martes, 18 de julio de 2017

Cancionero

Cuando salió el Vitalogy, yo estaba completamente aficionado a Pearl Jam y escuchaba varias veces al día ese y los dos trabajos anteriores de la banda. Sobra mencionar, creo yo, que son el Ten y el Vs.

Mi afición al grupo en ese entonces  era algo enfermiza. Recuerdo como establecía un número de veces que podía escuchar los discos al día para, en mi opinión, no quemarlos. Si mal no recuerdo era tres veces, pero a veces hacía trampa y los escuchaba una cuarta, e incluso quinta vez, al momento de dormirme, pero los terminaba escuchando completos otra vez, pues cantaba las canciones mentalmente, no lograba conciliar el sueño y me trasnochaba. 

Siempre ponía el reproductor en la opción aleatoria y recuerdo que, entre canción y canción, jugaba a adivinar cuál era la que iba a escoger el misterioso dios de la aleatoreidad. Siempre esperaba que las que más me gustaban sonaran al final, justo antes de, supuestamente, quedarme dormido.

Una vez mi hermana me trajo de Estados Unidos un cuaderno. No era nada del otro mundo y creo que a ella se lo regalaron en una de las visitas de trabajo que tuvo que hacer.

Apenas lo vi, supe para que estaba destinado: lo iba a convertir en el cancionero de Pearl Jam. La consigna era sencilla: transcribir  todas las canciones sin ningún orden en particular, una por página, acompañando cada una con un dibujo de acuerdo a lo que me transmitía la canción o el que la acompañaba en el librito del CD.

Si no estoy mal, el impulso me llegó hasta el Yield. En su momento, en pleno apogeo como posesión material y mi gusto desmedido por la banda, fue uno de mis bienes más preciados. 

lunes, 17 de julio de 2017

Dejen de publicar tanta maricada

“Dejen de publicar tanta maricada. No me importa saber lo que ocurre en sus vidas”, escribió Liam Yannis y luego pinchó el botón de publicación.

¿Qué pretendía con ese arranque de rabia, ese grito dirigido a ese espacio lleno de voces, pero a la vez vacío que es Internet? Evidenciar su molestia. Estaba harto de enterarse, minuto a minuto si fulanito, zutanita, Menganito o Perencejo estaban felices o tristes, hacia donde habían viajado, qué habían comido, de sus conteos regresivos de días para quien sabe qué (“morirse” solía pensar), cuáles eran sus últimos “logros”, o lo que se les ocurriera publicar.

Yannis sabía su acto se convertía en paradoja, pues el simple hecho de dejar constancia que no le interesaba saber en qué andaban sus pares evidenciaba que había visto alguna de sus publicaciones y que si no se había preocupado en alabarla, si lo había hecho para indignarse y despotricar.

El día anterior había leído una columna de opinión bien escrita pero venenosa que trataba el tema. “¡Sí, así, es!” Había pensado Yannis al leer el texto, pero en el fondo sabía que era un tema simplón, una salida fácil del autor, producto quizá de un plazo de entrega apremiante o simple pereza; un lugar común en el que muchos, igual que él, se atrincheraban para criticar al resto de la humanidad.

Lo mejor sería escarbar los motivos de ese comportamiento, conocer las razones de ese afán de reconocimiento que llevamos encima y que aplica para lo que sea que hagamos, pero Yannis carece de conocimiento, o bien ganas para emprender esa tarea.

Su celular vibró y sonó. Una descarga de dopamina le noqueó la región del cerebro encargada de procesar la aceptación social. A María, Jacinto y a otras cinco personas, les agradaba su publicación.

viernes, 14 de julio de 2017

Dejarse morir

El escritor Sam Savage debutó a los 65 años con la novela “Firmin, las aventuras de una escoria metropolitana”, obra en la que pensó que su personaje principal iba a ser un escritor fracasado y al comenzar a escribirla, cayó en cuenta que era la voz de una rata. 

Savage cuenta que toda su vida había escrito: poemas, historias, y algunos intentos de novelas, pero a sus 55 años no estaba contento con el resultado y decidió renunciar de forma total y sincera a todo, a la larga, morir de cierta manera, pues ¿qué más puede significar para alguien abandonar deliberadamente lo que más le gusta hacer en la vida?

Los budistas le llaman a eso “La gran muerte”, un momento de total desesperación, previo a la iluminación. Es como intentar cambiar el mantra motivacional de: “Sigue adelante, no pares, tú puedes” tan trillado hoy en día, y rendirse ante la situación, cualquiera que sea, evitando en el acto el sentimiento de fracaso; algo que la verdad suena supremamente complejo, e imagino que sólo lo logran aquellas personas con una alta inteligencia emocional.

Savage lo logró. Y su “gran muerte” le duró cinco años. Al superarla, o renacer, que suena a cliché, la saco del estadio con Firmin, y a la fecha lleva escritas más de tres novelas.

Todo este tema tal vez tenga mucho que ver con la frase “Kill your darlings” (Mata tus amores) que consiste en despojarnos, sin dar muchos rodeos, de esas ideas que creemos van a ser nuestro “Firmin”. 

Parece que dejarse morir resulta conveniente en ciertas ocasiones.

jueves, 13 de julio de 2017

Geografía del sueño

Es la primera vez que Sofía Castaño saca su almohada de casa. Tiene una polisomnografía, palabra que le deja un buen sabor cada vez que la pronuncia en voz alta o mentalmente. 

Con ínfulas de lingüista, Sofía supone que el término tiene que ver con las palabras somnífero y grafía. En términos sencillos su definición podría ser: descripción del sueño, aunque le parece que suena más bonito “geografía del sueño”, definición más sonora, incluso poética. ¿Qué mejor que aventurarse a averiguar qué ocurre, a todo nivel, en el territorio del sueño?, quizás ese estado guarda las respuestas a todos los interrogantes que tenemos sobre la vida. 

Le gusta inventarse las definiciones de las palabras que no conoce para darles algo de vida. Cometió el error de buscar la definición en internet antes de llegar al lugar: “Técnica electrofisiológica de evaluación del sueño”. Asocia la segunda palabra con descargas eléctricas, tortura, en general un mal rato. 

Lleva consigo la mejor arma para combatir largas horas de espera en consultorios médicos: un libro, Cuentos de Chejóv es el que está leyendo. Desde que se topó con su cita y/o consejo narrativo del arma quería leerlo: “Uno nunca debe poner un rifle cargado en el escenario si no se va a usar. Está mal hacer promesas que no piensas cumplir.”

Llega al centro clínico a eso de las 7 de la noche, completamente fresca, sin rastros de cansancio ni sueño. Le habían dado la indicación de que el día del examen madrugara, pero había trasnochado y dormir largo después de una noche de fiesta, estaba por encima de cualquier cosa.

Siente que el lugar tiene un exceso de luz y blanco. La mujer que la recibe saca una hoja de papel y comienza a hacerle unas preguntas abiertas que a Sofia le parecen ambiguas. No sabe si las respuestas que da son las apropiadas, se siente como cuando un médico le pregunta: “¿de 1 a 10 cuál es el nivel de dolor en este momento?” 6, 7, 8.34, 3,15 ¿cómo saberlo?

Después de un rato la llevan al lugar del examen, un cuarto con una cama, closet, baño y un televisor empotrado en la pared. La enfermera le dice que se cambie, vaya al baño y se acomode en la cama. Sofía le pregunta que si puede leer. “Lo siento no puede” responde la mujer como si nada, “debo apagar la luz para el examen”.

Una vez acostada la mujer le unta un gel en las sienes y en la barbilla y comienza a conectarle cables por todo el cuerpo. Cuando termina sale y le dice que mueva los ojos de un lado a otro con los parpados abiertos y cerrados, que respire, trague saliva, cosas que hacemos sin darnos cuenta mientras estamos dormidos.

No tiene sueño. Prende el televisor y salta de un canal nacional al otro. Por primera vez, desde hace muchos años, se ve todo el noticiero; luego intenta ver una novela que ya está avanzada, por lo que le cuesta entender la relación de los personajes y sus historias. Un hombre estrellando una botella de Whiskey contra un espejo, es la escena que abre el capítulo que transmiten; luego camina hasta un cuarto se sienta en el borde de una cama, se lleva ambas manos a la cabeza y comienza a llorar desconsolado. “Que ridiculez” piensa Sofía. Le molesta el exceso de drama en la ficción y vida real, sin un motivo aparente.

Su reloj Marca las 10:30 p.m. Sin sueño, cierra los ojos y hace un gran esfuerzo para quedarse dormida. Siente que pasa mucho tiempo sin lograr su cometido. 

Pasa una mala noche en la que se despierta varias veces y le cuesta volver a conciliar el sueño. 

De repente la enfermera entra al cuarto, prende la luz y dice: “La prueba ya acabo”, puede vestirse. Los resultados le llegaran a su correo electrónico”. “¿Así nada más?, ¿ni un vasito de jugo de naranja o un tintico?” piensa Sofía.

Siente que sólo durmió 15 minutos y que le va a tocar repetir el examen. Se viste de prisa e intenta quitarse dos electrodos del pecho, pero parece se los pegaron con pegante industrial. Olvida el asunto y sale del cuarto. No hay nadie en la recepción del lugar. Sofía piensa que el personal son como fantasmas, que aparecen cuando comienzan a llegar los pacientes en la noche.

Ya en la calle se siente algo ridícula cargando una almohada pasadas las 6 de la mañana, como si se le hubiera perdido su cuarto o, mejor, su cama. Siente sueño.

miércoles, 12 de julio de 2017

Desorden

Leo un artículo en el que dicen que un escritorio desordenado es sinónimo de creatividad e inteligencia, y que tanto el orden cómo su contraparte activan diferentes regiones del cerebro. Me pregunto cuáles serán y supongo que algo tendrá que ver con ese tema del hemisferio izquierdo y el derecho.

Reviso mi escritorio, que más bien es un mueble modular con diferentes compartimientos, en el que hay diferentes objetos: cd’s, Discos DvD, portavasos de restaurantes, residuos de aquella época en que intenté coleccionarlos; un vaso de coca-cola con un hielo que agoniza lentamente y al que le acabo de dar el último sorbo; un único post it amarillo con 4 tareas anotadas, de las cuales sólo dos, una que tiene que ver con un E-mail y la otra con la finalización de un documento, están chuleadas; dos mugs, uno negro repleto de esferos y marcadores que casi nunca utilizo y otro del Real Madrid, regalo de Federico, un español socio del equipo, que acepte a pesar de no ser su hincha; un payaso de madera que compre hace ya varios años en un viaje; un dragón, también de madera que no ha desplegado sus alas desde el día que lo compre en un stand que tenía que ver con Tolkien; un corazón anti estrés que no he apretado más de 10 veces; 4 libretas de años pasados, y la del momento que es más bien un cuaderno gigante de hojas gruesas sin ningún tipo de cuadricula; una servilleta con migajas de galleta Cocosette; la lámpara sobre la que ya he escrito alguna vez y que me gané en una dinámica de amigo secreto; la copia de “Amanda” una historia que escribí en inglés con las correcciones de un británico, y que aún no he pasado a limpio; un libro que deje de leer; un cargador de celular; borradores, y otro par de cosas más. 

Son muchos objetos, y enumerarlos puede dar una falsa sensación de desorden, pero más bien me parece que están arrumados de forma ordenada si eso se puede decir. 

¿Perjudica mi falta de desorden mi nivel de creatividad? ¿qué es ser creativo?, ¿quién define finalmente si alguien lo es o no? Creo que no deja de ser un concepto ambiguo y lo importante es pregonar que tenemos esa cualidad, porque el mundo moderno la demanda.

¿Si desordeno mi escritorio deliberadamente seré más  inteligente y/o creativo?

martes, 11 de julio de 2017

Ser otro

Las opciones parecen ser infinitas: “Grande, mediano o pequeño; con caramelo, vainilla o chocolate; con Baileys, amaretto o sin licor; con leche deslactosada, entera o descremada; ¿lo quiere en combo con uno de nuestros productos de pastelería?” recita la cajera de memoria.

“Solo quiero un capuchino” pienso, pero destilo el combo de opciones, que me hacen dudar, hasta lo que creo querer: “Un capuchino mediano con leche deslactosada por favor”, respondo.

Me mira incrédula, quizá pensando cómo es posible que mí orden sea tan sencilla con todas las opciones que me dio. 
" ¿Nombre de quién hace el pedido?"
"Ian", contesto

No me llamo así pero, ¿qué importa? Siempre me ha gustado ese nombre, desde que supe que así se llama el cantante de la MK2 de mi banda favorita, Deep Purple: Ian Gillan. Es breve pero también un balazo fonético agradable.

Mientras preparan mi bebida, imagino que soy un Ian, no Gillan pues lo considero irreemplazable, aunque me gusta cantar sus canciones, como esa noche que caminé más de 30 cuadras un día sin carro y el dios de la aleatoriedad decidió que sonara en mi MP3 Strange kind of women, y más que cantar la grité mientras caminaba. 

Ese Ian que soy en él café, es alguien que no tiene idea alguna que hace en Bogotá. Vive en Letonia. Un día empacó un par de mudas de ropa en una maleta pequeña, cómo si se fuera de viaje a una provincia cercana a su ciudad, fue al aeropuerto y decidió comprar un pasaje a cualquier destino.

Así fue como él, yo, si nos fijamos bien, aterrizó en Bogotá. ¿Qué por qué ese impulso tan inusual de viaje? La respuesta, creo yo, o él, es porque Ian a pesar de ser tan alguien tan diferente, a veces también siente ganas de ser otro, y no hay mejor forma de experimentar esa sensación que llegar a un lugar donde nadie nos conoce.

“Capuchino mediano para el Señor Ian” dice en voz alta uno de los baristas. Algunas personas me miran mientras, orgulloso, recibo la bebida. Si tan solo supieran que vengo de Letonia.

lunes, 10 de julio de 2017

El guante

Ana maría está triste. Con lo cuidadosa que es no sabe cómo pudo haberle ocurrido. Ya no le cuenta lo que le pasó a nadie, pues está harta de que todo el mundo le diga que no debería darle tanta importancia a sus posesiones materiales, que no era más que un guante, un pedazo de lana, que deje el escándalo.

Pero así somos los humanos, le damos más importancia de la necesaria a nuestros objetos de uso diario y a veces, sin que nadie sepa, les atribuimos poderes especiales que supuestamente nos mantienen a salvo. Los guantes los había tejido su madre, que murió dos semanas después de obsequiárselos.

¿Acaso alguien sabía que gracia a esos guantes había conocido a José?, ¿o que habían evitado que sus manos se congelaran en ese viaje que hizo al Purace?

Pero aparte del uso habitual al que se destinan un par de guantes, Ana María también les había otorgado el estatus de amuleto y los cargaba para todos lados, incluso en los días calurosos.

Estaba convencida que los guantes alumbraban sus decisiones y la cuidaban de peligros potenciales, desde esa vez en que salió ilesa de un accidente de tránsito, debido, según ella, a que justo en el momento del impacto estaba acariciando el de la mano izquierda.

Precisamente ese fue que se le perdió y era el mágico. El de la otra mano solo adquiría sus poderes gracias a su compañero y sin él, queda convertido en un simple accesorio. 

También siente envidia. Le aterra pensar que alguien se encuentre el guante, lo recoja y, de un momento a otro, adquiera todos los beneficios que le brinda la prenda a su posesor. “¿quién se va a interesar por un solo gante?” se pregunta y el pensamiento la tranquiliza.

***

Juan caminaba distraídamente por la calle y, a lo lejos, un pequeño bulto en el suelo captó su atención. Al pasar al lado, cayó en cuenta de lo que era. Sin ningún motivo en particular recogió el guante y se lo hecho al bolsillo. 

Esa misma semana su novia lo echó y lo despidieron del trabajo.