Todo comienza con una molestia leve, difícil de precisar, en el lado derecho de la cabeza. La clave —la mía, por lo menos— para evitar caer en el pozo de la migraña es tomar la pastilla en el momento en que el dolor comienza a hacer acto de presencia.
No logro identificar ese momento. O sí lo hago, pero pienso que, si me quedo quieto y en una posición relajada, va a desaparecer. Como no soy un monje budista, el dolor toma control del lado derecho de la cabeza y, en pocos minutos, domina la situación.
Ahí, tendido en la cama, recuerdo el inicio de Malas Posturas, el cuento de Lina María Parra:
A veces, con el sol picante de las tardes que se estalla contra el cemento, se me despiertan unos dolores terribles que me obligan a encerrarme en la oscuridad y el calor de mi cuarto. Encerrarme a esperar. De vez en cuando me paro como puedo y recorro los escasos tres metros que me separan del baño, apretando los párpados como si se me fueran a salir los ojos, y vómito con una mejilla recostada en la taza del sanitario porque no puedo sostener mi propia cabeza.
Este post debería ser tan preciso como ese párrafo. Qué bien escribe la escritora antioqueña. ¿Cómo lo hace? En fin.
Sea como sea, la pastilla hace efecto después de unos 50 minutos, pero, agotado por el episodio, quedo como desubicado. Como si hubiera pasado una tormenta que me transportó a un lugar que desconozco. Busco en internet y me entero de que experimento algo que se llama resaca de migraña. Después de haber luchado contra el dolor, las neuronas y las células del sistema nervioso central quedan alerta, a la espera de otra embestida del dolor.
A Ángela, una amiga, no le gustaba tomar pastillas. Decía que los medicamentos son malos para el cuerpo y prefería meditar, o simplemente aguantarse el dolor hasta que se esfumara. A mí esa me parece una medida loca y no tengo problema alguno en entregarme a la química y su combinación de moléculas.