martes, 1 de agosto de 2017

Objetos

Le gusta cuando le toca tomar el ascensor sólo, ese espacio en el que tan cerca están unos de otros y, paradójicamente, al mismo tiempo quieren que el viaje se acabe lo antes posible. Definitivamente es un lugar en el que no tiene idea cómo comportarse, si sonreír, clavar la mirada en sus zapatos o hacer cara de mal genio, para que nadie se le ocurra dirigirle la palabra, pues siente que entablar una conversación en un ascensor, se sale de todo protocolo social; De ahí su gusto de poder viajar sin nadie a su lado que investigue su mirada como intentando adivinar en que está pensando o para hacerlo caer en la trampa de un saludo, que todos saben que nadie espera ni muchos menos necesita en esos espacios. 

Esta en el conjunto de Carla, una vieja amiga del colegio que se niega a dejar de estar en contacto con su grupo de amigos de la infancia, ese típico personaje que le imprime una nostalgia exagerada a las viejas épocas.

En la mitad del corto viaje da media vuelta y repara en uno de esos boletines de conjunto residencial, pegado sobre una de las paredes. Es una fotocopia donde en la que el administrador del conjunto le informa a los residentes qué objetos se ha encontrado el personal de vigilancia y aseo en las zonas comunes. Decide leerlo, con el fin de tener un atisbo del estilo de vida de las personas que comparten conjunto con Carla.

Entre los objetos se encuentran: Un muñeco Azul C. América, Una pistola de agua color azul, blanco y naranja, un botilito color naranja, una salida de baño blanco con rosado y amarillo, dos pelotas plásticas pequeñas, un bikini talla 21, una chaqueta aguamarina con capota de peluche, entre otros. 

“Son muchas cosas que de un momento a otro han desaparecido de la vida de las personas. Parece que vivieran cerca a la plata” piensa. Le intriga pensar en el dueño de un “tarro plástico con 5 carros”. Seguramente es un niño que quién sabe cuántas veces ha llorado por perder sus carros o por el regaño que le dieron sus padres al hacerlo. Pero como nada es una certeza absoluta, cree que el tarro también le puede pertenecer a un adulto, un coleccionador de carros en miniatura. 

El ascensor para en el piso indicado y las puertas se abren. Camina unos metros y timbra en el apartamento de su amiga, al rato le abre y se la imagina en la salida de baño. 

Le da un beso en la mejilla y entra, convencido de que al terminar la reunión va a darse un paseo por las zonas comunes a ver que otros objetos se encuentra.

lunes, 31 de julio de 2017

Kentag Azeg!

El supermercado está a reventar. Pasado un rato Carlos Paz se acopla al caos y cacofonía del lugar: pitos de las cajas registradoras cuando las cajeras pasan los productos sobre el lector óptico; cientos de conversaciones que ocurren en un mismo instante; ruido de bolsas y paquetes en los que las personas hurgan, buscando quizá algo que llevarse a la boca; la voz de una mujer que sale de varios parlantes, repite promociones sin cesar, y se impone sobre todos los sonidos del lugar. Cuando la mujer deja de hablar, de los parlantes también sale una música como de consultorio que trata de apaciguarlo todo.

La experiencia en su totalidad doblega lo poco que le queda de su apellido. Camina de afán, esquivando personas hábilmente, por los corredores que arman las estanterías. Lleva un aguacate y un rollo de papel en sus manos. Mira los objetos por un segundo; son, al parecer, distantes, pero quién sabe de que maneras misteriosas se conectan, piensa por un momento hasta que una viejita que va adelante frena en seco y él debe hacer lo mismo, al tiempo que arquea su cuerpo hacia la derecha para no llevársela por delante.

Luego de su maniobra corporal sube la cabeza por un instante y ve a dos asiáticas que caminan en sentido contrario. Hablan muy duro; parece que acentuaran tanto las vocales como las consonantes de su idioma. Cuando se cruzan, escucha lo que una le dice a la otra: “Nazhi oto wuo” a lo que su compañera responde: “Kentag Azeg!"

Eso fue lo que creyó escuchar luego de decir mentalmente las frases en español. “Kentag Azeg!", ¿qué será?”, se pregunta. Las posibilidades son infinitas, desde el nombre de un emperador hasta Crema dental o “Mire a ese bobo con un aguacate en la mano.”

Camino a su casa fantasea con las palabras y se imagina en un viaje al Asia en el que no se cansa de repetirlas. Se siente bien con esa experiencia que recrea en su mente, pues todas las personas parecen entenderlo y todo lo que desea lo puede solucionar con ese combo de palabras, que son, al parecer, un comodin del lenguaje al que pertenecen. Ojalá las personas lo entendieran así de claro en su idioma nativo. "Kentag Azeg!" piensa, luego sonríe. 

sábado, 29 de julio de 2017

Seis y medio

Sofía se mira en el espejo del ascensor mientras canturrea una canción. Parece como si estuviera dialogando con su reflejo. Es rubia y lleva el pelo agarrado en una cola, de la que algunos necios mechones logran escapar y caen en desorden sobre la frente y hacía los lados.

“Mira cómo estás”, le dice su acompañante, “pareces una loquita”. Sofía sonríe por un segundo, pero al instante vuelve a su mundo, a su juego a lo que sea que esté haciendo y que solo ella entiende. Más que loca parece desconectada de lo que pasa a su alrededor; como si el mundo no le importara; posición, egoísta dirán algunos, que dista mucho de la locura. 

Lleva un vestido largo blanco con encajes y un saco de color verde pastel que hace muy buen juego con su color de pelo. Su vocecita es la única que se atreve a quebrar el silencio sepulcral que guarda la caja que transporta personas de abajo a arriba y viceversa todo el día.

Una mujer, contagiada por su desparpajo, decide preguntarle:

“¿Cuántos años tienes?”

“Seis y medio” le responde Sofía mirándola a través del espejo, sin dejar de moverse de un lado al otro.

“¿Y cuanto te falta para cumplir años?”

“El uno de Octubre” responde al instante, con una sonrisa que desarma a cualquiera y como si su cumpleaños fuera lo único que de verdad importara en este loco mundo.

jueves, 27 de julio de 2017

Bus

Sólo quedan dos asientos disponibles: uno al lado de la puerta de entrada y el otro, que da al pasillo y que se ve muy pequeño debido a la cantidad de paquetes que lleva la señora que ocupa la ventana.

Mejor ubicarse en la parte de atrás; cambiar comodidad por posible chichonera (excelente palabra esta) de personas. El timbre del bus es rojo, pero tiene mucha cinta aislante negra a su alrededor como si hubiera experimentado una complicada reparación. “Seguro es de esos que pasan un ligero corrientazo cuando uno timbra” pienso.

Un hombre que lleva el pelo muy corto y cara de “déjeme pasar o lo casco” insiste en pedir paso. “¿Dónde se va a hacer?” pregunto mentalmente. Lo tildo de ladrón y meto la mano en el bolsillo que guardo el celular, a manera de medida de seguridad. Sé que no serviría de nada si llega a sacar un puñal, por ejemplo. Finalmente se sienta en las escaleras de la puerta de salida, saca unos documentos de una carpeta y se pone a estudiarlos en una posición realmente incomoda. Pasa de ser ladron a mensajero.

En la silla de los músicos un hombre con bigote mira por la ventana con cara entre triste y aburrida, como si la vida no tuviera sentido; a su lado una mujer morena, con el pelo convertido en diminutas trenzas, dormita y su cuerpo se mueve aleatoriamente de un lado para el otro al ritmo de los huecos.

Una pareja se abraza en una esquina, y aprovecha que el semáforo está en verde para besarse apasionadamente. En ese momento suena When the levee breaks, que no tiene nada que ver con la escena pero aplica perfecto cómo música de fondo.

Un hombre se estaciona justo al lado con una maleta en la que, al parecer, lleva un bloque de cemento. La descarga sobre su hombro izquierdo y pretende ocupar el mismo espacio que ocupa el mío. No me muevo, es más, empujo un poco para recuperar el espacio violado. Me parece que el hombre me mira de reojo, pero sólo debe ser mi imaginación; no creo que se percate de mi pequeña trifulca silenciosa.

Una mujer se sube por la puerta de atrás e inmediatamente pierdo la mirada en el techo. Saca un billete de $2000 y lo envía hacia adelante en ese acto de fe de cancelar el pasaje a distancia. La cadena humana, como siempre, se activa automáticamente y funciona de maravilla . Al rato le llegan las vueltas convertidas en monedas.

Timbro y no me pasa corriente. Me bajo.

miércoles, 26 de julio de 2017

Intereses creados

Hace frío. Parece que proviene de sus huesos pues no sopla brisa. Entra a una tienda. Son las 6:00 p.m. y hordas de personas salen escupidas de las entradas de los edificios. Sonríen. Terminar un día laboral es una de las mejores sensaciones. 

“¿Sólo va a llevar la bebida?” le pregunta la cajera. Calla unos segundos mientras le da un vistazo a los productos de pastelería que están en la vitrina; piensa que lucen tristes debido a que nadie los ha escogido. 

“¿Tiene galletas?” le pregunta, mientras visualiza en su mente una de chocolate, e imagina lo bien que cortaría con el café. “No hay” le responde la mujer, molesta, al parecer, por su indecisión.

“Si, sólo el café”. Tiene claro que la cajera no sabe que un vaso de café, a diferencia de nosotros, no necesita de nada ni de nadie, más allá del recipiente que lo contiene. Le gustaría tener algo del carácter del café, ser tan suave o amargo como le dé la gana y lograr transformarse de mil maneras.

No hay ninguna mesa desocupada en el lugar, así que ocupa un puesto en la barra. Luego de un rato de estar sentado, absorto en sus pensamientos, alguien pregunta: “¿En qué piensas?” y corta de un tajo su disertación sobre el café.

Cree que el hecho de que alguien le hable a un completo desconocido, él, en un café, es una falla del sistema, del orden de las cosas, suponiendo que exista alguno; una falla en la complicada maraña de las relaciones humanas, un error en la programación de los acontecimientos.

Voltea la cabeza a la derecha para buscar la voz que lo interroga. “Hola” le dice ella esbozando una sonrisa cuando sus miradas se encuentran. Ella tiene el pelo rubio, lleva un vestido ajustado negro y unos tenis naranja fosforescentes que seguro cambio por unos zapatos de tacón apenas salió de la oficina. Ella llama la atención igual que un manchón negro sobre una pared blanca. 

La mira en silencio por unos segundos hasta que recuerda su pregunta y se la vuelve a hacer “¿En que pienso?”. “Nada” contesta. Sabe que no es verdad, pero le da pereza exponerle su teoría sobre el café, si se le puede llamar de esa manera a los pensamientos desordenados de hace un momento, a una “desconocida”, que creó un interés por él y, supone, desea despojarse de ese título. Además, muy pocas veces aceptamos que pensamos algo y mucho menos lo revelamos; como cuando nos preguntan “cómo estamos” y respondemos “bien” así nos estemos pudriendo por dentro.

Ahora ella sonríe, él no. “¿Cómo te llamas?” contrataca la mujer, en busca de un diálogo fluido. “Jacinto”, como el escritor de los “Intereses Creados” piensa. No ve obligación alguna de revelar su nombre, Juan, a una completa desconocida. “no todos los cafés son buenos” piensa ahora. Ella no para de sonreírle, como a la espera de un: “¿Cómo te llamas?, ¿A qué te dedicas?, ¿Qué te gusta hacer? Bla, bla, bla, bla”.

Jacinto o Juan, no está seguro, le da un último sorbo al café que ya está frio. “Chao” le dice a la extraña de los tenis fluorescentes y abandona el lugar más rápido de lo que entró en él.

martes, 25 de julio de 2017

Agua o balazo

A Alberto Skizzen Le da rabia no poder escribir nada. Tenía toda la intención de hacerlo, pero tiene las palabras atoradas en sus manos o cerebro. Se golpea suavemente la cabeza con dos dedos para ver si enciende el proceso creativo de escritura, pero no ocurre nada.

Le da aún más rabia no hacerle honor a su apellido. Skizzen significa esbozo, y ¿acaso no debería ser ese el estado natural de su cerebro?, ¿Un terreno fértil repleto de bosquejos de historias; un remolino de personajes, tramas y mundos que se alimentan entre sí?

“¡Estúpido cerebro!” piensa. En medio de su desazón, una imagen le llega a su cabeza. Un hombre, no sabe quién es ni como se llama, se encuentra en un cuarto vacío en el que solo hay una mesa de madera vieja, sobre la que reposan un vaso de agua y una pistola.

“¿Pero qué hace ese hombre ahí? Se pregunta. “¿qué circunstancias y/o sucesos lo llevaron a ese lugar? Skizzen no tiene la respuesta a ninguna de las preguntas, pero la imagen lo cautiva y le gustaría escribir un relato a partir de ella.

“La chispa siempre está en el conflicto” piensa, “ ¿Cuál es el conflicto del hombre del cuarto?” De pronto se le ocurre que el hombre lleva encerrado allí muchas horas, y que sus captores, unos hombres crueles, en vez de torturarlo a punta de golpes y corrientazos decidieron dejarlo sin comida. 

El hombre solo puede escoger una cosa o la otra, el vaso o la pistola; prolongar su vida por un par de  horas más, luego de tomarse el vaso con agua, hasta que su cuerpo se deshidrate por completo  o pegarse un tiro.

¿Cuál será su elección?

lunes, 24 de julio de 2017

Silencio

Había sido una noche larga y Jaime estaba completamente desconcertado con lo que había ocurrido.

A eso de las 6, recostado y tranquilo en su cama, sonó el teléfono. Era Carlos que lo invitaba a salir de rumba para celebrarle el cumpleaños a Camila, su novia “¿Y quiénes van?” preguntó Jaime, luego de un suspiro sobrecargado de modorra. “Yo, Camila, un par de amigos de ella y Catalina”

“¿Cuál Catalina?”
“Cáceres huevón, ¿cuál otra conocemos?”

Jaime había estado detrás de la Cáceres, por mucho tiempo, hasta que por fin se cuadraron. En lo que duró su relación parecían más amigos que novios y antes de completar 6 meses juntos terminaron. 

Luego de eso Jaime se desinteresó por completo de Catalina, en cierto momento dejó de gustarle, y trataba de evitarla a toda costa. Le parecía extraño eso, el hecho de que en cierto momento alguien nos vuelva locos y luego, de la noche a la mañana, esa persona pase al plano del olvido. “¿A dónde se va todo el amor que sentimos por una persona en determinado momento?” solía preguntarse. “Quizá está con nosotros por momentos y si no funciona en nuestras relaciones emigra hacia otras con mayores probabilidades de éxito.”, era la explicación que le parecía más precisa. 

“Bueno, hágale, ¿me recoge?”
“Si princesa, a las 8 paso por usted”

Cuando se montó en el carro de su amigo Camila lo saludó con un exceso de efusividad que evidenciaba inicios de alicoramiento. “¿Listo pa’ la rumba Jaimito?” le pregunto, mientras le zampaba un pico y le alcanzaba una lata de cerveza. Jaime le respondió con una sonrisa floja, aceptó la bebida y luego le dio un sorbo con desgano.

El lugar de la celebración quedaba en las afueras de la ciudad, y en lo que duró el trayecto Jaime se la pasó mirando por la ventana tratando de participar lo menos posible en la conversación que sus amigos tenían con Angelica, una desconocida que iba sentada a su lado, Ella había acabado de terminar con un tal German y su plan era embriagarse hasta lograr un estado de inconsciencia. 

Luego de un viaje que duró más de media hora, llegaron al bar. Le dijeron al gorila que cuidaba la puerta, un hombre con la cabeza rapada y una chaqueta larga negra, a nombre de quien estaba la reserva. A Jaime le pareció que el hombre examinó al grupo cómo con ganas de estrangular a alguien. Luego agarró la solapa de la chaqueta entre el índice y pulgar de su mano derecha y repitió el nombre que le dieron. Al rato alguien le contestó y los dejó seguir.

En la mesa reservada, ubicada al fondo del bar, había muchísima gente, más desconocidos que conocidos. En lo que duraron los saludos Jaime recibió una avalancha de nombres que olvidó al instante y apenas se sentó alguien le pasó un vaso con una bebida oscura. Dio las gracias y decidió no tocar el brebaje, quería permanecer en sus cinco sentidos esa noche.

En la transición de un vallenato a un merengue varias parejas dejaron la mesa y su lugar fue ocupado por otras que llegaban sudorosas y sonrientes. Entre ellas venía Catalina quien, al ver a Jaime soltó la mano de un hombre alto y flaco, se abalanzó a saludarlo con una efusividad que no fue correspondida.

Mas tarde, en la pista de baile el grupo formó ese típico círculo intimidante, en el que algunos valientes, víctimas del licor quizá, se lanzan a bailar en al centro. De repente Catalina ocupó ese lugar y comenzó a examinar con detenimiento a quien iba a sacar a bailar. Jaime se hizo el loco todo lo que pudo, hasta que los brazos de ella le rodearon su cuello y lo arrastraron como un remolino hacia el centro del círculo, que se deshizo al instante para transformarse en parejas de baile.

Catalina le bailaba de forma exagerada y sugestiva a un Jaime bastante incomodo, que dudaba en donde poner las manos, y se movía torpemente de un lado a otro intentando llevar el ritmo de la canción.

Con algo de suerte hizo contacto visual con Camila, y, en silencio. le suplicó que le ayudara. Camila reaccionó y grito fuerte “¡Cambio de pareja!” y lo rescató. Fue una noche muy larga.

De vuelta a la ciudad, Angélica su compañera de puesto, se fue con un hombre del grupo que acababa de conocer y Catalina ocupó su lugar.

Catalina recostó la cabeza en el hombro de Jaime, que se quedó congelado el resto del camino, mientras Carlos discutía con Camila y le reclamaba que por qué había tomado tanto. 

Cuando llegaron a al apartamento de Camila, Carlos la tuvo que bajar del carro y acompañarla hasta el apartamento pues no se podía sostener por si sola. Jaime, en un amague de ayudar a su amigo, salió del carro y se sentó en las escaleras de la entrada. Al instante Catalina lo siguió y se sentó a su lado “Hace frío" le dijo.  Jaime le respondió “si” sin voltear a mirarla. Catalina decidió no hablar más y le cruzo un brazo por encima del hombro.  pasados un par de minutos, se puso a recordar el tiempo que habían pasado juntos, y al final le preguntó que si no quería volver con ella. Jaime no contestó nada. A punto de hacerlo, cuando el silencio exigía una respuesta de su parte, Carlos salió del edificio. “Súbanse al carro, que noche de mierda esta” 

Ambos le hicieron caso sin responder nada. El resto del viaje lo compartieron en silencio.