miércoles, 30 de diciembre de 2020

Alfa Centauri

¡Vida perra, qué imbéciles! Exclama Pedro al tiempo que le da un manotazo a la mesa. 

Ya que irrumpió en nuestras vidas de un momento a otro, hablemos de Pedro a secas, es decir, dejémoslo sin apellido. Ese Pedro del que hablamos, que podría ser familiar o amigo suyo o mío, es un hombre de 48 años, flaco, que casi siempre lleva el pelo ensortijado y una barba rala. También suele llevar su corbata desajustada, lo que le da un aspecto de borrachín eterno que va de fiesta en fiesta a lo largo de la semana. 

Eso es lo que las personas piensan acerca de Pedro apenas lo ven, pero como las apariencias engañan, no se puede juzgar un libro por la portada y demás clichés baratos, Pedro es un hombre responsable. Sí, un poco descuidado con su aspecto, pero tiene claro que la empresa para la que trabaja no le paga para lucir como modelo de catálogo de fin de año. 

Para Pedro, como para muchas otras personas, 2020 no ha sido un año fácil, y ahora que se acerca al final, no sabe qué va a pasar con su trabajo. Los rumores dicen que enero del próximo va a llegar junto con una ola de despidos, y como su cargo es un puesto medio, prescindible, lo más seguro es que esa ola lo lleve a quién sabe dónde. 

Ahí esta Pedro, sentado en su escritorio y con el gesto fruncido. Hace 20 minutos llegó a la oficina y luego de servirse un tinto y calentarlo por 50 segundos en el microondas, se sentó en su puesto a ojear, como lo hace todos los días, el periódico de distribución gratuita que un repartidor le dio en la calle. 

En primera plana sale una noticia con el siguiente titular: DETECTAN UNA EXTRAÑA SEÑAL DE PRÓXIMA CENTAURI. Pedro, que vive con su cabeza llena de angustias, no tenía conocimiento de esa galaxia. 

La noticia cuenta que un grupo de astrónomos que dedica su tiempo a buscar señales provenientes del espacio, detectó una señal de radio procedente de Alfa Centauri. Pedro imagina que la señal llegó jadeando a la tierra, porque esa galaxia se encuentra a una distancia de 4,37 años luz de la tierra, la medio pendejadita de 41,3 billones de kilómetros de distancia. “De próxima tiene más bien poco”, piensa. 

La señal de 980 MHz solo apareció una vez y no volvió a repetirse, pero dicen los científicos que es la mejor candidata para ser una comunicación extraterrestre. “¿Para que carajos nos van a querer contactar los extraterrestres?”, se pregunta. 

Pedro imagina al grupo de científicos en su laboratorio, destapando una botella de champaña para celebrar su descubrimiento. Seguro ellos no sienten angustia alguna por su futuro laboral. 

Uno de los científicos es similar a él, pero lleva el pelo perfectamente peinado, con una carrera en la derecha y unas gafas redondas que le dan un aire intelectual. El hombre le da un sorbo a la copa de champaña, y recibe palmadas en la espalda; es, parece ser, el encargado del descubrimiento. 

“Pedros científicos”, piensa Pedro, seguro solo hay un puñado en el mundo, mientras que Pedros como él hay millones, y están esperando, como aves de rapiña, a que pierda su trabajo, para poder tomarlo.

martes, 29 de diciembre de 2020

Egoísmo

Laura Santoro cree que en ocasiones es importante o, más bien, necesario, olvidarse de todo. En sus días libres, cuando se sienta en su escritorio para bordar, actividad que la relaja por completo, olvida quién es, y se quita toda la costra de títulos, profesión y demás credenciales que lleva encima, y que suele utilizar en su día a día como abogada y ser humano funcional. 

En esa burbuja que logra crear al realizar su actividad favorita, a prueba de balas y desdichas, y despojada de su identidad habitual, imagina que está sola en el mundo y experimenta levedad. Inmersa en ese estado, le gusta pensar que es como un fantasma, o bien, un alma, no en pena sino dichosa, que quedó atrapada entre el mundo de los muertos y los vivos. 

Cada puntada que realiza, en ese estado de muerta completamente viva, parece contener la eternidad, al tiempo que el significado de la vida. Cuando borda, cualquier asunto que la atormenta cobra sentido y todo encaja. 

Martín, su bebé de 5 meses, llora y la saca de su estado contemplativo. Santoro se pone de mal genio, siente rabia de no poder disfrutar del poco tiempo que le queda libre como le venga en gana, pero apenas llega a la cuna y lo ve sonreír luego de verla, el odio da paso al remordimiento, y se cuestiona su egoísmo. 

Después de arrullar y dormir a Martín vuelve a su tarea. Borda, y piensa que es un pulso contra la muerte, que con cada puntada que da, cada vez la parca está más cerca. Sabe que al final va a perder la partida, pero que no le va a ganar fácil, por eso a veces realiza la actividad con rabia, como si fuera lo último que le queda por hacer. 

Ahora suena el teléfono y los timbrazos despiertan a Martín que vuelve a llorar. recuerda la invitación que le hizo Jairo a cenar en la noche; sabe que solo se la quiere llevar a la cama, y hoy es uno de esos días en los que prefiere bordar que tener sexo. Se pone de pie para contestar el teléfono y en ese momento piensa que no quiere ser mamá, ni tener pareja, que no quiere ser nada ni nadie, si acaso una mísera puntada del tejido en el que trabaja, que no necesita mucho para poder ser.

lunes, 28 de diciembre de 2020

Scribiere

Dice internet, bueno, una de sus millones de páginas, que escribir viene del latín scribere, que a su vez viene de skribh, una raíz indoeuropea que tiene que ver con rayar. Esto me hace pensar que la escritura y el dibujo tienen mucho en común, que el acto de contar algo, virgen de conceptos narrativos: trama, conflicto, metáforas, etc. consiste en intentar traducir en palabras lo que uno tiene o tuvo enfrente de las narices; al igual que dibujar que , para mí, consiste en lo mismo, en plasmar en el papel con la mayor precisión posible lo que se está viendo o imaginando, pero por ahí no va el tema de este post si es que tiene alguno. 

Ayer edité un escrito de agosto del año pasado. Imagino que a los que nos gusta escribir somos así, es decir, algo narcisos con los textos propios, y de vez en cuando volvemos a ellos para releerlos, retocarlos, editarlos, o bien destruirlos. Puede que esté equivocado y que necesite unas sesiones de terapia con un psicoanalista, no sé, ya les he dicho que bien bien no sé nada. 

En él escrito, un hombre está sentado en frente de su computador y debe salir para cumplir una cita. Es un día frío y el cielo está oscuro. Después del párrafo introductorio narraba esa escena, y la palabra que escogí para iniciarlo fue “Escribe”. 

Luego, cuando terminé de editar el texto, le di una leída para ver si tenía el ritmo y las transiciones adecuadas. Fue ahí cuando el verbo me llamó la atención, como preguntándome: “¿Está seguro de que debe utilizarme en presente? 

Y como no estoy seguro de nada, caí en un remolino de dudas gramaticales, y me quedé en él un buen rato, y cuando salía a la superficie textual para tomar algo de aire, los tiempos verbales me tendían dos palos de los que agarrarme: el presente, y el pretérito imperfecto. 

Tomé el primero y releí el párrafo, pero no me sonó bien, entonces lo solté y me así a "escribía", y sentí que me quedé en ese párrafo una eternidad. En un último desespero gramatical lo solté, me volví a hundir y, de nuevo en la superficie, tomé el verbo en presente. 

Ahí está en el texto, pero estoy seguro de que cuando le de una revisada “final”, como si eso existiera, me voy a volver a ahogar en mis propias dudas.

sábado, 26 de diciembre de 2020

Sueño decembrino

Me despierto temprano. Voy a la cocina, me preparo un café y lo acompaño con un pedazo de torta. Pienso que está rica, lleva trozos de nueces y manzana, y ha sido mi desayuno de los últimos días. 

Media hora después me meto en la cama a ver algo en Netflix, lo que sea que me llame la atención. Doy con un documental, pero a los pocos minutos mis ojos comienzan a cerrarse. Me gusta dormir Netflix, pero esta vez quiero prestarle atención al documental, así que apago el televisor y cierro los ojos con el firme propósito de quedarme dormido. 

Caigo en ese paraje brumoso que comprende los límites entre la vigilia y el sueño, en un estado de duermevela. y algunas imágenes comienzan a aparecer en mi cerebro. No sé si son producto de mi imaginación, micro-sueños o una mezcla de los dos. Como siempre ocurre, mi inconsciente comienza a vomitar información. 

Aparezco, con un grupo de amigos a los que no les veo la cara, en la terraza de una plazoleta de comidas. Hay platos y bebidas ya terminados enfrente nuestro, y caigo en cuenta de que no llevo tapabocas. 

Siento angustia y algo de pena con el resto de las personas que están alrededor mío, y les digo que por favor me esperen, pues necesito comprarme uno. 

Llego a una tienda, una mezcla entre droguería y supermercado, y le pregunto a uno de los empleados en dónde están los tapabocas. Me da unas indicaciones genéricas: “Al fondo y voltea a la derecha”. Cuando llego al lugar indicado veo unas bolsas blancas en las que, supongo, van empacados los tapabocas. Tomo una y me dirijo a la caja del lugar. 

Apenas pago el producto, destapo con ansias lo que compré y adentro viene una bolsa de pan tajado y algo verde, en caucho, parece una esponjilla para lavar. 

Siento rabia hacia todo: la pandemia, el supermercado, el empleado que me tomó del pelo, el haber olvidado el tapabocas en la casa, y cuando me voy a devolver para protestar, el sueño se diluye.

martes, 22 de diciembre de 2020

Algún sábado

Digito “Torta de manzana” en la barra de búsqueda del correo electrónico, una receta que he preparado y perfeccionado, eso creo, desde el inicio de la pandemia. 

La búsqueda arroja 4 resultados: el primero es el que necesito, la receta, y los otros no entiendo que tienen que ver con ella, pues el segundo es el pdf. del diario de Ana Frank; el tercero una conversación con Carolina F, una mujer con la que estudié en la universidad, y el último un documento de word con el título “observación directa”. 

Me llama la atención el de Carolina, porque nunca fuimos amigos cercanos, sino ese tipo de personas que, supongo, se terminan saludando de tanto verse, por tener amigos en común. El mail es del 2006 y le reclamó, en broma, por qué me “dejó morir” un sábado en el que estuvimos juntos en algún plan, y luego le pido que por favor no olvide enviarme unos documentos de su tesis, que me podían servir para la mía. 

Trato de ubicar esa noche en mi cerebro, pero cualquier escena que comienza a formarse en él se diluye. Solo me acuerdo de algunas facciones como su sonrisa. También recuerdo su tono de voz; era agradable y reía con ganas. 

¿Acaso Carolina me gustaba?, es posible, pero tampoco recuerdo si en algún momento llegué a sentir algo por ella. 

Su E-mail de respuesta comienza con un “Hola Juanito”, pocas personas me dicen así, y luego me pide disculpas por lo del sábado; me explica que se tuvo que ir porque se le había hecho tarde. Al final, cierra su mensaje con la frase: “Espero que hayas conseguido el amor de tu vida allá”. 

Ese allá como muchos otros, se ha perdido para siempre en las profundidades de mi cerebro. y no, no conseguí al amor de mi vida ese día.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Tienda de campaña

No somos más de 25 personas, todos llevamos tapabocas y estamos sentados de a 2 en las bancas de la iglesia. Imagino que la distancia que conservamos es la necesaria, porque cada banco tiene unas calcomanías que indican dónde debe ubicarse cada persona. 

El carro fúnebre se parquea al frente de la entrada a la iglesia y 5 hombres caminan afanados para cargar el ataúd. “Falta uno de este lado”, dice uno de ellos. “¡Juancho! Me susurra una de mis hermanas, y me apresuro a tomar la manija que hace falta. 

Luego, los primeros pasos que damos son descoordinados, hasta que encontramos la cadencia y coordinación adecuada. y caminamos hasta la entrada de la iglesia; ahí dejamos descansar el ataúd sobre una estructura metálica con ruedas que hace más fácil su manejo. 

El cura comienza la ceremonia. Detrás suyo hay una pared roja con una cruz que, a diferencia de otras iglesias, no lleva un cristo crucificado, sino que más bien parece el signo de la operación matemática “más”, en madera. A la derecha hay un retrato de una mujer , a blanco y negro. “Debe ser una santa”, pienso. La voz del padre resuena en la capilla, a pesar del ruido del tráfico afuera y un taladro de una obra cercana que no se cansa de machacar algo. 

La ceremonia se me hace corta. En lo que dura pienso mucho sobre la muerte, qué es, a dónde vamos cuando nos llega, si es que vamos a algún lugar, y otras preguntas para las que no tengo respuesta. 

El padre encamina el sermón hacia lo efímera que es la vida, y una de las frases que utiliza es que nuestro cuerpo no es más que una tienda de campaña, para lo poco que dura nuestra existencia. 

Cuando se acaba la ceremonia religiosa, el mismo grupo de hombres cargan el ataud, pero mi puesto es ocupado por otro. En la entrada de la iglesia el sacerdote rocea agua bendita sobre el ataúd, y alguien pone su mano sobre él, en un gesto de despedida.

viernes, 18 de diciembre de 2020

El cojo

Cuenta mi padre que en el internado que estuvo, un alumno de su curso era cojo porque había tenido polio. El cojo llevaba el pelo ensortijado, pero lo que más recuerda mi padre de él, era su sonrisa malvada cuando cometía una falta y lograba que ningún cura o profesor se diera cuenta. 

A la hora del almuerzo hacían formar a todos los estudiantes en un patio, y luego marchaban ordenadamente hacia el comedor. Ese corto trayecto coincidía con una zona en donde les dejaban meriendas a los directivos, que consistían en algo de beber y comer. 

Cuando el grupo de estudiantes iba pasando por ese sector, mi padre veía como el cojo se salía de la formación y renqueaba hasta ese lugar, en el que no se demoraba más de 5 segundos. Ese tiempo le alcanzaba para tomarse tres vasos de alguna bebida, y comerse un número igual o mayor de bocados del refrigerio que la acompañaba. 

Luego de satisfacer su hambre voraz, se incorporaba de nuevo a la formación con la misma dificultad en su andar, y seguía marchando como si nada hubiera ocurrido; era en ese momento cuando sonreía de forma malvada. 

“Dios sabe cómo hace las cosas”, dice mi padre, “si ese cojo no tuviera ningún problema para caminar, quién sabe en quién se habría convertido”. 

Mi padre no sabe qué ocurrió con el cojo. De pronto enderezó su andar tanto físico como moral, o su cojera no fue un impedimento para convertirse en un delincuente. Si usted conoce un cojo bien malo, con una sonrisa particularmente malvada, puede que sea el compañero de colegio de mi papá. 

Esta vez, cuando mi padre termina la historia del cojo, que ya me ha contado en el pasado, sus ojos se pierden en un recuerdo. Ríe un poco y dice: “igual yo también era una joyita, pero en ese colegio daba lo mismo cometer una falta grave que una simple, porque el castigo era el mismo: una cachetada bien puesta”. 

Además de eso a veces le prohibían las visitas, y si mi abuelo se enteraba por qué había sido, también corría peligro de que él lo golpeara por haberse portado mal.

jueves, 17 de diciembre de 2020

Causa-efecto


A veces utilizo la aplicación de notas del celular. Suelo anotar títulos de libros que me interesan, palabras sueltas, y temas sobre los que se me ocurre escribir, porque una imagen o algo que escuché, me llamo la atención o me generó alguna emoción en un momento determinado. 

La mayoría de las notas quedan ahí, como apuntes sueltos, pues olvido que las anoté y nunca las vuelvo a revisar. Tengo una, por ejemplo, que dice “Warszawska Street”, una calle de una ciudad polaca, que no sé por qué me llamó la atención. 

Otra trata sobre Kenneth Morrison, un profesor de historia moderna y Martin Bell, un corresponsal de la guerra de los Balcanes. Imagino que tomé nota de esos nombres, mientras escribía una de las primeras versiones de un cuento sobre el francotirador Croata Radiša Dobrilo, nombre que luego cambié por Nikolče Drangov, por las diferentes connotaciones que tenían los apellidos en ese lugar, en esa época. 

La nota que me llamó más la atención es una que dice: Vida Frágil, Causa-efecto. Las primeras dos palabras son redundantes; bien lo dijo Joan Didion “La vida cambia rápido. La vida cambia en el instante. Te sientas a comer y la vida, como la conocías, se acaba”. Pienso mucho en eso: cómo todo se puede ir al carajo en un segundo. Pero no se me ocurre por qué razón las otras palabras, causa- efecto, están ahí. 

Hoy borré un par de esas notas: direcciones y algunos libros que ya conseguí, pero dejé quietas esas que no tengo ni idea qué significan. Puede que en el futuro tome plena consciencia sobre ellas de nuevo, y se conviertan en la columna vertebral de un relato. 

Dice internet, esa selva caótica llena de todo tipo de maleza informativa, que la causa y el efecto evidencian una relación entre dos fenómenos, en el que la causa produce, por favor presten atención a esta palabra, ineluctablemente el otro; el efecto, claro está. 

Por eso no borro esas notas “extrañas”, porque vaya uno a saber a que efecto corresponden. Pienso que si borro alguna, es probable que me parta un brazo o una pierna, y mejor dejar las cosas como están. De pronto no necesitamos ciertas causas, y por eso es que hay tantos problemas entre las personas, pues nos convertimos en el efecto de cualquier causa, por más estúpida que sea. 

¡No seamos tan ineluctables!

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Armas y guerra

Cerca de donde vivo hay un batallón del ejército. A veces ponen a marchar a los soldados y escucho la voz amplificada de quien da las ordenes: “alineen ar, a la de-re”, y demás instrucciones para que avancen, se detengan o adopten la posición firme. 

A veces, esa voz, seria y cantaletuda, está acompañada por la banda de guerra. Cuando la compañía se detiene —o eso creo, porque la música deja de sonar de forma abrupta— ese hombre dice fuerte y claro: “honores a la bandera de guerra”. 

No sé a cuál bandera se refiere y mucho menos a qué guerra. Debe ser, supongo, una tradición milenaria de las fuerzas militares, pero no entiendo porque le rinden honor a cualquier cosa que tenga que ver con la guerra, o si no existe una bandera de la paz a la que pudieran ofrecerle algo, qué se yo, un canto digamos. De pronto ese interés por esos temas, es un rasgo que se acentúa más en unas personas que en otras, vaya uno a saber. 

Siempre que escuchó a los soldados marchar, vienen a mi memoria un par de recuerdos: 

Cuando era pequeño, jugaba en el parqueadero con un amigo del edificio. Recuerdo que él le pedía al portero que le mostrara su arma de dotación. El vigilante una vez accedió a su petición. Era plateada y los rayos de sol se reflejaban en ella. A mí me pareció similar a las que utilizan los vaqueros en las películas. Luego de eso, mi amigo le preguntó si la podía sostener, pero el portero le dijo que no y la guardó de nuevo en la funda. Yo no entendía por qué le causaba tanta fascinación sostener un arma en sus manos. 

Andrés, un amigo de la universidad, hablaba mucho del ejército y lo hacía con entusiasmo. Creo que su abuelo había sido un alto mando y de ahí su gusto por esa institución. Él, mi amigo, hablaba de armas y entrenamientos, como otros hablaban de equipos de fútbol o modelos de carros. Una historia que le gustaba contar era sobre cómo había sido neutralizado Campo Elías Delgado, el responsable de la masacre de Pozzetto. Decía que quien logro dispararle fue un hombre al que llamaban Rambo, e intentaba narrar como habían sido sus movimientos para hacerlo.

martes, 15 de diciembre de 2020

¿Acaso no?

Voy a comprar un lápiz a la papelería, solo porque me gusta utilizar el borrador que lleva cuando dibujo. Ya en el lugar, entablo conversación con la dueña, quien me ha dicho su nombre unas tres veces, pero lo he olvidado. Creo que se llama Jackie, pero no lo pronuncio para evitar caer en el error. 

Nuestras conversaciones casi siempre giran sobre los mismos temas: El virus, su familia y la mía. Afortunadamente nunca hemos llegado a ese punto muerto en que toca echarle mano al clima. Me cuenta que su hija que vive en Paris sigue confinada, y que el gobierno francés está mirando si relaja las medidas en las siguientes semanas, con un toque de queda de 6 de la tarde a 9 de la mañana. 

Solo me habla de ella, la menor. Su ausencia, al parecer, es la que le pega más fuerte, a diferencia de la de los otros dos hijos que viven con sus respectivas familias. 

Le pregunto que hasta cuando va a abrir y me dice que no piensa cerrar la papelería en Diciembre. Mientras hablamos llega un mensajero a entregarle unos rollos de papel. “¿Cuántos vienen?”, pregunta. “Doce, si quiere revise que viene esa cantidad”. “No, tranquilo, yo confío en usted”, le responde, mientras acomoda los rollos contra una pared. 

Aprovecho su corta conversación para escanear el local con la mirada. Es pequeño, pero parece que tiene todo lo que una papelería como la Panamericana puede llegar a ofrecer. 

“Para qué me quedo en la casa?”, me pregunta mientras miro distraído una vitrina con chocolates. Se refiere a lo de cerrar su negocio. “Prefiero estar aquí, ver pasar gente y hablar con las personas que quedarme sola en la casa”. 

“Mi hijo me dijo que porque no iba a pasar 24 y 31 con los suegros de él, pero a mí me da pereza. No nos llevamos bien y entonces ¿qué voy a hacer allá? Ellos van para un lado y yo siempre voy para el otro”, dice, mientras gesticula con las manos direcciones contrarias. 

“Mejor me quedo en la casita”, concluye. Le doy la razón, mejor no estar donde a uno no lo quieren. Mejor pasar por cabrón que por hipócrita, ¿acaso no?

lunes, 14 de diciembre de 2020

Kristof y las nueces

¿Cuántos libros nos hacen falta por leer?, ¿De qué libros, que seguro son como un hacha lista para romper el mar helado dentro de nosotros, como decía Kafka; no tenemos conocimiento? 

Desde hace unos días unos amigos insisten en que debo leer Claus y Lucas, una novela de la escritora húngara Agota Kristof; según ellos, el mejor libro que han leído este año. Tenía en lista de espera otros libros, pero nunca sigo un método riguroso para escoger mis lecturas, sino lo que caiga en mis manos. 

La busco en Goodreads, y veo que sus libros tienen buena calificación. Ese, pienso, no es un indicador muy fiable. Busco más información sobre ella y doy con una entrevista en la que la autora habla sobre escritura. Dice que para discernir entre el bien y el mal, existe una regla muy sencilla: “Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos.” 


Esto me recuerda a algo que dice Millás: “Decir lo que se dice exige una precisión de microcirugía casi imposible de lograr, pues donde menos lo esperas salta la metáfora.” Y es que cuando las figuras narrativas atacan se corre el peligro de escribir cosas melosas y se termina, como también dice el autor, con un escrito sentimentaloide. 

Mejor volvamos a Kristof, que dice lo siguiente en el escrito que encontré: “Escribiremos: comemos muchas nueces”, y no: “nos gustan las nueces”, porque la palabra “gustar” no es una palabra segura, carece de precisión y de objetividad."

Refuerza eso diciendo que las palabras que utilizamos para definir lo sentimientos son muy vagas, y que lo mejor que se puede hacer es describir objetos, seres humanos y a uno mismo, una descripción fiel de los hechos. 

Así irrumpe Kristof en mi vida.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Editar

Aparece una alerta en mi celular y lo desbloqueo para ver qué es. La notificación corresponde a una charla: Editar la no ficción”, a cargo de Leila Guerreiro, que había olvidado por completo. Desde que comenzó la pandemia me inscribo a cuanto curso, webinar, clase, aparezca en mi mail, pero suelo olvidar la mayoría, o cuando llega el momento me da pereza y no me conecto. 

Decido ver esta charla, porque he leído un par de piezas de Guerreiro, y es de esos escritores que escriben sabroso; ustedes saben, esos escritos que cuando uno los termina de leer se siente ligero, como renovado. 

También me agrada su voz, que arrulla, con un acento argentino no muy marcado. Me parece que trata de ser precisa o, más bien, sincera en todo lo que dice. De vez en cuando se queda callada, mientras su cerebro trabaja a mil en busca de la palabra precisa. 

Cuenta que antes de ser editora es periodista y habla de la importancia de autoeditarse, de hacerle preguntas al texto para ver si cumple con lo que pretende exponer. También dice que un buen editor debe ser una sombra digna del autor, y que si no hay que tocar nada, pues no hay que tocar nada. 

Concluye que el trabajo de editor es no convertirse en un autor, sino ayudar a robustecer el texto, y que no hay nada peor que un escritor se encuentre con un editor que hubiera querido escribir el texto o con uno de esos que quiere que el escritor fracase. 

Debe ser bueno trabajar con Guerreiro como editora, pues dice que le gusta responder las inquietudes de lo autores rápido, y que si un editor no contesta en dos días un mensaje, es porque tiene cero interés en trabajar el texto. 

Además, está en contra de la cefecitis aguda, es decir, cuando le proponen encuentros para tomarse un café y hablar sobre un proyecto, pues dice que tienden a convertirse en miles de horas en las que se trabaja poco. 

“En la no-ficción nada funciona como adorno, todo tiene 
que estar al servicio de la historia” 
—Leila Guerreiro

 

jueves, 10 de diciembre de 2020

No usados

Imaginemos que los objetos tienen conciencia, que de alguna forma pueden enjuiciar moralmente la realidad. Bajo ese panorama tienen su propio criterio para distinguir lo bueno de lo malo. 

Pienso en esto por los audífonos que están conectados al computador. La mayor parte del tiempo permanecen ahí. A veces me los pongo en las orejas, como un acto reflejo, y no escucho nada. Son unos audífonos nuevos que venían con un celular, el actual si no estoy mal, y que decidí utilizar porque se me dañaron unos mac que me había regalado  mi hermana; mi único producto Apple. Una vez tuve un iPod mini, pero siempre me pareció engorroso meterle la música y lo dejé de utilizar. Un día decidí prenderlo y ya no funcionaba, en fin. Siempre que me quitaba los audífonos los ponía encima del portátil, pero se resbalaban y estrellaban contra el piso, hasta que un día el derecho dejó de funcionar. 

Aparte de los audífonos que utilizo en el momento, veo otros que también parecen nuevos, junto a los mac que ya no uso. ¿Qué piensan este par de audífonos? ¿Se preguntarán, los que no han salido de su empaque, si nunca los voy a utilizar? ¿Temen, los viejos, que un día decida masacrarlos a punta de tijera? 

Volteo a mirar a mi derecha y en mi biblioteca sobresale el lomo de La chica del Tren, que un día me trajo mi hermana mayor. Ella es una lectora esporádica, de ese tipo que se mete un libro como una línea de cocaína, es decir, un acto decidido y, guardando la proporción del tiempo, corto. 

Creo que no lo voy a leer unca, pues tengo en lista de espera otros libros que me llaman mucho más la atención. ¿Qué pensará ese libro? ¿Que alguien a quien le gusto mucho lo abandonó como si nada y que su actual dueño no da ni un peso por él? ¿Cómo será vivir rodeado de pares que lo miran a uno por encima del hombro? ¿Le harán bullying el resto de libros? ¿Qué le susurrará al oído “Así es como la pierdes”, el libro de Juniot Díaz que está apretujado contra él, desafiando cualquier medida de distanciamento social?. 

Dese usted cuenta, querido lector, que los objetos tampoco la tienen fácil.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Pastillas y chocoramo


Me siento a escribir. No sé sobre qué. De cierta forma eso me molesta, no tener la habilidad de ponerme a escribir lo que sea. Me decido por contar lo que estoy viendo. Sándor Márai dice, en Confesiones de un Burgués, que a veces no tenía ni idea qué escribir, entonces decidía contarlo todo acerca del vaso de agua que tenía enfrente. 

Encima de la base del computador hay dos hojas: una cuadriculada y la otra pequeña y cuadrada, de esos bloques de hojas que tienen en los bancos, o en las oficinas, bueno, donde sea que estén o correspondan. 

La hoja cuadriculada es vieja y tiene escrita una receta de galletas de navidad. Está ahí porque hace poco M. me llamó a pedirla, pues debía hacer galletas con sus hijos para una actividad del colegio. Se supone que se la iba a pasar Justo después de terminar nuestra conversación, pero me distraje con quién sabe qué asunto o pensamiento, y a la semana me volví a acordar. 

Le escribí apenado por el olvido, y luego de pasarle la receta me dio las gracias como si nada. Quién sabe si habrá pensado algo como: “ ¿Ya para qué?”, o si su agradecimiento fue sincero; igual cumplí con el favor. Cumplir con los favores hace que uno se sienta bien, sin importar lo que piense el mundo entero. 

El otro papel, el cuadrado, tiene una lista de productos de mercado: pan tajado, chocoramo mini, huevos y café. Parece una lista para un desayuno, incluido el chocoramo. A veces ese es el mío, junto con un café, cuando me da pereza preparar algo medianamente elaborado. 

Eso me acuerda de Y. a quién alguna vez le conté que asistí a una charla de una coach en felicidad. En esa ocasión la mujer dijo que, para tener un buen día, uno tenía que hacer algo que le gustara mucho antes de salir para el trabajo. A Y. le gusta cocinar, y le dio la razón a la mujer, pues me contó que cuando se levanta más temprano para prepararse un desayuno especial, se siente mejor por el resto del día. 

No tengo presente haber ido a comprar esos productos, pero aprovecho para comerme un chocoramo justo en este momento. 

Ahora suena la alarma del celular. Me avisa que debo tomarme una pastilla. Dejo que suene por un rato. Me fastidia su ruido y me gustaría tirar el aparato por la ventana. No entiendo por qué estoy tan quisquilloso. La alarma y la pastilla que debo tomar, me recuerda algo que dice Millás en La Vida a Ratos: 

“Ya tengo incorporadas cuatro pastillas que son para toda la vida.
Todos los días de mi puta vida me las he de tomar con el desayuno
o con la comida o con la cena. No se trata de un gran trabajo, pero 
su ingesta posee un significado simbólico de la hostia. El significado 
simbólico es que me hago viejo de manera real, palpable.” 

Al final la alarma gana el duelo, me levanto a apagarla, y luego me tomo la puta pastilla

Voy por otro chocoramo.

lunes, 7 de diciembre de 2020

Maldad

Recuerdo que, en el colegio, en transición, a veces debíamos colorear una guía. Para eso la profesora nos repartía colores, pero no tajalápices. Cuando le queríamos sacar punta a un color debíamos acercarnos a su escritorio, que tenía empotrado uno de esos tajalápices de manivela metálicos, y ella se encargaba de sacarle punta. 

Ella, Martha, y otros profesores, insistían en que solo tajáramos los colores por el extremo de su punta y no por el chato. 

Siempre fui, dentro del salón, uno más, uno del montón, en el sentido en que iba por ahí, tratando de no meterme en problemas con nadie. En ese orden de ideas, evitaba a los montadores, ahora llamados bullies, hasta que no me quedaba otra opción que confrontarlos. Esa sigue siendo una de mis máximas en la vida. 

Uno de esos personajes era R. Tenía un aspecto bonachón, de esos niños que uno ve y la primera impresión que se lleva es que son muy tiernos. Era de cara redonda y tenía un peinado con una carrera perfecta. Supongo que en la casa se comportaba como el niño más amoroso de todo el mundo, pero cuando llegaba al colegio se convertía en el diablo. 

Una vez él y yo coincidimos en el escritorio de la profesora, pues necesitábamos tajar nuestros colores. Ese día otra profesora estaba en el salón conversando con la nuestra. Cada vez que algún alumno pedía que le tajaran un lápiz, Martha extendía una mano, tomaba el color, lo introducía en el tajalápiz y hacia rodar la manivela. Parecía un robot programado para cumplir esa tarea, pues era un acto mecánico, que ejecutaba sin dejar de conversar con su compañera de trabajo. 

Al parecer R. había estudiado la situación desde su pupitre, pues cuando estaba a su lado, le pasó el color para que ella lo introdujera no por la punta, sino por el otro extremo. 

Sé que no fue más que una travesura de niños, pero lo que aún recuerdo es la sonrisa de R. cuando recibió el color con puntas por ambos lados. ,En ese momento  me pareció una sonrisa cargada de maldad.

sábado, 5 de diciembre de 2020

Pistoleros y muerte

Ayer Me dispararon dos veces. 

Como hacia sol, Aproveché para reclamar unos medicamentos. Cuando iba llegando a la droguería, pasé cerca de un puente que tenía pegado un cartel sobre clases de inglés. Alguien, o el clima, le había arrancado una de las puntas, y ahora el cartel dice: “CLASES DE NGLISH, clases particulares a domicilio. Más abajo aparece un número de teléfono celular. Me pregunto qué tan efectiva es esa forma de promoción, y si alguien, como yo, que ve el cartel. anota el teléfono para llamar al profesor (a). 

Cuando llego a la droguería, el celador que está en la puerta me muestra el termómetro pistola. Freno en seco y extiendo mi brazo para que me apunte a la muñeca. Le pregunto que cuanto marca. “35”, responde serio. Quizá ya está cansado de que las personas le hagan la misma pregunta todo el berraco día, como si fuera un juego. Luego presionó un pedal para sacar gel antibacterial de una botella, pero la sustancia tiene poco de gel, es líquida y lleva un fuerte olor a alcohol. Igual dejo que el chorro del líquido me caiga en la palma de una mano y luego me las restriego con la otra. 

Después de abandonar ese lugar, camino hasta una papelería para comprar unas plumillas y tarros de tinta china. Cuando llego al sitio hay una fila de 5 personas. Me hago al final, y me pongo a chupar sol, porque ninguna estructura da sombra sobre ese costado. 

Atrás mío dos mujeres hablan del clima: 

“Que sol tan picante”, afirma una 

“Es puro sol de lluvia” responde la otra. Se quedan calladas un rato, y cuando comienzan a hablar de nuevo, pierdo interés en su conversación, porque ahora lo hacen sobre un conocido en común, que fulanito esto y fulanito lo otro. No se por qué hablan tanto de fulanito, si ninguna le cuenta a la otra algo interesante sobre él, qué sé yo, un drama de su vida, sino puras generalidades que no tienen nada de carne narrativa. 

Llevo unos 10 minutos y la fila nada que se mueve. Me acerco a la entrada y le pregunto al hombre que está en la puerta, otro pistolero de temperatura, por qué la demora. Me pregunta que a qué vengo y le cuento lo que quiero comprar. “Puede seguir, esa fila es solo para impresiones, vea que ahí en el cartel dice eso, pero es que no leen”, concluye a modo de regaño, y me indica con la pistola donde está el supuesto cartel. Miro hacia donde la dirige, pero no veo nada. 

El hombre me toma la temperatura, le pregunto cuanto marco el termómetro y me dice que 36, un grado más que antes. Tengo entendido que la temperatura normal de los vivos es de 37 grados, no sé a qué se deba mi frío corporal. 

Como no me siento muerto, Le doy las gracias al pistolero y entro a comprar lo que necesito, pero antes de buscar los productos, otra vez me echo gel, más aguado que el de la droguería.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Descansar

Es de madrugada y un hombre camina por una de las tantas calles de Ciudad de México. Por su andar errático y cadencia lenta, parece que se encuentra bajo el efecto de alguna sustancia psicoactiva, o puede que no, que simplemente esté cansado, y nuestra mirada, siempre lista a juzgar, nos lleve a pensar otra cosa. 

Luego de recorrer unos 20 metros de esa manera, el hombre decide sentarse en la entrada de un local que da a la calle y, al parecer, se queda dormido. En ese sitio permanece por un tiempo prolongado. Cuando llega la tarde, unos comerciantes sospechan de él, pues su aspecto les hace pensar que es un delincuente, así que deciden llamar a la policía 

Cuando esta llega al lugar ven lo que les habían informado: un hombre con tenis blancos, buzo y pantalón negro, recostado contra una pared, y con los brazos descansando sobre los muslos. 

El hombre es Víctor Manuel Gutierrez. Quizá si tenga cansancio físico, emocional, ambos, y está harto de la vida, vaya uno a saber. De pronto solo necesitaba recargar energías, y por eso escogió ese lugar como sitio de descanso. 

El hombre no atiende a ningún llamado de los agentes, que ahora se acercan para moverlo con un bolillo. Es ahí cuando se dan cuenta que este herido. Tiene tres impactos de bala en diferentes zonas de su cuerpo: cabeza, tórax y en uno de sus brazos. 

Gutiérrez salió de un negocio donde fue atacado y resulta imposible saber cómo llegó hasta esa esquina, en la que decidió sentarse a descansar, en ese estado. 

Parece increíble, pero el hombre todavía presenta signos vitales. La policía llama una ambulancia. 

Estoy un poco lastimado, pero no estoy 
Muerto. Me recostaré para sangrar un rato. 
Luego me levantaré a pelear de nuevo” 
—john Dryden

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Una mujer desubicada

A veces me fijo en desconocidos, que son fotografiados para una publicación de prensa, y me hago una serie de preguntas: ¿Quién es? ¿Qué lo aflige o le causa alegría? ¿Qué le pasaba por la cabeza justo en el instante en que le tomaron la foto? 

Así, capturados de forma desprevenida, pienso que son vulnerables, y que su gesto del momento refleja toda su humanidad: buena, mala, podrida, como sea, pues no están preocupados por sonreír o salir sin papada en la foto, no fingen nada. 

Es una calle con mucho comercio y está abarrotada de gente que, contrario a todas las recomendaciones, le apuesta al acercamiento social. Paseo la mirada por la foto de izquierda a derecha, como si la leyera, para captar a alguien sin tapabocas. Eso solo lo hago para angustiarme, pues en el momento en que identifique a ese infractor, determinaré que lleva el virus y escogeré al azar a un par de personas que se encuentran cerca de él, que ya infectó, y después intentaré, en cuestión de segundos, imaginarme la cadena de contagio de cada uno de ellos. Hoy no ocurre eso, porque todos los que aparecen llevan puestos tapabocas negros de tela, o de los quirúrgicos. 

Hay dos corredores por los que transita la gente y en la mitad hay miles de prendas de vestir que las personas toman, acarician, se miden, lo que sea que uno pueda hacer con la ropa. A pesar de que la foto, claro está, es estática, un segundo del tiempo detenido en una imagen, refleja caos, movimiento y un frenesí de compra en casi todos los que aparecen en ella. 

Digo casi todos, porque la mujer en la que me fijo parece haber aparecido ahí por error. Estaba, digamos, en la cocina de su casa preparándose un café, estornudó, y cuando abrió los ojos apareció en esa calle. Digo esto por su lenguaje corporal, lo que sea que eso signifique. 

Mientras todos buscan prendas y conversan sobre la calidad y el precio de las mismas, la mujer está ensimismada en sus pensamientos. En medio de ese estado cuasi cataléptico, aprovecha para acomodarse el tapabocas con la mano derecha, mientras que con la otra sostiene, lo que parece ser, una bufanda. 

Tiene su mirada fija en un punto que no alcanza a captar el lente de la cámara, pero, parece, mira sin mirar, es decir está y no está, pues no presta atención a lo que ocurre a su alrededor, sino que está concentrada en quién sabe qué tipo de recuerdo, que la tiene anestesiada y no la deja actuar. Definitivamente es una intrusa en la escena, y no hay modo de saber qué hace ahí.

martes, 1 de diciembre de 2020

Deep

Hoy, en la mañana, me dieron ganas de escuchar Deep, una de mis canciones preferidas del Ten, junto con Porch. Luego busqué el setlist del concierto en el Simón Bolívar, porque no recordaba si la habían tocado, aunque tenía presente que ese día tocaron casi todo ese disco. 

Di con una grabación del concierto entero, que no había visto nunca. La hizo una mujer y tiene buen audio, como si el sonido lo hubieran sacado de la consola. Por las tomas del video parece que estuvo cerca de la banda todo el tiempo. 

Eso me recordó la vez del concierto de Aerosmith, en el que estábamos esperando a mi hermana que llegó tarde. Cuando finalmente nos encontramos, nos contó que había quedado en la zona de prensa, muy cerca de los músicos, pero que se había salido, pues que pereza estar sola. 

Pero sigamos hablando acerca de Deep. De repente, mientras practicaba batería aérea, experimenté una profunda ligereza, una en la que la alegría y nostalgia parecían estar mezcladas en justa medida y, por un breve momento, sentí ganas de reír y llorar al mismo tiempo. 

Fue extraño. Nunca me había sentido así. Parece que fue un momento en el que estaba agradecido con todo, primero por estar vivo y segundo por haber podido presenciar cosas como ese concierto. 

Por un segundo pensé que iba a ser un momento de iluminación, en el que uno entiende todo de un solo totazo, pero no. Aquí sigo con los mismos temores y dudas. 

Esa sensación de, digamos, euforia, pasó rápido, y me quedé un buen rato repitiendo el intro de la canción, porque me idiotiza la fuerza con la que entran los instrumentos en un mismo instante, y como sobresalen la guitarra y la batería. 

Es una lástima que ese día no hayan tocado Once, otra de mis preferidas; canción que, al parecer, si pertenecía al setlist de esa gira, pero decidieron no tocarla, junto con Crazy Mary y Baba O´Riley.

lunes, 30 de noviembre de 2020

Morir un poco

Ayer morí un poco. Estaba metido en la cama y me incliné hacia adelante para acomodar de mejor manera las almohadas, un arte que no se perfecciona en toda una vida. Era, supongo, un movimiento tonto, uno que quién sabe cuántas veces he realizado en mi vida, pero el de ayer coincidió con tragar saliva y me atoré.

Todo ocurrió en cámara lenta, y cuando supe que eso me iba a pasar, intenté no tragar, pero caí en cuenta de ello tarde. La primera parte de esa muerte diminuta es toser de forma desesperada. Esa, imagino, es una reacción involuntaria, una forma en que nuestro cuerpo, mil veces más inteligente que el humano al que está asignado, lucha por sobrevivir.

Se tose, se tose mucho porque el organismo tiene claro que es una cuestión de vida o muerte, que caminamos por una cuerda floja. Luego de ese arrebato de tos, viene tal vez el momento más terrorífico de la experiencia, en el que intentamos respirar de forma desesperada, pero el aire no entra a los pulmones. En ese momento crítico es cuando debemos adoptar una postura Zen, para no perder la calma. Esto se logra de mejor manera cuando esa pequeña muerte se experimenta estando solos, pues en compañía nos sentimos ridículos y las personas, con caras de angustia, comienzan a lanzar todo tipo de consejos inútiles: “Levante un brazo”, o el mejor de todos: “tome agua”. ¿Cómo pueden pedir eso, mientras uno echa un pulso con la muerte, y cómo esperan que uno lo haga?, en fin.

Les decía que ese momento crítico es de fortaleza mental, un acto de fe que consiste en pensar que todo va a estar bien, que en determinado momento el aire va a volver a entrar a los pulmones.

Después de ese nudo, de ese episodio dramático con un clímax tan potente, llega el desenlace. Todo tiene pinta de un relato redondo, pues el final coincide con el principio: tos, tos y más tos, carraspera, tos, carraspera, tos, tos, etc. Es ahí cuando deberían decirnos, en uno de esos momentos en que uno traga una bocanada del aire que dejo de respirar, que tomemos agua.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Budismo e ira

A Lucía le gusta la literatura y se la pasa publicando fotos de libros que lee, junto con citas que le llaman la atención. Hace poco leyó un libro que tiene que ver con el budismo, y mencionó que gracias a esa lectura se había acercado a la meditación, una práctica que la ha hecho sentir bien últimamente. 

Lucía, española, afirma sobre esa lectura: “os prometo que cambia a las personas, la forma en la que ves el mundo y también la forma en la que te ves a ti mismo por dentro”; una aseveración fuerte, que evidencia lo mucho que le gustó el libro, la meditación, el budismo o los tres. 

Luego dice que el libro no tiene nada que ver con religiones, sino que se centra en el saber estar en el AQUÍ y el AHORA, y escribe esas palabras así, en mayúscula, como para que no se nos olviden. 

Algunas personas le dan las gracias, al tiempo que le recomiendan otros libros: El monje urbano, Los 3 pilares de la felicidad, y así. 

Todo iba color rosa, digamos, hasta que Íñigo se unió a la conversación. Él afirma que muchas de las imágenes que acompañan esos libros son una muestra de lo que debes mantener alejado. 

Parece que a Íñigo no lo convence el tema de la meditación y el budismo, y está cansado de que le repitan hasta la saciedad que el truco de la vida consiste en fijarse en el aquí y el ahora. 

Lucía, que seguro se sintió ofendida, le respondió lo más Zen posible: “necesitas meditar, tienes demasiada ira dentro”. 

Íñigo bien podría haber dejado las cosas ahí, irse a meditar, o a dedicarse a tener rabia contra el mundo, la vida, el destino, dios, cualquier persona, cosa o entidad divina, pero no, decidió responderle a Lucía, porque si para algo somos buenos es para engarzarnos en peleas en las redes sociales. 

Le dijo que no, que estaba equivocada, que él no necesitaba meditar, pues había recorrido ese camino mucho antes que ella y había descubierto que está lleno de intereses como cualquier otro. 

Al final no sabemos qué ocurrió, si Lucía se puso a meditar para pasar el mal trago comunicacional, o si Íñigo se fue a hacerle pistola al Sol. No sabemos nada, y nos aferramos a nuestras verdades como si fueran tablas de salvación.

jueves, 26 de noviembre de 2020

Palabras al vacío

Javier Franco piensa que las palabras deberían venir empacadas al vacío. Le gustaría ser más como su apellido, un tipo sincero, que habla claro y sin tapujos. 

Piensa eso sobre las palabras, pues le gustaría que durarán más, o bien, que utilizáramos las esenciales. Con esenciales se refiere a esas frases que permiten cerrar un negocio, convencer a la persona amada o engañar a la muerte, que respira a milímetros de nuestra nuca todos los días. 

Imagina que todas las personas tienen a la mano la misma cantidad de palabras, pero que estas a veces se vencen, y el cerebro las entierra en sus profundidades, debajo de capas de miedos y obsesiones, para que no pudran otras. 

Lo que Franco no sabe es que las palabras que hacen parte de las conversaciones casuales, o de los refranes, por ejemplo, no tienen tanta importancia. El mundo no se va a acabar si las personas nunca vuelven a escuchar frases del estilo: “Que clima tan feo el que está haciendo”, “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”, “¿Usted qué come que adivina?”, solo por nombrar algunas. 

Pero la solución no solo consiste en desechar unas cuantas palabras. Lo que realmente preocupa a Franco, es que hay ocasiones en las que dispara palabras frescas, recién salidas del horno, disculpe usted el refrán, y son como balas perdidas que nunca impactan el lugar deseado, o no lo hacen de la manera en que pretendía.

Hablamos y escribimos, con la mejor intención, pero es imposible que todos entiendan lo que queríamos decir. 

Ahí va por el mundo Javier Franco, como desamparado. Si usted, estimado lector, lo llega a ver, dígale que entiendo cómo se siente.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Estados

Hablemos de Martínez, ¿por qué? Porque, aceptémoslo somos buenos para hablar de las personas a sus espaldas. Pero para compensar la balanza, ¿cuál? La de lo justo, digamos, y no ser unos desgraciados, no vamos a hablar nada malo sobre él.

A cambio de sacrificar el chisme, vamos a ventilar una de sus teorías sobre las personas, es decir, usted, yo, nosotros; o como usted comprenda ese término estimado lector. 

Martínez, Lucas de nombre —por si acaso usted es de esos que necesita, y le alcanza el nombre de alguien para dotarlo de una cara y demás aspectos físicos—, tiene una teoría sobre las personas. 

Sostiene Martínez que las personas cuentan con tres tipos de personalidades, a las que le gusta llamar estados, pues son los mismos de la materia: Líquido, sólido y gaseoso. Para que su teoría funcione, es necesario cambiarle el género a las palabras. A Martínez le gusta su teoría, porque esos tipos de personalidades casi no necesitan explicación. 

Una persona líquida es aquella que sabe fluir con la vida. Personas ligeras; en apariencia débiles, pero muy fuertes, pues como dice Michelle Williams: ““Quiero ser como el agua. Quiero deslizarme entre los dedos, pero sostener un barco” 

Las gaseosas, como su nombre lo indica son personas volátiles, y con esto Martínez se refiere a personas cambiantes. Las que un día nos quieren y al siguiente nos odian, si ningún motivo aparente. 

Quedan las sólidas que son como luz y oscuridad al mismo tiempo, pues son aquellas que, por lo general, saben donde están paradas. Lo malo es que tanto anclaje a la realidad los lleva a fanatismos y visiones sesgadas de la vida. 

Martínez cree que la clave para vivir está en cambiar de un estado a otro, no según nos convenga, sino para hacerle frente a la vida que es muy traicionera. 

Eso piensa Martínez

martes, 24 de noviembre de 2020

Fisuras, romperse y luz

Una mujer entrecomilla la cita: “We are all broken. That’s how the light gets in”, y dice que es de Ernest hemingway. Es una cita tremenda, y espera uno escribir un proyectil narrativo tan potente en algún momento de la vida. Quizás están destinados a los grandes autores y a nosotros, los simples mortales, no nos queda más opción que releerlos y publicarlos en cuanta red social sea posible, para darnos aires de interesantes, intelectuales, o lo que sea.

En la novela Farewell to Arms Hemingway, también trata esa idea: “The world breaks everyone and afterward many are strong at the broken places.” 

Me fijo en la frase que publicó la mujer, porque recuerdo que había leído algo similar, pero que el autor no era el escritor norteamericano, sino el músico Leonard Cohen, que en la canción Anthem dice: There is a crack in everything. That's how the light gets in. Que no se diferencia mucho de la primera, y sospecha uno que Cohen, en medio de un bloqueo creativo, decidió fusilar el pensamiento del escritor, introduciendo el concepto de la fisura.

Pero no vengo a echarme encima a los fanáticos de ese músico, ni más faltaba, porque si de fusilar se trata, Hemingway no le tiene que envidiar mucho a Cohen: En un ensayo de Ralph Waldo Emerson, con fecha de 1841, este escribió la sombrilla para ambas frases: There is a crack in every thing God has made. 

Supongo que no hay ideas originales, y que siempre, de cierta forma, plagiamos algo que oímos, leímos o nos contaron. Imposible saber si Emerson no tomó la frase prestada y la modificó. 

A la larga no importa mucho, porque, por muy parecidas que sean , uno las consume con gusto.

lunes, 23 de noviembre de 2020

Secuestro

Despierto. 

Intento mover las manos o los pies, pero no puedo. El cuarto está completamente a oscuras. Cuando mis ojos se acostumbran a la ausencia de luz, distingo los bordes de una mesa enfrente mío, y me doy cuenta de que estoy atado de pies y manos a una silla. 

¿Qué hacer? Imagino que estoy secuestrado, pero no recuerdo cómo llegué a este lugar. Creo que soy un tipo que trata de no meterse en líos y que no tiene enemigos, pero supongo que siempre hay alguien que nos odia en silencio y que quiere hacernos el mayor daño posible. 

Escucho una puerta que se abre. Alguien entró a la habitación, sala de torturas, o el lugar que sea en el que me encuentro. Pregunto en voz alta, pretendiendo no sonar desesperado: “¿Quién anda ahí?, ¿Qué quieren de mí?”, aprovechando que mis captores son novatos, o han visto pocas películas, pues olvidaron taparme la boca con cinta adhesiva. 

De repente se enciende un bombillo en la habitación, que alumbra la mesa que está enfrente mío. Un hombre corpulento pone una máquina de escribir encima y se aleja. Dos hombres llegan por atrás, me levantan con todo y silla, y me sientan enfrente de la máquina. Un último se acerca y corta con un cuchillo la soga que ata mis manos. 

“Queremos que escriba” dice un hombre que, supongo, es el líder de la banda. 

“ ¿Qué quieren que escriba?”, pregunto. 

“¡Un buen relato!”, exclama el hombre. 

“¿Sobre qué tema?, pregunto para ganar tiempo, pues supongo que lo necesito. 

“El que se le ocurra, pero comience ya”. Y luego de decir estas palabras apoya el cañón de una pistola contra mi cabeza. 

“Intento pensar en un tema, pero no se me ocurre nada. Busco hilar una trama, la que sea, pero ninguna tiene pies o cabeza. Luego de cinco minutos, eso creo, sin haber tecleado ni una sola palabra, escucho como el hombre  le quita el seguro a la pistola. “!Escriba!”, grita. 

Tomo una hoja carta, de un montón que está encima de la mesa, la introduzco en la máquina, la centro y comienzo a hacerlo. 

“Estoy en un cuarto que hace un rato estaba oscuro.
 Ahora, un único bombillo alumbra una mesa con 
una maquina de escribir blanca, y un hombre presiona 
una pistola contra mi cabeza. Quiere que escriba.  

Ante la falta de ideas, comienzo a describir lo que me rodea y a contar qué es lo que pasa sin muchos adornos. Si este es mi último escrito, quiero despedirme del mundo con el cuento que siempre he soñado escribir, uno en primera persona,  libre de figuras narrativas, en el que solo narro lo que su protagonista tiene enfrente de sus narices.

domingo, 22 de noviembre de 2020

Ayer

Ayer caí en un abismo.

El día comenzó con un rayo de sol que me despertó dándome en la jeta, porque las ventanas de mi cuarto tienen unas persianas sin blackout—no entiendo por qué ese invento no se llama lightout, en fin—, y al borde izquierdo de la ventana le queda una franja por la que se cuela la luz. 

Mi intención era hacer pereza hasta tarde, pero el rayo me despertó y luego no pude volver a dormir. Me levanté, me preparé un café que acompañé con dos almojábanas, y ahí empezó todo. 

Con todo me refiero a una sensación de mierda que me acompañó durante gran parte del día. En un principio creí que tenía que ver con el incidente del rayo de sol, pero no, eso era una minucia, algo circunstancial, y mi raye era más profundo, un achaque de mi psique, golpeada por quién sabe que lío que no he resuelto; quizás uno milenario, que ha pasado de generación en generación, y que ninguno de mis ancestros se tomó la molestia de tratarlo ni de indagar qué era. 

El lío, les decía, llego a mí, y me pregunté a qué se debía la sensación. Intenté desenredarlo, diseccionarlo, pero no tuve ni la más remota idea de cómo hacerlo, entonces me enrosqué más en la rabia que llevaba y, como mis antepasados, decidí soportarlo. 

Más tarde me bañé, pero el agua no se llevó la nube negra que llevaba encima. Apenas terminé de vestirme me puse a mirar el celular, a darle scroll down como si mi vida dependiera de ello, y eso, la necesidad de atención desmedida que a veces cargo, me dio más rabia, así que decidí apagar el aparato.

Toda la tarde seguí igual. A eso de las 6 apagué la luz del cuarto  y me tumbé en la cama  a  perfeccionar el arte de mirar pal’ techo, y darle vueltas y vueltas a mi estado: “¿Será que estoy deprimido?”, me pregunté, y como con el lío ancestral que llevo en mi ADN, no supe darle respuesta a esa pregunta.

En medio de mi contemplación a la nada, el reloj cucú marcó las 7 de la noche.  Como seguía sin saber nada, decidí levantarme a dibujar.  Miré unas fotos que tengo en un archivo de Power point que nombré: “Dibujo actual”, pero ninguna me convenció.  No me decían ni hacían sentir nada. No sé cómo explicarlo, pero cuando dibujo una foto eso es lo que tiene que ocurrir.

Me puse a buscar una foto nueva, y di con el retrato en negativo de un hombre, que me llamó la atención por la forma en que la luz le daba en la cara, y decidí dibujarlo a pesar de la complejidad de las sombras.

 Comencé por la nariz, no se si técnicamente es el lugar por donde se debe iniciar un retrato, pero ese siempre es mi punto de partida.  Después de unos vente minutos, llegué a una sección del pelo, y no tuve idea de como iba a solucionar las texturas de la luz, no en ese momento sino cuando le fuera a echar tinta.  Caí en cuenta que la imagen que quería dibujar estaba más allá de mis habilidades, y hay que aprender a seleccionar las batallas.

Borré lo que llevaba y busqué otra.  Di con una de un obrero que sale de una pared, y me agradó porque sentí que en ella había movimiento, que algo ocurría.

 

Comencé a dibujar y pasados unos minutos pensé en desistir de nuevo, porque cuando llegué a uno de los pómulos, sentí que las dimensiones de la cabeza estaban desproporcionadas.  Me obligué a seguir, borré unos trazos y añadí otros, hasta que solucioné el inconveniente. En ese momento ya no había rastro de la sensación que me acompañó la mayor parte del día.


El dibujo como antídoto para cualquier duda existencial.

viernes, 20 de noviembre de 2020

El señor de los dados

En las últimas ediciones de la feria del libro, siempre había un día en que iba solo para pasearla a mi ritmo. Llegaba a Corferias temprano y me quedaba hasta la tarde. En Algunos de esos años elaboré una lista de los libros que quería, pero a excepción del Tumbao’ de Beethoven, una novela que gira en torno a la salsa y de Vibrato, una novela de la escritora y violinista chilena Isabel Mellado, pocas veces encontraba los libros que quería. 

Por eso mi estadía en la feria y mi método para escoger libros se convertía en una cuestión de puro feeling. Para decidir cuáles llevar, y contrario al dicho de no juzgar los libros por su portada, era precisamente eso lo primero que me llamaba la atención, a la par con el título. Cumplidos esos dos requisitos, aplicaba un método, según me contó un escritor una vez, de algunos editores, que consiste en leer un párrafo del principio, uno de la mitad y otro hacia el final del libro, y si estos son consistentes en voz, tono, ritmo, es un buen indicio de que el libro sea bueno. 

De esa forma, y sin tener ni idea de su existencia, di con Articuentos Completos de Juan José Millás, quien luego se convertiría en mi escritor favorito; también con El hombre que Murió la Víspera de Sergio Ocampo Madrid, y con el Señor de los Dados.

Escribo sobre esto, porque hoy me enteré de que su escritor, George Cockcroft, mejor conocido como Luke Rhinehart, el seudónimo que utilizó para publicarla, murió en estos días. 

A grandes rasgos la novela trata sobre un psiquiatra que visita lados oscuros de su personalidad, pues decide que cada vez que tiene que tomar una decisión, por simple o complicada que sea, debe lanzar un dado y actuar de acuerdo al número sobre el que caiga, al que previamente le había asignado la forma en que debía actuar. 

Ese ha sido uno de los libros que más me ha marcado, porque me cuestionó muchísimo. Quizás algún día vuelva a él. 

“Man must become comfortable in flowing from one role to the other, one set of values to another, one life to another. Men must be free from boundaries, patterns and consistencies in
 order to be free  to think, feel and create in new ways.” 
- The Dice Man -

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Diferencia horaria

Me inscribo a una charla sobre storytelling que promueve una entidad de la india. Me llega un mail de Shruti. Como siempre trato de ponerle una cara a las personas, me inclino a pensar que es una mujer, pero vaya uno a saber. Una vez tenía que escribirle un mail a Delaney, y todo el tiempo lo trate de She, para luego enterarme de que era un hombre. 

La diferencia horaria con ese país es de diez horas y media. Siempre me ha intrigado eso, que en un lugar sea de día y en otro de noche, pero acepto que yo me asombro con cosas muy sencillas, como que uno prenda el reproductor musical y continúe en la misma canción, en el segundo exacto en que se había apagado. Deberíamos asombrarnos más por todo lo que nos rodea. Por ejemplo, accionar un interruptor y que se prenda una bombilla, es algo que debería dejarnos boquiabiertos, en fin. 

También me causa intriga la diferencia horaria, porque me cuesta mucho realizar los cálculos para saber qué hora es acá, según la hora de otro lugar. No sé a qué se debe eso, es como un corto circuito de las neuronas encargadas de llevar el tiempo, si es que existen. 

Supone uno que el tema de los horarios está balanceado, que hay igual cantidad de noche y día en el planeta, y que no deberíamos preocuparnos por eso, pero creo que en algún momento la balanza se inclina para algún lado y es ahí cuando los eventos comienzan a despiporrarse. 

Pienso en el futuro: si me conecto de noche y allá es de día, ¿en qué plano estoy? “En su presente y los de la india en el suyo”, dirán los más prácticos, pero ellos están en un nuevo día, una nueva fecha, mi futuro, y yo sigo en su pasado, ¿acaso no?

martes, 17 de noviembre de 2020

Dibujo, escritura y dedicación

Hace un rato estaba dibujando un retrato de una mujer, que tiene el índice de la mano derecha sobre la boca ligeramente abierta, en una posición, digamos, sensual. Debí demorarme más de 40 minutos en la mano. Cada trazo que hacía lo borraba varias veces, cuidando que las proporciones no se me desbarajustaran, hasta que me echaba la bendición con el definitivo, y me alejaba para ver cómo se veía el conjunto. Recuerden que siempre hay que alejarse, no solo cuando se dibuja, para tener otra perspectiva. 

Entre trazo y trazo, en aquellos momentos en que enderezaba mi espalda, para descansar de mi posición encorvada y alejarme, traté de pensar sobre qué escribir. Pero soy malo para el multitasking y dibujar es una actividad que deja mi mente en blanco. 

Ahora que escribo esto, porque no se me ocurre qué más escribir, pienso que, tal vez, debería dedicar más tiempo a lo que escribo acá. Digo esto porque hoy leí por encima el blog de una mujer, y me pareció que ella le  dedica tiempo a sus entradas antes de sentarse a escribirlas. 

Pero no todo puede ser malo, hoy si le dediqué tiempo a otro escrito que creo tener listo, pero al que vuelvo todos los días para cambiarle algo: una palabra aquí, un signo de puntuación allá, o el orden de los párrafos. De pronto ese escrito drenó todo mi potencial de escritura, y hasta que no le ponga un punto final no me va a dejar en paz, pero no lo sé; como ustedes ya saben sé muy pocas cosas, con tendencia a saber nada. 

Por eso, imagino, escribo, para tratar de entender o darle significado a todo lo que ocurre, pero no deja de ser, como muchas cosas en esta vida, un sistema de prueba y error, y me atrevo a decir que más lo segundo que lo primero.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Abismos

Estoy tranquilo, digamos desayunando, mirando por la ventana mientras viajo en un bus, cortando un pedazo de carne con un cuchillo y un tenedor, o bajo el chorro del agua de la ducha; cuando de repente mi cabeza se llena de dudas, muchas, porque estas son cobardes y les gusta atacar en manada. Entonces aparecen cuestionamientos de todo tipo, acantilados de interrogantes, porque estar tranquilo, al parecer, es algo complicado, y siempre, sin ser consciente, camino por los filos del abismo de la locura. 

A veces, cuando eso ocurre, pienso que soy un bueno para nada, que todo lo que hago o dejo de hacer, porque lo que  elijo no hacer también repercute en mi vida, es en vano, no funciona ni cumple con ningún propósito. 

Son momentos llenos de tristeza, melancolía, nostalgia, en fin, momentos en los que la vida deja de ser y pierde todo el sentido, dado el caso de que llegue a tener alguno. 

Cuando esos momentos me embisten, cuando ese coctel de sentimientos y hormonas explota dentro de mí, procuro entregarme a la situación con los brazos detrás de la espalda. Esa, creo, es la mejor forma de actuar ante tanta incertidumbre, tanta muerte que llevo por dentro. 


Hablando de muerte, una médica experta en cuidados paliativos dice que ser capaces de sentarnos con nuestras angustias más profundas, sirve para explorar los pensamientos que más nos preocupan, procesarlos y llegar a encontrar formas más útiles de lidiar con ellos. 

El escritor español Manuel Vilas, dice que el cerebro humano tiene abismos, y que debemos abonarlos con nuestra sangre. 

Supongo que, de vez en cuando, hay que caer a propósito en ellos, para que la sensación de vacío no sea una constante en la vida.