Visito un café que tiene un ambiente que me agrada mucho. Pido un capuchino con una porción torta marmolada con cubierta de Baileys, chispas de chocolate y me siento a leer.
El tiempo, que bien sabemos no siempre corre a la misma velocidad, pasa volando y decido que es hora de marcharme. Salgo del lugar, camino un poco y pido un taxi frente a un restaurante muy lujoso. La acera está repleta de camionetas con escoltas: hombres pesados con gafas oscuras, sacos de paño y caras de pocos amigos.
Mientras la aplicación me confirma el servicio, trato de fijarme en los escoltas pero sin mirarlos directamente, para que no vayan a pensar que quiero atentar contra la vida de uno de sus clientes. Entonces los miro moviendo la cabeza de un lado para el otro, como si estuviera mirando el cielo o los locales que están en la otra acera (una ferretería y una peluquería). Mi táctica surte efecto y los escoltas no se ponen nerviosos con mi presencia. En medio de mis pensamientos sale un hombre con la billetera y el celular en la mano. También lleva gafas negras, pero no saco de paño como los escoltas, sino que viste una camisa polo. Es, supongo, el escoltado, si es que el término aplica. Uno de los escoltas le dice: “por aquí señor” y lo hace subir al asiento del copiloto de una camioneta negra 4 x 4 gigante. Me pregunto quién será ese señor para que tantos hombres lo estén cuidando. ¿Cuánta plata tendrá en sus cuentas bancarias?
Al pensar en esto y ver tanto derroche de poder, de dinero, por alguna razón mi cerebro piensa en Haaland, el jugador de fútbol Noruego, que a partir de ahora va a ganar 2700 millones de pesos a la semana, Ciento cuarenta mil cuatrocientos millones al año. Ojalá le alcance para sus gastos.