La vida.
Un suspiro, una bocanada de aire, una instantánea, un accidente. Eso, pienso, es la vida. ¿Y luego qué? La nada, ese vacío incomprensible que llamamos muerte.
Pienso en Jota, Diogo, el futbolista portugués que murió hace unos días incinerado en su camioneta. 28 años tenía. ¿Qué son 28 años? Nada, si pensamos que tenía toda una vida y carrera por delante.
Muy cabrona la vida, ¿acaso no? Tan solo doce días atrás Jota se había casado con Rute Cardoso, el amor de su vida, con quien tenía tres hijos de cuatro, dos y un año.
Si usted se fija bien, querido lector, la vida —me refiero a usted, yo o cualquier cristiano que camina por la calle— no es más que un simple accidente, producto de un choque aleatorio de un espermatozoide contra un óvulo; un evento fortuito, altamente improbable, debido a la cantidad de millones de los primeros, teniendo en cuenta que solo uno fertiliza el óvulo. Ese, llamémoslo, choque aleatorio es el que produce la vida. No somos más que pura probabilidad, un quizás.
Pienso en Rute. ¿Cómo va a hacer para vivir? ¿Cómo carajos va a sacar fuerzas para ponerse de pie y meterse a la ducha? Para luego aguantar a cientos de periodistas que querrán preguntar estupideces sobre su relación con Jota.
Qué cabrona es la vida y su teatro del sinsentido.
La tragedia de Jota también me hace pensar en mi accidente. En cómo, en un segundo, la vida —como le pasó a Rute— se pone patas arriba. En que no cuesta nada caer a ese vacío del que no se puede volver.
Llevo una mano hacia mi cuello y palpo ese amable recordatorio que llevo impreso en él: una cicatriz que fue un queloide durante años y ya casi ni se nota.
Se debe a una traqueotomía: una incisión en el cuello para insertar un tubo y facilitar el paso del aire a los pulmones. Fue lo mismo que le hicieron al piloto de Fórmula Uno Ayrton Senna, en pleno asfalto de la pista de Imola, San Marino, cuando se accidentó en la curva de Tamburello, pero él no corrió con la misma suerte que yo, porque las lesiones que sufrió en el cerebro fueron muy graves.
Recorro la cicatriz con un dedo de un lado hacia el otro y me devuelvo. Las cicatrices, pienso también, son accidentes sobre la piel y, como dice Irene Vallejo en su Infinito en un junco: “Con el paso de los años trazan las sílabas que relatan una vida”.
A veces la cicatriz me arde y me la rasco, o me la rasco y me arde. No sé muy bien si es un tic inconsciente o qué. Prefiero pensar, como dije antes, que cuando soy consciente de ella es porque actúa a manera de amable recordatorio. Me susurra que estuve al borde del abismo, al tiempo que me invita a no desesperar, a ser consciente de que la saqué barata.
viernes, 4 de julio de 2025
martes, 1 de julio de 2025
De libros y otros papelitos
Uno de mis pasatiempos favoritos es antojarme de libros y anotarlos en algún lugar: en mi libreta, en la aplicación de notas de mi celular o enviándome un email con su título. De los muchos que anoto o mensajes que me envío, solo leo unos pocos. El resto los dejo en el completo olvido, y lo más probable es que nunca los lea.
Sea como sea, continúo anotando libros que me llaman la atención, con la esperanza de que algún día voy a sacar tiempo para leerlos. El de hoy fue el de una autora que nunca había escuchado, y el título, creo, es una obra de arte en sí mismo: Cartas nunca enviadas y otros papelitos, de la artista chilena Cecilia Vicuña. Me entero de que Vicuña vivió en Bogotá de 1975 a 1980, luego de escapar de la dictadura chilena.
Hay gente que es muy precisa con los títulos de los libros, y he aquí un gran ejemplo. Si las cartas nunca fueron enviadas, pensaría uno que el ejercicio de escribir fue personal y casi tan necesario como respirar, similar a la idea que expresa el copywriter español Isra Bravo: “se escribe para agradecer la vida”.
Me imagino que el libro recopila textos que hablan de todo y nada al mismo tiempo, de la tenacidad y simpleza de la vida, de esas ínfulas de importancia que nos damos cuando en realidad no somos tan importantes ni nada importa tanto. En fin, me imagino muchas cosas. Y ni qué decir sobre esos otros papelitos, que intuyo como notas en las márgenes de los libros, en servilletas, facturas o en cualquier pedazo de papel a la mano; ese tipo de pensamientos que yo llamo balas al aire y que necesitan ser anotados sí o sí. Además tiene ese aire de diario y ya saben que siento debilidad por ese tipo de libros.
Suena bien el libro. Revise en una librería y quedan 3 copias: déjenme una, no sean mierdas.
Sea como sea, continúo anotando libros que me llaman la atención, con la esperanza de que algún día voy a sacar tiempo para leerlos. El de hoy fue el de una autora que nunca había escuchado, y el título, creo, es una obra de arte en sí mismo: Cartas nunca enviadas y otros papelitos, de la artista chilena Cecilia Vicuña. Me entero de que Vicuña vivió en Bogotá de 1975 a 1980, luego de escapar de la dictadura chilena.
Hay gente que es muy precisa con los títulos de los libros, y he aquí un gran ejemplo. Si las cartas nunca fueron enviadas, pensaría uno que el ejercicio de escribir fue personal y casi tan necesario como respirar, similar a la idea que expresa el copywriter español Isra Bravo: “se escribe para agradecer la vida”.
Me imagino que el libro recopila textos que hablan de todo y nada al mismo tiempo, de la tenacidad y simpleza de la vida, de esas ínfulas de importancia que nos damos cuando en realidad no somos tan importantes ni nada importa tanto. En fin, me imagino muchas cosas. Y ni qué decir sobre esos otros papelitos, que intuyo como notas en las márgenes de los libros, en servilletas, facturas o en cualquier pedazo de papel a la mano; ese tipo de pensamientos que yo llamo balas al aire y que necesitan ser anotados sí o sí. Además tiene ese aire de diario y ya saben que siento debilidad por ese tipo de libros.
Suena bien el libro. Revise en una librería y quedan 3 copias: déjenme una, no sean mierdas.
lunes, 30 de junio de 2025
Prender el té o beber la vela
No habla, no se mueve y, aunque es fría y estática, a veces emite un zumbido como las neveras en horas de la madrugada. La página en blanco tiene algo de hoyo negro. Un vórtice que te atrae y te exige sudor y lágrimas.
El cursor y su incansable parpadeo a manera de trampa. Su tic, tic, tic de direccional a tono de bomba te pregunta:"¿Tan vacío estás, genio de las letras?" Pones tu playlist para escribir. Ese que lleva como título Profundidad y que, se supone, te sumerge en ese estado que los psicólogos denominan “flujo”.
Las canciones comienzan a sonar, pero, en cambio, te sumerges en un estado de fiesta interna. Piensas que deberías estar en un bar, rodeado de personas, en vez de mirar una estúpida pantalla en la noche, con una manta cubriéndote las piernas y una bebida caliente a la que le das sorbos distraídamente.
Sea como sea, eres fiel a tu ritual: prendes el té o bebes la vela. Lo que sea; el orden de las palabras no tiene mucha importancia para el resultado: la foto de ese momento íntimo para publicar en redes. El mundo no puede dejar de conocer el minuto a minuto del poeta incomprendido.
El cursor continúa igual de impaciente y la pantalla igual de blanca. Has tomado diez fotos y todavía no decides cuál es la mejor para publicar. Volteas a mirar la vela que prendiste y una gota de cera resbala por ella. La tomas entre los dedos índice y gordo de la mano derecha y haces una bolita con ella. Te gusta la sensación de calor, el quemón instantáneo. Luego de esa distracción viene la nada. Ninguna palabra aterriza en tus manos.
Levantas la taza para darle el último sorbo al té, pero el cuncho ya está frío. La vuelves a dejar en su sitio, cierras el portátil de un trancazo y te levantas del escritorio. ¿A hacer qué? No lo sabes. Lo único que tienes claro es que ya no tienes ganas de escribir.
El cursor y su incansable parpadeo a manera de trampa. Su tic, tic, tic de direccional a tono de bomba te pregunta:"¿Tan vacío estás, genio de las letras?" Pones tu playlist para escribir. Ese que lleva como título Profundidad y que, se supone, te sumerge en ese estado que los psicólogos denominan “flujo”.
Las canciones comienzan a sonar, pero, en cambio, te sumerges en un estado de fiesta interna. Piensas que deberías estar en un bar, rodeado de personas, en vez de mirar una estúpida pantalla en la noche, con una manta cubriéndote las piernas y una bebida caliente a la que le das sorbos distraídamente.
Sea como sea, eres fiel a tu ritual: prendes el té o bebes la vela. Lo que sea; el orden de las palabras no tiene mucha importancia para el resultado: la foto de ese momento íntimo para publicar en redes. El mundo no puede dejar de conocer el minuto a minuto del poeta incomprendido.
El cursor continúa igual de impaciente y la pantalla igual de blanca. Has tomado diez fotos y todavía no decides cuál es la mejor para publicar. Volteas a mirar la vela que prendiste y una gota de cera resbala por ella. La tomas entre los dedos índice y gordo de la mano derecha y haces una bolita con ella. Te gusta la sensación de calor, el quemón instantáneo. Luego de esa distracción viene la nada. Ninguna palabra aterriza en tus manos.
Levantas la taza para darle el último sorbo al té, pero el cuncho ya está frío. La vuelves a dejar en su sitio, cierras el portátil de un trancazo y te levantas del escritorio. ¿A hacer qué? No lo sabes. Lo único que tienes claro es que ya no tienes ganas de escribir.
viernes, 27 de junio de 2025
Escribir con un pescado en la freidora
Debo contar con unos 9 o 10 minutos para escribir esto, o por lo menos para empezar a escribirlo, y no tengo idea alguna de qué carajos saldrá. En caso de que usted, querido lector, se pregunte: ¿por qué el límite de tiempo?, le respondo: se debe a que puse unos pescados en la freidora de aire y, estimo, ese es el tiempo que resta para que estén listos. En medio de su cocción, me entró esa extraña urgencia de escribir algo y, pienso, hay que hacerle caso a esos impulsos.
No sé cuántos días llevo sin escribir, ¿dos, tres? Igual no importa. Lo único que importa es tratar de juntar unas cuantas palabras. Quitarse todo el tedio de encima y aporrear el teclado con las muchas o pocas fuerzas que se tengan. Eso es lo que creo.
He leído buenos textos estos días, columnas de opinión tipo ensayo donde los autores exorcizan todo tipo de demonios, como la de una mujer que habla de la relación de odio que tuvo con la gordura en un momento de su vida y cómo maldijo a una tendera hijueputa que le dijo que no debería comprarse un arequipito porque estaba gorda. Vieja malparida esa. La gente siempre dando sus opiniones no solicitadas. En fin.
Me pregunto cómo le salió esa columna a esa escritora: si la escribió lentamente, a ritmo de un par de párrafos cada día, o si de pronto se sentó en una tarde fría y lluviosa en la sala de su casa, con vista a las montañas, una manta sobre sus piernas y una jarra de tinto, y apenas comenzó a teclear, el texto le salió como un chorro por los dedos.
Así me gustaría escribir a mí. Que las palabras me salieran como un chorro a presión, sin dificultad alguna. Hacerle caso a ese consejo que tanto dan en talleres de escritura: escribir sin editar, lo que salga, sin contenerse.
También leo Así me tiemble la voz de Catalina Acosta, y aunque de cierta forma la narradora es es distinta a la del otro texto del que les hablé al principio, también guarda algo de esa crudeza tan necesaria a la hora de escribir, de no buscar el adorno, sino solo contar.
Escribir. Escribir a chorros.
No sé cuántos días llevo sin escribir, ¿dos, tres? Igual no importa. Lo único que importa es tratar de juntar unas cuantas palabras. Quitarse todo el tedio de encima y aporrear el teclado con las muchas o pocas fuerzas que se tengan. Eso es lo que creo.
He leído buenos textos estos días, columnas de opinión tipo ensayo donde los autores exorcizan todo tipo de demonios, como la de una mujer que habla de la relación de odio que tuvo con la gordura en un momento de su vida y cómo maldijo a una tendera hijueputa que le dijo que no debería comprarse un arequipito porque estaba gorda. Vieja malparida esa. La gente siempre dando sus opiniones no solicitadas. En fin.
Me pregunto cómo le salió esa columna a esa escritora: si la escribió lentamente, a ritmo de un par de párrafos cada día, o si de pronto se sentó en una tarde fría y lluviosa en la sala de su casa, con vista a las montañas, una manta sobre sus piernas y una jarra de tinto, y apenas comenzó a teclear, el texto le salió como un chorro por los dedos.
Así me gustaría escribir a mí. Que las palabras me salieran como un chorro a presión, sin dificultad alguna. Hacerle caso a ese consejo que tanto dan en talleres de escritura: escribir sin editar, lo que salga, sin contenerse.
También leo Así me tiemble la voz de Catalina Acosta, y aunque de cierta forma la narradora es es distinta a la del otro texto del que les hablé al principio, también guarda algo de esa crudeza tan necesaria a la hora de escribir, de no buscar el adorno, sino solo contar.
Escribir. Escribir a chorros.
martes, 24 de junio de 2025
De hippies, cuentos y formas de perder el hilo o encontrarlo
Participo en un supuesto grupo de lectura.
Digo “supuesto” porque no leemos nada. Es decir, no tenemos que llegar con ningún texto leído para el encuentro, sino que leemos textos cortos durante la reunión y los comentamos. En la última leímos unos del libro de la mamá de una actriz que vive muy a lo hippie en el campo, sin las comodidades de la ciudad.
En ese orden de ideas, el grupo de lectura sería más bien una tertulia, pero ¿qué sé yo? Sea como sea, me gusta cómo los temas se van desviando con cada historia que los integrantes cuentan sobre sus vidas, y la manera en que se habla de todo y de nada al mismo tiempo.
“Sería chévere leer algo tuyo en la próxima sesión”, me dijo la tallerista, que conoce mi gusto por la escritura. Le respondí que tal vez podría compartirles El profeta no responde, mi crónica sobre el Indio Amazónico, que trata sobre aquella vez que me expulsaron de su templo por allá en el año 2016.
Esta semana la volví a editar, y solo cuando le puse un nuevo punto final volví a buscar información en la red. Me enteré, de acuerdo con un artículo del 2023, que el nombre real del Indio Amazónico era Luis Antonio Rueda, información que no conseguí al momento de escribir mi pieza. Por eso, en la mía solo quedó como Trymurty Mirachura Chindoy Mutunbanjoy.
Siento que, en este nuevo repaso que le hice, la “peluqueé” bien y le quité segmentos donde el narrador —yo— flaqueaba. Aquellos en los que sentía que se le saltaba la opinión antes que describir algo o simplemente contar lo que ocurría durante la visita a aquel lugar con figuras del Buda, el Divino Niño y la Virgen María por todo lado.
Digo “supuesto” porque no leemos nada. Es decir, no tenemos que llegar con ningún texto leído para el encuentro, sino que leemos textos cortos durante la reunión y los comentamos. En la última leímos unos del libro de la mamá de una actriz que vive muy a lo hippie en el campo, sin las comodidades de la ciudad.
En ese orden de ideas, el grupo de lectura sería más bien una tertulia, pero ¿qué sé yo? Sea como sea, me gusta cómo los temas se van desviando con cada historia que los integrantes cuentan sobre sus vidas, y la manera en que se habla de todo y de nada al mismo tiempo.
“Sería chévere leer algo tuyo en la próxima sesión”, me dijo la tallerista, que conoce mi gusto por la escritura. Le respondí que tal vez podría compartirles El profeta no responde, mi crónica sobre el Indio Amazónico, que trata sobre aquella vez que me expulsaron de su templo por allá en el año 2016.
Esta semana la volví a editar, y solo cuando le puse un nuevo punto final volví a buscar información en la red. Me enteré, de acuerdo con un artículo del 2023, que el nombre real del Indio Amazónico era Luis Antonio Rueda, información que no conseguí al momento de escribir mi pieza. Por eso, en la mía solo quedó como Trymurty Mirachura Chindoy Mutunbanjoy.
Siento que, en este nuevo repaso que le hice, la “peluqueé” bien y le quité segmentos donde el narrador —yo— flaqueaba. Aquellos en los que sentía que se le saltaba la opinión antes que describir algo o simplemente contar lo que ocurría durante la visita a aquel lugar con figuras del Buda, el Divino Niño y la Virgen María por todo lado.
martes, 17 de junio de 2025
Mariana Enríquez no quería ser escritora
Cuenta Mariana Enriquez en una de sus columnas, y la parafraseo, que las ganas de escribir su primera novela no estaban fundamentadas en ningún tipo de ansia por ser escritora, ni mucho menos en el interés de publicar un libro. Tampoco porque conocía a algunos escritores, los admiraba y quería ser como ellos. La única razón que la impulsó a llevar a cabo esa empresa fue no encontrar a nadie que contara lo que le pasaba y lo que ella misma leía en los libros que compraba.
También cuenta en ese artículo que escribió esa primera novela a máquina, en un aparato pesado y que las teclas le rompían las uñas. Enriquez no pensaba publicarla. Solo necesitaba sacar de su cabeza a los personajes que no dejaban de fastidiarla día y noche. Si acaso veía la escritura en la forma del periodismo, pero solo para ser corresponsal cultural y acabar como enviada especial al festival de Glastonbury.
En ese entonces, su mejor amiga tenía una hermana mayor que acababa de publicar una biografía de un presidente argentino con Planeta y les dijo que la editorial estaba buscando textos para una colección de literatura joven. Al final, ella o su amiga le dio el manuscrito que llegó a las manos de Juan Forn. En ese momento, Enriquez tenía 21 años, no tenía ninguna formación literaria y no había tomado nunca un taller sobre el tema. Afirmaba lo siguiente: “Tenía que escribir mis obsesiones porque era una necesidad física”.
Me gustan esos escritores como Enriquez que se quitan la etiqueta de escritor, que no se amparan bajo ese halo místico y que ven su oficio como cualquier otro.
De Enriquez, en particular, me gusta que se ha preocupado en escribir sobre los temas que la obsesionan. Imagino que ella es la que le dice a los diarios: “Voy a escribir sobre esto, ¿les interesa?” O tal vez no. De pronto estoy delirando y el mercado domina todo tipo de decisiones, en fin.
Sea como sea, hablo de ella, escribo, ya me entienden, porque hace poco leí una columna que escribió sobre los Zizians, un grupo de programadores radicalizados de Silicon Valley.
viernes, 13 de junio de 2025
La taza medio llena
Desayuno.
Me preparo un café y lo acompaño con un Muffin con Arándanos que C. me regaló ayer. Los prepará ella misma y le quedan de maravilla. Creo que son unos de los mejores que he probado en mi vida.
Ahí estoy, ¿me ves? Claro que no, qué idioteces las que pienso, en fin. Lo que quiero decir es que estoy sentado en la mesa, perdido en pensamientos de todo tipo y masticando un trozo de muffin, cuando recuerdo una noticia que leí hace poco: una mujer joven, de no más de 40 años, murió, al parecer, de forma repentina. Toda una vida sin vivir por delante y en un suspiro esta se esfuma.
El muffin, como la vida, se acaba, y ocurre lo mismo que muchas veces: me queda media taza de café. Ya está frío, así que me pongo de pie para calentarlo en el microondas. Cuando está listo pienso que podría tomarlo y ya está, que con el Muffin que me comí es suficiente, pero todavía me queda otro que sería perfecto para acompañar la cantidad de café restante.
Me pregunto si no será gula, pero al tiempo pienso que la muerte puede estar justo a mi lado en ese momento, y que por ponerme a pensar en pendejadas voy a dejar de disfrutar un sencillo placer, así que sin dudarlo me empaco el otro muffin sin ningún tipo de remordimiento. La taza de café queda vacía.
Bien dice Manuel Vilas: El mañana es de los muertos.
Me preparo un café y lo acompaño con un Muffin con Arándanos que C. me regaló ayer. Los prepará ella misma y le quedan de maravilla. Creo que son unos de los mejores que he probado en mi vida.
Ahí estoy, ¿me ves? Claro que no, qué idioteces las que pienso, en fin. Lo que quiero decir es que estoy sentado en la mesa, perdido en pensamientos de todo tipo y masticando un trozo de muffin, cuando recuerdo una noticia que leí hace poco: una mujer joven, de no más de 40 años, murió, al parecer, de forma repentina. Toda una vida sin vivir por delante y en un suspiro esta se esfuma.
El muffin, como la vida, se acaba, y ocurre lo mismo que muchas veces: me queda media taza de café. Ya está frío, así que me pongo de pie para calentarlo en el microondas. Cuando está listo pienso que podría tomarlo y ya está, que con el Muffin que me comí es suficiente, pero todavía me queda otro que sería perfecto para acompañar la cantidad de café restante.
Me pregunto si no será gula, pero al tiempo pienso que la muerte puede estar justo a mi lado en ese momento, y que por ponerme a pensar en pendejadas voy a dejar de disfrutar un sencillo placer, así que sin dudarlo me empaco el otro muffin sin ningún tipo de remordimiento. La taza de café queda vacía.
Bien dice Manuel Vilas: El mañana es de los muertos.
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