El despertador no sonó y Marcela salió tarde de la casa para el trabajo. La verdad es que sí sonó, pero decidió hacer pereza en la cama y la apagó tres veces; por eso se autengañó. No soportaba la idea de pasar un día más en esa oficina, con un montón de personas que fingían ser sus amigos y un trabajo que, sentía, le drenaba la vida
Ese día una ligera llovizna caía sobre la ciudad y eso incrementó su mal humor, pues tuvo que salir de su casa sin desayunar. Sabía que cuando eso pasaba, la probabilidad de que le diera dolor de cabeza era más alta.
Necesitaba un café, así que se bajó del bus a tres cuadras de su oficina, en una calle con varias cafeterías. No le importó el hecho de que fuera a llegar más tarde al trabajo, incluso pensó que era lo mejor para sus compañeros de oficina, porque sabía cómo podía actuar, si no introducía algo de cafeína a su organismo. Cada quién con su veneno, pensó, mientras se sentaba en una mesa de la terraza de Tacita Feliz, el primer local que vio.
Una mesera muy flaca, que llevaba un delantal naranja que le quedaba grande, se le acercó con una libreta y un esfero en la mano.
“Buenos días, ¿qué va a ordenar?”, le pregunto la mujer.
“Un tinto grande bien cargado, por favor”, respondió ella.
Entonces aspiró el olor del pan recién horneado. En ese momento decidió que un mojicón sería el mejor acompañamiento para su bebida y también pidió uno.
Mientras tanto, la canción que salía de sus audífonos era Dissident, de Pearl Jam. Cuando la mesera dio media vuelta para ir a traer su orden, Eddie Vedder cantaba: Always home, but so far away, like a word misplaced.
Así se sentía a veces, como una palabra que no encontraba su lugar. La mesera llegó con un pocillo grande que humeaba. Marcela sonrió cuando le dio el primer sorbo.
Se lo tomó rápido sin importarle que la bebida le quemara un poco la lengua, y se metió casi medio mojicón en la boca. Ahora Vedder cantaba: she couldn't hold No, she folded. y ahí con Vedder y el tinto como guardianes de su futuro tomó una decisión: iba a renunciar.
martes, 8 de abril de 2025
lunes, 7 de abril de 2025
Pasado y presente
Escribo lo siguiente: Cuando despierto solo recuerdo esa escena: yo, ahí, tendido en el suelo dejando caer mi brazo por la boca del hueco, mientras papá grita. “Gabriel, hijo, ayúdame”, una y otra vez. La sensación de angustia fue tal…
El personaje se despierta en el presente, pero hacia el final del párrafo lo anclo al pasado.
Muchas veces, cuando escribo, suelo enredarme con los tiempos verbales. Si empiezo con el presente, el pasado intenta colarse a cada rato y solo caigo en cuenta de ello cuando edito.
Me gusta escribir en el tiempo presente porque ayuda a vivir lo que se narra de primera mano en tiempo real. Además es solo uno y ya está, no como el tiempo pasado con sus pretéritos perfecto, indefinido, imperfecto, anterior y pluscuamperfecto. El pasado, parece, no es lo uno ni lo otro, ni perfecto ni imperfecto. De ahí, imagino que enrede tanto la cabeza.
Otra cosa buena de narrar en presente es que no hay que recurrir a los flashbacks, que pueden ser muy buenos para darle bases a la historia que se narra, pero que la ralentizan y si se abusa de ellos o se utilizan mal, en ocasiones la vuelve aburridora.
Debe ser por eso que todo el mundo se la pasa diciendo que es bueno vivir en el presente. Es más fácil, o bien más directo, decir yo amo, que he amado, amé, amaba o había amado. Parece que el verbo, y las acciones que conlleva, es más susceptible a otras interpretaciones cuando está en pasado. De ahí, imagino, que los gringos no se compliquen con darle niveles al amor y solo existe el I love you, a diferencia del español con su te quiero o te amo.
El personaje se despierta en el presente, pero hacia el final del párrafo lo anclo al pasado.
Muchas veces, cuando escribo, suelo enredarme con los tiempos verbales. Si empiezo con el presente, el pasado intenta colarse a cada rato y solo caigo en cuenta de ello cuando edito.
Me gusta escribir en el tiempo presente porque ayuda a vivir lo que se narra de primera mano en tiempo real. Además es solo uno y ya está, no como el tiempo pasado con sus pretéritos perfecto, indefinido, imperfecto, anterior y pluscuamperfecto. El pasado, parece, no es lo uno ni lo otro, ni perfecto ni imperfecto. De ahí, imagino que enrede tanto la cabeza.
Otra cosa buena de narrar en presente es que no hay que recurrir a los flashbacks, que pueden ser muy buenos para darle bases a la historia que se narra, pero que la ralentizan y si se abusa de ellos o se utilizan mal, en ocasiones la vuelve aburridora.
Debe ser por eso que todo el mundo se la pasa diciendo que es bueno vivir en el presente. Es más fácil, o bien más directo, decir yo amo, que he amado, amé, amaba o había amado. Parece que el verbo, y las acciones que conlleva, es más susceptible a otras interpretaciones cuando está en pasado. De ahí, imagino, que los gringos no se compliquen con darle niveles al amor y solo existe el I love you, a diferencia del español con su te quiero o te amo.
viernes, 4 de abril de 2025
Mississippi
Escribo.
Pocas veces logro el estado de concentración profundo en el que me encuentro. Disfruto del momento, estoy presente, como dicen los místicos. Me regodeo en ese estado idóneo, me diluyo en él, en fin, creo que me entienden.
Las palabras salen de mis dedos una detrás de otra… o más bien, una delante de otra, como si nada. Mis manos son como metralletas que las disparan.
De repente, el maldito ringtone del celular me saca de ese estado. ¿Por qué no está en silencio?, me pregunto. Miro quién osa interrumpir mi momento de escritura y la pantalla del celular muestra que es una llamada desde Mississippi. La cuelgo y maldigo al idiota que me está intentando estafar.
Mi hermana siempre me pelea porque me gusta andar con el celular en silencio. Le explico que me molestan las pocas notificaciones que tengo activadas. ¿Y qué tal que sea algo urgente?, contraataca. Las personas utilizan ese ángulo de la urgencia cuando uno muestra poco interés de estar conectado con la realidad.
La verdad, nunca me ha pasado eso. Nunca ha pasado que alguien no me encuentre o me busque con urgencia para hacerlo.
Sea como sea, pongo el celular en silencio e intento ingresar de nuevo a ese territorio de escritura en el que me encontraba hace un momento. Antes de hacerlo, pienso en la palabra Mississippi, qué cantidad de ies, eses y pes.
Por un breve instante imagino a un niño gringo en una competición de deletrear palabras, y esa es la que le dan: spell Mississippi for us. El niño, claro está, se pone nervioso. Se restriega las manos llenas de sudor sobre el pantalón y comienza, pero ya sabe que le va a faltar o va a decir una consonante o vocal de más.
Qué desgracia de palabra.
Pocas veces logro el estado de concentración profundo en el que me encuentro. Disfruto del momento, estoy presente, como dicen los místicos. Me regodeo en ese estado idóneo, me diluyo en él, en fin, creo que me entienden.
Las palabras salen de mis dedos una detrás de otra… o más bien, una delante de otra, como si nada. Mis manos son como metralletas que las disparan.
De repente, el maldito ringtone del celular me saca de ese estado. ¿Por qué no está en silencio?, me pregunto. Miro quién osa interrumpir mi momento de escritura y la pantalla del celular muestra que es una llamada desde Mississippi. La cuelgo y maldigo al idiota que me está intentando estafar.
Mi hermana siempre me pelea porque me gusta andar con el celular en silencio. Le explico que me molestan las pocas notificaciones que tengo activadas. ¿Y qué tal que sea algo urgente?, contraataca. Las personas utilizan ese ángulo de la urgencia cuando uno muestra poco interés de estar conectado con la realidad.
La verdad, nunca me ha pasado eso. Nunca ha pasado que alguien no me encuentre o me busque con urgencia para hacerlo.
Sea como sea, pongo el celular en silencio e intento ingresar de nuevo a ese territorio de escritura en el que me encontraba hace un momento. Antes de hacerlo, pienso en la palabra Mississippi, qué cantidad de ies, eses y pes.
Por un breve instante imagino a un niño gringo en una competición de deletrear palabras, y esa es la que le dan: spell Mississippi for us. El niño, claro está, se pone nervioso. Se restriega las manos llenas de sudor sobre el pantalón y comienza, pero ya sabe que le va a faltar o va a decir una consonante o vocal de más.
Qué desgracia de palabra.
miércoles, 2 de abril de 2025
El ocaso de un gladiador
Salgo a hacer una vuelta, la termino antes de tiempo y me voy a un café a leer un rato. Luego de hacer el pedido en la barra, me siento y paso un buen rato acomodando el Kindle, buscando la posición más cómoda para leer. Sé que apenas empiece, cambiaré de postura: cruzaré la pierna, me inclinaré sobre la mesa, me recostaré en la silla, descruzare la pierna para cruzar la otra, en fin, soy de esos lectores que nunca encuentran la posición óptima, como muchos otros.
Al poco tiempo, un viejo y un hombre cercano a los sesenta se sientan en la mesa de al lado. Uno lleva pantaloneta y chaqueta deportiva; el otro, boina y chaleco a cuadros.
Como están tan cerca, es imposible no enterarse de que son padre e hijo. El segundo recalca que la tía Gladys no puede enterarse de lo que acaba de contarle. El padre asiente y promete que no dirá nada. El hijo repite la advertencia. Parece temer que, por la edad, su padre olvide la promesa y termine charlando con la tía sobre el tema. De repente, el viejo cambia de tema por completo y empieza a hablar de fútbol colombiano, como si el chisme de la tía Gladys se hubiera desvanecido en su cabeza.
Luego, una mujer mayor se acerca a saludarlo. El viejo se pone de pie con dificultad y le da un híbrido entre abrazo y apretón de manos. La mujer se va, pero al instante regresa, esta vez empujando a su esposo en una silla de ruedas. No sabemos dónde lo había dejado parqueado.
“¡Máximo, qué tal!”, grita el viejo.
“Bien, ¿y tú?”
“Jodido, pero ahí vamos”, responde con una franqueza algo cruel para el entusiasmo y estado del otro.
En menos de dos minutos intercambian frases cordiales y hablan de un conocido en común. Luego se despiden.
Cuando ya están lejos, el padre le dice al hijo:
“Yo estudié con Máximo en el colegio. Era tremendo jugador de baloncesto”.
El hijo asiente, pero no responde. Tal vez se pregunta si su padre olvidará el secreto que le contó, o si ya lo ha olvidado.
Al poco tiempo, un viejo y un hombre cercano a los sesenta se sientan en la mesa de al lado. Uno lleva pantaloneta y chaqueta deportiva; el otro, boina y chaleco a cuadros.
Como están tan cerca, es imposible no enterarse de que son padre e hijo. El segundo recalca que la tía Gladys no puede enterarse de lo que acaba de contarle. El padre asiente y promete que no dirá nada. El hijo repite la advertencia. Parece temer que, por la edad, su padre olvide la promesa y termine charlando con la tía sobre el tema. De repente, el viejo cambia de tema por completo y empieza a hablar de fútbol colombiano, como si el chisme de la tía Gladys se hubiera desvanecido en su cabeza.
Luego, una mujer mayor se acerca a saludarlo. El viejo se pone de pie con dificultad y le da un híbrido entre abrazo y apretón de manos. La mujer se va, pero al instante regresa, esta vez empujando a su esposo en una silla de ruedas. No sabemos dónde lo había dejado parqueado.
“¡Máximo, qué tal!”, grita el viejo.
“Bien, ¿y tú?”
“Jodido, pero ahí vamos”, responde con una franqueza algo cruel para el entusiasmo y estado del otro.
En menos de dos minutos intercambian frases cordiales y hablan de un conocido en común. Luego se despiden.
Cuando ya están lejos, el padre le dice al hijo:
“Yo estudié con Máximo en el colegio. Era tremendo jugador de baloncesto”.
El hijo asiente, pero no responde. Tal vez se pregunta si su padre olvidará el secreto que le contó, o si ya lo ha olvidado.
martes, 1 de abril de 2025
Sobre el destino y otros temas
Veo la presentación del cantante Benson Boone en los grammy. Es un showman completo. No sabía que él cantaba Beautiful Things, ni siquiera conocía el nombre de la canción, y siempre me pregunté cómo alguien podía cantar tan agudo y con tanta potencia..
Mi hermana me contó que dejó de participar en American Idol para perseguir una carrera musical por su cuenta. Al poco tiempo de dejar el programa firmó con una disquera y lo logró.
Pero eso es lo de menos. Lo que realmente me interesa es que en la audición del programa comentó que tenía 18 años y que comenzó a cantar a los 17. También dijo que no sabía que contaba con esa habilidad y que no tiene idea cómo surgió.
Imaginemos eso, tan solo un año de práctica le bastó para tener el nivel de cualquier cantante profesional. Pienso entonces en los miles de Bensons Boone que existen en la tierra. Hombres y mujeres que estudian música o que llevan años cantando y estudiando piano, pero que no lo han logrado.
Imagino que algunos, los más mayores, le tienen rabia y que sus pares contemporáneos lo admiran.
Pienso en todo este rollo, porque me pregunto: ¿Las personas están destinadas a ser algo? ¿Estaba Boone destinado a ser una estrella musical, mientras que los otros que lo intentaron solo serían espectadores, amateurs de por vida o acabarían en cualquier otra profesión?
Las respuestas, claro, no las tengo, pero me parece extraño. Esto me lleva a pensar en la escritura. Rosa Montero comenzó a escribir desde los 8 años y Piedad Bonnett cuenta que desde joven pensó lo siguiente: “El caso es que en alguna parte de mí se aposentó la idea de que lo que yo quería en la vida era escribir con la misma intensidad y hondura que Dostoievski.”
Estaban destinadas ambas mujeres a convertirse en escritoras, independientemente de sus actos. Lo mismo con Boone, ¿sí o sí debía convertirse en músico así hubiera trabajado en una gasolinera como Eddie Vedder?
La vida son preguntas.
Mi hermana me contó que dejó de participar en American Idol para perseguir una carrera musical por su cuenta. Al poco tiempo de dejar el programa firmó con una disquera y lo logró.
Pero eso es lo de menos. Lo que realmente me interesa es que en la audición del programa comentó que tenía 18 años y que comenzó a cantar a los 17. También dijo que no sabía que contaba con esa habilidad y que no tiene idea cómo surgió.
Imaginemos eso, tan solo un año de práctica le bastó para tener el nivel de cualquier cantante profesional. Pienso entonces en los miles de Bensons Boone que existen en la tierra. Hombres y mujeres que estudian música o que llevan años cantando y estudiando piano, pero que no lo han logrado.
Imagino que algunos, los más mayores, le tienen rabia y que sus pares contemporáneos lo admiran.
Pienso en todo este rollo, porque me pregunto: ¿Las personas están destinadas a ser algo? ¿Estaba Boone destinado a ser una estrella musical, mientras que los otros que lo intentaron solo serían espectadores, amateurs de por vida o acabarían en cualquier otra profesión?
Las respuestas, claro, no las tengo, pero me parece extraño. Esto me lleva a pensar en la escritura. Rosa Montero comenzó a escribir desde los 8 años y Piedad Bonnett cuenta que desde joven pensó lo siguiente: “El caso es que en alguna parte de mí se aposentó la idea de que lo que yo quería en la vida era escribir con la misma intensidad y hondura que Dostoievski.”
Estaban destinadas ambas mujeres a convertirse en escritoras, independientemente de sus actos. Lo mismo con Boone, ¿sí o sí debía convertirse en músico así hubiera trabajado en una gasolinera como Eddie Vedder?
La vida son preguntas.
lunes, 31 de marzo de 2025
A ratos perdidos
Sábado.
Camino con mi hermana por un centro comercial. Cuando vamos a pasar de largo una librería, me pregunta: “¿No quieres ver libros?”
Le menciono que hace poco me compré dos digitales, pero al final cedo a su oferta-pregunta y respondo: “Bueno, está bien”.
Ya en la librería, comienzo a hojear los estantes de forma desinteresada, como dándole a entender a los libros que, por más que vea alguno que me llame la atención, no voy a llevar ninguno.
Gravito hacia uno que se llama A ratos perdidos 5 y 6. Cuando lo abro para leer las primeras páginas, me doy cuenta de que es un diario, uno de mis géneros, si se le puede llamar así, favoritos. Su autor es Rafael Chirbes.
Leo la primera entrada de un ocho de enero. Chirbes habla sobre la lectura de una novela. Hasta ahí, nada raro, una entrada de diario como cualquier otra. Pero luego me encuentro con esta frase:
"Llevo despierto desde las seis de la mañana, leyéndome esta novela insalvable, que destapa mis limitaciones como escritor. Cabeza vacía y mano torpe, que se suman a una pérdida de referentes, a este no tener nada en la cabeza que me tortura."
¿Cómo no identificarse con esa frase? Chirbes describe ese estado de no escritura que tantas veces me atormenta. Luego se pregunta:
"¿Cómo puede uno querer ser escritor si no tiene nada que decir?"
Más adelante, dice que detecta precisión en el lenguaje en lo que acaba de leer, algo que siente que él no tiene. Concluye que leer a ese autor es como un detector que saca a la luz sus carencias.
Nunca había oído hablar de Chirbes. Visitar librerías deja la sensación de que uno es un ignorante que no ha leído nada. Al llegar a casa, me entero de que fue un escritor y crítico literario español.
Camino con mi hermana por un centro comercial. Cuando vamos a pasar de largo una librería, me pregunta: “¿No quieres ver libros?”
Le menciono que hace poco me compré dos digitales, pero al final cedo a su oferta-pregunta y respondo: “Bueno, está bien”.
Ya en la librería, comienzo a hojear los estantes de forma desinteresada, como dándole a entender a los libros que, por más que vea alguno que me llame la atención, no voy a llevar ninguno.
Gravito hacia uno que se llama A ratos perdidos 5 y 6. Cuando lo abro para leer las primeras páginas, me doy cuenta de que es un diario, uno de mis géneros, si se le puede llamar así, favoritos. Su autor es Rafael Chirbes.
Leo la primera entrada de un ocho de enero. Chirbes habla sobre la lectura de una novela. Hasta ahí, nada raro, una entrada de diario como cualquier otra. Pero luego me encuentro con esta frase:
"Llevo despierto desde las seis de la mañana, leyéndome esta novela insalvable, que destapa mis limitaciones como escritor. Cabeza vacía y mano torpe, que se suman a una pérdida de referentes, a este no tener nada en la cabeza que me tortura."
¿Cómo no identificarse con esa frase? Chirbes describe ese estado de no escritura que tantas veces me atormenta. Luego se pregunta:
"¿Cómo puede uno querer ser escritor si no tiene nada que decir?"
Más adelante, dice que detecta precisión en el lenguaje en lo que acaba de leer, algo que siente que él no tiene. Concluye que leer a ese autor es como un detector que saca a la luz sus carencias.
Nunca había oído hablar de Chirbes. Visitar librerías deja la sensación de que uno es un ignorante que no ha leído nada. Al llegar a casa, me entero de que fue un escritor y crítico literario español.
viernes, 28 de marzo de 2025
ñokjiNPIjhOIP
Aporreo el teclado con rabia porque no sé qué escribir. De ahí el título del post. Ya los debo tener secos con este tema que, parece, es el único que se me ocurre: escribir sobre mi incapacidad para escribir.
Escribir parece la tierra prometida de muchos. Fernanda, una amiga, preguntó el otro día en un grupo de chat qué lugar ocupaba la escritura en nuestras vidas. Se hacía la pregunta porque con frecuencia piensa en dejar su vida actual para dedicarse de lleno a escribir, pero es una sensación que le dura poco y al instante se retracta.
Yo le respondí que alguna vez pensé lo mismo —ya hace rato que no—, pero que ahora, con todo lo que me puede gustar escribir, me veo lejos de convertirme en un novelista serial.
Fernanda me pregunta que si no conozco a Sarangi, que se convirtió en novelista luego de cumplir los 60 años. Le digo que ese también fue el caso de Sam Savage y pienso concluir con algo más, pero no se me ocurre nada.
¿Qué tal dejarlo todo por escribir y no tener nada por decir, como usualmente me ocurre?
Esto me recuerda lo que le dijo Kurt Vonnegut a Salman Rushdie cuando este le contó que se iba a dedicar a escribir novelas: si vas a escribir novelas, debes saber que va a llegar un momento en que no vas a saber qué escribir, pero igual tendrás que escribir una. De pronto eso le ocurrió a Rushdie en algún momento y también aporreó el teclado en busca de inspiración.
Estábamos hablando sobre eso y María, que no había escrito nada, dijo lo siguiente: “Sinceramente, no sé por qué esa insistencia de dejarlo todo y dedicarse a escribir. Sin vida no existe escritura que valga. Pero si de lo que se trata es de vivir de la escritura, sí sé que tan solo un reducido número de personas son las que pueden vivir del oficio. Así que adelante, sigamos viviendo y escribiendo.”
imagino que en nuestro caso no hay vida que valga sin escribir.
Escribir parece la tierra prometida de muchos. Fernanda, una amiga, preguntó el otro día en un grupo de chat qué lugar ocupaba la escritura en nuestras vidas. Se hacía la pregunta porque con frecuencia piensa en dejar su vida actual para dedicarse de lleno a escribir, pero es una sensación que le dura poco y al instante se retracta.
Yo le respondí que alguna vez pensé lo mismo —ya hace rato que no—, pero que ahora, con todo lo que me puede gustar escribir, me veo lejos de convertirme en un novelista serial.
Fernanda me pregunta que si no conozco a Sarangi, que se convirtió en novelista luego de cumplir los 60 años. Le digo que ese también fue el caso de Sam Savage y pienso concluir con algo más, pero no se me ocurre nada.
¿Qué tal dejarlo todo por escribir y no tener nada por decir, como usualmente me ocurre?
Esto me recuerda lo que le dijo Kurt Vonnegut a Salman Rushdie cuando este le contó que se iba a dedicar a escribir novelas: si vas a escribir novelas, debes saber que va a llegar un momento en que no vas a saber qué escribir, pero igual tendrás que escribir una. De pronto eso le ocurrió a Rushdie en algún momento y también aporreó el teclado en busca de inspiración.
Estábamos hablando sobre eso y María, que no había escrito nada, dijo lo siguiente: “Sinceramente, no sé por qué esa insistencia de dejarlo todo y dedicarse a escribir. Sin vida no existe escritura que valga. Pero si de lo que se trata es de vivir de la escritura, sí sé que tan solo un reducido número de personas son las que pueden vivir del oficio. Así que adelante, sigamos viviendo y escribiendo.”
imagino que en nuestro caso no hay vida que valga sin escribir.
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