viernes, 6 de octubre de 2017

Sin Habla

Un día, de repente, Olga Flórez dejo de hablar. Lo hacía, como la mayoría de nosotros, desde pequeña, pero un día se quedó sin palabras, sin lenguaje, sin habla.

Primero, el caso fue evaluado por fonoaudiólogos expertos en trastornos de la comunicación humana y luego por reconocidos logopedas que no encontraron ni dieron con la causa de su extraña condición.

Como ningún de esos especialistas logró encontrar nada en particular, prestigiosos médicos psiquiatras entraron en acción, pues cuando las razones del síntoma no se identifican a "simple" vista, lo más probable es que su origen se deba a una falla en nuestro disco duro; pero estos tampoco encontraron nada, pues su labor se dificultó a niveles impensables pues no podían dialogar con la paciente, uno de los requisitos básicos de su práctica.

La ciencia médica antes había tratado casos al revés es decir, de niños que al haber sido maltratados de forma física y psicológica de pequeños, o que habían sufrido un fuerte trauma en sus primeros años de vida, se les dificultaba encontrar el habla, por decirlo de alguna manera. En estos casos, los especialistas sabían cómo guiarlos por el camino adecuado para que dieran con ella, pero con Olga todo el conocimiento adquirido no servía para nada.

¿Qué pensará? Se preguntaban todos los días, pero solo ella, que tenía frecuentes monólogos mentales para no enloquecer, lo sabía.

Ya cansada de tener malentendidos con familiares, amigos y conocidos, un día  decidió no hablarle a nadie durante un lapso de tres meses, luego de deducir que las palabras, muchas veces, son malinterpretadas y son el principal detonante de los conflictos entre las personas.

En un calendario pegado en la pared de su cuarto iba tachando los días de su reto, llamémoslo no verbal, y cuando por fin lo cumplió, cuando abrió su boca para hablar no logró hacerlo; las palabras se le estrellaban en su mente, pero no encontraban manera alguna de ser expulsadas.

Hoy en día Olga Flórez continua sin hablar y trata de llevar, en la medida de lo posible, una vida normal, si es que existe tal cosa; eso sí, una vida con menos malentendidos.

jueves, 5 de octubre de 2017

Pronunciación

Fanshawe es el nombre del protagonista de La Habitación Cerrada, el tercer libro de la trilogía de Nueva York de Paul Auster. Me intriga la pronunciación ¿Fans-Haw, Fanshaw? A poco de acabar el libro, no me decido por ninguna, y lo leo de cualquier forma, incluso a veces ni me preocupo en pronunciarlo para no darle más vueltas al tema en mí cabeza. Si se llamara John, o Mark no tendría pierde alguno.

Sé que no es un asunto de vida o muerte y que voy a poder vivir sin necesidad de saber cómo se pronuncia correctamente, pero el nombre de un personaje y como lo leamos, cambia la imagen mental que nos hacemos de este.

Hace mucho tiempo, estoy hablando del año 2007, cuando leí Millenium, de Stieg larsson, comenté algo de la novela con una amiga que también la estaba leyendo. No recuerdo a que hacía referencia el comentario, pero tenía que ver con Dragan Armansky, director de la Milton Security, la firma de seguridad para la que trabajaba Lisbeth Salander. Apenas mencioné al personaje, mi amiga me preguntó “¿quién?”, se lo volví a repetir y dijo: “Ahhh Dragan Armansky”, y lo pronunció de una manera completamente diferente a la mía, marcándole el acento en sílabas diferentes.

De pronto le he dado a Fanshawe rasgos de Fans-Haw y Fanshaw, y es un híbrido entre los dos, y es posible que el personaje haya tomado más fuerza y carácter por eso, por un mero asunto de pronunciación. 

miércoles, 4 de octubre de 2017

Medias

La media que lleva en el pie derecho es de color negro y la del otro blanca. El resto de su ropa es negra o, con el tiempo, ha adquirido ese color. Él camina por la 53 un poco más arriba de la caracas. Su piel es oscura y tiene el pelo enmarañado. Está Muy sucio y Seguro que lleva días sin bañarse, pero a él ese hecho parece importarle poco.

Falta poco para el medio día, pero ¿cuánto le importa a él la hora, el tiempo? Ninguna de sus muñecas lleva el aparatico con el que intentamos controlar nuestra ocupada y ajetreada rutina, siempre llena de reuniones, citas importantes, o de nada pero casi siempre tenemos, queremos o creemos tener algo que hacer.

De milagro lleva ropa puesta, quizá su único patrimonio en esta vida; eso y una empanada amarilla que, junto con la media blanca, son dos parches coloridos que resaltan de esa mancha ambulante que es todo él y que se mueve por las calles de la ciudad.

Da gusto verlo comer, los mordiscos que le da a la empanada son  decididos, pausados y tranquilos. A diferencia de otros personajes en la misma situación su cara no refleja odio ni resentimiento. Lleva un semblante tranquilo, como el de alguien que espera un mejor mañana.

Su media blanca, tal vez un amuleto, resiste intacta los embistes del pavimento. Sigue pulcra ante la indiferencia de la ciudad.

martes, 3 de octubre de 2017

Pagar el gas

Llego al banco y cuando termino de subir las escaleras, el celador del lugar, un hombre con un traje azul, corbata roja y una reata de la que cuelga un bolillo negro y amenazante, me saluda.
“ ¿Acá se puede pagar el gas?” le pregunto
“Si claro” responde como si nada.

Me dirijo a la fila y delante mío hay 13 personas. Sé que la espera va a ser larga así que trato de distraerme con cualquier pensamiento no relacionado con la transacción bancaria. 

Al rato llega otra mujer a hacer fila. Después de unos minutos pronuncia en voz alta, a modo de disparo al aire: “No, esto sí que está demorado hoy”. No quiero caer en su conversación, pero en un arranque de cordialidad, volteo para responderle: “Si, y solo hay dos cajeros”. Afortunadamente mi respuesta es lo suficientemente floja para que la conversación muera justo ahí.

Después de un rato la señora, con cara de misericordia me pide que le cuide el puesto, que va a averiguar si puede pagar en el Éxito. Apenas le dijo que sí, sale disparada.

La fila no se ha movido para nada. Una nueva mujer, con aspecto de señora de los tintos, asumo por el delantal que lleva puesto, ocupa el lugar de mi antigua acompañante.

La fila por fin se mueve. Cuando quedo acomodado en mi nuevo puesto, la señora de los tintos, sin haber establecido contacto visual, sino tras un análisis de la factura que tengo en la mano, dice: “Acá no se puede pagar el gas, ayer yo vine a pagarlo y me toco ir al éxito porque me dijeron que acá no lo recibían.”

Hago cara de asombro, pero no respondo nada. Confío en lo que me dijo el vigilante, así que continuó haciendo la fila más lenta del mundo.

Mientras tanto, el celador se pasea cerca de la fila, para cerciorarse de que nadie esté usando el celular. Aburrido y todavía con 10 personas por delante, me aventuro a sacarlo para distraerme un rato, y ubico mi cuerpo detrás de una persona para que el celador no me fastidie.

De repente el hombre de la corbata roja pega un grito con acento costeño: “!Allá el señor, por favor guarde el celular!” ¿Cómo carajos me vio? No sé, pero le hago caso al instante, pues no quiero ser molido a palos, mucho menos por el celador de un banco que parece un personaje de Jumanji.

La mujer que decidió abandonar el barco, que rima con banco, para ir a pagar al Éxito no ha vuelto, seguro que ya logro pagar su recibo y, por hoy, está libre de transacciones bancarias.

Decido imitarla, le pido a la mujer que está detrás mío que me cuide el puesto y salgo hacía el Éxito. Ya en ese lugar, en la fila de pagos sólo hay una persona delante de mí. Sonrío al haberme librado de la experiencia “fila de banco”. 

Justo cuando es mi turno para pagar la cajera detrás de la maquinita que contiene los papeles del baloto, me mira con pena mientras me dice: “Lo siento se acaba de caer el sistema. Le pregunto que donde más puedo hacer el pago, y me dice que en un Farmatodo.

Camino hasta el lugar y la mujer que atiende me dice que en ese lugar el sistema también está caído. Un señor pregunta que dónde más se puede pagar. Le digo que en un Olímpica cercano también hay un punto de Baloto. “¿Olímpica?,  ¿en serio?” responde y pregunta en un tono incrédulo. Otro hombre, como para que dejemos de darle vueltas al asunto de la olímpica, se dirige hacia la cajera y le dice: “pero cuando se cae el sistema, se cae en toda la zona, ¿cierto?” La cajera confirma la suposición del hombre con un ligero movimiento de cabeza.

Miro al hombre que acaba de hablar, quien al instante siente mi desazón y me dice: “pero aquí no más, en el Sudameris, puede pagarlo.”

Camino hacia ese lugar, imaginándome otra fila eterna. Cuando entro al banco paso por una capsula de seguridad e imagino que va a fallar y que me voy a quedar encerrado en ella el resto de la tarde. En el banco no hay fila, supongo que tiene que ver con la capsula, pero no puedo precisar por qué. Me acerco hacia el mostrador y le pregunto a la cajera que si reciben el gas. Me responde que sí, sonrío y le cuento que he intentado pagarlo en tres lugares diferentes. Ella me mira con ese típico gesto cordial de “¿y a mí qué me importa?”, recibe la plata, le pone un sello al recibo y me lo entrega.

lunes, 2 de octubre de 2017

Ahora

Esta es la historia que acompaña a Recuerdos

“¿Aló, aló?” inquirió Ramón cuando alzó la bocina. Solo hubo mutismo. “¡Chiflado!”, bufó a continuación. 

“No hagas caso mi amor, autoriza al loco a continuar con su vida irracional”, dijo Omu.

“No lo soporto más, hoy nos llama y mañana nos busca para acabar con nosotros, sólo nos proporciona zozobra”.

“jaja”, rió Omu y su boca adquirió una amplia sonrisa. A continuación dijo a su novio: “Como inflas las cosas”. Lo miro callada por un corto lapso y al rato concluyó “no hay ningún humano más tranquilo. Loco y todo y, aun así, tranquilo. “¿y si hablo yo, mi vida?” indagó Omu algo tímida.

“olvídalo, no hay oportunidad alguna. Si Julio murió para mí, lo mismo, y mucho más, para ti.”

Originado su noviazgo, nada había cambiado, la situación continuaba igual. Julio buscaba a Omu, como un niño glotón busca a su mamá para solicitar comida. 

Acostada, con la alfombra amarilla como cama, contigua al sofá, y como una aparición—así lo intuyó Ramón—, Omu lo solicitó con intranquilidad; lo ansiaba a su lado. Su novio, todavía con la bocina a la mano, asintió y corrió para acompañarla. 

Por mucho rato hubo, caricias y gritos ahogados. Un oasis pasional inundado con calma, justo para aplacar la vacilación causada por las llamadas. 

A los cinco minutos ya habían olvidado todo, la borrasca rutinaria amainó. Los timbrazos por fin acabaron. 

Cuando Ramón iba a asaltarla con pasión, prístinos timbrazos nublaron su panorama. 

Ramón saltó incómodo y Omu lo abrazo. Lo miró y dijo: “Tranquilo, voy a hablar” Omu tomó la bocina y calló. procuró no producir ningún ruido. Ahora sólo transpiraba odio. 

“¿Omu?” indagó la voz al otro lado 

“Si”

“¿Cuándo vas a tornar a mí lado?” 

Ramón no aguanto más. Caminó hacía Omu y asió la bocina con furia. La máquina cayó al piso y lo azotó con furia.

Por fin una oportunidad para la calma. Ninguno sintió agobio al no malograrla. 

Todo fluía dilatado y sin afán. 

Ramón optó por tomar la bocina “Rimus, acá no hay nada suyo”, dijo. 

“Lo liquido”, oyó. 

Ya cansado, Ramón colgó.

Buscó a Omu, la Abrazó y acarició por largo rato. 

Un grito próximo: “Omuuu” y a continuación un disparo, acabaron con su nudo humano.

jueves, 28 de septiembre de 2017

Confabulación

Dos hombres se sientan en una mesa. El primero, que lleva un saco azul y jean del mismo color, le dice a su compañero, un hombre que pone un casco sobre la mesa y tiene una chaqueta de cuero negra con rayas rojas horizontales:

“Yo no quiero que me siga hablando desde lo cómodo.” Su interlocutor lo interroga con la mirada”. Su amigo capta el gesto y le responde: “Le estoy hablando de Catalina, es que ella está retando mi inteligencia. Hoy le dije a ella La prudencia hace verdaderos sabios, se lo dije muy polite y la vaina. Yo no he querido discutir con ella, pero se lo está buscando.”

El de la moto, es decir, el del casco que, supongo, tiene su moto parqueada en algún lugar cercano, levanta la cabeza hacia el cielo como digiriendo las palabras pero guarda silencio, mientras su amigo lo mira a la espera de un comentario que le dé la razón.

En pleno rifirrafe, excelente palabra esta, de miradas y pensamientos, una mujer rubia se acerca a la mesa sonriendo. “¿Será la tal Camila, que vino a dañarles la confabulación y a continuar con su habladito desde lo cómodo?” me pregunto, pero al rato, con lo que dice, luego de darle un beso en la mejilla a cada hombre, confirma que no:

“Nos quedamos acá o nos vamos para otro lado, ¿Camila no sale por acá luego?”, dice la mujer que acaba de llegar.

¿Quién será la tal Camila? ¿por qué le tendrán tanta tirria? ¿Cómo habla uno desde lo cómodo? ¿Realmente la prudencia hace verdaderos sabios? ¿Vale la pena tanta confabulación y la logística que implica poder sentarse a discutir sobre lo que ha hecho o dejado de hacer Camila?, 

La conversación me recuerda aquel semestre en la universidad en el que la exnovia de un amigo quería un segundo tiempo de la relación y, en las tardes, cuando salíamos de clase y pretendíamos tomarnos algo o simplemente echar carreta, elaborábamos intrincados planes para no cruzarnos con ella.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Proporciones

Cuando como queso con bocadillo, me gusta que el pedazo del primero sea ligeramente más grande que el del segundo, pues siempre siento que me sobra bocadillo, o que el sabor de este opaca el del queso, y considero que el éxito de la combinación consiste en una correcta proporción de ambos productos.

Cuando hago tinto por las mañanas me gusta pintarlo con un poco de leche; un pequeño chorro del cual he logrado afinar la medida, a puro ojo, a través del tiempo. Para corroborar esto, apenas la sirvo en el pocillo lo ladeo un poco, qué sé yo, digamos unos 45 grados; si alcanzo a ver el fondo sé que me hace falta servir más. Otras veces, en cambio, el pulso me falla, inclino la caja de leche con muchas ganas, se me va la mano en la cantidad y la sirvo casi hasta la mitad del pocillo, lo que prolonga la tarea pues debo verter de vuelta el excedente al recipiente. Como ven, soy algo maniático al momento de prepararme el desayuno, pero que levante la mano aquel que no lo sea en cualquier otro aspecto de la vida. 

Parece que el tema de las proporciones se vislumbra sobre todo en la comida. Otro ejemplo, que no sé por qué razón ocurre, es el de la carne de la hamburguesa y su pan o panes. Nos la entregan perfectamente armada, la forma circular de la carne coincide, más o menos, con la del pan, pero muchas veces, cuando estamos a punto de acabar con ella, nos sobra un montón de pan para un pedazo ridículo de carne o viceversa.

Cuando me lavo los dientes, encuentro esencial echar la cantidad de crema de dientes justa sobre el cepillo, tarea que a veces se complica cuando el tubo está casi desocupado y sale disparada una gran porción, producto de la frenética manipulación del tubo, que se espicha con fuerza en diferentes ángulos y lados. 

Si nos fijamos bien el tema de las proporciones lo podemos extrapolar casi a cualquier asunto, digamos, por ejemplo, las relaciones afectivas. Supongamos que la armonía en una relación de pareja se deba a la proporción del amor de uno hacia el otro, pero, como casi siempre, ocurre que una persona quiere más o se preocupa más que el otro, y ese es otro claro ejemplo de proporciones desajustadas, que en este caso preciso nos lleva al conflicto.