viernes, 17 de noviembre de 2017

Título

Tengo muchas notas en mi libreta, 4 páginas llenas de ellas. Algunas son casi ininteligibles y parecen más bien el garabato de un niño pequeño; me cuesta leerlas. 


Todas, supongo, hacen parte de un texto que quiero escribir sobre una charla a la que asistí. Mientras las leo en su crudeza de apunte a mil por hora, me imagino un día, o un tiempo, en el que mi escritura haya evolucionado al punto de comenzar a escribir los textos antes de asistir y /o presenciar un evento, el que sea: una charla, una conferencia, una conversación entre dos personas, el ladrido de un perro a lo lejos, el avistamiento de una mosca que pasa volando, o una sirena que suena y se repite sin cansancio. ¿Cuál es la historia?, ¿qué ocurre en esos instantes de realidad de los que podré o no hacer parte?, ¿cómo nos oprimen el corazón hasta hacer añicos nuestras emociones?

Un momento en el que las notes que tome, se van a entrelazar de forma casi perfecta, van a encajar y cobrar sentido al compararlas con mis ideas, posturas, miedos, recuerdos, y los miles de variables y micro-momentos que hacen posible y ocurren dentro de la escritura.

Escribo a medida que leo esos apuntes de trazo ansioso, mientras voy  tratando de ser lo más fiel posible a lo que ocurrió, sin ponerle atención al vanidoso y engreído punto de vista, que pretende colarse en cualquier momento.

Ingenuamente creo que lo termino, son casi 1000 palabras que deben, supongo, en la medida de los posible, funcionar como un todo. Empiezo a editarlo, le mocho signos de puntuación y palabras o las sustituyo por otras que considero más apropiadas.

El título, que está subrayado en color amarillo, pues es provisional, fue el que dio inicio al texto; una mera corazonada que ya no me convence, es como si fuera el título de otro escrito o como si otra persona lo hubiera puesto, otro yo que me habita y desconozco, y que no fue a la charla o no le interesó y por eso no puso atención.

Por el momento lo dejo, pero tiene sus horas o días contados. Lo voy a matar antes de que él acabe con mi texto, pues los títulos a veces tienen la capacidad de aniquilar el conjunto de palabras que lideran, sin darles ninguna oportunidad de ser leídas.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Costumbre

Se había acostumbrado a los muchos componentes y situaciones de su vida: trabajo, relaciones, rutinas y a unas ya le resultaba imposible encontrarles sabor, sin importar cómo o por qué lado las mascara, abordara, digiriera.

También se había acostumbrado a que los relatos tuvieran un inicio, nudo y desenlace, porque así lo reza la teoría narrativa, ese legado de exposición, confrontación y resolución que dejaron los padres de la narrativa, pero diseccionar una historia, su historia, en elementos que encajen cómo piezas de rompecabezas en una línea de tiempo, es una labor imposible; las historias son mucho más que únicamente los tres actos. 

Cuando va a salir de la casa y el cielo está gris, se acostumbró a llevar sombrilla, porque está acostumbrado a permanecer seco que, sabe, se relaciona, con alejarse de los extremos, pues le tiene mucho miedo a los abismos de lo que desconoce.

La costumbre lo ha llevado a convertirse en un ser binario, un 1 o 0, completamente predecible, un blanco y negro, unos extremos que se unen en las puntas y que forman una circunferencia, un loop que nunca deja de recorrer. 

Está cansado, y se cansa aún más al ver a los otros en la misma situación, en la que el tiempo parece que no avanza y se repite una y otra vez: el blanco, lo bueno, el 1, el negro, lo malo, el 0, siempre lejos de los bordes de la existencia. 

Quiere desacostumbrarse, acaso, ¿quién no? Ser otro, ser otros, anular su identidad costumbrista y encontrar dicha en su caos, sus contradicciones, sus fisuras como ser humano imperfecto y burdo.

Truena y sale a caminar sin sombrilla.  Por algo se empieza.

martes, 14 de noviembre de 2017

Insignificante

A la altura del cuarto libro de la novela Guerra y Paz, el príncipe Andrei Nikolayevich Bolkonsky, uno de los personajes principales, no le va bien en una batalla. 

Malherido y tendido boca arriba, se asombra con la inmensidad y grandeza del cielo y se pregunta cómo no se había fijado en semejante espectáculo antes. Concluye que “Todo es vanidad, todo falsedad, excepto ese cielo infinito.”

Bolkonsky llega a esa conjetura porque está débil, ha perdido mucha sangre y su estado, más la cercanía a la muerte, hacen que deje de pensar en la guerra y otros asuntos que consideraba importantes que, si nos fijamos bien, no dejan de ser “trivialidades en las que malgastamos nuestro tiempo”, como dice Rosa Montero.

Es probable que día a día, la velocidad con la que avanza el mundo y nuestras vidas, nos haya hecho perder nuestra capacidad de asombro ante eventos sencillos, pero de naturaleza casi perfecta, qué se yo: un cielo azul despejado, la carcajada de un bebé, un abrazo sincero, y no concluyo esta corta enumeración con “etc.”, pues la expresión se quedaría corta. Cada quién atesora aquellos momentos sublimes sin necesidad alguna de pregonarlos o hacer alarde de ellos.

En medio de ese instante de iluminación, Bolkonsky se encuentra con el mismísimo Napoleón, quien llega a revisar el terreno de batalla par regodearse en su capacidad destructiva. El príncipe ruso emite un quejido para que noten que todavía esta vivo y, mientras mira a los ojos a Napoleón, piensa en la insignificancia de la grandeza, la poca importancia de la vida que nadie puede entender, la también y aún más inentendible importancia de la muerte, cuyo significado nadie puede explicar.

Que la muerte no sea la única encargada de hacernos fijar en lo insignificante que resultan nuestras preocupaciones y delirios de grandeza.

lunes, 13 de noviembre de 2017

Champeta

Sábado. 

Recuerdo un cuento que leí hace unas horas y que me cuestiona. Caigo en un remolino existencial poco provechoso para un fin de semana. Intento distraerme de cualquier manera y decido revisar el celular, aunque no haya sonado, que se está cargando. 

Tengo unos mensajes. Uno de ellos de una amiga que me invita a la celebración de cumpleaños de un primo. “Voy”, “no voy”, Esta tarde”, “no estoy haciendo nada”, “ ¿Será que sí?” “Hace frio”, “no, no hace frio”. Me paseo por esos y otra serie de pensamientos y al final me decido por ir.

Camino al lugar me entero que la entrada cuesta $15.000 de los que $6000 son consumibles, pregunto que cuanto cuesta la unidad y me responden: “Es que hoy hay una fiesta de champeta. Hasta las 11 dejan entrar”. Me queda media hora, así que no me preocupo, mientras converso temas comodín con el taxista: tráfico, clima, el año se pasó muy rápido, uber; lo de siempre. 

Llego al lugar y me encuentro con mi grupo compuesto por gente que conozco y no conozco, esas personas que siempre vemos en reuniones de los amigos que se tienen en común, pero de las que escasamente sabemos el nombre. 

Los $6000 de cover me alcanzan para una cerveza, a la que comienzo a darles pequeños sorbos. “Ojalá que me duré toda la noche” pienso, aunque sé que no hay forma alguna de que eso ocurra.

Estoy sentado y el grupo de conocidos-desconocidos me invita, en medio de bulla y una especie de bullying de ambiente de rumba, a que me pare a bailar. Lo hago y me ubico en un lugar de un círculo de baile que se formó de un momento a otro. 

Me meneo de un lado a otro despreocupadamente intentando que mis pisadas coincidan con el beat de la canción suena, que podría catalogarse como un: currulao-champeta-merengue-regaetton-hiphop. El rincón en el que estamos tiene poca luz y nuestras caras se encienden por momentos gracias a las luces estroboscópicas, que buena palabra esta, del bar. A nadie parece interesarle la capacidad de baile de sus respectivos vecinos.

Veo como un hombre que está con su novia la toma por atrás, de la cintura, y se le arrima a bailar sensualmente. Ella, apenas ve las intenciones de su pareja se separa y le indica: “así no”, moviendo el dedo índice de su mano derecha de un lado a otro muy rápido. El hombre no dice nada, solo sonríe como queriendo no echarle tiza al asunto. Al rato veo que la agarra de sus nalgas para bailar apretaito’, lo que, al parecer, evapora cualquier residuo de pudor en su pareja.

Comienza una tanda de salsa con “Sonido Bestial” y me siento, pues soy malísimo para bailar ese estilo de música. En el grupo de al lado veo como dos mujeres bailan juntas a falta de parejos, son buenas dando vueltas y mueven los pies muy rápido. En un sofá una bomba inflable de Hello Kity no deja de moverse a causa del soplido de un ventilador.

Ahora me fijo en la puerta por donde entramos, tiene un letrero con letras neón rojas que dice salida. El lugar lleno, aunque no repleto. me Me imagino una situación de peligro en el bar, un incendio para ser preciso. ¿Alcanzaría a atravesar la puerta antes de la estampida de las personas que están en la pista de baile? Imagino titulares de periódico trágicos: “Mueren calcinadas…” “Fiesta en llamas: incendio deja un saldo de…” y otros por el estilo.

El sonido de un órgano una guitarra y una batería cortan de tajo mi imaginación. Un grupo en vivo ha comenzado a tocar champeta. Me acerco al escenario para ver de cerca a los músicos. Las melodías son alegres y me fijo en cómo toca el baterista; le da con feeling gradable y muy fuerte a los tambores, y se nota que tiene los tiempos completamente grabados en su cabeza, lo que le permite hacer cortes precisos que alterna entre el redoblante y el hi-hat de forma hábil.

El grupo deja de tocar, acabo una tercera cerveza y voy al baño. En el lavamanos, que comparten ambos baños, una mujer se limpia los pies con toallas de papel y con gran fervor. Un par de baletas rojas reposan a su lado; imagino que alguien le chorreó trago en sus pies o que estos le sudan de forma exagerada.

Cuando me devuelvo al sitio que  ocupa mi grupo todos están poniéndose los sacos y chaquetas. La noche de champeta terminó.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Cobrar

Uno va por la vida adquiriendo deudas de todo tipo. Por ejemplo, con la lectura. Día a día nos encontramos con libros y autores que no habíamos ubicado en nuestro radar de lectura, e inmediatamente los añadimos a lo que Humberto Eco llama la anti-librería o los libros que no hemos leído y que, quizá, nunca vamos a leer.

Hace mucho me recomendaron que leyera “El Cobrador”, un cuento de Rubem Fonseca. Desde ese día lo había tenido presente, pues me pareció ingeniosa su trama: Un tipo que siente que el universo, la vida, dios, las personas, la sociedad, todo y todos están en deuda con él en cuanto a dinero, pinta fama, mujeres, sexo, etc. y asesinar personas es su manera de saldar cuentas. 

La deuda con la lectura es una constante, y el dios de la lectura, aventurémonos a imaginar que existe, siempre nos la está cobrando, igual no hay mucho por lo que preocuparse pues siempre vamos a quedar debiéndole; además los libros también tienen una deuda permanente con nosotros, que consiste en ayudarnos a comprender la realidad que, a diferencia de la ficción, no necesita sentido alguno.

Hoy por fin leí el cuento en una antología de los mejores relatos de Fonseca. Creo que, en medio de su salvajismo, nos parecemos a su protagonista.

“Me quedo frente a la televisión para aumentar
mi odio. Cuando mi cólera va disminuyendo y pierdo 
las ganas de cobrar lo que me deben, me siento frente
a la televisión y al poco tiempo me vuelve el odio”
- El Cobrador -

jueves, 9 de noviembre de 2017

Todo o nada

Una vez en un curso de escritura, el escritor que estaba a cargo dedicó un rato de una clase a enseñarnos trucos y atajos de comandos con el teclado del portátil. De los tips que nos dio me grabé, en principio, dos en la cabeza.

Uno fue el comando para hacer aparecer el guion para iniciar un diálogo (—), que es casi tres veces más grande que el guion sencillo. A ese escritor, por alguna razón en particular, le gustaba utilizar  más ese símbolo en vez de las comillas para abrir los diálogos. Esa vez nos advirtió que la combinación de teclas no funcionaba en todos los computadores y creo que al final olvide el comando porque en el mío nunca funcionó. 

El otro fue la forma en que se pueden borrar archivos de forma definitiva (Shift +Supr), un decir, pues imagino que los magos de la informática deben conocer alguna manera de cómo recuperarlos). Con “definitiva” me refiero a que los archivos pasan derechito, como por un tubo, hacia la nada, sin tener que sufrir el calvario de la papelera de reciclaje;  se me ocurre que los archivos de esa ubicación se comunican entre ellos de alguna manera y viven sus últimos días, horas, si acaso, de existencia con mucha angustia, hasta que a alguien le da por seleccionar la opción “vaciar la papelera de reciclaje.”

Ese comando de borrado inmediato es una truco de doble filo, pues no hay manera, de restaurar el archivo. Cuando se aplica la acción, los archivos, digamos, se evaporan, dejan de existir. 

Me gusta ese carácter de todo o nada porque es un claro ejemplo de que renegar no sirve para nada, que lo hecho, hecho esta, de pasar la hoja y todo ese sinfín de clichés, incluido el famosísimo: “Las cosas pasan por algo”, aunque ya sabemos que, si es así, es por algo que uno hizo o dejo de hacer, en fin.

Como les venía contando, a raíz de ese curso adquirí la manía de borrar cualquier tipo de archivo de esa manera. Hace unos minutos me equivoqué seleccionando una carpeta y no sé qué información habré mandado al olvido, pero lo hecho, hecho está, ¿cierto?

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Templos

Hace un tiempo en un fin de semana, me colé en el almuerzo familiar de una amiga. Una de sus tías había acabado de llegar de viaje y nos ofreció vino de verano, una preparación a base de Sprite y vino tinto, muy popular en esa época del año en España.

Ella había estado en diferentes ciudades de Europa y, en medio de su viaje, cuyo motivo principal era trabajo, aprovechó unos días libres para viajar a Camboya. Allá visitó el templo Prasat Ta Prohm o Templo de la Jungla, construido a finales del siglo 17. El lugar funcionó como templo budista, y una de sus características principales son sus árboles, que cubren las superficies y paredes de las construcciones del lugar, con sus ramas y raíces.

Mientras almorzábamos ella hablaba entusiasmada acerca del lugar, abriendo los ojos y subiendo o bajando el tono de su voz, a medida que el relato avanzaba, queriendo expresar en palabras y lo mejor posible la belleza del lugar.

Ese día pensé que es posible que nunca vaya a  conocer lugares como ese templo; de ahí la importancia de saber flaneriar, actitud que, considero, no solo debemos perfeccionar para nuestros viajes, sino nuestra vida en general.

¿Qué pasaría si destinamos un día a flaneriar, a caminar sin rumbo fijo y dejamos que las calles y/o la vida nos sorprendan?

Es posible que inmersos en esa actitud no nos vamos a encontrar con lugares tan majestuosos como Prasat Ta Prohm, pero si con librerías, cafés, restaurantes, parques, mercados, y muchos lugares que, según nuestros gustos y aficiones, se convierten en templos de carácter personal.