Como ya casi es medianoche, ese punto que titula esta entrada fue el que pensé escribir para publicarla, y editarla mañana con algo más de tiempo.
Pero me dije a mí mismo: hermano, siéntese y escriba lo que le venga en gana. Entonces le hice caso a ese ser que me habita y que, a veces, me da buenos consejos.
Dizque con algo más de tiempo escribí hace un par de líneas, ¿pueden creer semejante mentira tan grande? La vida es ya. nuestra existencia es como una instantánea y todavía pensamos que tenemos tiempo o que lo vamos a tener, en fin.
Aparte de la idea tramposa del punto, también pensé en republicar un escrito viejo, pero ¿qué sentido tiene sentirse atraído por la escritura si lo que se busca es maneras de evitarla?
Entonces no hice ni lo uno ni lo otro y heme aquí escribiendo estás palabras a las que, presiento, se les está acabando la gasolina.
Imagino que debo tener muchas cosas por decir o miles de historias por narrar, pero en cambio, acudo a este mecanismo barato de la escritura automática.
Les pido disculpas a los fanáticos de ese tipo de escritura; si utilicé el calificativo barato en el párrafo anterior, fue porque no se me vino otra palabra a la cabeza, pero tanta explicación conlleva a la duda decía Nietzsche, así que creo que lo mejor es echarle la culpa a la escritura automática, porque esa fue la palabra que rescato de mi inconsciente.
Lamento decirles que este último párrafo, en el que debería buscar cómo concluir este arrume de letras, es de relleno, porque me hacen falta 50 palabras, para cumplir con mi meta de 300, pero ahora solo me quedan 9 palabras por escribir.
Por favor, que alguien me diga cuáles deberían ser.
martes, 6 de mayo de 2025
lunes, 5 de mayo de 2025
El viejo
El viejo guarda un secreto que no le ha contado a nadie: hace dos noches despertó en la madrugada y sintió mucho frío. Se puso de pie para mirar si había dejado la ventana abierta y, en ese momento, comprendió lo que estaba sucediendo: la muerte había venido a buscarlo.
No se presentó bajo ningún tipo de figura, como una calavera envuelta en una túnica y una guadaña al hombro. Sabía que no era necesario, y que el viejo la estaba esperando; desde hace un par de días sentía su presencia rondando los corredores de la casa y que pronto iba a venir a reclamarlo.
Cerró los ojos. Sintió un frío sobre los hombros, como si dos manos invisibles de hielo se hubieran posado sobre ellos. El viejo le dijo mentalmente y con toda la intención que pudo lo siguiente:
“No me lleves todavía, deja que conozca a mi nieto que viene en camino. Después puedes hacer conmigo lo que quieras”.
La muerte no le respondió nada, pero el helaje que lo acompañaba desapareció de inmediato, como una ráfaga de aire que hizo sonar las campanas de la entrada.
En ese momento, la esposa despertó y encontró al viejo mirando la nada oscura por la ventana.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó con un tono de preocupación en su voz—. Ven a acostarte.
El viejo no le contestó nada y se devolvió hasta la cama dando pasos cortos. Ya acostado, dio media vuelta y sintió cómo su esposa le echaba el brazo por encima.
Volvió a sentir frío, esta vez el de una lágrima que resbaló por su mejilla.
No se presentó bajo ningún tipo de figura, como una calavera envuelta en una túnica y una guadaña al hombro. Sabía que no era necesario, y que el viejo la estaba esperando; desde hace un par de días sentía su presencia rondando los corredores de la casa y que pronto iba a venir a reclamarlo.
Cerró los ojos. Sintió un frío sobre los hombros, como si dos manos invisibles de hielo se hubieran posado sobre ellos. El viejo le dijo mentalmente y con toda la intención que pudo lo siguiente:
“No me lleves todavía, deja que conozca a mi nieto que viene en camino. Después puedes hacer conmigo lo que quieras”.
La muerte no le respondió nada, pero el helaje que lo acompañaba desapareció de inmediato, como una ráfaga de aire que hizo sonar las campanas de la entrada.
En ese momento, la esposa despertó y encontró al viejo mirando la nada oscura por la ventana.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó con un tono de preocupación en su voz—. Ven a acostarte.
El viejo no le contestó nada y se devolvió hasta la cama dando pasos cortos. Ya acostado, dio media vuelta y sintió cómo su esposa le echaba el brazo por encima.
Volvió a sentir frío, esta vez el de una lágrima que resbaló por su mejilla.
lunes, 28 de abril de 2025
Animal extinto o cómo no encontrar un libro en la FilBo
Voy a la FILBo con la siguiente consigna en mente: “solo voy a comprar un par de libros.” Ya en Corferias, la culpa de mi primera compra la tiene una mesa con libros de la editorial Seix Barral en promoción. Tengo debilidad por los libros de esa editorial. Imagino que lo que me atrae son sus portadas: no son nada del otro mundo, pero me llaman mucho la atención. Es como si los encargados de elaborarlas encontraran la imagen perfecta para cada título.
Esa compra abre el grifo de mi sed por los libros y olvido la consigna. "Que pase lo que tenga que pasar", pienso. Comienzo a hojear los libros con ansia. Me paseo por los pasillos y leo las primeras páginas de los que, por alguna razón, me llaman la atención, sin importar si los juzgo por la portada. Si el título me parece potente y lo acompaña una portada atractiva, les dedico un tiempo.
No sé cuántos minutos gasto en cada stand. ¿Veinte, treinta, más? Digamos que la media es de veinticinco minutos. De ser así, y como son más de 500, necesitaría alrededor de 12.500 minutos para visitarlos todos, o bien, nueve días.
Ahí estoy, caminando de un lado a otro, leyendo fragmentos, mirando precios, cuando ese otro que me habita me dice: “Ya que está en esas, ¿por qué no busca el libro que le falta de Lina Parra?” Ese ser habla sobre Llorar sobre la leche derramada. El año pasado caí en las garras de esa autora y fue uno de mis mejores descubrimientos literarios. Me inyecté directo a la vena Malas Posturas, su libro de cuentos, y, a los pocos días, me compré su novela La mano que cura.
Comienzo a preguntarlo en diferentes stands. Algunos vendedores me miran raro, con cara de: No tengo idea de qué habla; otros identifican a la escritora paisa, pero no tienen ninguno de sus libros, o solo tienen su novela.
“Pregúntelo en la editorial Animal Extinto”, me dice un hombre que me escucha preguntar por el libro. “¿En qué pabellón está?”, le pregunto. “Creo que en este”, responde. Le doy las gracias, me despido y comienzo a repetir el nombre mentalmente para no olvidarlo: Animal Extinto, Animal Extinto, Animal Extinto…
No la encuentro por ningún lado. En un stand, una mujer con gafas y los brazos llenos de tatuajes me dice: “¿Animal Extinto está acá? No sabía. Yo en este pabellón no la he visto. De pronto la encuentras en el de las librerías independientes.” “¿Dónde queda?”, le pregunto.
Luego de que me da las indicaciones, me dirijo hacia ese lugar. Repito mi método de búsqueda: preguntarle a cuanta persona pueda por esa editorial y, de paso, preguntar por el libro de Lina María, a ver si por una alineación de planetas lo tienen. Repito la misma historia en cada stand: “Me dijeron que de pronto lo conseguía en Animal Extinto, pero no he dado con esa editorial”.
Nosotros somos Animal Extinto”, dice una mujer detrás de una mesa de libros, al tiempo que otra busca en el sistema. La pantalla arroja un resultado: sí lo teníamos. Había una copia, pero se la llevaron ayer.
Ese libro, parece, está extinto.
Derrotado en mi intento de conseguirlo, me dirijo a la salida. A pocos metros de ella, volteo a mirar a la derecha y veo el pabellón número 3, de editoriales universitarias. Como sé que Lina Parra publicó Malas Posturas con EAFIT , pienso que esa es mi última oportunidad y me desvío hacia allá.
Pregunto por el número del stand en un punto de información y, luego de que me lo dan, comienzo a buscarlo. No encuentro nada. Cuando busco algo con desesperación, así me den las indicaciones más precisas, me vuelvo un ocho. Regreso al punto de información a decirles que me han mentido. La mujer me dice que está en el segundo piso. Le doy las gracias de nuevo y sigo sus instrucciones hasta que, por fin, lo encuentro.
“He patoneado toda la feria y el libro que busco tiene que estar acá”, le digo a una mujer pequeña que lleva gafas de lentes grandes. Ríe un poco y me responde en paisa: “¡Huy, cómo va a ser! ¡Qué nervios! ¿Qué buscas?” Le suelto el nombre del libro y me cuenta que ese no lo editó EAFIT, sino solo Malas Posturas, el cual tienen exhibido. ¿Cómo es que aún no se lo han llevado?, me pregunto.
Pienso que el trabajo de edición que hacen en esa editorial es bueno, así que le pregunto a la mujer qué es lo último que han sacado.
“Pues yo no es que esté muy al tanto, pero en esta pared están los de literatura y en esta otra los de poesía”, responde.
Le doy las gracias y me pongo a hojearlos. Pasado un rato, decido llevarme, a punta de feeling, dos libros: Así me tiemble la voz de Catalina Acosta y Mientras llegan por mí de Rodrigo Pérez Gil.
Los mantendré informados.
Esa compra abre el grifo de mi sed por los libros y olvido la consigna. "Que pase lo que tenga que pasar", pienso. Comienzo a hojear los libros con ansia. Me paseo por los pasillos y leo las primeras páginas de los que, por alguna razón, me llaman la atención, sin importar si los juzgo por la portada. Si el título me parece potente y lo acompaña una portada atractiva, les dedico un tiempo.
No sé cuántos minutos gasto en cada stand. ¿Veinte, treinta, más? Digamos que la media es de veinticinco minutos. De ser así, y como son más de 500, necesitaría alrededor de 12.500 minutos para visitarlos todos, o bien, nueve días.
Ahí estoy, caminando de un lado a otro, leyendo fragmentos, mirando precios, cuando ese otro que me habita me dice: “Ya que está en esas, ¿por qué no busca el libro que le falta de Lina Parra?” Ese ser habla sobre Llorar sobre la leche derramada. El año pasado caí en las garras de esa autora y fue uno de mis mejores descubrimientos literarios. Me inyecté directo a la vena Malas Posturas, su libro de cuentos, y, a los pocos días, me compré su novela La mano que cura.
Comienzo a preguntarlo en diferentes stands. Algunos vendedores me miran raro, con cara de: No tengo idea de qué habla; otros identifican a la escritora paisa, pero no tienen ninguno de sus libros, o solo tienen su novela.
“Pregúntelo en la editorial Animal Extinto”, me dice un hombre que me escucha preguntar por el libro. “¿En qué pabellón está?”, le pregunto. “Creo que en este”, responde. Le doy las gracias, me despido y comienzo a repetir el nombre mentalmente para no olvidarlo: Animal Extinto, Animal Extinto, Animal Extinto…
No la encuentro por ningún lado. En un stand, una mujer con gafas y los brazos llenos de tatuajes me dice: “¿Animal Extinto está acá? No sabía. Yo en este pabellón no la he visto. De pronto la encuentras en el de las librerías independientes.” “¿Dónde queda?”, le pregunto.
Luego de que me da las indicaciones, me dirijo hacia ese lugar. Repito mi método de búsqueda: preguntarle a cuanta persona pueda por esa editorial y, de paso, preguntar por el libro de Lina María, a ver si por una alineación de planetas lo tienen. Repito la misma historia en cada stand: “Me dijeron que de pronto lo conseguía en Animal Extinto, pero no he dado con esa editorial”.
Nosotros somos Animal Extinto”, dice una mujer detrás de una mesa de libros, al tiempo que otra busca en el sistema. La pantalla arroja un resultado: sí lo teníamos. Había una copia, pero se la llevaron ayer.
Ese libro, parece, está extinto.
Derrotado en mi intento de conseguirlo, me dirijo a la salida. A pocos metros de ella, volteo a mirar a la derecha y veo el pabellón número 3, de editoriales universitarias. Como sé que Lina Parra publicó Malas Posturas con EAFIT , pienso que esa es mi última oportunidad y me desvío hacia allá.
Pregunto por el número del stand en un punto de información y, luego de que me lo dan, comienzo a buscarlo. No encuentro nada. Cuando busco algo con desesperación, así me den las indicaciones más precisas, me vuelvo un ocho. Regreso al punto de información a decirles que me han mentido. La mujer me dice que está en el segundo piso. Le doy las gracias de nuevo y sigo sus instrucciones hasta que, por fin, lo encuentro.
“He patoneado toda la feria y el libro que busco tiene que estar acá”, le digo a una mujer pequeña que lleva gafas de lentes grandes. Ríe un poco y me responde en paisa: “¡Huy, cómo va a ser! ¡Qué nervios! ¿Qué buscas?” Le suelto el nombre del libro y me cuenta que ese no lo editó EAFIT, sino solo Malas Posturas, el cual tienen exhibido. ¿Cómo es que aún no se lo han llevado?, me pregunto.
Pienso que el trabajo de edición que hacen en esa editorial es bueno, así que le pregunto a la mujer qué es lo último que han sacado.
“Pues yo no es que esté muy al tanto, pero en esta pared están los de literatura y en esta otra los de poesía”, responde.
Le doy las gracias y me pongo a hojearlos. Pasado un rato, decido llevarme, a punta de feeling, dos libros: Así me tiemble la voz de Catalina Acosta y Mientras llegan por mí de Rodrigo Pérez Gil.
Los mantendré informados.
sábado, 26 de abril de 2025
Coches para perros y fiestas silenciosas
Veo dos cosas que me hacen pensar que el mundo es un lugar extraño.
La primera son los coches para perros. Camino por un centro comercial y veo a más de dos personas empujándolos. Eso me parece extraño, no menos que las personas que llevan a sus perros a centros comerciales.
Igual no quiero entrar a debatir con ellas. Por mí, pueden tirarse en paracaídas con sus perritos si así lo desean. Ojalá no se les escapen de las manos durante la caída libre.
La segunda es una tienda de ropa que, claro, por sí sola es de lo más normal. Lo extraño es lo que sucede dentro de ella.
Un grupo de personas con vestimenta deportiva se mueve al son de una melodía que solo escuchan ellos. Todos llevan puestos audífonos de orejeras y una mujer, que está enfrente del grupo, con un micrófono en la mano, les da indicaciones. Me gustaría saber qué les dice. Imagino que dirá cosas del estilo: tenemos que estar en el presente.
Sea como sea, ellos, bailarines mudos llamémoslos, son tan libres de hacer lo que les dé la gana como el dueño del perro paracaidista.
Es difícil precisar qué es más extraño: si el grupo de esa fiesta silenciosa que menea las caderas al son de una melodía, en apariencia, invisible, o las personas que se paran a mirarlas y cuchichean entre ellas.
Imagino que cada quien es libre de hacer lo que le dé la gana mientras no moleste a las demás personas. Cada quién decide, en silencio, su caída libre.
La primera son los coches para perros. Camino por un centro comercial y veo a más de dos personas empujándolos. Eso me parece extraño, no menos que las personas que llevan a sus perros a centros comerciales.
Igual no quiero entrar a debatir con ellas. Por mí, pueden tirarse en paracaídas con sus perritos si así lo desean. Ojalá no se les escapen de las manos durante la caída libre.
La segunda es una tienda de ropa que, claro, por sí sola es de lo más normal. Lo extraño es lo que sucede dentro de ella.
Un grupo de personas con vestimenta deportiva se mueve al son de una melodía que solo escuchan ellos. Todos llevan puestos audífonos de orejeras y una mujer, que está enfrente del grupo, con un micrófono en la mano, les da indicaciones. Me gustaría saber qué les dice. Imagino que dirá cosas del estilo: tenemos que estar en el presente.
Sea como sea, ellos, bailarines mudos llamémoslos, son tan libres de hacer lo que les dé la gana como el dueño del perro paracaidista.
Es difícil precisar qué es más extraño: si el grupo de esa fiesta silenciosa que menea las caderas al son de una melodía, en apariencia, invisible, o las personas que se paran a mirarlas y cuchichean entre ellas.
Imagino que cada quien es libre de hacer lo que le dé la gana mientras no moleste a las demás personas. Cada quién decide, en silencio, su caída libre.
jueves, 24 de abril de 2025
Marido enfermizo
Me despierto sin que suene la alarma. A diferencia de la mayoría de días, siento que descansé. Pocas veces recuerdo los sueños, pero hoy tengo claro las imágenes del que, creo, acabo de tener.
Imagino que no los recuerdo porque los debo tener en fases profundas del sueño. No como este que experimenté a solo unos minutos de despertarme. Tal vez esto que pienso sea basura para la ciencia del sueño, pero no importa.
En fin, sea como sea, soñé algo:
Escribo a mano y con un lápiz sobre una mesa que está iluminada por un bombillo que cuelga del techo.
Hay dos personas más en esa habitación, pero como tengo la mirada fija sobre la hoja de papel, no sé quiénes son.
Termino de escribir una frase y decido sacarle punta al lápiz. Es ahí cuando levanto la cabeza y una de las personas resulta ser uno de esos bultos opacos tan comunes en mis sueños. Me pide que lea lo que escribí.
Le hago caso y el fragmento que leo contiene el sintagma nominal: marido enfermizo. La persona-bulto dice que no le parece apropiado ese juego de palabras, y que la que no funciona es el adjetivo.
Volteo a mirar hacia la otra persona que está sentada en la mesa y resulta ser Juan José Millás. Le pregunto qué piensa sobre lo que acaba de decir la persona-bulto y no opina lo mismo que él/ella, sino que precisamente es la palabra enfermizo la que hace que la frase funcione.
Le doy las gracias. Vuelvo a agachar la cabeza y continuo escribiendo.
Imagino que no los recuerdo porque los debo tener en fases profundas del sueño. No como este que experimenté a solo unos minutos de despertarme. Tal vez esto que pienso sea basura para la ciencia del sueño, pero no importa.
En fin, sea como sea, soñé algo:
Escribo a mano y con un lápiz sobre una mesa que está iluminada por un bombillo que cuelga del techo.
Hay dos personas más en esa habitación, pero como tengo la mirada fija sobre la hoja de papel, no sé quiénes son.
Termino de escribir una frase y decido sacarle punta al lápiz. Es ahí cuando levanto la cabeza y una de las personas resulta ser uno de esos bultos opacos tan comunes en mis sueños. Me pide que lea lo que escribí.
Le hago caso y el fragmento que leo contiene el sintagma nominal: marido enfermizo. La persona-bulto dice que no le parece apropiado ese juego de palabras, y que la que no funciona es el adjetivo.
Volteo a mirar hacia la otra persona que está sentada en la mesa y resulta ser Juan José Millás. Le pregunto qué piensa sobre lo que acaba de decir la persona-bulto y no opina lo mismo que él/ella, sino que precisamente es la palabra enfermizo la que hace que la frase funcione.
Le doy las gracias. Vuelvo a agachar la cabeza y continuo escribiendo.
En tu cara, persona-bulto.
martes, 22 de abril de 2025
Antojo de tinto
Son las 8:38 de la noche y tengo muchas ganas de tomarme un tinto. No lo hice en la tarde, así que son ganas acumuladas que, pienso, son más tenaces.
Sé que no debería hacerlo. Sé que debería seguir ese consejo de no tomar tinto después de las seis de la tarde si quiero dormir bien, pero las ganas que cargo vencen todo mi poder de voluntad y me preparo una taza grande sin remordimiento alguno.
Conozco personas que toman más de cuatro tazas al día. Yo por lo general tomo dos y máximo tres.
Me gusta mucho esa sensación de urgencia, esas ganas desmedidas de saborear su sabor amargo y amaderado y aspirar el vaho que desprende, como pensando que es un elixir que me va a dar algún tipo de conocimiento arcano.
Sea como sea, acompaño el tinto con una porción de torta de zanahoria que me regaló E. También me regaló una arepa, pero pienso comerla mañana al desayuno con un café con leche.
No es que tome tinto tan tarde con frecuencia, pero a veces me dan esos antojos contra los que no puedo hacer nada. Antojos de tinto puro sin chorrito de leche o crema para suavizarlo; esa forma que muchos puristas afirman que es la única correcta de tomarlo.
Hoy me supo a gloria, pero me pasó lo de siempre. Me comí toda la porción de torta en un par de bocados y todavía tenía medio pocillo de tinto. Me lo habría podido terminar de tomar así no más, de a sorbos seguidos antes de que se enfriara, pero me autoengañé y decidí que debía acompañar el resto de la bebida con algo dulce: unas galletas Wafer de chocolate.
Puede que me desvele un poco, pero sé que habrá valido la pena. Es difícil precisar cuándo será la última vez que podremos disfrutar una taza de tinto en la vida.
Sé que no debería hacerlo. Sé que debería seguir ese consejo de no tomar tinto después de las seis de la tarde si quiero dormir bien, pero las ganas que cargo vencen todo mi poder de voluntad y me preparo una taza grande sin remordimiento alguno.
Conozco personas que toman más de cuatro tazas al día. Yo por lo general tomo dos y máximo tres.
Me gusta mucho esa sensación de urgencia, esas ganas desmedidas de saborear su sabor amargo y amaderado y aspirar el vaho que desprende, como pensando que es un elixir que me va a dar algún tipo de conocimiento arcano.
Sea como sea, acompaño el tinto con una porción de torta de zanahoria que me regaló E. También me regaló una arepa, pero pienso comerla mañana al desayuno con un café con leche.
No es que tome tinto tan tarde con frecuencia, pero a veces me dan esos antojos contra los que no puedo hacer nada. Antojos de tinto puro sin chorrito de leche o crema para suavizarlo; esa forma que muchos puristas afirman que es la única correcta de tomarlo.
Hoy me supo a gloria, pero me pasó lo de siempre. Me comí toda la porción de torta en un par de bocados y todavía tenía medio pocillo de tinto. Me lo habría podido terminar de tomar así no más, de a sorbos seguidos antes de que se enfriara, pero me autoengañé y decidí que debía acompañar el resto de la bebida con algo dulce: unas galletas Wafer de chocolate.
Puede que me desvele un poco, pero sé que habrá valido la pena. Es difícil precisar cuándo será la última vez que podremos disfrutar una taza de tinto en la vida.
lunes, 21 de abril de 2025
No hay milhojas, ¿va a pedir algo más o qué?
¿Tiene milhojas?, le pregunto a la mujer que atiende la panadería, una anciana que parece tener 100 años. No, ya se las llevaron todas, responde con una media sonrisa. Es una lástima porque son baratas y gigantes.
Se queda mirándome fijamente como dándome a entender: Yo estaba tranquila, sentada y descansando hasta que llegó usted. ¿Va a pedir algo más o qué? Miro los productos que tienen exhibidos en la vitrina y al final me decido por un paquete de galletas de mora y una porción de torta de queso. Hace poco la probé con miel de maple y un tinto. Es una combinación que roza lo divino.
La mujer me vuelve a sonreír y comienza a preparar mi pedido. Se mueve de un lado a otro dando pasos diminutos. Cuando llega a la vitrina toma las pinzas, un cuchillo y parte la porción de torta de queso. Luego pone los utensilios sobre una repisa y el cuchillo se comienza a resbalar en cámara lenta. La viejita se da cuenta, alcanza a agarrarlo, y luego lo tira con rabia dentro del mostrador.
Sus movimientos son lentos pero precisos. Busca una caja de cartón y la comienza a armar con sus manos inflamadas por la artritis. Cuando lo logra, coge la porción con las pinzas y la mete dentro de la caja.
Le pregunto cuánto le debo y ella me da el valor justo al terminar de hablar. Es como si compensara su lentitud física con agilidad mental.
Prueben la torta de queso con miel de maple. Después hablamos.
Se queda mirándome fijamente como dándome a entender: Yo estaba tranquila, sentada y descansando hasta que llegó usted. ¿Va a pedir algo más o qué? Miro los productos que tienen exhibidos en la vitrina y al final me decido por un paquete de galletas de mora y una porción de torta de queso. Hace poco la probé con miel de maple y un tinto. Es una combinación que roza lo divino.
La mujer me vuelve a sonreír y comienza a preparar mi pedido. Se mueve de un lado a otro dando pasos diminutos. Cuando llega a la vitrina toma las pinzas, un cuchillo y parte la porción de torta de queso. Luego pone los utensilios sobre una repisa y el cuchillo se comienza a resbalar en cámara lenta. La viejita se da cuenta, alcanza a agarrarlo, y luego lo tira con rabia dentro del mostrador.
Sus movimientos son lentos pero precisos. Busca una caja de cartón y la comienza a armar con sus manos inflamadas por la artritis. Cuando lo logra, coge la porción con las pinzas y la mete dentro de la caja.
Le pregunto cuánto le debo y ella me da el valor justo al terminar de hablar. Es como si compensara su lentitud física con agilidad mental.
Prueben la torta de queso con miel de maple. Después hablamos.
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