jueves, 21 de septiembre de 2017

Resucitar de la oscuridad

Cierro los ojos, los abro, los cierro, los vuelvo a abrir. Cuando los cierro no vedo nada, o veo oscuridad que es lo mismo; imagino que así ven los ciegos. Cuando los abro puedo ver un poquito con la ayuda de la luz de la calle alcanza a meterse al cuarto, entonces veo los bordes de los muebles y sombras con extrañas formas que se mueven lento y rápido. No le tengo miedo a la oscuridad, pero no me gusta su silencio. Si me concentro escuchó ruidos que no sé de dónde vienen y que si me asustan un poco. 

No sé cuánto tiempo llevo despierto. Dormir es extraño. Una vez, en una revista que alguien trajo a la casa, en la portada decía: “Dormir es como morir un poco.”. A veces cierro los ojos y me muero muy rápido, claro que eso es imposible saberlo, pues creo que tendría que estar despierto para saber que me quede dormido y, además, tendría que ser otra persona diferente de mí, otro Nicolás, para verme durmiendo. Otras veces, como hoy, cierro los ojos y no pasa nada, me quedo ciego pero no muero.

Nunca le he dicho a mamá, pero me gusta pensar eso de que muero cada vez que me duermo, y que resucito al siguiente día. Cuando la acompaño a misa, nunca le pongo atención a lo que dice el padre. Me gusta como suena cuando las personas recitan en voz alta las oraciones, una de esas dice: resucito al tercer día según las escrituras, ¿cuáles escrituras? Si fueran las mías, muchas personas podrían leerlas, la profe dice que tengo buena letra, pero si fueran las de Mariana, nadie las entendería, escribe chiquito y apeñuscado. La profe siempre la regaña por coger mal el lápiz, pero ella no le hace caso o no puede, no sé. 

No creo eso de resucitar, ¿no será más bien que estaba muy cansado, se quedó dormido, y luego despertó al tercer día? Ayer, por ejemplo, cuando llegué del colegio estaba muy cansado; había jugado un partido de fútbol durísimo en el que me hice un golazo. Jacinto, mi mejor amigo, estaba súper rabón, porque le tocó tapar, pero él fue el último que llegó a la cancha y esa es la regla, igual que la ley de la botella: el que la bota va por ella. Tenemos que cumplir las reglas que inventamos para los partidos de fútbol, o si no ¿qué?

Apenas llegué a la casa, almorcé una sopa verde fea, arroz y fríjoles. También había plátano, pero no lo probé porque me gusta mezclar la comida de sal con la de dulce. Después jugué un rato en el computador. El juego es de un personaje que tiene que pasar diferentes mundos y niveles al final tiene que enfrentarse a monstruó súper difícil de cachos y color rojo, se parece al diablo. Uno de mentiras, quién sabe si el de verdad sea así, con cuernos y esas cosas. Una vez, en la misa el padre dijo que el diablo estaba en cada uno de nosotros, que por eso debíamos volvernos a Dios. No entendí nada y después se me olvido preguntarle a mí mamá qué significaba lo que hablaba el viejito loco de pelo blanco y sotana. A ella no le gusta que le diga así, pero es que siempre anda despelucado y tiene mirada de loco o, por lo menos, así me parece a mí. 

Mí personaje en el juego es un Nigromante que puede resucitar esqueletos y otras seres que le ayudan a pelear; el que más me gusta es un Golem de fuego que se mueve muy rápido y quema a los bobos que se le acercan. En el juego si creo en eso de resucitar, pero porque es un juego, en los juegos si puede pasar cualquier cosa que en la realidad es no pasa. 

Luego de eso estaba muy cansado y mamá me dejo dormir. Menos mal que no me habían dejado tareas o si no, me hubiera tocado hacerlas y esperar a dormir hasta por la noche, osea ahorita, este momento en el que no he podido quedarme dormido.

Hace un momento, no sé cuantos minutos ni segundos, me quedé sin moverme por un rato para ver si me quedaba dormido, pero no pasó nada, sigo despierto con los ojos cerrados. También me me moví y me acomodo de un lado y luego del otro, y sigo despierto o ciego. Ahora tengo calor; no, no solo es calor, también tengo ganas de hacer pipí.

No me gusta cuando me dan ganas de hacer pipí por la noche. El baño de mi casa queda al final del corredor y Juliana, mi hermana, dice que ahí asustan. Mi mamá me dice que no le crea, que sólo dice eso por molestar, pero ella una vez me dijo: “Vas a ver Nico, un día se te va a aparecer una sombra en él corredor y te va a empujar”.

Yo no creo que una sombra lo pueda empujar a uno, pues una sombra es como vapor, ¿no? pero prefiero no averiguarlo. Todavía tengo ganas de hacer pipí así que estoy ideando un plan para llegar al baño sano y salvo. Ya dibujé en mi mente un mapa de mi terreno de operaciones. Más o menos así:


Primero, cuando abra la puerta de mi cuarto, me voy a pegar a la pared, como he visto que hacen los policías cuando persiguen a los malos y no quieren que les disparen,  hasta llegar al mueble. Ahí en el mueble está el interruptor, pero si lo utilizo mi mamá fijo se levanta y comienza a regañarme por seguir despierto a estas horas, por eso cuando alcance ese lugar, me voy a quedar quieto por unos segundos, no muchos para no darle ventaja a la sombra que debe estar vigilando el pasillo. Después, gritaré: carraspirulis y arrancaré a correr al baño. Sólo yo y Jacinto conocemos, conocemos esa palabra que nos hace más rápidos; por eso es que a Jacinto y a mí nos va tan bien en las pruebas de atletismo.

Acabo de llegar del baño, todo paso muy rápido y no estoy seguro si seguí mi plan al pie de la letra. Cuando estaba escondido y protegiéndome con el mueble de los vinos, escuché un ruido en la cocina, que no incluí en el mapa pues no está conectada al corredor, y ahí si me dio miedo de verdad, entonces corrí al baño sin decir nada, hice pipí y cuando salí ahí si dije carraspirulis, pero creo que no era necesario. Me pareció que la sombra no estaba por ningún lado, de pronto es que le gustan unos días más que otros o sólo quiere molestar a Juli. 

Cuando me metí otra vez a la cama, cerré los ojos y creo que me quede dormido muy rápido, pues lo único que recuerdo es cuando mi mamá me llamó y resucité para alistarme para el colegio.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Ligero

A Daniel Salazar le gustaría ser ligero. Cree que las cosas que no tienen casi peso, una pluma, una mota de polvo, una miga de pan, carecen de importancia para las personas.

Todo él es peso, una mole andante de órganos y vísceras. Daniel todavía no entiende las ganas que tenemos de ser importantes, alguien de peso, mejores que los otros, estar por encima de nuestros pares de cualquier manera, de ahí sus ganas de ligereza.

A Salazar no le importa tener que andar por la vida arrastrando su pesado cuerpo, ojalá sólo fuera eso, pero sabe que lo que más le pesa son las obligaciones como ser humano, acompañadas por la solidez de sus pensamientos, y el tener que cumplir con un sinfín de requisitos que, se supone, lo acreditan como buena persona, alguien normal: un buen esposo, buen trabajador, buen cristiano; una lista, más bien, de nunca acabar. 

Está cansado. Recuerda la tira cómica de Mafalda en la que Felipe, en un particular soliloquio, se pregunta: ¿Qué necesita ser una vaca para ser vaca? Ser vaca, ¿qué necesita ser un león para ser león? Ser león, ¿qué necesita un humano para ser un humano? ingeniero, abogado, médico…de ahí sus ganas de ser ligero, ser Daniel o Salazar, no le importa como lo llamen, sin necesidad de ser nada o nadie más.

Le gusta también la opción de no resistir que otorga la ligereza, de dejar ser. “Al aplicársele una acción al cuerpo ligero, este no reacciona de ninguna manera” piensa. Poco después concluye: “La pluma, por ejemplo, no se enfurruña con la persona que por juego o molestia la hecha a lejos con un soplido, en cambio toma vuelo por un momento y al rato se revuelca de nuevo por el piso, y ahí se queda hasta que una corriente de viento la levanta y la lleva de nuevo a quién sabe dónde. 

Ser ligero, ser nada, nadie; despojarse de todo tipo de peso. A eso aspira Daniel.

martes, 19 de septiembre de 2017

Trompicones

Me gusta esa palabra y no sé por qué apareció en mi mente, pues creo que nunca la he utilizado, no sé, supongamos que me haya resbalado hoy y que quiero contar el episodio; no empezaría diciéndoles, imagínense que hoy tuve un trompicón, diría algo como hoy me resbalé y casi me parto la cabeza. Pensé en decir crisma, pero pues es igual de rara que la otra. Entonces si usted se fija, querido lector, el lenguaje a veces también se desarrolla a punta de trompicones.

Quizá por eso es que las relaciones, las mías, las suyas; que tenemos con otras  personas  a veces se complican, pues las palabras se atropellan en la boca, unas mueren y nunca logran abandonar nuestro cuerpo y las que sobreviven tienen trompicones hasta que logran liberarse de su encierro, pero como vienen desbandadas, salen en desorden y decimos lo que no queríamos. 

De pronto andar a punta de trompicones es el orden natural por el que se rigen todos nuestros asuntos, pero como especie terca que somos, intentamos controlar todo lo que nos ocurre y ocurrirá, pero el caos y la aleatoriedad hacen de las suyas y destrozan todos nuestros detallados planes.

¿Por qué estoy hablando de trompicones? Porque es algo que siempre le ocurre a mi plan de lectura, es decir, a veces me propongo leer ciertos libros y alcanzó a ordernarlos mentalmente de alguna manera: primero tal, luego este otro, después ese que hace rato tengo en mi radar de lectura pero, de repente, a punta de trompicones, me cruzo con libros que por X o Y motivo me enganchan.

Por ejemplo, hace poco di con 4321, la última novela de Paul Auster y como estoy leyendo otro de ese autor, me metí a Amazon a mirar de que trata y leí la primera página que habla sobre un emigrante que llega a Estados Unidos y alguien le dice que olvide su apellido, pues no le hará bien en ese país. El hombre le sugiere que responda Rockefeller cuando le pregunten , que fijo no tiene pierde con ese apellido. 

Cuando el hombre llega al puesto de control y le preguntan como se llama, ya se le había olvidado el nombre que le habían dicho y solo atina a afirmar en Yiddish (Judio-Aleman) Ikh hob fargessen (Lo he olvidado) y así empieza su nueva vida como Ichabod Ferguson.

Me parece un inicio brillante para una novela que llega a los trompicones a mi vida. La misma pregunta de siempre, ¿cuándo la voy a leer?

lunes, 18 de septiembre de 2017

1500 palabras

Esa es la cuota mínima. Escribo un párrafo y dos líneas de otro. Alcanzo 108 con el título. Las leo y releo un par de veces y están bien flojas. Me acuerdo del cover de Crossed eyed Mary de iron Maiden , y abro una ventana de Youtube para escucharlo. 

Con la canción como música de fondo, vuelvo y leo lo poco que he escrito para decidir si sigo por el camino que está tomando el texto o si mejor lo borro, me decido por la segunda opción y escribo un nuevo párrafo de 74 palabras, mucho más acertado y sincero.   

Mientras deslizo los dedos por encima del teclado rápidamente, manía que tengo cuando me quedo sin palabras para teclear, me acuerdo que el líquido de lentes que utilizo está a punto de acabarse. En los últimos días lo he preguntado en varias partes y no lo he encontrado. Llamo a otro sitio y la mujer que me responde, María, me dice que si lo tienen. “¡Bingo!” pienso. Le pregunto que si lo puedo pedir a domicilio y me dice que si. Después de darle todos mis datos, encargo 2 frascos, cuelgo y estoy de vuelta en el escrito, pero no se me ocurre como continuarlo. 

Me llaman del lugar, supongo,para confirmar el pedido, pero la mujer, una tal Marcela, me dice que no lo tienen y me pide que la disculpe. ¿Y ahora qué? Llamo al laboratorio que lo produce, les cuento que estoy buscando el producto como loco, le pregunto que si lo van a descontinuar o qué. Me dice que no. “¿Y en dónde lo puedo conseguir?, ¿ustedes lo venden?” responde que no, pero me da el teléfono de otro lugar. 

Llamo y quien me contesta me dice que si lo tienen. Le pido la dirección, le doy las gracias y cuelgo. Otra vez estoy de vuelta en el artículo que aún no es artículo. Guardo y cierro el documento, tal vez lo que me falta es salir a caminar un rato, ver gente, mirar si algún suceso hace que se dispare mi subconsciente y/o la asociación de ideas. Decido ir a comprar el líquido.

Cerca del lugar paso por una plazoleta en la que el año pasado dejamos dos botellas de cerveza con M., antes de que se fuera a vivir a Canadá, a medio comenzar. Ese día Ya habíamos tomado y esa última compra fue un capricho de borracho. Igual creo que, a diferencia de las cervezas, nuestra conversación no quedó inconclusa, aunque ¿quién sabe?, siempre habrá más cosas por decir.

Hoy, en ese lugar, todas las bancas estaban ocupadas. Vi, aparte de un montón de palomas que caminaban torpemente, a una mujer, seguramente una estudiante, concentrada en la lectura de unas fotocopias a pesar de la cacofonía urbana; una pareja de adolescentes agarrados de la mano; dos policías, con sus chalecos verdes fosforescentes tomando notas; un hombre de aspecto sospechoso con cachucha y una bolsita en las manos.

Después de dar vueltas un rato por fin encuentro el edificio que ya había pasado de largo apenas tomé la carrera 16. En la recepción hay fila y la hago para ver si el celador me tiene que dar una ficha de ingreso. Espero que no me toque, porque suelo olvidar documentos en las porterías. Cuando es mi turno saludo al hombre y le digo, como si le interesara lo que estoy a punto de hacer, que voy para el consultorio 718 sólo a comprar un líquido. “Siga” me dice señalando los ascensores. 

Cuando me bajo del ascensor elijo ir hacia la derecha y el primer número de consultorio que veo es el 703, así que me devuelvo; nunca le pego al sentido en el que queda el consultorio al que voy. Por fin en el lugar, pido tres frascos mientras me pregunto si serán los últimos que quedan sobre la faz de la tierra.

De vuelta a casa, paso otra vez por la plazoleta y no veo a ninguna de las personas que vi antes, no puedo decir lo mismo acerca de las palomas. Camino en sentido contrario al tráfico hasta que pasa el bus que me sirve. Cuando me subo un hombre le está hablando a los pasajeros, me quitó el audífono derecho para ver que dice y está contando un cuento al que llego tarde. 

 La escena trata sobre un perro que está en un cuarto con un bebe. El perro tiene la boca llena de sangre. Cuando el dueño llega y lo ve, mira la cuna del hijo y también tiene sangre, así que va por una pistola y mata al perro. Se supone que el bebe sigue durmiendo plácidamente después del estruendo, así lo contó: “El bebe no se despertó y sigue dormido”. El hombre se acerca a la cuna, esperando lo peor, destapa a su hijo pero ve que está intacto y se sorprende al encontrar una serpiente hecha pedazos muy cerca de la cabeza del niño.

El hombre nos da las gracias y dice: “No los molesto más”. Esculco mis bolsillos y le doy unas monedas. Por la ventana veo como una mujer de pelo crespo negro y largo le pone la mano a una buseta que pasa de largo. En ese momento suena “Get Ready”,  una canción que siempre me ubica en un buen mood: “I’m in the mood get ready, I’m in the mood come on now”. 

Me bajo un par de cuadras antes de donde pensaba bajarme, porque quiero caminar por una calle que me cae bien; pues si, creo que existen calles agradables y otras aburridoras. A punto de cruzar una carrera apenas bajo un pie del andén, veo por el rabillo del ojo que alguien viene en bicicleta, freno en seco, doy un paso atrás y volteo a ver quién es. Es una mujer de pelo negro largo que. en un segundo me sonríe, a mí, a mí decisión o a ambos, pues de no haberla tomado, seguro nos habríamos estrellado. Es bonita, pienso caminar en su dirección para verla mejor y,  pero en cinco pedalazos desaparece de mi vida para siempre. En ese momento el dios de la aleatoreidad hace que suene My Michelle , canción que me parece perfecta.

Cuando llego a la casa ya es tarde y tengo pereza de escribir el artículo. Parece que la salida, a pesar que despejo mi mente no funcionó para la generación de ideas , pero ¿cómo saberlo?. Estás fueron 1607 palabras, ¿de dónde voy a sacar las otras 1420 que me hacen falta?

sábado, 16 de septiembre de 2017

Sobre el amor y la amistad

Aprovecho eso de “día del amor y la amistad” para contarles acerca de Angélica, sobre la que creo ya he escrito alguna vez en este, mi blog, su blog, estimado lector, bajo otro nombre. A la larga el orden de los nombres no altera el producto, es decir, el texto, las palabras que usted ha leído y las que le quedan por leer. Bien podría llamarla Petronila, pero no conozco nadie con ese nombre y si algún día me encuentro con una mujer que lo tenga, lo siento, pero me voy a morir de la risa. 

A Angélica la conocí en el matrimonio de un amigo. Durante la ceremonia en la capilla no dejé de mirarla, algo que debió resultar muy obvio porque ella se sentó detrás mío, no exactamente a mis 6, sino más o menos a las 4:37. 

Cuando pasamos al salón de la fiesta, y luego de ubicar la mesa que nos correspondía a mi y a mis amigos, a la que ella también estaba asignada, Angélica se sentó a mí lado de una. Uno de esos momentos en que uno dice mentalmente: “Gracias chuchito” sea o no creyente. Tiempo después me confesaría que actuó bajo la siguiente premisa: “Pues si me miro tanto, a ver qué va a hacer”. 

Imagino, ya no recuerdo bien, que en algún momento rompí ese molesto hielo que se interpone entre los desconocidos a los que les toca la misma mesa en ese tipo de reuniones y que habremos bailado algunas canciones. Antes de que la fiesta se terminara le pedí su número de celular y después de 3 semanas comenzamos a salir. 

Esa época coincidió con el día del amor y la amistad. Ese día la recogí en su casa y me pidió que la acompañara a comprar unas botas, plan aburridor al que no me opuse, pues quería estar todo el día con ella. 

Fue en un centro comercial donde el amor tomó un mal camino. Estábamos sentados en un almacén y me incliné a darle un beso, que recibió como si fuera un maniquí. Cuando me di cuenta y me eché para atrás, le pregunté que qué pasaba. Me dijo tan fría como un robot: “Es que hay veces que me siento obligada a corresponderte los besos”. 

Yo me emputé mucho y utilicé un cliché digno de telenovela mexicana: “Yo no estoy mendigando amor” o algo así fue lo que le dije. Me puse de pie y le dije que mejor dejáramos ahí, que todo bien, pero ella me agarró de la mano e insistió en que me quedara, que ya teníamos hecha la reserva en el restaurante. Como uno suele aprender más a las patadas, acepté. Esa noche hubo más besos que, supongo, no fueron 100% honestos, si tal cosa se puede decir  sobre algo tan complicado y tan fácil de dar. 

Al siguiente día Angélica me marcó al celular, pero me dio pereza contestarle. Días después hablamos por última vez fue por msn Messenger; una conversación llena de indirectas mordaces y algo que parece haber ocurrido hace siglos.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Capuchinos fríos

La mujer tiene el pelo negro y le llega por debajo de los hombros. Lleva puesto un overol de Jean azul y una camisa blanca. Su interlocutor es un hombre de aspecto atlético y, al parecer, más joven que ella. 

Su tema de conversación es manejar en la ciudad. Un tema sencillo, quizá nada del otro mundo, pero la mujer y el hombre hablan y se cuentan diferentes episodios de manejo aquí o en tal calle.

De vez en cuando uno o el otro ríe de lo que acaba de escuchar. En un momento el mesero llega a la mesa y pregunta de manera retórica: “¿2 capuchinos?” “si” contesta el hombre.

Otra vez solos, la conversación se apaga; parece que no tienen nada más que decirse o que se les acabaron las historias relacionadas con los peligros de manejar en la ciudad. 

El tema anterior era, tal vez, un salvavidas que los mantenía a flote en el mar de conversaciones profundas. El hombre la mira, le toma la mano, sonríe y le dice: “Bueno, ahora yo te tengo que contar un par de cosas”

El lugar está repleto y hay mucho ruido de voces, cubiertos estrellando platos, música de fondo, carros que pasan por la calle. A pesar de que los tengo casi sentados en mí mesa, no escucho nada de esas cosas que el hombre le cuenta.

Sus palabras alteran la tranquilidad de la escena, pues apenas deja de hablar la mujer comienza a llorar, como si le hubieran dicho que un ser querido acaba de morir. 

Su asunto, sin tener idea de qué se trata, me llama mucho la atención, pues está cargado de drama, muestra la vida o vivir tal cual como es: personas despojadas de falsas risas, con sus sentimientos en carne viva. Es fácil relacionarse con eso, pues acaso ¿quién no se ha sentido  alguna vez así?

Intento agudizar mi oído, incluso me desplazo sutilmente hacía la izquierda a ver si logro entender la situación, pero nada, mi intento fracasa, y lo único que logro captar son frases sueltas cargadas de sentimiento por parte del hombre: “La persona que lo hizo es alguien muy cercano, alguien de la familia”, “Estamos todos juntos, lo importante es mirar hacia adelante, “Yo voy a estar muy pendiente de lo que va a pasar”. Lo que dice la mujer es imposible de comprender,  habla entre sollozos y está muy alterada.

En medio del sufrimiento, en una mesa de enfrente, una mujer con saco rojo sonríe y le habla fuerte a un hombre, al tiempo que chasquea los dedos para hacer énfasis en lo que dice. Su actitud suelta y alegre contrasta obscenamente con el drama de la mujer y el hombre.

Ahora la mujer del overol llora desconsolada, el hombre se inclina hacia ella y la abraza fuerte, mientras le susurra unas palabras al oído.

Al poco tiempo una amiga o familiar de ambos aparece en el lugar. La mujer que aún llora se pone de pie y la abraza, “Tu sabes que siempre cuentas conmigo” le dice la recién llegada. 

Los capuchinos, expectantes, a los que les han dado pocos sorbos, observan fríos la escena.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Tinto con hielo

Diego, también conocido como Doitor, es un buen amigo con el que trabajé hace ya varios años. Ya no vive en Bogotá, pero cada vez que viene de visita procuramos vernos.

Almorzamos una picada, acompañada con una jarra de cerveza. La primera con empanaditas, chorizo, papas criollas, pinchos de carne, ají y guacamole y la segunda rubia; “lager” precisó el mesero.

El buen clima, un sol picante y brisa en una medida justa, completa la buena escena pues, ¿qué mejor que encontrarse con alguien que uno estima y hablar de todo y de nada, de temas, supuestamente, trascendentales y, otros que no lo son en absoluto?

Me cuenta cómo le ha ido viviendo en otra ciudad, qué proyectos tiene y cómo le ha ido con las mujeres. “Pues Juanma, he salido con varias viejas, pero no sé” se queda callado unos segundos y al final, como a manera de confesión, dice: “Hoy voy para la función del Circo del Sol. Compré las boletas hace rato, pues pensaba ir con una viejita.” 

“¿Y con quién va a ir?”, le pregunto.
“Con mi exnovia”, dice al tiempo que suelta una carcajada. Yo si es que no cambio. Yo a esa vieja la quiero mucho.
“¿Y por qué terminaron?”
“Es el momento en que aún no sé. Yo estaba en España y ella me terminó. No se imagina cuanto sufrí con eso; pero ya no me pone ni cinco de atención” concluye.

Sin ponernos de acuerdo, y para ayudarle a pasar ese recuerdo, digamos que ni bueno ni malo, levantamos de forma sincronizada los vasos de cerveza y los chocamos con entusiasmo. En su interior, el líquido se revuelve como un mar amarillo picado. 

Pagamos la cuenta, pero nuestros encuentros siempre terminan con un café. Ambos lo sabemos así que, sin decir palabra, nos dirigimos hacia uno. Doitor pide un tinto pequeño y me pregunta qué quiero. Me decido por un capuchino y, ya en la barra, cuando le pasan el tinto, mi amigo pide un vaso con hielo.

“¿Y eso para qué?”, le pregunto. Imagino que tiene que ver con la costumbre italiana de pedir una copita de agua con los expresos pero, en este caso el agua va en su estado sólido.

“Es que yo sirvo el tinto ahí”
“Que va, a ver muéstreme”
“En serio, así suelen hacer algunas personas en la época de verano en España, y luego de vivir allá se me pegó esa costumbre.

Por un instante imagino a Doitor como el personaje de una novela, y que su inusual costumbre sería perfecta para definir algún rasgo de personalidad. Todos, creo yo, somos literatura.