miércoles, 6 de diciembre de 2017

Para comenzar

Para comenzar estas cinco palabras, después que venga lo que tenga que venir, lo que surja, bueno o malo, ¿qué más da? Echar a rodar lo que sea que tenemos en mente para ver a dónde nos lleva, para no morir de inanición a causa de inactividad.

“En un pequeño hoyo en el suelo vivía un hobbit”, escribió Tolkien alguna vez en la esquina de una hoja de un examen que estaba calificando, solo porque sí, para comenzar, porque le dio la gana escribir eso, sin saber que la frase iba a ser la semilla de un libro, luego una trilogía y gran parte de su obra.

Queda claro que para Comenzar lo que sea, así lo consideremos una estupidez, aunque nuestra limitada mente no sea consciente de que todo comienzo tiene gracia y vale la pena. Arrancar a hacer algo a manera de capricho, por puro instinto; porque no todo tiene que tener un fin o un resultado y mucho menos una explicación.

Comenzar sin bases, en la oscuridad, a tientas, para luego avanzar despacio, a punta de trompicones o arrastrarnos si es necesario, y luego ir ganando tracción en búsqueda de esa nada hacia la que nos dirigimos y que aún no ha tomado forma.

Un arrebato, un tic, una palabra; tantas cosas que tenemos a la mano para comenzar.

martes, 5 de diciembre de 2017

Ver pasar gente

Desde hace algún tiempo Elsa adquirió la manía diaria de sentarse en un murito, de 10 a 15 minutos, y dedicarse a ver pasar gente. Al ser bajita, no mide más de un metro con cincuenta, el primer paso de su crucial tarea consiste en encontrar el murito adecuado. A veces le toca caminar mucho hasta que da con el indicado; en especial le gustan aquellos que permiten que sus pies toquen el suelo, de ahí el uso del diminutivo.

Cualquiera pensaría que dedicarse a ver pasar gente consiste en hacer nada, en otras palabras,  perder el tiempo, pero Elsa sabe que no es así. Más que una simple actividad es todo un arte que se debe cultivar y perfeccionar a diario.

Para ella el quid de la actividad y el pleno goce de esta se encuentra en lograr suspender a la  sabelotodo opinadora que carga encima; en solo mirar en vez de observar, en no ser ella, Elsa Irene Manrique, sino más bien ser nadie, nada, un algo inerte ajeno al acto de maquinar ideas. 

No todas las veces logra tal estado de, digamos, iluminación. En ocasiones no logra calmar el revoltijo de ideas en su mente que, tercamente, se pelean y gritan para imponerse una sobre otra. Por eso lo de escoger el murito adecuado, etapa crítica de su práctica diaria.

A veces recuerda muchas de las personas que vio con detalles precisos y está casi segura de que podría pintar un cuadro lleno de vida, con una de esas imágenes frescas que ocupan su cabeza durante todo el día. Otras veces, como hoy, escasamente recuerda algo de lo que vio: un viejito, con un bastón en la mano derecha, que paso caminando muy despacio y le sonrió, a ella, una completa desconocida. “Sonreírle a un extraño en la calle, otro arte que debemos aprender a dominar", piensa Elsa.

lunes, 4 de diciembre de 2017

El pianista

Está nervioso. Como siempre, antes de cualquier concierto, las manos le sudan y se las restriega sobre sus muslos a pesar de que hay varias toallas en el camerino. Ya solo queda un llamado para que salga al escenario a exponerse ante la mirada de un público con cientos de asistentes que algo esperan de él. “¿Qué?”, se pregunta, no lo sabe y las expectativas lo abruman. 

El programa de hoy incluye el concierto número tres para piano de Rajmáninov, un tipo que no tenía problema forzando los límites de la armonía, y una pieza que algunos consideran como una de las más difíciles de tocar, por la lluvia de notas y acordes complejos que se deben ejecutar  en el menor tiempo posible. Hay quienes dicen que el compositor, al medir casi dos metros y tener manos muy grandes, solía componer piezas que solo él podía interpretar, así que el pianista debe estar completamente presente y ser lo suficientemente veloz y preciso para no estropear ningún segmento de la pieza. 

Cuando sale, el escenario está débilmente iluminado y un poderoso foco alumbra el piano y la butaca donde se va a sentar a hacer su magia. Los aplausos y algarabía del público lo ensordecen por un momento y, por un instante, le dan ganas de salir corriendo; si, a él, uno de los mejores pianistas contemporáneos o, por lo menos, eso lo que dicen algunos de los artículos que han escrito sobre él.

Piensa que ojalá pudiera satisfacerlos a todos. Si estuviera a su alcance estaría dispuesto a darle un concierto privado a cada uno, ver qué y qué no les gusta de su manera de tocar piano, en que apartes creen que falla y cosas así. Esas ideas se esfuman cuando el público finalmente calla y no le queda otra opción que tomar asiento.

Se tuerce las manos un poco, más a manera de tic que en vez de ejercicios especiales para relajar los músculos y ligamentos. Respira profundo, está a punto de tocar su instrumento, algo sagrado y que, considera, es la única manera en que él puede acercarse a lo divino; le gusta dejarlo de ese tamaño sin involucrar a Dios.

Tanto silencio asusta, logra contener un arrebato de querer aporrear las teclas, en cambio mira cómo el director mueve los brazos, con la batuta en el izquierdo, como si quisiera arrancar vuelo, la orquesta sigue sus sutiles indicaciones y todos los instrumentos comienzan a sonar en conjunto en un mismo instante.

El pianista lleva el tiempo, no está seguro si lo cuenta o ya es algo que hace por instinto, pero comienza a tocar en el momento indicado y sus manos comienzan a deslizarse por el teclado con gracia, a veces con dificultad, pero también con mucha alegría. No necesita nada más, el instante es perfecto, uno que dura casi 41 minutos y culmina con un estallido de gritos y aplausos.

sábado, 2 de diciembre de 2017

El viejo

Desde que se jubiló el viejo vive en una pensión. Una casucha antigua de paredes verde crema descarapeladas. No le gusta la compañía de las personas, igual casi nadie se fija en él, la única que parece determinarlo es doña María, la dueña de la casa, tugurio, prefiere pensar el viejo, que siempre está pendiente de cobrarle el arriendo de su cuarto, una ratonera de 2x2 en la que el viejo tiene una cama y un escritorio con una pata más corta que las otras tres, un libro, los hermanos karamazov de Dostoievski, que ha leído y releído durante toda su vida y otro de tapa roja, no sabemos cuál, que sirve para equilibrar la mesa y parece no interesarle. 

Siempre sale temprano a vagar por las calles del centro de la ciudad, y pasa la mañana catando tintos en cafeterías viejas, igual o más desgastadas que él. Está cansado. Hace unos años pensó en el suicidio pero el mismo día que se le presentó ese pensamiento oscuro, se distrajo con una mujerzuela que encontró en una cantina con nubes de humo, quien logró evaporar sus ansias de muerte.

Hoy, mientras camina con un cigarrillo, sin prender, en la boca, y sin molestarse por buscar resguardo de una llovizna impertinente, tararea la canción que salía de los parlantes del radio de Jairo, su vecino de cuarto, quizá, su único amigo. Un estudiante de derecho de quinto semestre, un muchacho muy pilo, así lo cree el viejo, a quien la vida lo ha tratado duro desde pequeño. El viejo siente algo de cariño y se preocupa por él. A veces le presta plata para que no tenga que irse caminando hasta la universidad.

“Hola Soledad no me extraña tu presencia casi siempre estás conmigo, te saluda un viejo amigo que te encuentres uno mas” es el bolero de Palito Ortega que murmura el viejo. “Es una canción triste pero también alegre” piensa. 

Ya paso la hora del almuerzo y el viejo se ha alejado demasiado de la pensión. Tiene ganas de volver e invitar una cerveza a Jairo, sacar su cabeza de los libros, ya que lo único que hace es estudiar.

El viejo decide tomar el metro. Cómo no es hora pico el vagón al que se sube está casi desocupado. Se sienta, recuesta su cabeza contra la ventana y al rato se duerme. 

“Próxima estación San Jerónimo” indica la voz de una mujer que sale de los parlantes. El viejo no la escucha, todo el peso de su cuerpo sigue acomodado contra la ventana. Así pasan varias horas; ya es de noche y nadie repara en el viejo, nadie cae en cuenta de su soledad.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Refugios mentales

“Lo que pasa es que usted se escuda en los libros y la lectura”
“¡Que va!”, respondo. 
“Será que no” 

Ese es el fragmento de una conversación que tuve hace poco con un amigo. Me gusta cuando eso ocurre, es decir, cuando personas cercanas me antagonizan sin pretender hacerme daño.

Mí línea, el “¡Que va!”, la pronuncié casi apenado, como sintiéndome bicho raro por el dictamen de mi amigo, independiente del porcentaje de verdad que pueda tener.

Ocurre lo de siempre: ¿Qué es raro y qué no?, pregunta que viene con su respectiva contraparte, ¿qué es normal y qué podemos catalogar de esa manera?

A la larga creo que todos somos algo raros, andamos un poco o muy jodidos de la cabeza y resulta imperativo que descubramos cuáles son esas válvulas de escape que nos ayudan a no enloquecer y que un día, de repente, agarremos una multitud de personas a bala o atropellemos a unos peatones con un carro.

Esos refugios que buscamos, en mi caso la lectura, son polos a tierra que logran apaciguar las cargas de locura que llevamos encima; también nos permiten darle algo de sentido a lo que llamamos realidad que, ya sabemos, es mil veces más enredada e ilógica que la ficción. 

Refugiándome, como suelo hacerlo, en los libros creo que James Rhodes explica lo que quiero decir, a su manera:

“Si tengo la suerte de sentir una gran pasión por algo, 
no solo debo desarrollarla, sino también pasar completamente
de todo lo que me impide llevarla a cabo, y alejarme
o hacer caso omiso de todos los que amenazan con frenar dicho 
desarrollo. Me centraría en ella como si mi vida dependiera de ello, 
y no dejaría de avanzar por nadie”
- Fugas -


jueves, 30 de noviembre de 2017

Volverse mierda

Mario y Jaime, amigos de infancia. Hace mucho no se ven, pues la vida y sus innumerables vueltas se han encargado de apartar sus caminos, aunque, a veces, de forma deliberada y en otras fortuita, estos se cruzan.

Apenas entran a una tienda para comprar unas cervezas, a Jaime le sorprende la cacofonía del lugar: un batiburrillo de voces, botellas que se entrechocan, risas y, de fondo, una ranchera que sale de una Rockola. 

Mario conoce a algunas de las personas que se encuentran sentadas en las mesas y las saluda con el típico: “¡Buenas vecino!”. El tendero, al ver que Jaime acompaña a Mario, le extiende la mano. Jaime sella la bienvenida que le da ese desconocido con un apretón de manos e intenta que sea lo más sincero posible; aprieta fuerte y mira al hombre, que lleva un delantal blanco, a los ojos.

“¿Cuántas cervezas compramos?”, pregunta Mario
“¿Qué le digo? Unas 6, tres y tres”, responde Jaime

Las piden para llevar, pero Mario, instintivamente pide que le completen la docena.

En el apartamento, Jaime se sienta en un sofá viejo que opaca sus años de uso con la comodidad que proporciona, mientras a Mario se lo traga el pasillo. A lo lejos Jaime escucha como saluda a Carla, su novia. Al rato ella, con cara de sueño, sale en pijama y saluda a Jaime.

“ ¿ Quieres una cerveza amor?” le pregunta Mario quien vuelve a aparecer en la sala.
“Si”, responde ella, al tiempo que agarra una junto con el destapador”

“Ahora quedan 11 cervezas, uno va a tomar más y el otro menos” piensa Jaime, a quien en ocasiones le molestan ese tipo de desequilibrios. 

Carla deja la sala arrastrando los pies, Mario le pide cinco minutos a su amigo y sale del apartamento. Pasado ese tiempo, del cual Jaime esta seguro que fue más del que le pidieron, Mario llega con una cajetilla de cigarrillos y prende uno. También enciende el equipo de sonido, pone música y los amigos comienzan a hablar, a recordar historias, a filosofar sobre lo cojonuda y extraña que es la vida.

Pasan un par de horas y cuando la cerveza está a punto de desaparecer, Mario saca una botella de Whiskey. “¿Quiere?” pregunta. “No con la cervecita estoy bien", responde Jaime, que ha alargado la última todo lo posible. Mario no insiste, se sirve una copa casi al tope y se la toma fondo blanco.

La música suena y la conversación ya no es tan animada como al principio. Cada uno está sumido en sus propios pensamientos,  ¿analizándose, quizás? “Creo que ya estoy borracho”, dice Mario, y luego, de la nada, le comenta a Jaime que debe dejar de vivir a lo seguro.

Hablan sobre mujeres y relaciones. Mario le pregunta por su última relación, Jaime ya no la recuerda, fue hace mucho tiempo, y deja claro que nunca se ha obsesionado con el cuento de estar sin pareja. 

“¿Por qué no?” pregunta Mario, “hay que arriesgarse, hay que volverse mierda. Imagínese lo que podría llegar a escribir si sufre un fracaso bien hijueputa, un desamor, por ejemplo.” 

Jaime lo mira, pero no dice nada, no comparte la idea de que para producir algo sensible y de calidad: una canción, un escrito, lo que sea, las personas tengan que revolcarse en la miseria.

“Que sea un propósito para el otro año, volvámonos mierda”, concluye Mario, mientras bebe otra copita de whiskey, y vuelve a decir: “Ya me emborraché”.

martes, 28 de noviembre de 2017

Ventana indiscreta

La ventana da hacia una calle que siempre parece estar en trancón, debido a un semáforo al que le dura muy poco la luz verde. Es de color opaco y sé que ninguno de los peatones me ve porque yo también he visto su aspecto polarizado desde fuera. 

Me siento como en una de esas películas en las que unos detectives estudian a un sospechoso a través de un vidrio, mientras que el último sólo puede ver su reflejo.

¿Acaso no es una situación perfecta?, me refiero al hecho de husmear la vida de otras personas, de espiarlas sin que se den cuenta; ver o creer ver, de alguna manera, sus rutinas, costumbres, manías, sin ser vistos. Supongo que alguna vez nos hemos inclinado hacia esa especie de voyerismo urbano, si es que el término aplica.

El ejercicio no deja de ser trivial; ninguno sabe que lo observo y, de todas maneras, descifrarlos resulta imposible, pues van en su papel de ser humano adulto y funcional, el que siempre desempeñamos cuando vamos por la calle, que oculta todos nuestros deseos, obsesiones, filias que rebotan dentro de nuestras cabezas con fuerza, y aún así somos capaces de dar una respuesta al interlocutor que camina a nuestro lado. No culpo a nadie, así somos todos.

Un hombre avanza lento, montado en su bicicleta, por el andén, esquivando a diferentes peatones que caminan bajo el amparo de tranquilidad que brinda el haber acabado una jornada laboral; otra mujer habla o envía mensajes de voz por su celular, que tiene pegado a la boca.

El semáforo se pone en verde y la ola de carros arremete contra la avenida principal y se desvanece cuando aparece la luz roja. El viento agita las hojas grises de los árboles, producto del vidrio oscuro; un guardia de seguridad se pasea, con su perro, por la entrada de un edificio que esporádicamente escupe grupos de personas.

La calle, la ciudad, en medio de su tráfico y personas que se mueven de afán y sin tiempo, parece ordenada o, más bien, todos entendemos sus códigos y señales, y nos acoplamos a su frenesí de urbe revolucionada, cumpliendo nuestro papel, el que hayamos elegido, nos hayan asignado o, en últimas, el que nos haya tocado, ¿qué más da?