Es una tarea lenta porque a medida que leo se me ocurren temas sobre los que escribir a futuro. Saco un cuaderno de tapa roja y para algunas de esas ideas anoto palabras que espero me las recuerden, y a otras les dedico uno o dos párrafos como máximo. Luego vuelvo a la novela, a leer y tomar café.
A veces pienso que de eso y solo eso se debería tratar la vida. Que si Virginia Woolf requería de una habitación propia para encerrarse a escribir sin que nadie la jodiera, yo necesito de un cuarto, con una máquina de café, para dedicarme a leer mientras el mundo se desploma.
Al poco tiempo de recrear esa fantasía, la realidad se encarga de desbaratarla, pues reconozco que toca trabajar y esas cosas. Ganarse la vida, como dicen algunos, o más bien perderla de alguna manera.
En fin, les decía que leo. Es una novela (aguante la ficción) que tiene como símbolo recurrente las moscas.
No sé de dónde saqué la idea, pero la insistencia de
las moscas no me parece casual. Solamente que no
sé qué quieren avisarme, no sé leer en su presencia,
en su vuelo desesperante, qué es lo que viene.
– La mano que cura.
Justo en ese momento, cuando termino de leer ese párrafo, una mosca aterriza en la página del libro. A diferencia de la de la historia que leo, esta es pequeña. Sacudo un poco la mano y, azorada, emprende vuelo.
Al igual que el narrador. no entiendo qué quería advertirme. Seguro nada, porque eso de las señales es una tontería y solo fue una coincidencia.