martes, 24 de octubre de 2017

Atardecer

El hombre escribe mientras el cielo se oscurece rápidamente. Al cuarto sólo lo alumbra la luz de una lámpara de escritorio, que refleja unas sombras sobre la pared, y que tiene una calcomanía que dice: “Cuidado: Para reducir el riego de incendio use bombillos tipo A de 75 Watts.” “ ¿Cuál es el miedo? A veces es mejor arder, ¿no?” piensa, “¿acaso no lo dijo Neil Young y luego lo reforzó Cobain?: “es mejor quemarse que desvanecerse”

Las paredes de la habitación son blancas, pero las imagina púrpuras. Alguien, no recuerda quién, una vez le dijo que ese era el color de la tranquilidad y que, en momentos de angustia, terror o temor, solo bastaba con respirar profundamente y pensar en ese color para calmarse. Hace el intento. Deja de teclear por unos segundos para convertir su mente en un mar púrpura, pero una estampida de pensamientos lo atropella, le hace olvidar la respiración y la pared vuelve a ser blanca. 

Al rato recuerda otro color, el amarillo, una amiga que se esfumo de su vida, como si hubiera ardido, una vez le contó que cuando quisiera pasar desapercibido, tan solo tenía que concentrarse e imaginarse rodeado por una burbuja de color amarillo. Ella escuchó la historia de una mujer que iba por un callejón en el que había unos rateros que no la vieron, gracias a que paso por delante de ellos inmersa en su burbuja amarilla imaginaria. 

Sonríe, le gusta ese relato poco creíble, pero no sabe qué tanto funcionarían las historias si no les inyectáramos una fuerte dosis de credibilidad, por más fantasía que sean. Toma un sorbo de jugo de naranja, sabe bien, le agrada cuando da con la proporción de agua y zumo justa, al igual que con la cantidad de azúcar, no mucha, menos de un cuarto de cucharadita.

Se muerde los labios. ¿Por qué nadie lo llama?, ¿por qué nadie le envía un mensaje que lo distraiga del remolino en el que se ha convertido su cabeza? “Acaba de sonar, ¿cierto?” se pregunta. El aparato se está cargando. Se desliza hacia atrás en la silla para revisarlo. Sabe que lo había dejado en silencio, pero considera vital mentirse, acaso ¿quién no lo hace?

Apenas lo desbloquea le pone sonido. La pantalla le dice “6 mensajes de dos chats”: Uno, es de una amiga que le envía puros emoticones. Se supone que son alegres, pero a él no le dicen nada. Recuerda la canción de los Beatles que dice que “la felicidad es un arma caliente”. Así lo cree, está sobrevalorada y repudiamos la tristeza como si fuera un ente maligno que sólo nos conduce a la desgracia. 

 Cree que ninguna postura, per se, es buena o mala, sólo dos fuerzas que se equilibran como muchas otras cosas en la vida: la muerte y la vida, la noche y el día, el queso y el bocadillo, el sonido y el silencio. El otro mensaje es de una conversación de un grupo de más de 10 personas, en la que se habla de todo y de nada; más bien, le parece, una competencia de egos.

La batería está al 79%, “¿será una señal?” se pregunta, juega con él número, le da la vuelta, 97, ese no le gusta, prefiere el otro. “1979” piensa ahora, ¿qué pasó ese año? no lo recuerda, o no importa, da lo mismo. Si fuera numerólogo seguro le sacaría algún significado importante al número.

Una notificación del celular lo trae de vuelta al cuarto de paredes blancas o púrpuras, a la lámpara y su bombillo que no descansa, al vaso de jugo ya desocupado, “¿quién será?” se pregunta.

lunes, 23 de octubre de 2017

Paro andado

La aplicación no funciona, se queda cargando como si los taxis hubieran desaparecido. Por un segundo me imagino en un futuro en el que, por alguna razón, imposible de precisar, qué se yo, un régimen totalitario, digamos, no hay carros. 

Al salir a la calle mi fantasía se desmorona. Camino un par de cuadras estirando la mano sin éxito, hasta que por fin uno para. Le doy la dirección al conductor y luego de un rato de trayecto, caemos en una conversación casi obligada: el paro de taxistas.

Es un hombre joven, debe tener un poco más de 30 años. Me cuenta que sus compañeros de gremio ya se han empezado a reunir en diferentes puntos de la ciudad, que la cosa se va a poner fea en un par de horas.

“¿Y usted no va a ir a uno de esos puntos?”, le pregunto.

“Pues a uno lo ponen entre la espada y la pared. Yo tengo que trabajar porque el patrón así lo quiere. Hasta que no le rompan un carro debo seguir en la calle. Eso sí, me toca andar con cuidadito, pero no puedo dejar de trabajar. 

En ese momento le llega una notificación al celular, lo mira y luego dice:“Ya comenzaron a mandar mensajes”. Son un par de audios que me deja escuchar:

“Compañeros, ya saben taxi que pillemos cargado, lo rompemos”
“Yo lo único que aspiro es que los que rompan carros se tapen la cara, que utilicen pasamontañas para que no los cagturen
“Sí”, dice otro en un tono emocionado, “a los taxis que estén trabajando se les debe dar más duro que a los UberX”

Noto que el hombre que  conduce sólo quiere trabajar, y que está algo nervioso. Revisa el mapa en su celular y antes de tomar cada curva mira la calle que está a punto de tomar para cerciorarse de que ningún retén amarillo lo espere unos metros adelante.

Al momento de bajarme del taxi le deseo suerte y que ojalá no le rompan el carro.

jueves, 19 de octubre de 2017

Nuestras rarezas

Hace unos años en un taller de escritura, el escritor que lo dictaba habló en una sesión sobre uno de los rituales del escritor japonés Oe Kenzaburo, que consistía en apagar las luces y sentarse, en plena oscuridad, en la mitad de una habitación con una grabadora en mano, para narrar las novelas, que luego transcribía y editaba. 

El comentario fue una nota al margen, que se quedó grabada en mi memoria y que, considero, tiene algo de fascinante. Hoy busqué en internet para ver si lograba dar con algún vínculo relacionado con Kenzaburo y su particular método creativo, pero no encontré nada relacionado con el tema, sólo un documento sobre una conversación epistolar que mantuvo con Vargas Llosa, quien es un gran admirador de su trabajo.

Fue bueno saber que internet no lo sabe todo o que soy pésimo para realizar búsquedas concretas, aunque no deja de preocuparme que me haya inventado esa historia, hecho que tal vez indique inicios de demencia, en fin.

Imagino que todos tenemos ciertas rarezas creativas que puede ser, digamos, la forma en que le untamos mantequilla y mermelada a una tostada, el ritual para secarnos cuando salimos de la ducha o la manera en que nos ponemos las medias. Esas particularidades en nuestro carácter deben sobresalir en nuestra conducta, para ayudarnos a entrar al tan, a veces, esquivo mundo de las ideas.

martes, 17 de octubre de 2017

Café sin servir

Menos de un segundo es el tiempo que tenemos de vida, lo complicado es que no queremos darnos cuenta. 

Hace poco vi una foto de una mujer a la que su nieta le estaba celebrando el cumpleaños número 91. Si convertimos los 91 años de esa abuela a segundos, la cifra que resulta es exagerada, pero a la vez es un mero engaño, una ilusión, pues resulta insignificante, es decir, no es que quiera denigrar del cumpleaños de esa mujer, y menos del milagro que es lograr vivir tal cantidad de años; lo que ocurre es que la vida se nos escapa en menos de un segundo. 

Carlos fue mi profesor en un taller de guion que tomé con una amiga. Era un cineasta al que le encantaba escribir y contar historias. Nunca tuvimos una amistad íntima, pero conversábamos de vez en cuando.

Una de nuestras últimas charlas fue por skype; él estaba en Italia, trabajando en proyectos de guiones para cine, mientras su esposa hacia un master. Esa vez quedamos en trabajar en un proyecto conjunto apenas él regresara al país.

El mes pasado me lo encontré a la salida de un supermercado. Yo estaba esperando a que mi hermana saliera del almacén, cuando un hombre con una chaqueta impermeable larga y gafas oscuras me saludo desde lejos. Yo le devolví en saludo sin tener idea quien era, y cuando él llegó a donde yo estaba, estiro la mano y sonriendo me dijo “Hola, ¿Qué más, cómo va?”. “Bien gracias”, le respondí. Él se dio cuenta que lo estaba saludando por puro código social y tuvo el gran detalle de recordarme quién era . “Soy Carlos del curso de guion”. Me contó que hacía poco había llegado al país y como ambos estábamos de afán, nos contamos rápido en que andaba cada uno. Al final quedamos en vernos, en tomarnos un café la semana siguiente. 

Hoy me enteré que Carlos murió hace poco a causa de un cáncer de pulmón que, sin previo aviso, se lo llevo en menos de 10 días. 

“Sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo;
la Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que
malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina.”
- La ridícula idea de no volver a verte -

sábado, 14 de octubre de 2017

Ripio

“A mí me gusta mucho la Arepa-Burger” me dijo.

Era la primera vez que escuchaba esa combinación de palabras. El nombre no deja mucho a la imaginación y visualicé el producto de inmediato: una hamburguesa con tapas de arepa en vez de tapas de pan. Ella seguía hablando, y describía con entusiasmo esa preparación desconocida para mi, pero obvia por sí sola.

“Se le echan salsitas, las que tú quieras, esto, lo otro, ripio de papa y mmm queda más bueno”, terminó la frase como saboreándose los labios.

“¿Qué?” le pregunté. 
“Qué, qué?”
“Ripio qué?, ¿qué es eso?”
“¿No sabes que es ripio?”, me preguntó.
“No, ¿debería?, ¿qué es?”
“Por ejemplo cuando comes papas de paquete son como las migajas que quedan al final”

No había escuchado la palabra nunca, o tal vez sí, pero la había olvidado. En vez de pasar a otro tema y con ánimos de sonar chistoso, solté un comentario burlándome de la palabra, dije que no le encontraba sentido, que de dónde venía o había salido.

Mi apunte surtió un efecto contrario y ella se puso seria. Lo noté, pero seguimos hablando como si nada. En medio de la conversación, mi instinto ñoño se activo y busqué en la RAE aquella palabreja:

“Ripio: Residuo que queda de algo.”

Me sentí estúpido, ignorante, cómo si mi conocimiento del español fuera el ripio del lenguaje, como ese ripio de los paquetes de papas que ingerimos con ansiedad.

Luego de eso hablamos otro par de semanas y, en un momento, una discusión lo estropeó todo. Hoy, de nuestra amistad, sólo queda su ripio.

viernes, 13 de octubre de 2017

Algo

Quiero escribir algo, no sé qué. 

Todos los días nos pasa algo, algo sobre lo que podríamos escribir historias, novelas, sagas, tratados, cartas, disertaciones, poemas, versos, canciones, en fin, lo que imaginemos. 

Algo suena a poco pero más bien es mucho. Por más simple que parezcan nuestros días, nos vemos envueltos en cientos de situaciones o eventos que podemos narrar y/o compartir.

Qué se yo, ahora, por ejemplo, mientras tecleo estás palabras, este algo, me llega el sonido, algarabía es también la palabra que me llega a la mente, de una celebración de un cumpleaños con un grupo vallenato. Predomina el sonido de la caja que un hombre macizo y de bigote aporrea con fuerza, sentado y sosteniéndola entre sus dos rodillas, mientras unas gruesas gotas de sudor le escurren por la frente. No le molestan, está feliz, disfruta la manera cómo se gana la vida de fiesta en fiesta, de trago en trago, de golpe en golpe. No se lo ha dicho a nadie, pero para cada celebración que lo contratan, se siente como el homenajeado. 

¿Qué cómo sé que es un hombre, en qué posición está, cómo es su apariencia y que suda? Y, más aún, ¿qué es lo que piensa? Lo supongo, o, más bien, lo imagino, pues nuestra imaginación ocupa un papel importante en todos los algos que nos ocurren a diario. 

Algo que me gusta mucho de los algos, perdonen la redundancia, es que carecen en principio, de carga moral o ética, no están bien o mal, ni son buenos o malos, son sólo algo y ya está; luego de cobrar fuerza o cierta permanencia, es que comenzamos a evaluarlos y así es como se transforman en líos y rollos mentales que nos complican la existencia, pero en su estado primitivo de algos son perfectos. 

Al sonido de la fiesta de cumpleaños, ahora se le suma el de unos juegos pirotécnicos. Supongo que ambos eventos están aislados, que uno no tiene nada que ver con el otro, que son algos independientes, pero recuerdo el cumpleaños del esposo de una amiga, en el que hubo juegos pirotécnicos. A diferencia del de hoy, no había un grupo de vallenato, sino uno de rock.  En esa ocasión la luz se fue por varias horas y los músicos, aburridos, sostenían sus instrumentos sin saber qué hacer. 

Después de un breve descanso para recargar energías, el grupo vallenato comienza a tocar Cachucha Bacana: 

“Jaime si Jaime si, Jaime si Alejo no…”

Gracias por leer este algo.

jueves, 12 de octubre de 2017

Fondue de queso

El año pasado escribí una historia, en primera persona a manera de confesión, sobre un tipo que se quedaba sin trabajo. En el primer segmento el personaje narraba todas las desgracias que lo habían conducido a su actual estado de desempleado.


En cierto momento al hombre se le acaba casi todo el dinero y ya no tiene como comprar comida, así que decide vivir de las muestras gratis de comida que dan en los supermercados.  



Me acordé de esa historia porque hoy en el supermercado, un hombre con un gorro de chef y un delantal con cuadros de colores, me ofreció fondue de queso. No suelo aceptar esas muestras, pero hoy tenía algo de hambre y el queso derretido se veía delicioso.


En la sartén que lo había calentado ya quedaba muy poco producto, así que lo recogió con una espátula y se lo zampó a una rebanada de pan francés que luego desaparecí en dos mordiscos. El hombre, el chef, el señor que ponen a hacer eso, vio que disfruté la muestra y me ofreció otra. En honor al personaje de mi historia se la acepté y ahí fue cuando atacó sin piedad alguna:
“Está rico, ¿cierto?”
“Si”
“¿No le gustaría llevarlo?, hoy este producto está a la mitad del precio normal, además es importado”
Me quedé callado uno segundos. Quería llevarlo, pero me molestaba que no hubiera estado en la lista de cosas que iba a comprar
“Bueno está bien, le dije”, al tiempo que tomaba una caja.

“No se va a arrepentir. Le aconsejo que cuando lo haga le heche un poquito de crema de leche para que suelte mejor y también le puede echar pollo desmenuzado o pasta”

Nunca se me había pasado por la cabeza lo de la pasta y, por mi expresión, el chef de supermercado concluyó: “pruébelo y verá”.

Al rato, en la caja registradora, el último producto que paso es la caja de fondue; apenas la cajera lo marca le pregunto el precio y no presenta ningún descuento. 


“Este no lo voy a llevar” le digo. Nunca le voy a echar pasta a un fondue de queso.