viernes, 5 de septiembre de 2025

Un libro pijo

Es de noche y camino por las calles de la ciudad después de haberme empacado un capuchino, una torta de manzana y las páginas de una novela.

Pienso que debería comer algo, pero siento que no tengo hambre. Aun así insisto en la idea. Camino a ver si me encuentro con algún restaurante que me llame la atención, pero la sensación de no hambre gana terreno.

Deambulo más tiempo por las mismas cuadras, pensando que eso me hará cambiar de opinión, hasta que me meto por una calle que no había tomado hasta el momento. Al final, en la esquina, hay una librería. Es un deber entrar a hojear libros, pienso.

Buenas noches me dicen los libreros apenas entro. Respondo lo mismo, y me pongo a pasear por entre los pasillos con un aire distraído. Veo El cielo está vacío, la última novela de Sara Jaramillo Klinkert, leo la primera página y pienso que debo comprarla pronto. También hojeo Los espantos de Mamá, el libro de Gilmer Mesa y me pasa lo mismo.

Cerca del libro del escritor paisa veo unos libros pequeños y delgados arrumados hacia una esquina. Saco uno de ellos y es El afuera de Margarita García Robayo.

Hago lo mismo que con los otros libros y me voy a la primera página:

Descubrí este texto escondido entre mis notas como una garrapata entre los pelos de un animal. Fue en diciembre de 2019 cuando ya llevaba varios años entregada a la crianza de mis hijos…

Me parece que ella es buena para narrar lo cotidiano, el día a día. Una vez escribió una especie de microdiario para un diario argentino, donde narraba cada día de la semana en un párrafo breve y preciso. He buscado ese link como loco y nunca he vuelto a dar con él.

Luego de tomar el libro abro la aplicación de Goodreads en el celular para mirar qué dice la gente sobre él. Una acción algo estúpida, porque lo que digan las personas sobre un libro no debería influenciar la decisión de compra, pero bueno así somos, el instinto gregario es muy fuerte, siempre seguimos a la manada, en fin.

Un hombre dice lo siguiente:

Espero no tener que leer nunca más un libro tan inconscientemente pijo.

Parece que el libro le pareció frívolo o que cree que Robayo lo escribió desde un lugar de privilegio sin ser consciente de ello.

Ese hombre, claro está, puede pensar lo que le venga en gana, pero me aburre pensar que un escritor tiene que ser un desgraciado para poder ser admirado.

Sea como sea, al leer ese comentario pensé: pues yo sí quiero leer este libro pijo ¿y qué?

Así fue que terminé la noche sin comer nada pero con un libro nuevo, ya ven.

viernes, 15 de agosto de 2025

Hiato

La palabra viene del latín hiātus y significa una interrupción o separación espacial o temporal. Podría decirse que un hiato es una fisura en el tiempo.

Fisura, pienso, suena a rompimiento a dejar de ser.

Una vez, cuando tenía 17 años, salí del tiempo por 17 días. Dejé de ser, pues caí en un estado de inconsciencia —coma por barbitúricos, para ser precisos—. Ese fue el mayor interrogante de mi existencia. Diecisiete días borrados de un solo tajo. La guadaña pasó cerca.

¿Qué fue de mí en esas dos semanas y un poco más? No lo sé. No recuerdo nada ni vi un túnel de luz, o seres queridos pidiéndome que me reuniera con ellos o que no fuera tan imbécil de dejarme morir. Solo recuerdo que un día desperté en una habitación de hospital con muchas luces de color blanco.

Luego de eso he tenido otros hiatos que también han tenido que ver con mi cabeza, debidos a temporadas de migrañas. A veces, los dolores son tan fuertes y frecuentes que también fisuran mi existencia. Cuando los experimento dejo de ser persona por un par de meses, y me convierto en un bulto que solo toma pastillas y que se echa en la cama a quejarse de lo desgraciada que es su vida.

Pienso en todo esto porque hace unos meses mi padre, que acaba de cumplir 90 años, perdió momentáneamente la visión en un ojo. Al cabo de unos minutos la recuperó y la vida siguió su curso. Luego de consultar con los médicos, nos dijeron que era posible que hubiera sufrido un ACV (Accidente Cerebrovascular) pequeño, y que eso había producido esa ceguera temporal, ese hiato ocular si es que el término aplica.

Nos recomendaron vigilarlo. Estar pendientes por si se le dificulta hablar, entender o si empieza a decir incongruencias, en otras palabras por si sufría un hiato de la realidad, lo que es un síntoma claro de un ACV grave en proceso.

Al final parece que uno va de un hiato al otro como si nada y tarde o temprano llega a ese último hiato, el definitivo, el que rompe la vida.

lunes, 4 de agosto de 2025

Un mal lector

Arveláez clava la punta de las tijeras en la cinta que une las tapas de la caja y la rasga de un lado a otro. Por fin abre la caja de libros que tenía olvidada olvidada en un rincón desde su último trasteo.

Comienza a poner los libros encima de la cama y, a medida que lo hace, recuerda si el libro que tiene en las manos le gustó o no.

La mayoría son libros comunes y corrientes, pero se encuentra con tres que han sido aclamados por la crítica. Uno de ellos es un pequeño ejemplar de Pedro Páramo. Le tenía mucha expectativa a la lectura de ese libro, pero cuando por fin se decidió a leerlo sintió que no lo disfrutó, o bien que no lo entendió. Al final lo terminó por pura inercia lectora y no lo comentó con nadie. “De pronto soy un mal lector”, pensó en esa ocasión. Tiempo después vio un video del autor donde decía que su generación no lo había entendido y que como mínimo su novela necesita tres lecturas para ser entendida.

Arveláez no cree que le vaya a dar otra oportunidad a ese libro. De pronto, piensa, algún día se anime a leerlo de nuevo y entienda lo que se está perdiendo.


Otro libro que saca de la caja es 2666, la novela de Bolaño, un autor que conoció gracias a Laura, un viejo amor que le sabe a sushi y cerveza. Un día, en una de sus citas en un pub, ella le preguntó si había leído al chileno, y cuando se enteró de que no, le dijo: “te recomiendo los detectives salvajes.

A la semana siguiente quedaron de verse y antes de la cita Arveláez pasó por una librería, preguntó el libro, pero le dijeron que de ese autor solo tenían 2666. Lo compró a la ciega y llegó a la cita con el libro aún en la bolsa.. Cuando se lo mostró, ella torció la cara y le dijo: “No sé. Ese no me lo he leído. Ni idea cómo es”. Nunca lo pudieron discutir porque al poco tiempo dejaron de salir.

El último libro que saca de la caja es El pendulo de focault de Umberto Eco, y este es el que lo hace sentir más inquieto, pues de los tres fue el único que no terminó de leer. Se lo recomendó Nicolas, un amigo de un amigo, y le juró que se lo tenía que leer sí o sí, porque Eco era brillante, pero tanto nombre, tanto italiano, tanto francés, tanta nota al pie, lo agotó.

Sea como sea, eran otros tiempos y se empeñaba en terminar cada libro que empezaba

Ahora es diferente. Ahora, libro que no lo agarre en las primeras 100 páginas, libro que abandona sin ningún remordimiento.

viernes, 1 de agosto de 2025

18 de marzo de 1873

Es una noche fría.

La puerta del estudio está cerrada y solo se escucha el golpeteo de las gotas contra la ventana y el crujir de la madera de una pequeña chimenea ubicada en una esquina.

Sentado en su escritorio, moja la pluma en el tintero. Tiene ganas de escribir algo, lo que sea. No le importa. Lleva días de sequía creativa y la rabia lo acompaña.
¿Acaso no soy escritor?, se pregunta.

Se rasca los pelos de su barba canosa y larga, que casi alcanza a rozar el papel, y le da un sorbo a una taza de kumis de leche de yegua. Le han dicho que sirve para mantener a raya la tuberculosis.

La bebida es ligeramente alcohólica, y eso influye en su producción artística. Hace unos días le escribió a su hija en una carta: “La pereza se apodera por completo de uno cuando toma kumis.” Se siente estancado.

Quiere abandonar el proyecto en el que ha trabajado durante meses: una novela histórica sobre Pedro el Grande. Siente que va para ningún lado. Sin saberlo, otra historia ha comenzado a germinar en su cabeza gracias a Anna Stepánova, una mujer alta y de ojos grises que trabajaba como ama de llaves para uno de sus vecinos.

Sabía que ella y su esposo discutían con frecuencia por los constantes coqueteos de este con las institutrices. Acabada por los celos, Stepánova le envió una carta en la que le decía: “Tú eres mi asesino; serás feliz con ella, si los asesinos pueden ser felices. Si quieres verme, puedes encontrar mi cuerpo en los rieles de Yasenki.” Stepánova cumplió su promesa. Al poco tiempo, se arrojó a las vías del tren.

Vuelve a poner la pluma en el tintero y se pone de pie. Suspira. Camina hasta la ventana y mira a través de ella. Solo distingue las luces de algunas casas vecinas. Luego va a su biblioteca y toma un libro de relatos de Aleksandr Pushkin.

No vuelve al escritorio, sino que se sienta en un sillón cerca de la chimenea y abre el libro. Algo de lo que lee despierta en él el deseo de escribir, pero ya está cansado. Se va a dormir.

Al día siguiente se levanta temprano y desayuna de afán.
—¿Qué te ocurre? —le pregunta Sofía, su esposa, al notarlo con ánimos renovados.
—Tengo que sentarme a escribir —responde.

Ya en su estudio, se despreocupa de pensar en una trama sobre la corte de Pedro el Grande en el año 1700. Aún bajo la influencia de Pushkin, se sienta en el escritorio, entrelaza los dedos hasta que crujen, toma la pluma y antes de comenzar a escribir piensa en Stepánova. Luego describe una fiesta de la alta sociedad donde una esposa frívola tiene una aventura sin que su buen marido lo sepa.

Cuando termina su jornada de escritura, le comenta a Sofía:
—He escrito una página y media, y me parece buena.

Antes de irse a dormir, pasa por su estudio para releer lo que escribió. Le basta con la primera frase:

Todas las familias felices se parecen, las desdichadas lo son cada una a su manera.

No tiene claro de dónde salió la frase. La lee y la relee, la puntúa de diferentes maneras.

La frase lo descoloca. No sabe si es buena o solo una tontería más, otra hoja que va a arrugar y botar a la papelera. Se la graba de memoria. Le sorprende que en tan pocas palabras haya espacio para tal cantidad de contrarios. Hace ruido. No puede ignorarla. Siente que es el inicio de un gran proyecto.

No celebra. No corre a contarle a Sofía que ha escrito una de las mejores frases de su vida. 
Guarda la hoja en una carpeta, la mete dentro de un cajón del escritorio y sale del estudio.

miércoles, 30 de julio de 2025

Señal baja

Fernando desliza el dedo por la torre de CDs hasta que llega a la sección de Jazz y escoge uno de John Coltrane. Lo saca del estuche con cuidado y lo pone en el reproductor.

Camina hacia la cocina mientras un bajo suave comienza a sonar y unas guitarras a acompañarlo. Toma un vaso, abre la nevera y le echa dos hielos. El cling que hacen lo alegra. Luego abre una gaveta, saca un botella y se sirve tres dedos de whisky.

Camina hasta el sofá y se recuesta en él. Le da un sorbo al trago y observa la ciudad, con sus luces, por el ventanal. Le sube el volumen a la música y al instante lo baja. Mira su celular. Lo deja. Suspira y se pasa una mano por la cara.

¿Y si le hace caso al consejo que le dio Ángela, una amiga, hace unos días?

No tengo nada que perder, piensa. Toma su celular y descarga una aplicación de citas.

Primero le preguntan sobre su aspecto físico, luego sus gustos y sus inclinaciones religiosas. Le molestan esos detalles nimios. No quiere hablar de religión ni hobbies. Solo quiere ver caras.Escribe “Hola” en todos los campos que le piden información, hasta que la aplicación le permite la opción de búsqueda.

Deja el rango de edad que sale por defecto (21 a 35 años) y da clic en el botón “buscar”. De inmediato aparecen perfiles de mujeres en la pantalla.

Una mujer sonríe con un bosque de fondo. Dice: “Chica divertida buscando chico que la haga reír”.

La siguiente que aparece lleva un blazer crema. Luce seria y está dentro de un carro. Solo escribe: “Morena hermosa”.

Otro perfil sale sin foto y dice: “Ven y conóceme”.

Fernando tuerce la boca, mira otro par de perfiles. Apaga la pantalla. La vuelve a prender. Suspira y tira el celular a un lado, le da otro sorbo a su trago, recuesta la cabeza en el espaldar del sofá y se concentra en la música.

viernes, 25 de julio de 2025

Ordenar recuerdos

Ordeno una de mis bibliotecas de libros. Suena como si fueran muchas pero solo son dos. La mayoría de los libros que he leído los tengo en versión digital en el kindle. ¿Que son mejores los libros físicos? No me interesa entrar en esa discusión y siempre saldo el tema con el comentario de un personaje de una novela: “la sopa es sopa independiente del recipiente que la contenga”.

La ordeno porque van a poner un mueble en un nicho del cuarto. El nicho no es más que un hueco, pero la palabra me evoca otro concepto como nacimiento o algo así, pero estoy loco porque esa es tal cual su definición según los eruditos de la RAE: hueco practicado en un muro para alojar algo dentro. Quién sabe con qué carajos estaba relacionando la palabra.

Descargo los libros en la cama sin ton ni son, saco la biblioteca del nicho y tiempo después decido ordenarlos de nuevo en ella. Me fijo con detenimiento en los libros. Primero ordeno mi colección más preciada, los de Juan José Millás, luego los de Rosa Montero y después el resto sin seguir ningún orden.

Van apareciendo algunos libros que, pienso, me gustaría volver a leer, como Primera Persona de Margarita García Robayo, o Vibrato de Isabel Mellado, uno de los pocos libros que me empeñé en buscar en una feria del libro hasta que lo conseguí. También me cruzo con Can’t and Won’t Stories de Lydia Davis, un libro que me obsesioné por conseguir hace unos años y se lo encargué a unos amigos que se fueron de viaje a NY y visitaron la mítica librería Strand.

Pasaso un tiempo y ya con algo de cansancio, ordeno los libros a toda velocidad, sin detenerme a hojearlos, y en medio de ese proceso veo la portada de Tumbao de Beethoven, otra novela que también compré en la misma feria que adquirí la novela de Mellado.

Termino de ordenar los libros, me recuesto en la cama, cierro los ojos y pienso en todo lo que me falta por leer y releer.

No hay tiempo para nada.

miércoles, 23 de julio de 2025

Yemín

Hago fila para comprar un capuchino. Mi único dilema del momento es si debería acompañarlo con una galleta o una torta de zanahoria. Cuando estoy a punto de llegar a la caja, uno de los baristas pronuncia el nombre de uno de los clientes en voz alta para entregarle su pedido. Según lo que entiendo, pregunta varias veces por un tal Yemín.

Yo y otro par de personas que estamos cerca le hacemos caras para indicarle que ninguno de nosotros se llama así. El barista deja de mirarnos y continúa repitiendo el nombre sin cansancio: Yemín, Yemín, Yemín. De repente, un señor se acerca a la barra y, eneun tono agresivo y furioso, dice: “Es Jemín. ¿Pero qué idioma hablan ustedes, acaso no es español?”

A mí, como dice Juan Luis Guerra, se me subió la bilirrubina, tipo conflicto, y pensé: “¿Pero quién se cree este gran pendejo?” Estuve a punto de meter una cucharada verbal bien ácida; habría sido algo como: “¿Pero qué espera con severo nombre tan feo?”

Fiel a mi premisa de no enredar mi caminao’ con completos desconocidos, decidí no hacer nada y solo le regalé una de mis mejores miradas de: “¿Señor, qué putas le pasa?” Acto seguido reclamé mi café y dejé a Jemin, Yemin o como sea que se llame, solo con su neurosis.

De ahora en adelante, a cada Jemin que conozca en mi vida le diré Yemín para ver cómo reacciona.