martes, 19 de diciembre de 2017

Juliana desayuna

Juliana estaba sola. Ese fin de semana Camilo, su esposo, se había ido de viaje con unos amigos, un plan de hombres, de machos. Él le había dicho que si quería lo podía acompañar, pero ¿qué iba a hacer ella en un lugar con puros hombres a quienes veía esporádicamente?. Únicamente se la llevaba con un par, lo mejor era darle su espacio, además, Marco también iba a estar allá. “Mejor dejar las aguas calmas” pensó. 

El Domingo se despertó tarde y decidió irse a desayunar a un café cercano. Cuando llegó al lugar y como estaba haciendo sol, decidió sentarse en la terraza. Las mesas, en su mayoría, estaban ocupadas por familias o parejas, algunas agarradas de la mano. La única persona sola, aparte de ella, era un hombre en pantaloneta, que leía un periódico y llevaba gafas negras. Juliana se preguntó desde qué hora estaría levantado. “Yo también debería hacer algo de ejercicio”, pensó, pero al rato se acordó lo rico que había pereceado y mandó el pensamiento a los abismos de su cerebro.

“Buenos días”; el saludo de una mesera rolliza y morena la sacó de su cabeza. El reflejo del sol en el delantal blanco de la mujer encandiló a Juliana por un momento. Cuando pudo enfocarla se dio cuenta que aprisionaba dos cartas contra su pecho.

“Hola, ¿cómo está?” le respondió Juliana con una amplia sonrisa. “Bien gracias”, complementó la mujer al tiempo que le pasaba una carta y ponía la otra en uno de los tres puestos desocupados de la mesa.
“Tranquila, no hay necesidad” le dijo Juliana.
La mujer freno el cuerpo, y con este inclinado, al tiempo que habría los ojos le pregunto, “¿Va a comer sola?”. “Si” respondió Juliana clavando su mirada en la mesa. “vieja sapa, ¿qué le importa?”.

Al tiempo que ocurría esto, en la mesa de al lado otra mesera le traía los platos a una pareja: una mujer rubia, con un piercing en la nariz y un hombre con barba y, a pesar del calor, una gruesa bufanda enroscada al cuello”.

El plato de la mujer eran unos huevos revueltos con mucho rojo, “tomates”, pensó Juliana. Apenas lo tuvo enfrente, la mujer saco su celular y le tomó una foto, luego hizo lo mismo con el de su pareja, le dijo algo y soltó una carcajada. El hombre sonrió incómodo.

Mientras mira la carta, Juliana piensa que debe pedir un plato diferente al de la mujer, siente que, si llega a ordenar lo mismo, está en la obligación de tomarle una foto, y que no tiene sentido alguno andar por ahí tomándole foticos insulsas a lo que comemos.

Tiempo después cree ver a la mesera que la atendió cuchicheando con una de sus compañeras. Las maldice en silencio mientras muerde una tostada, que mezcla y traga con un sorbo de chocolate.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Hipopótamos voladores

El escritor, quién lleva una larga temporada fuera de su país natal, afirma que la ficción, bajo la constante amenaza de los textos de no ficción, la auto ficción y demás géneros ridículos y similares que se han inventado en los últimos tiempos; incluso la crónica, que tanto le apunta, a veces, a parecerse un texto literario, tiene sus días contados. 

Habla con rabia. Dice que a nadie le interesa saber cómo una persona le cambio los pañales a su hijo recién nacido o qué le ocurrió cuando visitó el supermercado. Lo primero me parece súper acertado, pura caca, en cuanto a lo otro, la cantidad de personajes que se pueden encontrar en los supermercados para poblar cualquier tipo de texto es bárbara.

Este hombre, que ha dedicado su vida a las letras, cuenta que, antes que leer cualquier historia insulsa sobre un acontecimiento nimio de nuestras vidas, le encantaría toparse con una novela que cuente la historia de unos hipopótamos voladores, pues ¿qué más apuesta a la ficción que esa? 

Me gustaría complacerlo, pienso entonces que el personaje principal de esa novela se podría llamar Rodolfo el hipopótamo, quién conoció la historia de Dumbo y se empecinó en lograr su mismo objetivo.

Soy consciente de que es una trama bien floja, pero, aun así, le doy vueltas en mi cabeza todo el día. Siempre visualizo a Rodolfo el hipopótamo sentado en un prado muy verde y con muy pocas ganas de volar “¿A qué huevón se le ocurre que un hipopótamo quiere volar?”, me pregunta en silencio. “Por eso es ficción”, le respondo.

No se me ocurre que más decirle. En la tarde salgo a comprar algo al supermercado. No ocurre nada extraordinario, pero igual me da pena con Rodolfo y con el escritor narrarles la experiencia. Quizá, la realidad debería parecerse más a la ficción, y así, todos felices.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Si el señor quiere

Nos encontramos en una peluquería. Una mujer habla por celular a grito herido, para superar un barullo de ruido que incluye secadores de pelo, conversaciones, risas, uno que otro carro que pasa por la calle y una emisora que suena sólo porque sí, pues nadie parece ponerle atención, y resulta difícil precisar si transmite noticias, música o un programa de aguinaldos navideños.

No hago ningún aporte a la cacofonía del lugar. El peluquero que me atiende es sordo y, parece, también mudo, así que no tengo que esforzarme en hacer una conversación floja sobre el clima o si la clientela del día está buena o no. Nos comunicamos por un lenguaje de señas básico, universal y positivo de pulgares hacia arriba. El hombre corta bien el pelo y no recuerdo como le hice entender, cuándo lo conocí hace un par de años, cómo  quería que me peluqueara. Lamenté esa temporada en la que se desapareció; según un rumor, le había hecho algo mal a una clienta que, seguro, no era buena en el lenguaje de señas positivas. 

“Si, como te dije, nosotros viajamos mañana muy temprano. Si, es un viaje que teníamos planeado desde mitad de año. Lamento no poder acompañarlos más tiempo, pero en la tarde, si Dios nos da vida, si el señor lo permite, pasamos por la funeraria para acompañarlos un rato.”, dice la mujer. 

“Que irónico sería morir camino a un funeral” pienso, aunque sabemos que la muerte, cuando se trata de desafiar el curso de lo "normal", no tiene piedad alguna con nosotros. 

Dicho eso, a veces pienso que entre las múltiples obligaciones que debe tener Dios, una de las más importantes es sentarse a querer quién si y quién no, si ustedes me entienden.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Infiernos

Hace sol y caminamos de afán. Una mujer avanza en sentido contrario, es vieja, lleva una bolsa en la mano y está despeinada. Apenas la cruzamos nos pide dinero. Le decimos que no tenemos, y la esquivamos. Cuando estamos a punto de dejarla atrás nos dice: “Hijueputas, fijo cuando estén a punto de morirse, Dios los va a juzgar y los va a mandar a los infiernos”.

Volteo para mirarla y tiene los ojos encendidos, llenos de rabia. “Cada quién con su propio infierno” pienso. “Los infiernos”, la expresión me recuerda a Dante Alighieri y su Divina Comedia, que alguna vez intenté leer en la universidad en una época en la que me sentía algo triste y la abandoné porque me pareció oscura, inapropiada para mi estado de ánimo melancólico. 

De pronto la mujer tiene todo muy claro y sabe qué es lo que nos espera en el más allá, dependiendo de nuestro nivel de hijueputez. Por alguna razón, imposible de precisar, tiene conocimiento de que, contrario a lo que se piensa, no existe un único infierno, sino que los hay de varias clases y tipos; clasificados, quizá, por pecados, ese gran invento humano que ha servido para darnos palo moral de manera innecesaria.

Quiero preguntarle qué tanto sabe sobre los infiernos y la muerte, pero su mirada desafiante y llena de fuego me intimida, así que corto el contacto visual, antes de que arranque a correr hacía mi para arrancarme los ojos. Hoy no es un buen día para irse a los infiernos.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Zen

Es medio día. Hace sol y las calles del lugar, un sector de oficinas, están repletas de personas: hombres encorbatados con gestos que quieren dar a entender que están en la cima del mundo, acompañados por mujeres muy arregladas que llevan carteras gigantes y gafas oscuras, cuyos marcos gruesos combinan con alguna de las prendas que llevan puestas. Todos caminan de afán para ver en qué lugar van a almorzar. 

Ciertos personajes rompen el equilibrio de la escena de urbe revolucionada: un guardia de seguridad que parece en posición firmes y lleva un uniforme azul impecable, con un perro bóxer, sentado en sus patas traseras, a su lado, que lo imita. Ambos observan el tráfico de gente, inmersos, quién sabe en qué tipos de pensamientos. El otro es una señora de los tintos diminuta y que también camina de afán, pero su destino no parecer ser un restaurante, sino quizás un banco o una tienda para comprar unos cafés o una gaseosa. Un French Poodle, para guardar el sentido de las proporciones, la acompaña.

La mujer pasa por enfrente del guardia de seguridad sin determinarlo, contraria a la actitud de su perro, quien encara al bóxer y comienza a ladrarle desesperado. El segundo no abandona su posición de firmes, aguanta los gruñidos, ladridos, quejas, alegato del primero como si nada. Su actitud de pelea le resbala por completo.

El Poodle hala la correa con fuerza, obliga a dar media vuelta a la mujer y que suspenda su paso. Ella tira de la correa con fuerza y lo llama por el nombre, uno bien ridículo, digno de perro escandaloso y chiquito. Este cede y, envenenado por dentro, continua su camino.

Todos deberíamos emular algo de la actitud Zen del Boxer.

martes, 12 de diciembre de 2017

Consignación

Tengo que consignar un dinero en el banco y hacer unos pagos. Antes de salir de la casa, me vuelvo un ocho haciendo los cálculos de la cantidad de dinero que debo retirar del cajero. 

Al llegar al banco una máquina me asigna el turno O343, con el que pienso,  me van a atender mañana, por el número, exagerado creo, que acompaña a la vocal. Mientras subo las escaleras imagino que en el lugar debe haber 342 Oes o personas, que madrugaron más, estaban más cerca del banco o lo que sea. 

Trato de adquirir una actitud positiva para uno de los peores planes del mundo: Hacer vueltas de banco. Me acompaña mi MP3, compañero de mil batallas; también lo hace el celular pero no pienso sacarlo, no quiero darle al celador el placer de pronunciar: “Por favor me colabora con el celular”.

Suena Nightrain de Guns and Roses, una canción que me sube el ánimo. Le subo al volumen porque tengo justo enfrente mío una pantalla que indica cuál turno van a atender, así que no hay forma de no darme cuenta cuándo me toca a mí.

Le doy a un bombo imaginario con mi pie derecho. Volteo a mirar hacia la izquierda y una mujer que lleva una falda blanca y blusa negra, se ve nerviosa. Se lleva las manos a la cabeza y se pone de pie, se vuelve a sentar y revisa los papeles que lleva en la mano. Por último, me dirige la palabra como si yo fuera su salvador, a mí, una persona que tiene la música a un volumen que tiende a ser ensordecedor. 

“¿Perdón?” le digo, mientras me quito el audífono del oído derecho. La mujer exagera su cara de angustia.

“Se me descargo el celular, ¿será que me puede regalar un minuto para llamar a que me dicten el número de la cuenta?”

Su petición tiene toda la pinta de chanchullo, paseo millonario, tráfico de órganos, enredos con mafia italiana, etc. “No tengo minutos”, respondo. La mujer se sienta, sigue con su actuación dramática y al rato abandona el lugar. 

Los turnos de diferentes letras y números, avanzan muy despacio, los de mi grupo, los hermanos O, apenas van en el 320. Antes de que me entre la angustia y me ponga a hacer cálculos de cuánto se demora un cajero atendiendo una persona, para luego descifrar el tiempo que todavía tengo que estar metido en este sitio del infierno, me distraigo con una pantalla ubicada al lado izquierdo del tablero de los turnos.

Si las entidades bancarias fueran consideradas en lo más mínimo, pasarían un video, cualquier capítulo de una serie, incluso uno de padres e hijos, por ser bien extremistas, pero no, lo único que transmiten y repiten hasta el cansancio son comerciales de la entidad con un eslogan flojo: “Es el tiempo de todos”. En estos predominan imágenes de bebes en los brazos de sus madres, personas con sonrisas perfectas y pintas de modelo que no se parecen en nada a ninguna de las personas que se encuentran conmigo. Son imágenes bellas que le apuntan a despertar emociones y en momentos me dejo llevar por ellas; maldita publicidad.

Luego de una tanda prolongada de comerciales, aparece una imagen de Einstein bajo el título, si no estoy mal, de cápsula de conocimiento con una de sus tantas citas célebres. 

La mujer-máquina, con una voz muy sexy, por fin pronuncia mi turno. En medio de la transacción, la cajera me cuenta que si no sabia lo afortunado que soy pues tengo preaprobado un crédito de no sé cuantos millones y que si  quiero, lo puedo solicitar con un simple chasquido de los dedos. No dijo eso, pero eso fue lo que quiso darme a entender, le digo que no, pero igual le doy las gracias. 

Lugares extraños los bancos.

lunes, 11 de diciembre de 2017

Javier

Debe tener un poco más de 50 años, pero no los aparenta. Es un hombre macizo y me lo imagino con un sombrero mexicano cantando una ranchera, pues lleva un bigote al mejor estilo mariachi. Maneja un carro pequeño y el timón casi le toca la panza.

Me cuenta que duró veinte años manejando mulas, pero que hace uno decidió dejar esa profesión. “Ya estaba cansado y las reglas del negocio han cambiado mucho. Imagínese —dice mientras le da un golpe suave al timón con la mano derecha— ya en algunos viajes no contratan coteros. Entonces a estás alturas del partido uno ya no está para esos trotes, de pronto cuando uno era joven se le medía a eso, pero ya ahora no”, concluye.

“Yo me le mido a todo, he sido conductor, electricista, albañil, mejor dicho, qué no he sido. Un hijo que es ingeniero de circuitos cerrados a veces me da trabajito, entonces también sé instalar cámaras.” 

Luego de unos segundos en silencio vuelve a hablar “Yo no sé qué pasa”, dice con tono apagado. “Desde que empecé a trabajar han pasado 35 años y como que mi vida no despega”. “¿Por qué dice eso?” “Aghh no sé, nada me sale bien. Imagínese que mi esposa, con la que duré 35 años, levantó la cola y se fue. Hace 5 meses me dejó”
“¿Y eso?, ¿se fue con otro?
“No, se largó sola”
“¿Qué Paso?

Javier me cuenta como un día un pariente lejano, el cuñado de una de sus hijas, se metió en el cuarto de su esposa con intención de algo más allá de una simple visita al cuarto de una mujer casada, si es que se puede afirmar tal cosa. 

“Yo escuché un grito y pues como ando con fierro, me les metí al cuarto a ver que era lo que pasaba. Yo iba a llenar de plomo a ese hijueputa, pero mis hijos se metieron y la cosa no pasó a mayores” 

“Para rematar no sé qué le pasa a mi hija mayor, esa parece que no fuera hija mía. Eso ni me da de comer ni nada. Le importo cinco”. “¿usted vive con ella?”, "Si, pero desde que se enteró que yo ya no quería volver a trabajar manejando mula, cambió completamente. Me trata como si yo no existiera."

“Esto de ahorita es porque la prima de una hija habló con el esposo para ver si les podía manejar este carro, pero está muy duro, la cuota que me piden es muy alta. Voy a manejar hasta el 31 de diciembre y ahí miro que otra cosa hago”, dice con tristeza en la voz.