viernes, 3 de noviembre de 2017

Silencio

Siente que el silencio es una mentira.  Si le preguntarán el por qué, no sabría argumentar su postura, pero hay cosas que sentimos y, por más locas que parezcan, nada ni nadie es capaz de hacernos cambiar de parecer.

Es tarde, casi medianoche y escribe una carta que considera importante,  ¿por qué? porque le molesta callar.  Tiene muchas cosas por decir y también sabe que el papel lo aguanta todo.  La carta, como siempre, no lleva un destinatario, pero si un remitente.  Le gusta escribir bajo diferentes seudónimos que escoge según su estado de ánimo.

A veces cuando las termina, decide enviársela a alguien.  Según él, las ideas que contienen sus escritos son verdades que las personas merecen saber, por eso  pelea contra el silencio, la gran mentira, con la ayuda de ellas.  Otras veces las guarda o destruye. calla a la fuerza todo lo que dijo o pensó.  Eso le molesta. es decir, el hecho de autocensurarse, pues de cierta manera es traicionar su postura ante el silencio. 

Le gustaría no escuchar nada en este momento, fundirse con el silencio para entenderlo, alcanzar una tregua, pues  andar en busca del ruido a veces lo cansa.  La noche no le colabora.  El tic-tact de un reloj que cuelga en una pared de la sala lo distrae y lo traslada al momento en que dará las campanadas que indican el cambio de día. También escucha como unos carros transitan por la calle,  ¿quiénes van en ellos?,  ¿hacía donde se dirigen,  ¿por qué sus tripulantes no están descansando? se pregunta.   ¿qué importa? cada uno con sus afanes, cada quien con su ruido o silencio, concluye.

Como le gustaría enviarle una carta a una de esas personas, preguntarles cuál es su afán, pero también  a que se dedican, y más que eso preguntarles que los sostiene por dentro, como llevan a cuestas la vida que les tocó vivir, y qué, de lo que hacen a diario, no les permite enloquecer.

Termina la carta.  La lee tres veces y decide enviársela a Camila. Todo el tiempo había estado escribiendo para ella y no había querido aceptarlo.   

jueves, 2 de noviembre de 2017

Vinos y ajos

El carrito de mercado está muy lleno. Una de sus ruedas delanteras parece desajustada y es difícil mantenerlo en línea recta a medida que lo empujo a través de los pasillos. 

Tengo extremo cuidado cuando paso por la sección de vinos; no quiero, en un movimiento torpe, estrellar el carro contra un estante de botellas, acción que seguro desencadenaría una reacción en cadena.

Con una de las puntas del carro, la derecha, choco un estante de libros al inicio de un pasillo y uno de ellos se estampa contra el piso con un ruido seco. Me agacho a recogerlo y se me viene a la cabeza Walter Riso o Paulo Coelho, los amos y señores de los estantes de libros en supermercados. Apenas lo levanto, me doy cuenta que es un libro que habla sobre cómo convertirse en un experto catador de vino en tres horas.

Leo la contraportada del libro que lo cataloga como Un irreverente manual de iniciación vinícola, para aquellos que: quieren eludir la afrenta de colegas resabidillos, mirar fijamente a los ojos a cualquier experto y, atención a esta perla de figura narrativa: evitar el naufragio en una enoteca surtida. No quiero dedicar tres horas de mi vida a aprender sobre vino, así que pongo de nuevo el libro en el estante. 

Luego me dirijo a la sección de verduras. Un hombre y una mujer conversan y ocupan todo el camino. Cuando trato de esquivarlos con el berraco carrito que, recordemos, tiene dañada la dirección, me estrello con una canastilla de ajos que están agrupados en pequeñas mallas plásticas. A diferencia de los libros sobre vino y/o bebidas alcohólicas, no solo uno es el que cae al piso sino todos.

La pareja me mira con cara de: “¿por qué hizo eso?”. Los maldigo en silencio y en ese momento se despiden. Recojo los ajos y reviso uno de los empaques, pero no trae ninguna leyenda, al parecer nadie está interesado en convertirse en un experto conocedor de los ajos, y muchos menos hacerle frente a los resabidillos de ese producto.

Camino hacia la caja registradora me cruzo con abuela muy vieja y arrugada en una silla de ruedas que maneja otra persona. La cara de la anciana refleja mucha tristeza y cansancio, tal vez una buena copa de vino le levantaría el ánimo. Cuando estoy a punto de cruzarla agarro con mucha fuerza el carro, sería un crimen estrellarla.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Corto circuito

Tengo mucho sueño. Me parece hace que tan solo unos minutos eran un poco más de las 10. Ahora que vuelvo a mirar el reloj es casi media noche, ¿acaso me dormí sin darme cuenta? Eso es algo que me produce cierta angustia, es decir, esas historias que uno alguna vez ha escuchado, acerca de personas que de un momento a otro no saben dónde están o quiénes son; a eso me refiero, a no ser capaces de darnos cuenta cuando la cabeza nos deja de funcionar de la forma que suponemos correcta.

De pronto es algo que nos ocurre más seguido de lo que creemos, por breves periodos de tiempo, digamos un par de segundos. Hoy por ejemplo, muy temprano en la mañana le envié un mail a una persona para que llenara un formulario. Luego en la ducha, me pregunté: “¿Acaso no le había enviado ya un mail con el mismo mensaje a esa persona?”.

Luego de vestirme, lo primero que hice fue revisar si mi suposición mientras me bañaba era cierta y no, no le había enviado ningún mail antes, pero un pequeño corto circuito en mí cabeza me obligó a pensar o evaluar eso.

¿A qué se deben?, ¿quizá falta de sueño? ¿Cuántos de ellos debemos acumular para que un día, de repente, comencemos a dar vueltas por las calles con mirada de loco fija en un punto en el horizonte y sin saber dónde estamos?

Tengo sueño.

martes, 31 de octubre de 2017

Hasta Luego

La mujer tiene pelo negro largo. Lleva puesta una chaqueta de Jean clara, una camisa blanca con rayas negras horizontales o negra con rayas blancas, ¿cómo saberlo?, y una falda larga, con arabescos que conforman rombos, que lame el piso.

Lee un libro. Me quedo mirándola por una rato, se da cuenta, sonríe, se levanta decidida y viene hacía mí. Estoy seguro que va a hablarme, quién sabe qué quiere, pero parece inofensiva. Me saluda, la saludo. Luego de eso, su rompe-hielo es: “cristo es mí redentor.”

No le respondo nada. Intento hacer la mejor cara de nada posible, que básicamente consiste en no expresar ninguna emoción, no sé si lo logro, a veces fallamos en nuestro lenguaje corporal cuando creemos tenerlo dominado.

 Ante mi silencio la mujer continúa hablando. “Lo que pasa es que hoy en día el mundo está muy mal, hay mucho homosexualismo, lesbianismo”, en ese momento pienso que el primer término es suficiente para expresar lo que le molesta sobre el temá de género, pero sé que cualquier palabra que salga de mi boca puede ser utilizada como un salvavidas para mantener a flote la conversación, así que permanezco callado.

“Entonces lo que ocurre es que lo malo es considerado bueno y lo bueno es considerado malo, mientras que lo que deberíamos hacer es seguir los 10 mandamientos. Si tan sólo hiciéramos eso, sabríamos cómo es  que es que dios quiere que actuemos”.

Quiero dejar de hablar con ella pues, más allá de que quiera darme cátedra religiosa, que crea tener la verdad absoluta; me aburre hablar de religión, muchos más cuando mi interlocutor es un desconocido.

Inclino mi cuerpo de cierta manera para hacerle entender que debo o quiero marcharme. Sonrió y le digo “Hasta luego, que esté bien”. “¿Va a leer la biblia?, me pregunta, “dígame que sí, ¿sí?”
“No sé”
“¿Por qué?”
“Hasta luego”

lunes, 30 de octubre de 2017

Papelitos

La billetera, al igual que los bolsillos de las chaquetas, se convierten en lugares perfectos para guardar papelitos basura cuando no se tiene una caneca a la mano; otro podría ser las maletas, pero hace mucho que no utilizo una con frecuencia. 

Hoy decidí hacerle limpieza a la primera. Hacía rato que tenía comprobantes de pago que no había ingresado en un archivo en el que intento organizar mis finanzas, pero que a veces olvido, pues muchas veces intento llevar, de forma infructuosa, las cuentas en la cabeza, que tiende a enredarlo todo. 

Me encontré con muchos papelitos que no tenían nada que ver con mis finanzas y que resultaban intrigantes por la cantidad de dobleces que les había hecho. Siempre que doy con uno de esos papeles, pienso que me voy a encontrar con un mensaje muy importante, un recordatorio de algo que, o ya pasó o está a punto de ocurrir. Casi nunca ocurre eso y, en un segundo, el papelito pierde su estatus de mensaje importante y termina en el fondo de una caneca, una de verdad. 

Uno de esos papeles era uno en el que se repetía la palabra domeboro muchas veces, con las instrucciones para su uso. Apenas lo leí me quede jugando con la palabra en mi boca o en mi mente, pues suena bien, ¿no? Es de esas palabras que, creo, alcanzamos a saborear.

No tengo idea de cómo ese papel que indica el uso apropiado de esa solución de calcio y sulfato de aluminio y que se utiliza para alergias, llegó a mí billetera. Intenté hacer memoria, pero no recuerdo haber tenido alergias en los últimos meses.

Sigo inspeccionado la billetera y doy con un papel, más pequeño que el del domeboro y que tiene los teléfonos de un hombre que vende plantas carnívoras y cactus. ¿Tiene alguna relación ese papel con el anterior?, qué se yo, ¿seré alérgico a las plantas carnívoras o algo así? Hago el mismo ejercicio de hacer memoria, término que más bien suena a inventarse cosas, y creo que el papel me lo dieron en un mercado de las pulgas, no porque estuviera interesado en comprar plantas, sino que lo recibí solo para no dejarle la mano extendida al hombre que las vendía. 

A punto de terminar la revisión de los papelitos, o bien, la basura, doy con un comprobante de hace poco que, por la hora, parece ser de una salida nocturna. Tampoco logro recordar con quién estaba ese día y cuál fue el motivo para haber salido esa noche, ¿estaré perdiendo la memoria y, peor aún, voy por ahí, comprando cosas o gastando dinero, sin ser consciente de ello?

viernes, 27 de octubre de 2017

Dejar de hacer

Cuando dejamos de hacer algo que nos gusta porque nuestras ocupaciones, a las que solemos darles demasiada importancia, supuestamente no lo permiten, algo se rompe dentro de nosotros. ¿Qué? no lo sé, pero el equilibrio, el poco o mucho que tengamos en nuestra vida, se altera, enloquecemos un poco y, supongo, eso solo desencadena en desgracias.

En mí caso ese algo es escribir, Que si bien o mal, eso es lo de menos; lo importante es que realizar esa actividad, sin la que uno se siente incompleto, nos haga sentir bien, nos brinde alegrías, nos ponga a pensar y confronte, pues creo que si no nos genera un poco de conflicto, no dejar de ser una mera distracción.

Bien lo dijo Millás en su artícuento La Contrisión me mata:

“Al dejar de escribir, se acelera la rotación de la Tierra. 
Por cada cien sustantivos no escritos, el caos avanza 
una milésima de segundo.”

Hace cinco años que leí eso, y el escrito siempre viene a mí cabeza cuando tengo pereza de escribir. En varias de esas ocasiones me obligo a sentarme en el escritorio y muchas veces me quedo mirando la pantalla blanca, y la maldita no me dice nada. Cuándo eso pasa me pongo a describir cualquier cosa o hurgo en mi mente hasta que doy con algún suceso para narrar, sin importar si es un hecho trivial, como una mosca que paso volando o un asunto “serio”.

Cuando definitivamente la pereza me gana, luego me siento mal. Creo que a todos nos pasa lo mismo, sin importar qué sea lo que nos guste hacer: escribir, hacer yoga, bailar, jugar yo-yo, trompo o fútbol; patear una piedra en la calle, dibujar, meditar, tocar un instrumento, caminar, correr, cantar, leer; todas esos algos que nos mantienen unidos, permiten que seamos personas y que no nos desmoronemos. 

Tal vez, cada vez que dejamos de hacer algo, no sólo la rotación de la tierra es la que se acelera, sino también el tempo que nos queda de vida se acorta en una centésima de segundo. Si sumamos la cantidad de veces que hemos dejado de hacer, seguro no dormiríamos tranquilos.

jueves, 26 de octubre de 2017

La vaina esta jodida

“La vaina esta jodida, Conejo.”

Con un suspiro al final, eso le dijo una vez Mauricio Lleras, librero y fundador de la librería Prólogo, a Edgar Blanco, su similar de la hace poco clausurada Madriguera del Conejo. El segundo debido, supongo, a la cercanía de ambas librerías en ese entonces, había pasado a visitar al primero; imagino, también, que para hablar sobre cómo iban sus negocios y, en especial, sobre uno de los puntos de apoyo sobre el que siempre han girado sus vidas: los libros. 

En esa ocasión yo acababa de llegar a la librería de Lleras y, apenas me disponía a entregarme al sencillo placer de hojear libros, capté ese fragmento de diálogo, justo antes de la despedida y apretón de manos de estos paladines de los libros y la lectura. Desde ese día la frase se me quedó grabada y le daba varias vueltas cada vez que me acordaba de ella: ¿Sobre qué estaban hablando?, ¿qué vaina estaba o está jodida?, ¿Se van a acabar las librerías?

Ese pensamiento sobre ese terrible escenario, que no deja de generarme algo de angustia, se alumbró de nuevo en mi cabeza, cuando leí la noticia sobre el cierre de la Madriguera del Conejo; el negocio de las librerías independientes está jodido, pensé. 

Es un tema difícil, ¿a quién culpar, al pobre índice de lectura en nuestro país?, ¿al alto precio de los libros? no tengo la repuesta. Lo ideal sería que el grupo de personas que conocemos: amigos, familiares, enemigos, pareja, les gustara leer; además de eso que fueran también ese tipo de románticos que huyen de los formatos digitales, pero ¿qué podemos hacer si no es así, si la lectura nunca los cautivó, rara vez cogen un libro y prefieren hacer cualquier otra cosa antes que leer? Bonito sería encontrarnos en un escenario como el de Urueña, un pueblito español que sólo cuenta con doscientos habitantes y once librerías, más que su número de bares. 

Quizás el caos de las grandes ciudades, acompañado de nuestro agotador estilo de vida, es lo que juega en contra y sentencia a las librerías independientes. De pronto con más tiempo libre y menos afanes, la gente le daría una oportunidad a la lectura. 

Ver cómo, poco a poco, esos espacios que le apuestan a los libros y la literatura no resisten los embistes del mundo moderno, debería preocuparnos de alguna manera. ¿Será que todas van a “caer”?