta; apenas ese estado contemplativo terminaba, procedía a mirar la lamina de la chocolatina. 

Hoy me encontré nada más ni nada menos que con el Alaurcorhynchus haematopygus que lleva por nombre, artístico digamos, “El Tucanete Culirrojo”. Que rabia tener un nombre como europeo lleno de consonantes y muchas sílabas, solo para que nadie se lo aprenda y lo llamen a uno: “El culirrojo”. Es como si uno,, por cosas de la vida, se llamara Von Sturzenegger y fuera conocido como “El Greñas”, por decir algo.

En fin, el caso es que me puse a leer sobre el culirrojo y me enteré de que mide 41 cm de largo, y que “sus cantos y llamados retumban en el bosque”, sobretodo cuando anda en búsqueda de pareja, y que prefiere la parte alta de los árboles, lugar donde suele confundirse con el follaje.

Después de conocer un poco al culirrojo y sus costumbres, intenté buscar una señal en esa lamina, extrapolar algo de esa información a alguna situación personal, pero no discerní nada. 

Uno se la pasa haciendo eso, buscando señales en trozos de realidad que no son más que eso, cosas que pasan y ya está, como el canto del culirrojo que retumba en el bosque y el follaje de los árboles donde se posa, que no significan nada más aparte de lo que son.

lunes, 11 de noviembre de 2019

La palabra como antídoto

Las palabras curan, contrarrestan los efectos nocivos de esa neurosis que a veces nos roza o abraza por completo, producto de vivir, que no deja de ser una locura. 

Hace un tiempo, el año pasado si no estoy mal, escribí que me encontré con un artículo del escritor argentino Pedro Mairal es una revista médica. Es un escrito bellísimo que se titula “No estoy acá”, en el que relata un día en una casa de campo con su esposa y su hija de tres años. 

Di con él en una cita al oftalmólogo y, antes de entrar a consulta, lo leí y releí varias veces deleitándome con apartes precisos y preciosos. No sé por qué ese día no me llevé esa revista, que ya tenía las puntas de las hojas dobladas y estaba medio descuadernada, a mi casa. Lo que si hice fue llegar a buscar el artículo en internet, lo encontré y se lo envié a unos amigos. 

Unos meses después traté de buscar de nuevo ese antídoto de palabras, pero no pude dar con la página y tampoco pude encontrar el E-mail que había enviado.

Una conversación que tuve con una amiga el viernes, me hizo recordar el texto de Mairal y cuando llegué a casa por la noche, lo volví a buscar y lo encontré en una versión digital de esa edición de la revista. Como no podía copiarlo me tomé el trabajo de transcribirlo antídoto por antídoto, 1211 en total. Lo disfruté igual o más que la primera vez que lo leí, y estoy seguro de que volveré a él en el futuro cuando lo necesite como antídoto. 

El título del post se lo debo a la escritora española Marina Perezagua que contó que una abeja la picó mientras leía junto al nacimiento de un río, pero que terminó de leer la página no porque no le doliera, sino porque le gusta sentir que la palabra es antídoto.

jueves, 7 de noviembre de 2019

Contar

Alguna vez, hace mucho, en este o en otro blog, escribí que nunca iba a hacer posts tipo diario, es decir, contando lo que me había ocurrido en el día y como me había sentido. 

Era una época en que escribía como con rabia, no sé por qué. Imagino que todos tenemos esos momentos en la vida en los que creemos que tenemos la razón y que los que piensan distinto son unos completos idiotas. 

Eran escritos cargados de opiniones en los que, imagino, intentaba mostrarme inteligente o salir con posturas que consideraba brillantes. 

Ayer, por un taller al que asistí, la mujer que lo dictó hablo acerca de la importancia de escribir todo lo que se hizo en el día, pero sin juzgarlo; simplemente sentarse a escribir por un espacio de 10 minutos o un poco más, para contar en detalle qué hizo uno desde el momento en que se levantó hasta ese momento en el que uno se sienta a narrarlo. 

Me quede pensando en el tema y no entiendo por qué antes despotricaba de los escritos tipo diario. Puede que parezcan insulsos, pero lo valioso es que están completamente a favor de contar cosas, lo que sea.

Y es que contar sin dar opiniones resulta bien jodido, porque las condenadas siempre están buscando la manera de colarse en una narración. 

De mí día les voy a contar algunos momentos relacionados con comida: En la mañana salí justo sobre el tiempo, pasé por un Tostao y compré un blondie. Cuando llegué a la oficina me serví un tinto y lo calenté más en el microondas, una manía que tengo, pues puede que esté muy caliente pero igual siempre lo termino calentando más, y luego me lo comí junto con una tajada de queso que había llevado. 

Al almuerzo pedí pollo a la plancha con salsa de champiñones, ensalada tropical y yuca frita, y hoy, por fin, tenían de nuevo limonada como opción de bebida, porque desde hacía rato solo tenían te de durazno y jugos que no me gustan. 

lunes, 4 de noviembre de 2019

Escribir a mano

Escribir debería ser más fácil. Me refiero a que con las ventajas que tenemos hoy en día: computadores, la nube, etc. uno no debería sacarle tanto el cuerpo a escribir. Afirmo esto mientras trato de imaginar cómo era el oficio de escritor en aquellas épocas de la creación de los grandes clásicos. 

Pensemos por un segundo en Tolstoi: ¿cómo escribió, por ejemplo, su pieza maestra Guerra y Paz? Imagino que lo hizo a mano; no sé si en su tiempo ya existían las maquinas de escribir, creo que no pero no lo puedo asegurar. Quizás es un dato de cultura general que debería saber, pero a cada rato me sorprendo de lo poco que sé sobre todo, en fin. 

También me gustaría conocer más datos curiosos de los escritores famosos, sus rutinas, caprichos, etc. Leía en estos días en Twitter un intercambio de trinos entre dos mujeres que hablaban sobre Proust y su obra En Busca del Tiempo perdido. No conversaban estrictamente sobre su obra, sino sobre un ritual de alimentación del escritor que, al parecer, reflejaba en sus obras con algunos de sus personajes. Me gustó conocer un poco sobre el autor, aunque no sepa nada de su vida, y sin aún haberlo leído.

Pero volvamos con Tolstoi; me aventuro a pensar que escribió sus obras a mano, y no alcanzo a imaginarme cómo lo logró. De pronto ese es el truco para escribir textos de largo aliento. Es probable que escribir a mano estimule el cerebro de manera diferente que un teclado, no sé, de pronto convierte a la escritura en algo más intimo, y lo dota a uno de esa sensibilidad que se necesita para escribir, y que va mucho más allá de poner una palabra detrás de la otra. 

También se me viene a la mente Murakami, que un día, de buenas a primeras y en pleno partido de béisbol, se le ocurrió que quería ser escritor, ¿y que hizo? Pues lo que los escritores-no-escritores, imagino, deben hacer, cuando se estrellan con una epifanía de ese calibre: compró un cuaderno y esa noche llego a su casa, se sentó en la mesa de la cocina, agarró un esfero, y se puso a escribir  su primera novela, como si de ello dependiera su vida. 

domingo, 3 de noviembre de 2019

Techo

A veces, cuando me despierto en los fines de semana en la mañana, me quedo mirando el techo de mi cuarto como si fuera el responsable de, digamos, iluminarme, en el sentido de solucionar diferentes inquietudes y preguntas de la vida que, creo, nunca faltan. 


Es un techo blanco y corrugado, como si estuviera repleto de estalactitas diminutas. No sé por qué, al ser tan simple, me quedo mirándolo como hipnotizado. Cuando eso ocurre regulo mi respiración de forma inconsciente y me tranquilizo mucho, como que analizo todo desde lejos, y soy un simple espectador que ve pasar miles de imágenes enfrente suyo, pero que no tiene tiempo ni ganas para juzgarlas. 


En varias ocasiones me quedo mirando la esquina sur-occidental e imagino que ahí debería tener colgado un móvil de un dragón rojo en madera que compré, si no estoy mal, en una versión de la fería del libro de hace ya muchos años. No entiendo porque nunca lo colgué, si me parecía muy chévere; tampoco sé si con el paso del tiempo llegué a pensar que era algo muy infantil y esa fue la razón para no instalarlo. Ahora no tengo ni idea en qué lugar de mi cuarto se encuentra, de pronto en uno de esos días de contemplación del techo, puede que me de un arranque y me ponga de pie para instalarlo, aunque en verdad lo dudo, pues son momentos en los que le bajo todos los cambios a las revoluciones de la vida y estoy como sin estar, si es que me entienden. 


Quién sabe cuál es el mensaje cifrado que esconde el techo de mi cuarto. Los mantendré al tanto si algún día lo descubro.