Se romantiza demasiado la escritura. Muchos que escriben la consideran algo sagrado. Yo alguna vez he pensado de esa manera, pero ahora creo que, a la larga, no deja de ser una actividad como cualquier otra, ¿acaso no?
Con los escritos, no nos digamos mentiras, uno siempre espera la palmadita en la espalda, que alguien elogie una frase, una descripción, una figura narrativa, lo que sea. Muchas veces se escribe en busca de aprobación, que alguien nos diga que lo estamos haciendo bien, pero ¿quién carajos puede determinar eso? En fin.
Ahora hago un curso de escritura, y cada semana los alumnos debemos comentar lo que han escrito los otros. Todos los comentarios son siempre lo mismo: “Fulanita, me encantó tu texto por bla, bla, bla”; “Mengano, me parece que está perfecto por X o Y razón”. Una vez, un tipo comentó un texto mío y dijo que le había parecido flojo. Argumentó el por qué y tenía razón. Le di las gracias, porque prefiero que destripen lo que escribo a que me adulen como por salir del paso.
Hay que ser muy valiente para no romantizar y “abandonar” la escritura, mucho más si se es un narrador ni el berraco. Eso fue lo que hizo J. D. Salinger, el autor de El guardián entre el centeno. Después del éxito que obtuvo con su novela, desapareció del mapa literario. Tengo entendido que luego publicó algunos cuentos, pero no más novelas, ni entrevistas, ni nada. Me lo imagino recluido en su casa, escribiendo para nadie más que él.
Algunas personas creen que haber relacionado su novela con el asesinato de John Lennon —su asesino, Chapman, estaba hojeando el libro cuando la policía llegó al lugar y, cuando le preguntaron el motivo, respondió con una cita de la novela— influyó mucho más en la desconexión del autor.
Sea como sea, hay que tener, como diría un español, muchos cojones para hacer lo que hizo Salinger: dejar de romantizar su estatus de escritor y convertirse en una especie de ermitaño.